lunes, 4 de febrero de 2019

LA MUERTE DEL PADRE CANALES

Cuento por César Nicolás Penson (*)
(1855–1901)


I

PEDRO EL SANTO

¿Quién era Pedro el Santo?

Por esas calles iba, hacia los años d 1836, un hombre de regular estatura, más bien bajo, y entrado en edad, cuyo aspecto revelaba uno de esos tipos raros que luego se dan; y lejos de ser este un ente ridículo, señalábansele todos como digno del mayor respeto. En esa época no era cosa extraña hallarse a cada paso con personas entregadas a devoción en público, tuvieran o no motivo para ello, que frecuentaban sacramentos, que hacían del templo su habitual morada, que vestían cilicio y ensayaban todo linaje de penitencias, que iban entre la multitud como seres fueras del contacto impuro de lo mundano; especie de santos escapados, a quienes el pueblo sin mala intención, apellidaba beatos. Con rarísima excepción, eran devotos realmente, aunque en ello entrase algo de monomanía respecto de alguno.

Pedro el Santo era entonces el prototipo de estas buenas almas.

Era tal su aspecto humilde y de veras beatifico, y tal el tinte de profunda tristeza que en él se advertía, que inspiraba, además de respeto, grande interés. Delgado en extremo, color blanco mate, sin duda por la fuerza de las duras penitencias y ayunos, imberbe, rostro ovalado y alargado, nariz perfilada, labios finos y fisonomía bonachona, cuya expresión era como de quien está resignado y sometido a dura expiación. Conocíase que no era hombre vulgar ni tonto.

Su verdadero nombre era Pedro Aybar.

Vestía de blanco, con la honrada y tradicional chaqueta; andaba con la cabeza inclinada hacia el diestro lado y recogía sus escasos cabellos grises con la coleta, tocado aristocrático del siglo pasado. Se sabía que llevaba sobre su cuerpo duro cilicio; no hablaba con persona nacida; oía misa diariamente; se arrodillaba en el templo con los brazos en cruz; y no hay que decir que en todos los actos religiosos públicos, especialmente en estaciones, había de encontrársele en primera línea. Tal era su paciencia, que luego, cuando los muchachos le importunaban en las procesiones, se volvía, diciéndoles dulcemente:

—Por Dios, hijos…

Pedro el Santo era lo que podía llamarse con toda propiedad un asceta; aunque anduviese entre la gente y no habitase un desierto. De ahí lo raro de su modo de vivir y la especie de respetuosa conmiseración y aun veneración que inspiraba.

Pero aún no se ha dicho lo más notable de su vida.

Había sido maestro de escuela por el barrio de Santa Bárbara, y vivía por el retirado y miserable de San Antón, que enantes sería espantosa soledad, digna de tal eremita. Su comercio estaba reducido a una panadería, y toda su familia era un antiguo y fiel esclavo, a quien habría manumitido él o los suyos y jamás quiso desampararlo, y entre ambos trabajaban el pan de huevo entonces muy en boga, chocolate y otras fruslerías; todo lo cual daba largamente de limosna; y tan caritativo, que era el primero en socorrer a todo el mundo en cualquier accidente que ocurriese.

Un rasgo solo pinta virtud tan extremada.

Dejaba la puerta de su casa constantemente abierta de noche por si cualquier peregrino, como entonces decían de viajeros y gentes sin albergue (y aún hoy dicen los viejos), viese necesidad de un hogar.

Pedro el Santo descendía de las más encopetadas familias de esta Capital; y como unas con otras estas familias que podríamos llamar nobiliarias (mantuanas, se decían), porque en esos tiempos tenían mayorazgos y disfrutaban de riquezas y de los cargos principales de la colonia, estaban ligadas y emparentadas, el andante anacoreta de arras venía a ser deudo de las casas más distinguidas: el asunto es que la mayor parte de los individuos de aquellas familias no tenían a menos titularle de pariente y como tal solicitarle. Pero él, empeñado en ser humilde hasta no poder más, y rebajarse a sus propios ojos, no por otro motivo, declinaba la honra de ser pariente de sus parientes; o acaso sería por figurarse ente despreciable debido a la desdichada circunstancia de ser sobrino del protagonista de esta verídica historia, o sea, del tristemente célebre en las crónicas locales de la Ciudad Antigua, el asesino del Padre Canales, Don Juan Rincón.

—Yo no tengo parientes, solía decir cuando por tal le llamaban.

Avivada la publica curiosidad con el extraño género de vida que se había impuesto, no desperdiciaban ocasión para preguntarle por qué causa se había sometido a semejantes mortificaciones, y él respondía:

—Mi vida es expiatoria por el crimen cometido por mi tío Juan Rincón.

En efecto, Pedro el santo expiaba algo.

Tan singular era su vida, y tan ejemplar su penitencia, que el andante anacoreta acabó por ser llamado así, Pedro el Santo.

II
PROFECÍA

Acaso más de una vez habremos de llevar al lector curioso a la cumbre de ese cerrito que en lo alto de la calle de San Francisco se levanta y que domina la cuesta de San Diego, al extremo de la calle, y desde cuya altura se descubre la escarpada y montuosa orilla derecha del Ozama, el cual se adivina, pues no se puede ver, por sobre la derruida muralla que ciñe por ese lado sus márgenes.

Subida la cuesta, esta la puerta de la iglesia conventual, oblicuamente inclinada por la posición del monasterio.

Figurémonoslo reconstruido, y penetremos en él.

En las postrimerías del siglo pasado, los venerables franciscanos concedieron libre entrada a un fraile que venía de la Metrópoli, o que aquí tomó el hábito.

El tal fraile era un ente singular.

