—¿Vive aquí Marcelino torres? –preguntó el chofer al tiempo que paraba en seco la ambulancia.
Eran las nueve de una mañana resplandeciente de sol. Don Marcelino, hombre más entrado en años de los que realmente tenía, como de costumbre a esa hora, paseaba los ojos por el cielo antes de encaminarse a su imprenta.
—Sí –contestó, interrumpiendo apenas la dulce faena de chupar su pipa–. ¿Qué se le ofrece?
El chofer hizo señas al hombre sentado junto a él. Abrían ya la puerta de la ambulancia, cuando el segundo individuo se dignó explicar:
—Entonces, este muerto es suyo.
Sorprendido, don Marcelino retiró su pipa de los labios golosos.
—Eso es un error –protestó–. Nosotros no tenemos a nadie enfermo en el Hospital.
—Pero este es suyo…
Sacaron un bulto del vehículo, echaron a un lado a don Marcelino y sin más miramientos arrojaron el paquete en medio del zaguán.
El viejo no encontraba palabras.
—¡Ey! –dijo al fin, cuando oyó el ruido del motor en marcha–. ¡Ey!...
Pero la ambulancia dio un sirenazo en respuesta, alejándose por la calle alegre de sol.
Dentro de la casa gritó una mujer.
Don Marcelino entró precipitadamente, para encontrarse con la nuera, que daba gritos de pie junto al paquete, la cara oculta entre las manos. Gritaba desesperada, sacudiendo la cabeza ciega, como negando su propia desesperación, y a cada grito retrocedía un paso.
El viejo la miraba sin atreverse a bajar los ojos, horrorizado antes de ver.
Por la puerta abierta entraban los vecinos, las amistades, los curiosos, formando un caos de espanto.
Don Marcelino entonces miró hacia abajo, hacia el bulto que la nuera había descubierto por un extremo. La pipa se le escapó de la mano para caer al suelo con un golpecito seco.
***
Del arrozal venía un jeep dando corcovos, en su prisa por dejar atrás el tramo malo del camino.
Juan, que conducía, dijo al hermano:
—Mira esas siembras, Manolo, no comprendo cómo puede un solo hombre poseer tanta tierra.
—Ya te preguntaste lo mismo esta madrugada, y ayer y no sé cuántas veces más. En cualquier rato te sale caro…
—¡Ajá!... –exclamó riendo Juan–. Yo lo creía dormido o atontado, Padrino.
—Nada más que zarandeado hasta los huesos.
Manolo se ladeó en el asiento para hablar con don Luis:
—¿Ud. cree los rumores que corren?
—Los hechos no son rumores.
—No –corroboró Juan–. Esto se pone feo… ¿Cuántos quedan en las montañas? ¿Diez? ¿Doce? Quizá veinte… No resistirán tanta metralla…
—Están resistiendo para animarnos a la rebelión. Pero somos demasiado pendejos… el miedo…
Manolo protestó:
—No hable de miedo, don Luis, es impotencia. ¿Adónde quiere usted ir sin armas?
La amargura de la pregunta aisló a los tres en sus respectivos pensamientos hasta llegar a la ruta principal.
—El rumor a que me refería –advirtió de pronto Manolo– tiene algo que ver con Miguel Ángel. No se sabe de él.
La imagen del cuñado surgió de golpe en la mente de Juan.
—¿No se fue a ver la novia a la capital? –interrogó don Luis.
—Sí…, pero ella telefoneó ayer preguntando por él.
¿Con lo enamorado que está? No… pero nos angustia que pueda ser otro “desaparecido” más…
—¡Chit! –previno Juan, que había escuchado en silencio–. Estamos llegando al pueblo y aquí hasta el aire espía.
Iban abrumados, cuando, al desembocar en la calle “Presidente”, Juan frenó violentamente.
A dos cuadras escasas, se agolpaba frente a su casa una muchedumbre de hombres.
—Pega a la acera detrás del Ford –dijo Manolo, y sin esperar saltó del vehículo, corriendo hacia los hombres que, al verlo venir, le abrieron paso en súbito silencio.
Acababan de meterlo en el ataúd y se disponían a taparlo, urgidos por el mal olor.
El joven extendió el brazo. Su voz entrecortada sonó como un ruego:
—Por favor, quiero verlo antes.
