Hace ya varios años, en Agosto de 1997, murió en Europa una gran figura. Su muerte, casi totalmente eclipsada por las muertes en esa misma semana memorable de La Madre Teresa y de la Princesa Diana, pasó desapercibida. No obstante, cuando las futuras generaciones miren retrospectivamente al Siglo XX, Viktor Frankl podría ser reconocido como una de sus grandes voces.
Frankl fue un siquiatra Austríaco, contemporáneo de Sigmund Freud, Alfred Adler y Wilhelm Reich. En los albores de la Segunda Guerra Mundial, en 1939, Frankl, un judío, obtuvo una codiciada visa a los Estados Unidos, la cual dejó expirar sin usar, pues no quería abandonar a sus ancianos padres. Más tarde su padre, su madre, su hermano y su esposa, fueron todos exterminados, mientras él estaba prisionero en Auschwitz. Como resultado de sus experiencias, Frankl desarrolló una filosofía personal que él denominó “Logoterapia”, la cual articuló en 1946 en un libro titulado “El hombre en busca de sentido” (Man’s Search for Meaning). Fue éste el primer libro moderno de autodesarrollo. Todavía disponible, ha vendido más de nueve millones de copias y ha sido denominado por la Librería del Congreso como uno de los diez libros más influyentes en los Estados Unidos.
Frankl apuntaba alto. Su libro se reviste del inconfundible rasgo de la grandeza, un resonante trasfondo de optimismo poderoso que ha visto lo peor de la naturaleza humana sin dejarse doblegar. Abordando inequívocamente sus experiencias en el campo de concentración, el libro es mucho más que una crónica de las abominaciones cometidas por los Nazis. En su lugar, sus experiencias del Holocausto son casi un incidental en el marco de una verdad más profunda.
Desde la perspectiva de un observador objetivo, Frankl conduce al lector en un viaje a través del mundo del sufrimiento y nos muestra cómo enfocar el sufrir en un contexto más amplio. Deriva lecciones y conclusiones de Auschwitz como si hubiera sido un salón escolar existencial. Es su parecer que nadie puede escapar del sufrimiento. Todos, si no lo hemos experimentado ya, sufriremos la pérdida de un ser querido, sentiremos el peso de lo inhumano y los prejuicios del mundo, nos enfermaremos, nos sentiremos deprimidos o solitarios, nos pondremos viejos y débiles y con el tiempo moriremos. Pero la mayor tragedia es perder el sentido de propósito en la vida. Y es éste precisamente el mayor mal de nuestro tiempo.
A fin de que no perdamos la fe en nuestro prójimo, Frankl reporta que había triunfos de la dignidad humana aun en la desdicha y la degradación de los campos de concentración y que encontrar significado a la vida es posible aun en esas abyectas condiciones. Frankl postulaba, “... que aquello últimamente responsable por el estado interior del prisionero no eran tanto las causas físicas, sino el resultado de su libre albedrío. Observaciones sicológicas de los prisioneros ha demostrado que sólo aquellos hombres que permitieron el colapso de su fortaleza moral y espiritual, sucumbieron a las influencias degenerativas del campo... Aunque condiciones tales como la falta de sueño, insuficiencia alimenticia y las variadas formas de estrés sugieran que los presos deban reaccionar de una manera determinada, en último análisis, resulta claro que la persona en que el prisionero se convertía, era el resultado de una decisión interior, y no el resultado de la experiencia del campo en sí. Fundamentalmente, por lo tanto, cualquier hombre puede, aun bajo tales condiciones, determinar lo que va a ser de él, tanto mental como espiritualmente”.
Y para los sarcásticos entre nosotros que creen que la naturaleza humana es inherentemente mala, Frankl apunta lo siguiente: “Fue el hombre quien inventó las cámaras de gas de Auschwitz; pero fue también ese mismo ser quien entró a esas cámaras con un Rezo al Señor o un “Shema Yisrael” a flor de labios”.
Apenado por la atracción a la vida placentera de la presente generación, Frankl fue un hombre de francas opiniones hasta el final. Tenía especial desdén por el asedio sin miramientos y el hambre de chisme de los medios de comunicación. Él, que había sido tremendamente popular como conferencista en los años 50 y 60, llegando a ser conferencista visitante de varias universidades prestigiosas del mundo, incluyendo a Harvard en 1961, en su última visita a los Estados Unidos, en 1990, penosamente ninguna cadena televisiva estuvo interesada en entrevistarlo; lo cual es un revelador comentario del nivel colectivo del discurso público en este país. Frankl tenía tanto de valor para compartir con esta generación; su mensaje era tan oportuno como en 1946.
Matthew Scully lo resumió así en una pieza panegírica en The Wall Street Journal:
“Frankl fue quizás el más agudo analista de la Cultura Secular, esa forma moderna de jurar devoción a personas distantes, causas e ideales, mientras nuestra propia vida se deshace... es una apuesta segura que no veremos a Viktor Frankl en la cubierta de Time o People. Pero su muerte nos recuerda por qué debemos apreciar la sabiduría al menos tanto como la belleza: la necesitamos más y perdura por más largo tiempo”.
(*) Traducido del Inglés por Isaías Medina Ferreira
Este trabajo fue publicado por el traductor el miércoles, 24 de junio de 2009, en uno de sus blogs.
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