Revelaba en su aspecto varonil, el desenfado de un hombre de mundo que cubre con el sayal algún pecado grande de que, sin embargo, no da muestras de estar arrepentido. De aire desembarazado, de gesto duro, de despejada frente, hombre de respetabilidad y mucha instrucción, el recién llegado fraile se halló muy bien desde luego en el convento histórico.

Llamábase el Padre Perozo.

Era peninsular y antiguo capitán de los tercios de Flandes, y de familia aristocrática.

En su país hubo de tener reyertas con su coronel, a quien regaló buenas estocadas, porque era excelente espadachín, y de resultas y apesarado, según dicen, se metió a fraile y vino a América.

Sabido es que en esa época, de todos los conventos existentes aquí, sólo el de los Domínicos y el de los Jesuitas tenían magisterio, es decir, que eran aulas donde se formaba la juventud. Pero aunque San Francisco no tuviese tal privilegio, el Padre Perozo que era, como dijimos, hombre de letras, se había hecho cargo de dar por su cuenta la instrucción que era de rigor entonces a algunos jóvenes; y asistían a sus bancos, entre otros, el Dr. D. José Núñez de Cáceres, el primero en la verdadera independencia de Santo Domingo, alta gloria nuestra, el Dr. Faura, aquel asesor general que protestó contra la entrega de Ogé y Chavanne, y el Sr. José Joaquín Del Monte, padre del distinguido literato Sr. D. Félix María Del Monte.

Hay que saber que el último de estos dos alumnos era para el Padre Perozo más que eso, casi un hijo, pues que le había sido entregado como tal, y él hacía su oficio de padre muy digna y decorosamente. De él son los datos de esta segunda parte.

El niño dormía en la misma celda del fraile.

La tradición señala como tal una que queda frente a una capilla que conserva parte de su techumbre y está hacia el fondo.
El discípulo no quería menos a su mentor, y un día hubo de probárselo asistiéndole de un súbito accidente producido por el ahoguío, que postró al reverendo, y con tanto amor y celo lo efectuó, que el mutuo afecto que se profesaban se acrecentó con tal motivo. Y como grande era el cariño del fraile, habíase propuesto sacar de él un hombre, y trataba de infundirle valor, desterrando de él la pusilanimidad propia del niño por el temor que tienen a la oscuridad y a los fantasmas, flaqueza que precisamente aumentan las criadas indiscretas con cuentos de brujas y aparecidos.

El Padre Perozo ponía a prueba al valiente niño Del Monte de un modo terrible.

Que se ofrecía un entierro. El Padre Perozo aparentaba haberse dejado olvidado los anteojos nada menos que sobre el mismísimo túmulo, en el centro de la iglesia, mueble aún caliente con el féretro que había descansado allí no hacia media hora. Exclamaba, pues, haciéndose que buscaba algo:

—Adiós, mis espejuelos; ¿si los habré botado? Pepito, hijo, que así le llamaba, mira a ver si los dejé sobre el túmulo.

El muchacho sentía un frio de muerte.

Con el Padre Perozo no había vacilaciones. Cuando semejante antojo sobrevenía al reverendo, y era casi diario, al muchacho no quedaba más recurso que bajar la cabeza y lanzarse a la misteriosa oscuridad de la iglesia, como el soldado bisoño que se mete en el fuego y arrostra la metralla porque así lo manda la disciplina y lo quiere el jefe, y andar a tientas buscando las malditas gafas y tropezando su mano con calaveras y canillas que caían al suelo produciendo un sonido hueco y lúgubre sobre las losas del pavimento.

Nada más de lo dicho se sabía del fraile.

Lo que sí se sabía bien era que no había olvidado sus aficiones militares; y así era que su habilidad y su amor extremado por la esgrima estaban fuera de discusión; y para que así contase a la Orden y a la posteridad, se había encompinchado con un señor D. Tomás de la O., maestro si los había en el arte de los tajos y reveses, con el cual maestro pasaba los fastidiosos ratos del domingo y días feriados, florete en mano, en lugar de coger la camándula y el breviario. Tiraba admirablemente el reverendo, y D. Tomás de la O. estaba muy satisfecho de habérselas con tal émulo.

Vamos a nuestra historia.

Tenía el Padre Perozo un carbunclo, no se sabe dónde, que esto no lo ha llegado a registrar la diligente crónica, y venía diariamente al convento a curarle el divieso un individuo del hospital militar, que dicen que era practicante o cuando menos aficionado y otros que ropero, el cual era el héroe de esta leyenda en persona, Juan Rincón.

El niño Delio disponía en la estrecha celda del fraile todo lo necesario para la cura, ponchera, toalla, hilas, bálsamos y demás adminículos, antes de llegar el practicante o lo que fuera; pero no bien asomaba, el niño se retiraba inmediatamente no sin cierto disgusto y repugnancia instintiva.

Hubo de notarlo el reverendo, y por lo mismo que le tenía educado a su manera, es decir, varonilmente, creyó sin duda que el chico tenía miedo de ver atenazar carnes enfermas y meter mechas de hilas, y le preguntó el mejor día que por qué razón no le acompañaba como en todas ocasiones.

Hostigado, el buen discípulo contestó:

—Padre, temo la presencia de Rincón, porque me tiene cara de ahorcado…

Corrió el tiempo, y sucedió lo que se verá. Estaba el Padre Perozo en la isla de Puerto Rico o en España, y al saber el desdichado fin de Rincón, escribió a su querido discípulo, entre otras cosas, estas palabras:

—¡Pepito, hijo, Dios me libre de tu boca!

III
LA CATÁSTROFE

A veinticinco de mayo, 
víspera de la Ascensión, 
mataron al Padre Canales, 
el pícaro de Rincón.

Estrofas que compuso la indignación popular, y que así, faltas de sintaxis y todo, son el sangriento epitafio de aquel inaudito acontecimiento.