Sintió en los hombros dos manos trémulas que tímidamente trataban de alejarlo. Pero él miraba con un dolor indescriptible que vencía al horror.
Empezaba a oscurecer.
Solo, en el comedor de verano, fumaba don Marcelino. Arriba, haciendo crujir el piso de madera, medían el tiempo sus hijos.
Después de los gritos, de la gente, pesaba el silencio. A medida que las horas se alargaban en otras horas, le parecía más evidente que la nutrida concurrencia al entierro había sido una protesta contra semejante atrocidad. En este punto de sus meditaciones, meneó la cabeza tristemente. “Eso no conducirá a nada bueno… No… a nada bueno…”
—¡Válgame Dios, don Marcelino! –exclamó la buena criada de años–. ¡Se lo come la oscuridad!
—Es verdad… No me había dado cuenta.
La madera cesó de crujir.
Tanto él como la mujer, miraron hacia arriba.
—¿Comieron algo? –preguntó don Marcelino.
—¡Piense Ud.! Desde las doce están encerrados sin parar casi de caminar. Dan grima… Ud. debiera hacer algo…
Don Marcelino se puso de pies, y antes de subir fue al zaguán para cerrar él mismo la puerta. Como andaban las cosas, era mejor trancarse temprano.
Un mozalbete entraba en ese momento.
—¿Algo nuevo, Julito?
El muchacho, de unos trece años, vacilo un instante; luego dijo:
—Isabel se calmó después de la inyección.
—Ya me dijiste eso esta tarde –advirtió pausadamente–. ¿A qué has venido?
—Bueno… tía Lisa me manda a decirle…
Arriba reanudaron los pasos.
—¿Todavía? –preguntó señalando el piso superior con la mirada.
—Sí, hijo –exclamó la criada nerviosa–. ¿Dirás ahora el mandado?
—Que cogieron preso a don Luis.
—¡Jesús!
Don Marcelino golpeó la pipa en la mesa para limpiarla de un resto de ceniza.
—¿Y por qué?
—Porque… bueno… ellos nunca dicen por qué…
—Pero tú has oído murmurar… Anda, dilo.
—Dizque… porque le prestó un nicho de su tumba…
Imponiendo silencio a la criada con un ademan autoritario, y por todo comentario, inquirió:
—¿Tú conoces bien las montañas?
Julito lo miró a los ojos, súbitamente transfigurado.
—Tía Lisa me manda para eso… Usted puede contar conmigo, don Marcelino.
***
El portalón se abrió lentamente en la noche alta y fresca. Uno a uno se deslizaron fuera de la casa, seguidos de la bendición de don Marcelino, en cuyo corazón no cabía más angustia.
La calle estaba desierta. Escurriéndose a lo largo de las casas, caminaban silenciosos, vigilantes a posibles patrullas por aquel sector.
Una sola vez estuvieron a punto de ser sorprendidos en su huida. Pero los mismos cascos herrados de la guardia montada les previnieron a tiempo para escabullirse.
Al cabo de una hora interminable de marcha, alcanzaron el lindero de la montaña.
—Ve delante, Julito –dijo Manolo con una sonrisa de alivio. Ahora comienza tu papel de guía.
Una descarga de fusilería restalló a sus espaldas.
—Se escapa uno –rugió una voz–. Por ahí, a la izquierda. Síganlo.
Hubo otra descarga.
Julito abrió los brazos y, describiendo un semicírculo, cayó de cara al cielo espléndido de la madrugada.
Hilma Contreras. El ojo de Dios: cuentos de la clandestinidad. (Santo Domingo: Ediciones Brigadas Dominicanas, 1962. Colección “Baluarte”), pp. 15-19.
Hilma Contreras Castillo (8 de diciembre de 1913 - 15 de enero de 2006) fue una narradora, ensayista y educadora dominicana. En el año 2002, fue galardonada con el Premio Nacional de Literatura.
Más sobre Hilma Contreras Castillo
Excelente
ResponderBorrarAlguien sabes en que época se escribió ese cuento
ResponderBorrarEl cuento es parte de "El ojo de dios: cuentos de la clandestinidad", publicado en 1962
BorrarProbablemente escrito en la Era de Trujillo
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