“Bartolina me presta su sexo: en la almohada común, se derrama con toda su terneza de niña experimentada. Ah, Bartolina me presta su sexo, como un halago, ahora sin paga ni florecita de plástico, contra la soledad y la miseria del mundo. Pero en la habitación hay agujeros en la puerta, y alguien, indefectiblemente, nos mira. (El mundo era un paraíso de dos seres humanos: Adán y Eva. Desnudos y lascivos, como ahora Bartolina, que me presta su sexo, y yo. Había animales y frutos, y un viento silbador que despeinaba el bosque. Una flor no era una flor, sino un mensaje, y el silencio tenía otra estirpe. Otra era la estirpe del silencio. No era miedo el silencio, como ahora. Estirpe del silencio con miedo. Miedo de la estirpe silenciosa. Silencioso miedo de la estirpe. Estirpe del miedo silencioso. Silencioso estirpe del miedo…)
“Ah, Bartolina me presta su sexo. (Este es un cuarto sucio, con una luz roja y un espejo que refleja una irrecuperable imagen. Un cuadro con lebreles, huyentes y azorados por la dramática turbulencia de sobrevivir. Hay agujeros en la puerta, y siento llegar, desde afuera, la fría sospecha de los otros, flotando y esquiva, como un hocico húmedo que me toca.) Bartolina se anilla a mi cuerpo, con su sexo húmedo, y yo la recorro con mi imaginación latina, y la sobo, gratificándola por las tantas excelencias del oficio. Ah, Bartolina, poseída y olvidada por tantos otros, en el baldío de tu vida, repasándole las linduras a tu cuerpo, es mucho lo que se puede rogar por tu alma. Bartolina es tiernita, y mata el miedo, reinando con su sexo en este cuarto sucio con lebreles. (Afuera la soledad es irremediable. El murmullo tiembla en la crueldad de los labios y los otros domestican los ojos. Hay que estar al acecho de la domesticación de los ojos, no vaya a ser que viniendo del tiempo en que está, el terror nos dibuje una mueca indeseada.)
“Ah, Bartolina me humilla con su sexo, no por su amplitud y su tristeza, sino porque en esta habitación del hotel “Saratoga”, esos malditos lebreles me recuerdan que también nosotros somos aquí dos pobres lebreles huyentes, y tal vez esa sea mi pureza. Un poco de pureza vacía. Es eso. Las putas son el mito de la ciudad, porque en ellas hay un poco de pureza vacía. ¿Qué es lo que viene desde afuera? ¿Esa claridad, esa soledad trágica de los que pasan apresurados, esa burbuja de luz misteriosa, esa música que nos sobresalta, como si nos hubiera rozado un peligro invisible? Ahí, en el espejo, se hace ver la desnudez de Bartolina. Tengo suerte, con el vago pretexto del amor, me deslizo hacia su cama tan desnuda. He aquí un agradable lugar de la pureza: las putas, el mito de la ciudad. Tengo miedo de los espejos; los espejos viven de sus contrarios, y descubren cosas, lugares donde vagabundeó el tiempo dejando huellas. . ¡Ah, los espejos, sólo se compadecen de las putas!
“Bartolina me presta su sexo. 1960: en el Colegio decían que el mundo no pasaba de ahí. Es mejor evitar el mundo en lo posible, infiltrarse en él, y hacerse a un lado. ¡Qué coño me importa que el mundo no pase de ahí! 1960: y no ha pasado nada. . ¿Y si sucediera algo? ¿Si de pronto reventara? Entonces la trama del mundo sería una pura mierda, una nada. El padre Luis volando por los aires, gritando como un guiñapo que quién coño dispuso que a este paisito le naciera un César romano. Si alzo la cabeza puedo mirar, reflejadas en el espejo, las luces de la ciudad que hormiguea ahí fuera. Ese es el mundo que yo siento latir, el que corre entre el 1960 sin reventar. La gente se adorna un poco los domingos, escriben poemas, van a los motines y miran el mar, toman a sus niños de las manos y exhiben una sonrisa, se conmueven por la muerte del primo y dan el pésame, se besan y lloran en los parques, repiten una nostalgia sin destinatario observando los barcos partir. Mojan los sellos de correos con la lengua extendida y depositan cartas, fornican con lágrimas en los ojos, y bajo el sol se repiten las mismas promesas cada mañana de sus vidas. Ese es el mundo: un nuevo hoy, un sueño borroso, que es, quizá, lo que reinventaría. Tengo miedo; no a que el mundo reviente porque estamos en el 1960; no. Es un miedo que no me pertenece, que está fuera de mí, que mira por los agujeros de este hotel las desnudeces de Bartolina, que me presta su sexo.
Andrés L. Mateo. La balada de Alfonsina Bairán. Alianza Editorial, Madrid, 1999. Págs. 87-89.
Selección del escritor Carlos Reyes quien se propuso (y lo cumplió en su página de Facebook) "la publicación de un texto de todos los escritores dominicanos que han obtenido el Premio Nacional de Literatura desde 1990 hasta 2018". Agradecemos que nos haya permitido su publicación en Cauce de Letras.
NOTAS BIOGRÁFICAS
Andrés L. Mateo es un escritor, novelista, poeta, filósofo, educador, crítico literario, ensayista e investigador dominicano, ganador del Premio Nacional de Literatura 2004. Nació en Santo Domingo, el 15 de noviembre de 1946. Hijo de Antonio Mateo Peguero y Guadalupe Martínez Reyes. Cursó sus estudios primarios en el Colegio San Juan Bosco, lugar donde ubicó su primera novela escrita Pisando los dedos de Dios.
Biografía de Andrés L. Mateo, en Wikipedia
SOBRE ANDRÉS LUCIANO MATEO
Columna de
Andrés L. Mateo, en Acento.com.doAndrés L. Mateo, Académico de número, ASALE
Mito y cultura en la era de Trujillo, libro por Andrés L. Mateo
LA CIUDAD HOSTIL, por Andrés L. Mateo
Poemas de Andrés L. Mateo y Bruno Rosario Candelier
Libros de Andrés L. Mateo, en Open Library
Artículos de Andrés L. Mateo, en La República
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Andrés L. Mateo, Premio Nacional de Literautra 2004: Un motivo más para crecer intelectualmente, hoy.com.do
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