Proceso célebre convertido en tradición conmovedora, en la cual resulta un asesino y no vulgar, con una celebridad originalísima por su condición, hechos y dichos ante los jueces que le condenaron. Todavía recoge el oído con espanto aquellas palabras audaces y aquella terrible acusación y a la par protesta que contra sí mismo dirige el victimario con tal de enrostrarlas a la venalidad y culpable condescendencia de la justicia humana, que no es igual para todos; tremendo dicho que anales jurídicos ningunos registran ni es posible que registren jamás.

Era el tiempo de la antigua España, como llamaban aquí a la colonial, y el ano de gracia de 1785 o 1786, época de dolce farniente y de beatifico quietismo, en que era costumbre patriarcal echarse a dormir todo el mundo, hasta que las campanas de la Catedral anunciaban la hora de la merienda, las tres, al grado que la solitaria ciudad parecía un cabal cementerio y no se veía ni un perro siquiera por la calle, famosos tiempos de monjíos y aventuras de capa y espada.

Distinguíanse entonces los hombres de iglesia por su saber y fama; y entre otros, había uno que por sus virtudes y grandes conocimientos era querido y generalmente estimado.

Conócele la tradición con el nombre de El Padre Canales; pero su nombre era el Dr. Juan José Canales.

Era un hombre de regular estatura, grueso, de tez extremadamente blanca, cara redonda, con el pelo canuco, y que contaba poco más o menos de cincuenta y seis a cincuenta y ocho años de edad.

Son todas las señales que han quedado de él.

Además, sabemos que era cumanés, y vino aquí a estudiar para graduarse. Así lo hizo y se quedó en el país.

Era de carácter, si no díscolo, al menos bastante malo, por lo cual tenía siempre sus disputas y se granjeó no pocas dificultades.

Una circunstancia notable le singulariza. Y fue que en 1782, se instruyó contra él un expediente a causa de haber desagradado a los señores del Real Acuerdo algunas frases del sermón que predicó en celebridad de la victoria obtenida contra los ingleses por las armas españolas en 1655.

Parece que la carencia o escasez de personas entendidas en materia legal, para ser defensores, ponía en el caso a los hombres de letras de postular a favor de algún cliente; y una ocasión el Padre Canales, que dicen había sido abogado antes de ordenarse, ejercían de tal en un asunto contrario a los intereses de Don Juan Rincón, usando de cierta virulencia de lenguaje. Sea de ello lo que fuere, no hay rastro de otros motivos que dieran lugar a un suceso asaz increíble como el que es objeto de este relato.

Don Juan Rincón era un ente raro.

Arrancaba su origen de familias muy distinguidas, las primeras de esta Capital, del mismo tronco que el de Pedro el Santo, su sobrino.

Era también un beato, y como tal, hombre de austeras costumbres, de esa religiosidad aparente más bien que real (lo de real es rara avis) y que casi siempre oculta malignidad congénita y perversión moral. Dicen que se hacía notar por su religiosidad y por ser no mal parecido y de no común educación.

No hay noticias para hacer su retrato.

Era un gran espadachín. Refieren que un caballero Carmona jugaba al florete con él; y todas las tardes iba a la Universidad a dar lecciones de esgrima a los estudiantes.

Entregado a la más completa reserva, no frecuentaba el trato de los hombres, no obstante contar con buenas amistades.

Difícilmente se veía el rostro de D. Juan animado por uno de esos destellos de íntima satisfacción que de vez en cuando iluminan las tenebrosidades del alma más endurecida. Se cree, y así se asegura, que evitaba el contacto de sus amigos porque sentía sed de sangre, y temía matar a aquellos de sus compañeros que más quisiese. No sería temerario este juicio si se tiene en cuenta la instintiva repulsa que hacia él experimentaba el discípulo del Padre Perozo, y su extraña profecía.

Acaso padeció lo que se llama la manía de sangre.

En resumidas cuentas, D. Juan Rincón era un monstruo en quien el sentimiento humano y la razón habían estado librando sus últimas batallas, bajo la capa de beatitud y los pasternoster; y que ya dejado de la mano de Dios, habíase manifestado lo que era, un gran criminal, si no por hábito por instinto, con el asesinato inicuo de su primera esposa encinta.

Esta primera hazaña, que ejecutó fría y deliberadamente, llevándose a la infeliz a una quinta cercana, situada en Arroyo Hondo y propiedad suya, porque antes nadie vivía en fincas alquiladas, quedó impune, merced acaso a lo distinguido de su familia y a las influencias que hizo o no hizo valer en su favor su tío el Deán. Ya antes dizque había metido a una hija suya en un sótano.

El caso es que pudo pasar libremente a Puerto Rico, y casó allí en segundas nupcias.

Trabó una noche un altercado con la mujer y la amenazó con hacerle lo que a la otra, diciéndole:

—¡Hum! y te hago lo que a mi primera mujer…
—¿Qué le hiciste a tu primera mujer?, preguntóle ella, azorada.
—¡Oh!, que la maté, respondió Juan Rincón.

El tal dormía con un cuchillo bajo la almohada.

La esposa se escamó. Tenía por compañero a un bebedor de sangre, anda mais, prebendado por la señora justicia y autorizado por ella para continuar despachando a su sabor indefensa mujeres; y, naturalmente, no daba desde ese momento un ochavo por su número uno, como acá decimos. Quiso, pues, probar si la justicia de Borinquen tendría, también, fueros y privilegios en sus códigos para los asesinos; y corrió a denunciar al lobo, cuando el lobo salió a dar tranquilamente su paseo.

Dejaron a la mujer en palacio, moviéndose los corchetes en busca del bebedor de sangre; y bajo partida de registro le despacharon para aquí. Entonces aquí le dejaron libre ¿cómo no? Por respeto de su tío el Deán.

Tuvo por conveniente asilarse en San Nicolás, que gozaba en esa época del privilegio de ser iglesia caliente, y como ahí quedaba el Hospital, se empleó en él. (1)

Su sed de sangre lo impulsaba a buscar víctimas.

Según después se vio, o supo, hizo una larga lista de ellas, poniendo a su cabeza al Padre Canales, parece que agraviado por haber cumplido su deber profesional. Otros dicen que se proponía empezar la degollina por un sacerdote de nombre el Padre Palomino; y parece ser cierto cuando hay quien asevere que de público se dijo entonces y lo contaba este. Sin duda sus antojos santurrones le habían aficionado a la inocente sangre de los siervos de Dios, y se preparaba a derramarla en grande.

El ensayo empezó por otros menos notables. Según dice la tradición tres eran los que debían desfilar en primera línea. Una familia acomodada, que vivía en la esquina de la plaza de la Catedral y calle de Plateros o Consistorial, frente al palacio del Ayuntamiento, o vivac como aun le dicen, y de nombre Ortiz (a) las cocó, por poco sufre la pérdida de su jefe. Juan Rincón, al anochecer, buscó a este para matarle, sin motivo, y afortunadamente no lo encontró.

La misma noche, y horas antes de la catástrofe que conmovió tanto esta culta ciudad, un embozado se introdujo en el zaguán de la casa del Padre Palomino, al oscurecer. Esta es una casa que se ve aún en la calle de la Separación, al lado de la que forma esquina con la calle del Estudio y es hoy propiedad del Sr. Francisco Bona. Era y es alta con dos balcones, y en la meseta tenía un fresco muy bueno que representaba la muerte de San José, pinturas que se hallaban en la morada de casi todos los sacerdotes, y en algunas casas de familia por especial privilegio.

El sacerdote había ido esa tarde, como acostumbraba, a jugar el solo a casa de los señores D. Manuel de Peralta y D. José Garay, y volvía tranquilamente para su hogar. Por fortuna para él, disgustado con tan lóbrega oscuridad como reinaba en el zaguán, llamó desde la puerta a su esclavo.

—Vicente, hombre, trae una luz, que este zaguán está muy oscuro, y a cualquiera le dan una puñalada.

Hízolo así el esclavo a toda prisa, y un bulto que se escurría hacia la puerta, pasó rozando el traje del sacerdote. Este no pudo contener una exclamación al reconocerle.

—¡Oh!, ¿eres tú, Juan Rincón? ¿Tú estás aquí?
—¿Qué es mi amo?, preguntó asustado el servidor.
—Ese que me ha pasado por delante al traer tú la luz, es Juan Rincón.
—¡Juan Rincón! —repitió con espanto el esclavo.
—¡El mismo Juan Rincón!

Hombre ya temible por el doble carácter de asesino y asesino impune, el susto que se llevaron sacerdote y esclavo fue tremendo. En cuanto al primero, tomó tanto horror a la casa debido a esta circunstancia y a la muerte del Padre Canales, ocurrida horas después, que se mudó al día siguiente.

Caía la noche.

En la calle del Estudio, frente a una que allí termina y se conoce con el nombre de callejón de la Cruz, hay una casa de las de un piso, espaciosa y fresca. Goza de un distintivo particular que pocas tienen aquí, privilegio que le dejó la anexión española, por haberse establecido en ella un fondín: El Café de la Reina, nombre que hasta 1888 era visible bajo el revoque de almagre.

Las siete o las ocho de la noche serian del 24 de mayo de 1785 u 86.

Un hombre, que acababa de salir, poco después del toque de oraciones, de rezar el rosario en San Nicolás, la iglesia edificada por Ovando y a dos pasos de allí, rebujado en su capa de las que entonces se usaban, cubierta la cabeza con un gorro de seda y puesta bajo el brazo la tradicional espada de cinco cuartas, rondaba el frente de la casa.

Hallábase el que la habitaba, el buen Padre Canales, estudiando un sermón para la fiesta del siguiente día.

Un viejo esclavo que le servía, y desempeñaba oficios de portero, había recibido esa noche orden de no dejar pasar a nadie.

El Padre estaba solo, y sentado en una butaca de cuero de las de orejas, en la sala y a la salida de la escalera, envuelto en su ancha barruesa. (2)

La butaca estaba junto a la pared medianera.

Don Juan Rincón, que era el que rondaba la casa, como si tomase una súbita resolución, se lanza cual si al oído le soplase un hálito infernal, franquea la puerta, dice al portero que va a ver al Padre Canales o a confesarse con él, y sube rápidamente la escalera.

Aunque nada sospecha el esclavo se opone, pero al fin le cuesta dejarlo pasar.

Arrojóse con verdadero vértigo de sangre sobre su víctima con la espada desnuda.

Ni tiempo tuvo de reparar el Padre Canales en su intempestiva presencia.

Se halló de pronto con aquel demonio, y vio brillar ante sus atónitos ojos la punta de la espada que le amagaba. Quiso reparar el golpe, y con las manos asió el arma, pero sus dedos cayeron al suelo trozados como mieses por la segur cortante.

Cada estocada encontraba las manos mutiladas del sacerdote que trataban inútilmente de defender su pecho.

—¡Qué me matan!—gritó.

Luego dobló con desfallecimiento la cabeza, y D. Juan Rincón, que se ensañaba en su víctima, le dio tajos mortales en ella, deshaciéndole casi el cráneo.

La sangre que saltó de las heridas manchó la pared, y fue marca que se enseñó durante algún tiempo.

Es fama que era hombre de bríos el Padre Canales, y se hubiera defendido a no habérsele sorprendido cobardemente.

Lanzó algunos lamentos en su dolorosa agonía.

Semejante escena, a la escasa y vacilante luz de una vela de cera en su guardabrisa, que envolvía en dudosa claridad la sala, era de un efecto singularmente horrible.

El sacerdote, tendido en su butaca, con más de medio cuerpo fuera de ella, las piernas estiradas, en desorden el traje, bañado en sangre, mutiladas sus manos, la cabeza hecha añicos tirada hacia atrás, y el asesino delante de él, azorado, descompuesto el rostro, hinchadas las narices como el tigre al olor de la sangre, revolviendo los cárdenos ojos a todos lados.

Como vuelto en sí, limpió la espada en la bata de la víctima, y se precipitó por las escaleras abajo cual si fuese perseguido por las furias.

Cayósele el gorro que dejó olvidado.

El fiel esclavo había oído los gritos de su amo, y subía corriendo cuando el asesino bajaba.

Don Juan Rincón lo echo a un lado de un empujón.

Pero por su mal, un viejecito que habitaba un cuarto bajo en la casa, de nombre el Sr. Javier Sterling, salió, alborotó el barrio, gritó que lo cogieran, y echó a correr tras él.

No fue esto solo. Al lado vivía otro señor de apellido Del Monte, hermano de una Doña Carmen del Monte, y al primer grito del Padre Canales parece, o la del viejo Sterling, sospechando algo siniestro, salta de su hamaca, empuña su fuerte tizona y se lanza también escaleras abajo en el momento que lo hacia el asesino en la otra casa; porque justamente cuando trasponía el umbral de su puerta, salía Rincón de la del sacerdote con la espada en alto.

Don Juan Rincón corrió en dirección del Hospital militar en que era ropero o practicante y donde estaba asilado, porque el establecimiento quedaba en la parte alta de la iglesia de San Nicolás, a fin de ampararse en ella.

Del Monte, adivinando el sangriento drama que acababa de verificarse, echó también a correr con brío tras el alevoso matador.

—¡Favor al rey! ¡Date a la justicia! ¡Al asesino! ¡Al asesino!—gritaba Del Monte con furia.

Don Juan Rincón trasponía ya la esquina frontera a las tapias del patio de San Nicolás, e iba ya tal vez a quedar impune aquel otro crimen; por lo cual Del Monte redobló sus esfuerzos para alcanzarle con un vigoroso cintarazo. El viejo Sterling corría a la par de Del Monte.

A los gritos, la guardia del Hospital acudió así como otros soldados, sin duda de la guardia de un coronel Cabrera que vivía en la casa conocida por la Joven República, en la callejuela de la Esperanza y la cual desemboca en la calle del Estudio. La casa está a dos pasos de esta última.

Entre ellos había un joven que no hacía cuatro días que había sentado plaza para sostener a su abuela, y por consejo que a esta dieron buenas almas.

Precipitáronse al paso del asesino y le opusieron sus bayonetas cuando iba ya a ganar el asilo.

Pero Rincón, esgrimidor consumado, y como el jabalí que acosa una traílla no hizo caso de los que venían tras él, y cruzó su acero con las puntas que amenazaban su pecho defendiéndose en retirada con admirable serenidad. Y se hubiera salido con la suya , a no templarle el joven soldado dicho un tremendo culatazo en la cabeza que le hizo caer de bruces cuan largo era, y volviendo luego el arma púsole la bayoneta al pecho. Esta acción le valió ser ascendido a sargento primero.

Entonces se echaron sobre el los soldados, y ayudados por Del Monte le ataron.

Esto pasó en un santiamén; porque la distancia de la casa a la iglesia es de una cuadra y media, y como todas las de la ciudad sólo medirá la cuadra dicha unos treinta metros.

Mientras tanto, el esclavo del Padre Canales, viéndole nadando en su sangre, salió despavorido diciendo:

—¡Han matado a mi amo! ¡Han matado a mi amo!

En un instante voló la noticia como un reguero de pólvora por toda la ciudad, y el pueblo en masa acudió al lugar de la catástrofe, dando muestras de dolor inmenso y aturdidos todos con el gravísimo escándalo.

¡Cosa nunca vista en la Ciudad Antigua! Primera catástrofe en Santo Domingo, como dicen los ancianos, en que era además raro y que causaba verdadera consternación un homicidio cualquiera.

¡Figuraos el efecto de semejante ocurrencia!

En tanto que la multitud se amontonaba en la casa y en las calles, y contemplaba con asombro imposible de describir a la mutilada víctima, y todo era gemir y lamentar por tan inaudito acontecimiento que deshonraba la histórica villa, puso el colmo al espanto que embargaba los ánimos el repentino toque lúgubre, solemne y pavoroso de la campana mayor de la Catedral y de los otros templos, toque de excomunión casi nunca oído.

Serían en ese momento las ocho y media de la noche.

En efecto, el Arzobispo D. Isidoro Rodríguez se dirigió con el Cabildo a la iglesia metropolitana desde que supo tan funesta nueva, y hacía excomulgar al miserable asesino. Las ceremonias de tal acto tuvieron lugar al día siguiente por la mañana, en que se encendieron velas verdes y se hizo todo lo demás que se estila en iguales casos.

Inmediatamente acudieron facultativos al lugar del suceso, aunque inútilmente. De tal modo quedó la desdichada víctima, que al tiempo de vestirla, tuvieron que sujetarle el dedo índice con una faja , pues lo tenía desprendido, y con una cinta atarle el cáliz. En cuanto a los gorros de matador y víctima, el del Padre Canales fue recogido y puesto con respeto sobre una cómoda por los primeros que allí llegaron, y con el de Rincón jugaban a la pelota los muchachos al día siguiente, diciendo:

—Miren el gorro de Rincón, el que mató al Padre Canales!

La confusión fue espantosa: no lo habría sido menos, si uno de aquellos terribles terremotos que ya nos eran familiares, hubiera sacudido convulsivamente la tierra.

Condujeron al malvado a las anexidades del Hospital, y allí se constituyo el juez del Crimen con sus ministriles a fin de sustanciar la sumaria.

En ese momento era que tocaban la excomunión.

Aquí es que se ve la índole perversa de aquel hombre.

El Juez del Crimen, con voz grave y solemne pregunta al prevenido, después de las formalidades de la ley:
— Diga Ud. ¿Quién mató al Padre Canales?
— ¡La justicia de Santo Domingo!, respondió D. Juan Rincón impasible y con tono fiero.

Miráronse todos atónitos, y el magistrado se quedó turulato.

— Conteste Ud. con respeto a la justicia, replicó este con voz severa. ¿Quién mató al Padre Canales?
— He dicho, insistió el asesino, que la justicia de Santo Domingo. Porque si cuando yo, agregó con tono sentencioso e insolente, maté a mi primera mujer embarazada, me hubieran quitado la vida, no habría podido matar al Padre Canales.

Jamás inculpación más grave ni más sangrienta se arrojo a la faz de los hombres de la ley. Era un cargo que contra sí Rincón hacía, pero con el fin de apostrofar a la justicia humana por su culpable lenidad dejando impune un crimen atroz por atender a mezquinas consideraciones sociales y a influencias malsanas de valedores poderosos, que lograron hacer irrisoriamente nula la acción de la ley. ¡Lección tremenda para quienes pierden el respeto a esta y a la sociedad, vulnerando los fueros de una y burlando a la otra para burlar a entrambas; haciéndose realmente con semejante lenidad más criminales que el criminal que pretenden sustraer a la acción reparadora de la justicia!

Don Juan Rincón, con aquellas espantosas palabras que se han hecho célebres entre nosotros, vengó a la sociedad y a la ley.

Por ello sólo merecía la absolución.

Allí se vino en conocimiento de que tan premeditado fue el hecho, que el asesino confesó y comulgó antes, para alejar toda sospecha. Y dicen que se le encontró en el bolsillo una lista de treinta personas a quienes debía matar, en la que figuraba aquel Padre Palomino, y la cual estaba encabezada con el nombre del Padre Canales.

IV
LA EJECUCIÓN

Indudablemente, D. Juan Rincón seria juzgado en el tribunal del Alcalde Mayor, cuando consta que apeló de la sentencia. Dicen que en aquella vista repitió sus audaces palabras y no negó que quisiera matar al Padre Palomino.

En el extremo de la calle de Las Damas o Colón, contiguo al que fue gran palacio de los gobernadores y es hoy de gobierno, aunque medio en ruinas, se ve, formando esquina con el que es hoy palacio de la Suprema Corte de Justicia y en los bajos Administración General de Correos. Es pequeño y de construcción tosca. Tiene un regular patio embaldosado al medio, arriba una galería de arcada que forman columnas dobles de piedra, y se comunica por el patio y por los altos con el antiguo palacio de los gobernadores. La sala es estrecha. Tiene al frente y a espaldas de esta dos pequeñas habitaciones, y detrás de la segunda un saloncito. Llamábase también palacio de los Contadores.

Condujeron, pues, al reo ante la Real Audiencia, reunida en ese edificio.

Muy de mañana, la gente se agolpaba en la puerta de la cárcel para verle salir, y luego en todo el trayecto, por la calle dicha.

El reo se mantenía fieramente sereno, porque es sabido que era el tal D. Juan Rincón hombre de pelo en pecho; y así arrostró las furiosas miradas de la multitud que deseaba su sangre.

Cuando desapareció bajo el dintel de la puerta, llenóse de gente el palacio.

¡La Real Audiencia! ¿En quién no despierta eco ese nombre, cuando es su creación una gloria de nuestra tierra? Por rivalidad con el Almirante D. Diego el suspicaz rey Fernando quiso quitarle esa parte de sus preeminencias cual era administrar justicia, bien como le disputó siempre los títulos ganados por su padre, y para ello eligió personas hábiles a fin de intervenir, además, en los asuntos de la colonia; de modo que llamó Real Audiencia la persona del monarca, y de ahí el uso del Real Sello que tenía. Fue la primera establecida en América, porque hasta entonces no las hubo en ella, y sirvió de modelo para todas las que se crearon, y por su excelente organización, aun a las colonias americanas de otras naciones. Además, el recuerdo de la de Santo Domingo está ligado con las grandes conquistas y descubrimientos en el continente colombiano.

Severo y majestuoso era el aspecto de aquel tribunal augusto, que, como hemos dicho, representaba la persona del monarca y su justicia. Cubría a los ancianos magistrados la toga y el birrete; los maceros con sus dalmáticas rojas galoneadas de oro, detrás de los sillones de aquellos, al hombro las barreadas mazas de plata; el Alguacil mayor vestido de negro, con calzón corto, ferreruelo y golilla de Felipe III, zapatos bajos con hebillas y estoque de Toledo al cinto, colocado debajo del estrado, a la derecha; el otro Alguacil, que anuncia a los magistrados y abogados, junto a la puerta, con pantalón corto, zapatos con hebillas, frac azul galoneado de oro y botones de lo mismo, tricornio y espada.

Veíase al promotor fiscal en su tribuna de la derecha, al abogado enfrente, al Relator por bajo del sitial del Promotor, y al Escribano de Cámara en su mesa, frente al Relator.

La fatal espada estaba allí sobre un mueble despidiendo brillo siniestro. Era una magnifica pieza de Toledo con gavilanes y adornos de plata.

El reo entró con desenfado y ocupó el banquillo; mientras las escaleras y las puertas se custodiaban por ujieres. Comenzó el juicio.

¿Qué sabemos de eso? Hasta ahí no ha podido llegar la investigación curiosa, porque faltan archivos; aunque hubiéramos querido dar a esta tradición el carácter de un proceso célebre. Sí sabemos que la sumaria se instruyó en pocos días.

Baste saber que el Relator dio lectura de los autos; se hizo la inquisitiva al reo; se oyeron testigos, de los cuales seguramente no hubo uno a descargo; acusó el Promotor Fiscal, defendió el abogado; replicaron y contrarreplicaron; y aquí, fin del juicio.

Solamente la tradición llegó a recoger unos cuantos datos, entre ellos el que conocemos, lo que era ya como fórmula en este acontecimiento.

Acusado Rincón, le interrogó el Presidente, ¿Quién mató al Padre Canales?

—¡La justicia de Santo Domingo!, repitió Rincón por la centésima vez imperturbable y con voz segura, como si fuesen sus palabras tremendo fallo de la historia, eco lúgubre de acusación terrible aunque justiciera del criminal contra la sociedad que ahora le castigaba tardíamente.

¿Qué obcecación o terquedad era esta? ¿Acaso había cedido a una idea fija? Es fama que en los interrogatorios declaraba que una voz interior le decía: ¡mata! ¡mata!

Por fin, aparecieron nuevamente los Oidores después de breve deliberación, y el Escribano de Cámara leyó la terrible sentencia.

Esta fue la que podía esperarse a pesar de los valimientos que antes tuvo. D. Juan Rincón fue condenado a pena de horca, a ser descuartizado y frito en alquitrán, conforme a la usanza de la época.

Grande satisfacción en el público.

En la cárcel, D. Juan Rincón dio muestras de arrepentimiento y confesó y comulgó devotamente, esta vez no para desorientar a la justicia como en días anteriores; por lo cual se le levanto la excomunión.

Pero en capilla, en que estuvo tres eternos días, solía declamar con profunda convicción y gesto trágico su tema favorito:

—¡Padre Canales! ¿Quién te mato?... La justicia de Santo Domingo; porque si desde que yo maté a mi mujer, me hubieran dado mi merecido, yo no habría vuelto a tener la tentación de matar!

El pueblo estaba agitado o impaciente.

Llegó por fin el día de la salvaje expiación de aquel y todos sus crímenes.

Las tropas formaban, y muchedumbre inmensa aguardaba al reo, ocupando las calles de las Damas o Colón, frente al vasto edificio, antes coronado, dicen, por una estatua de Marte, y construido por Ovando de orden expresa de los reyes para ser ciudadela o castillo, en cuyo recinto se halla el famoso torreón del Homenaje, o sea, lo que las historias se llama fortaleza.

Redoblo lúgubremente el tambor, y el infeliz D. Juan Rincón apareció a la entrada de la alta puerta de estrecho arco y arquitectura rígida y sobria, como siniestra evocación de genios maléficos. Sobre el rostro llevaba encajado un capuz o caperuza negra salpicada de calaveras y canillas y llamas rojas, sin abertura para los ojos, que terminaba en cucurucho, y le acompañaban dos sacerdotes con sendos crucifijos.

La costumbre pedía que el reo fuese montado en burro, como signo de oprobio acaso, y llegaron las consideraciones por su familia ¡siempre el favor indigno! hasta omitir tan sacramental requisito. D. Juan Rincón emprendió, pues, a pie el viacrucis, el para un reo largo trayecto de la Fuerza a la plaza del Matadero.

El clarín iba repitiendo modulaciones estridentes.

Don Juan Rincón marchó al suplicio, con valor, dicen las crónicas, y repitiendo aquellas sangrientas palabras:

—¡Padre Canales! ¿Quién te mató? ¡La justicia de Santo Domingo!

La horca se levantaba en el lugar nombrado la plaza del Matadero, cerca del fuerte de San Gil, a la orilla del mar, por el Sur.

Allí llego la fúnebre procesión. Las tropas formaron el cuadro.

Los brazos del ominoso instrumento se levantaban sombríos y rígidos en el espacio.

Junto a la horca, dos negras y grandes pailas colmadas de de alquitrán, las cuales se traían del cuartel de la Fuerza para el caso, estaban preparadas ya y hervían con sordo rumor despidiendo nubes de espesísimo humo, para la última brutal operación que exigían las ideas absurdas que sobre las penas y sus efectos se tenían entonces en el mundo, y de las que realmente difieren poco las de hoy.

Don Juan Rincón subió al tablado que para las ejecuciones se levantaba.

Sonó el clarín, anunciando que el momento era llegado.

Los sacerdotes le exhortaron, por última vez, dándole a besar el crucifijo, y se despidió de él quien quiso. ¿Habló? Si habló en el patíbulo sería sin duda para hacer oír sus fatídicas palabras, protesta del mal contra el orden social desquiciado por sí mismo; o también pudieron ser palabras de arrepentimiento y contrición, porque es positivo que se arrepintió.

Los verdugos echaron el dogal al cuello de la víctima, y le hicieron subir al banquillo.

A poco, el cuerpo del matador del Padre Canales era lanzado al espacio donde oscilaba siniestramente; y un ayudante del verdugo, encaramado en sus hombros, le aligeraba la muerte.

Clamor inmenso saludo aquel triste espectáculo.

¿Estaba satisfecha la vindicta pública?

¿Serviría la muerte infame de un hombre inicuo para escarmiento de los demás?

Como la calentura no está en la sábana, los malos instintos, faltos de toda otra educación que esa del patíbulo, campantes y sueltos se encojen de hombros, y dicen:

“Que haya un ahorcado más ¿qué importa al mundo?”

Sin duda, D. Juan Rincón, que empezó por ser medio asceta y allá en sus adentros querría refrenarse acaso con ayunos, rezos y mortificaciones, tenía, según hemos dicho, la monomanía sangrienta; y si hubiera encontrado dentro de sí otras fuerzas más eficaces, como por ejemplo, las de la educación, o sea, saludable inspiración que deben dar el hogar y la sociedad, puede que habría salido victorioso de la lucha que contra sí había emprendido.

Muchos Rincones habrá mientras no haya en el mundo suficiente educación moral; y pasen estas digresiones en gracia de la oportunidad.

Que esto y más sintetiza la célebre frase justiciera, cortante como un cuchillo, de Rincón:

—¡Padre Canales! ¿Quién te mató? ¡La justicia de Santo Domingo!

Ejecutado el reo, los ayudantes del verdugo lo descendieron palpitante del suplicio y le tendieron en el suelo.

Entonces empezó el verdugo la cruel operación de descuartizar el cadáver.

Auxiliado de sus mozos y valido de grandes cuchillos, dividió la cabeza, destrozó los ligamentos y rompió articulaciones; oyéndose entre el pavoroso silencio de la multitud estallar los huesos y chirriar las carnes.

Una vez separados los miembros del tronco, echábanlos en las negrísimas pailas.
El pueblo presenciaba esto con curiosa tristeza. Los niños bien altos, los ancianos en primera fila.

Mientras tanto, el maestro herrero que forjaba los garfios para casos como aquel, esperaba, provisto de una bonita colección de ellos y de cadenillas.

Trájose un pequeño ataúd que el Estado suministraba, y el verdugo recogió con sus manazas las humeantes entrañas de la víctima que se habían derramado en parte, y las metió en el féretro, así como la espina dorsal y costillas, lo que restaba de aquel cuerpo que la ley tajaba y mutilaba sin piedad. Cargaron luego unos hombres con el ataúd, y fueron a depositarlo en los bajos del Cabildo, plaza de la Catedral.

Ya estaban prevenidos los “Hermanos de la Misericordia”, y tomando aquellos despojos sangrientos, y formándole lúgubre cortejo, emprendieron su acostumbrada triste procesión por la calle de Plateros hacia Santa Bárbara, en el patio de cuya iglesia les dieron sepultura, pues era el cementerio de los ajusticiados. Entonces todos los patios y naves de las iglesias eran cementerio general.

Maese el forjador se acerco o hizo sonar sus herrajes mortuorios. En un garfio clavaron la cabeza medio ennegrecida y quemada del reo, en otro las piernas, y en otros dos cada brazo y cada mano.

Para el acto final, el pueblo se puso en marcha siguiendo al verdugo y sus ayudantes, para ir a dejar cumplida la justicia del rey. Era lo más espantable del mundo mirar tanto miembro humano pendiente de negros garfios pasear las calles, asidos por los arremangados brazos de los ejecutores, para clavarlos en los lugares designados.

Colocóse la cabeza, según una de las versiones, en la puerta de la Atarazana, las piernas en el Conde, una mano en la puerta de la cárcel, y la derecha, con que cometió el homicidio, en la misma casa del Padre Canales, sobre la hoja de la puerta, pendientes todos los miembros de cadenillas.

El alquitrán que destilaba la mano cubrió la acera y quedo allí para recuerdo. A los cuarenta días justos descolgaron los expuestos miembros y les dieron sepultura.

Así acabó el drama sangriento.

Todavía se repite, a guisa de adagio, por sentencioso estilo, el elocuentes y tremendo apóstrofe:

¿Quién mató al Padre Canales? ¡La justicia de Santo Domingo!

NOTAS

(1) Llamábase canónicamente “iglesia caliente”, la que tenía privilegio para amparar al que se refugiaba en ella estando perseguido.
(2) Dominicanismo por bata holgada.

César Nicolás Penson nació en Santo Domingo el 22 de enero de 1855 y falleció en la misma ciudad el 29 de octubre de 1901. Fue poeta, narrador, abogado, educador y periodista. Este relato es parte de su obra cumbre, Cosas añejas (1891).



NOTAS BIO-BIBLIOGRÁFICAS POR MAX HENRÍQUEZ UREÑA (1885-1968)

César Nicolás Penson nació en 1855. Formó parte del grupo de jóvenes que dieron vida a la Sociedad de Amigos del País, de larga y fecunda actuación en la cultura dominicana, y a él fue confiada la dirección de la mayor parte de las publicaciones de la institución, entre ellas la Historia de Santo Domingo, de Antonio del Monte y Tejada, y las Poesías, de Manuel Rodríguez Objío. Su libro Cosas Añejas (1891), de donde hemos tomado “La Muerte del Padre Canales”, contiene once tradiciones y episodios de la vida dominicana. Como poeta dejo una composición que es una verdadera joya: “La Víspera del Combate”. Redactó la Reseña Histórico-Critica de la Poesía en Santo Domingo que fue presentada como informe rendido a la Academia Española por la comisión dominicana encargada de cooperar a la preparación de la Antología de Poetas Hispano-Americanos. Integraban la Comisión, además de Penson, que actuó como secretario, Salomé Ureña de Henríquez, Francisco Gregorio Billini, Federico Henríquez y Carvajal y José Pantaleón Castillo. Penson murió en 1901.

Henríquez Ureña, Max. Veinte cuentos de autores dominicanos. Centro Dominicano de Investigaciones Bibliográficas, Inc. Santo Domingo, República Dominicana, 2006. Págs. 31-56.



Biografía de César Nicolás Penson



LA MUERTE DEL PADRE CANALES, JUAN RINCÓN Y LA JUSTICIA DE SANTO DOMINGO, (2015)
Por Domingo Caba Ramos

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