lunes, 25 de febrero de 2019

POÉTICA DE LA LECTURA: EL SUPERLECTOR - III

Por Randolfo Ariostto Jiménez
Parte 3 de 5


La lectura como reflexión del signo escrito no dista de la lectura que hacemos de nuestro alrededor, si bien es cierto que esta última, como acto que debe ser fomentado por la sociedad, atraviesa la peor crisis de la historia a causa de la exteriorización del ser humano, de su alejamiento de sí. El primate que inició todo necesitaba comprender el medio para comprenderse a sí mismo, el hombre que amenaza con terminarlo todo busca comprender el medio para alejarse de sí mismo. Por doquier se crean realidades ajenas a lo que somos en el interior, deponemos la lectura de nosotros ante una que en nada compagina con la realidad, tratamos con desesperación de ajustar otro Yo al que somos en esencia.

No leemos, la humanidad suplanta la lectura con falsas panorámicas aquí y allá, muchas de las cuales superpuestas hasta el absurdo y asimiladas con fruición, porque así es mejor, por aquello de ser lo que quisiéramos, nada que ver con lo que somos, privilegiamos al hombre inventado por la sociedad, o el que nos inventamos a nosotros mismo que no es muy distinto de la entelequia social, con el fin de sobornar una realidad que nos delata. La extinción del Yo obedece a una lectura que transgrede toda posibilidad de ser real y como embotamos nuestra facultad de leernos, cercenamos el espacio de la creación relegándola a la practicidad artesanal, artilugio hábil en el pasado para promover los primeros artistas, pero más cercano a la manufactura mecánica del ingenio inmediatista, tan alejado de la parsimonia del genio.

La delgada brecha entre la realidad y el aspecto superficial que nos ofrece la época presente se ha degradado hasta lo etéreo, cazar un instante de realidad se ha tornado una disciplina violenta en lo que a creatividad se refiere. Distinguir la paja del arroz es duro cuando el arroz es amarillo. Debemos ser lo que somos para ser lo que debemos ser y no ser lo que hacemos para que el hacer quede supeditado al ser. Si aprendemos a leernos sabremos lo que debemos ser y no tendremos dificultad para encontrarnos tal cuál somos en la otredad. El otro sin nosotros siempre nos parecerá superfluo al confrontarlo en el espejo de la soledad que subyace en nuestro interior.

Hagamos el ejercicio de leernos en la realidad exterior, doquier podamos; la lectura agoniza en la inmediatez, la brevedad del signo la coarta, cegándola con símbolos cuyo arte es reducido a luces brillantes en un efecto análogo pero de resultado inverso a los primeros rayos que asombraron el orbe asustando a nuestros ancestros primates, como si el acto de la lectura en su camino a la poesía pasara a ser un estorbo en nuestra huida de la realidad, con el absurdo de huir de la realidad nuestra a la realidad del otro, proyectando una imagen falsa de quienes somos no para centrarnos sino para encajar en la futilidad exterior. Somos escapistas profesionales, la lectura es para locos, proclamamos en nuestro estado de enajenación, como simios, cubiertos de páginas digitales como de hojas de plátano en una jungla; recorriendo la era de asfalto y apenas levantando un poco la mirada cada vez que chocamos con los otros simios de la red. Huimos hacia afuera para ocultarnos de quienes somos, avergonzados de nuestra responsabilidad en la creación del lerdo que oculta el antifaz. Fingimos que escapamos de la realidad cuando en realidad lo hacemos de nosotros.

Nos hacemos a la idea de engañar la sociedad mediante vanas desmitificaciones que no pasan de la novedad del momento y acaban en oropeles de valor efímero sustituidos por el siguiente oropel de la pantalla, para sentirnos mejor con nosotros mismos y ciertamente no engañamos la sociedad porque nos ha estado ofreciendo cebos que mordemos como inocentes carnadas, con la salvedad de que la sociedad reproduce el mismo patrón como una prisión dantesca, y para colmo de falacias muy en el fondo lo sabemos; lo que nos conduce a la ansiedad que aludimos páginas atrás, al vacío, al desasosiego, la angustia y demás patologías existenciales a falta de encontrar respuesta a la pregunta capital: ¿quién soy? Ninguna pregunta debe importarnos más que conocernos a nosotros en esencia, porque una vez que sabemos quiénes somos, existimos a conciencia y nada debe importar más al ser humano que una existencia consciente, despierta, que nos permita aceptar lo que somos y trabajar o hacer arte o lo que fuere en función de ello, ya que quien no se siente a gusto consigo mismo no se ha encontrado en sí mismo. Resultaría antinatural que una persona no se aceptara una vez que se conoce a sí misma, porque somos lo que somos en esencia y la esencia no puede negarse a sí misma, toda decepción de nosotros es un producto de una gran falta de autoconocimiento.

Y continuamos huyendo de la lectura que nos hace humanos, que nos provee herramientas para ser quienes somos; la lectura consciente de nuestra realidad, la que nos reclama en el interior para fructificar, para poetizar el mundo, para dejar de ser una invención social, huimos de la lectura porque tememos saber quiénes somos y porque la asumimos como una responsabilidad. Sí, es placentera la vagancia, el desconocimiento, soñamos con otros que vivan nuestras vidas por acomodamiento a la Ley del Menor Esfuerzo y terminamos con el cerebro de una piedra, intelectualmente hablando, por desuso.

De no volver el rostro a la lectura, de no empezar en algún punto del ahora a enseñar a leer el mundo, la humanidad retrocederá a estados irreversibles de idiotez, sin escrúpulos, al imperio de la horda; de hecho, ya se ven reflejados los primeros signos de canibalismos: el bullying, propagado cual cáncer, el cerebro fofo y rumiando signos, gritamos como primates, con emojis orales que imitan perros; como locos, criaturas mudas que mugimos, idiotas por decisión propia, sordomudos funcionales que al parecer no recibieron lecciones de lenguaje de señas. El abuso del grito es el primer indicio de enajenación, gritamos sin peligro, gritamos en la celebración, con sorna, por ociosidad, gritamos sin explicación y lo justificamos para que no se arrime por aquí el estado de conciencia. Gritamos como monos en vez de saludar, creemos que nos burlamos de los demás sin percatarnos de la fruición cerebral, del placer del rebuzno animal contrapuesto al empleo acertado del lenguaje que consideramos cada día más ceremonioso y pesado de llevar; incapaces de ponderar cada acontecimiento que afecta la realidad con una comunicación argumentada, establecida con los procesos que hacen del idioma el gran portador de culturas, transportador del intelecto.

Ante el asombro, la duda, la sorpresa, el cerebro responde lento al esfuerzo de aprender a conversar civilizadamente porque faltan signos que solo provee la lectura, falta el argumento de quien mira el mundo para algo más que buscar un escondite dónde explayarse a chatear. Gritamos como primates al percibir las emociones por la carencia de respuesta lógica, el pensamiento sistemático pierde su lógica y con ella su capacidad de sistematizar ideas o imágenes. Y luego decimos con orgullo que los que leen son unos locos, viciados del enanismo mental que inicia como inocente apocamiento de las palabras y acaba por sustituir el lenguaje. El pensamiento se fracciona cual cubo de Rubik sin defensa ante el desbarajuste. El racionamiento muere y con él la verdadera realidad, somos impostores de nosotros mismo y quienes fraguan el plan no tienen idea de que son tensados en su propia red.

El mundo se cubre de brumas a causa de la ignorancia. La muerte del Yo real promueve una existencia animal, vuelta al grito como antesala al éxtasis, creyendo que evolucionamos, durante la caída intelectual. Conforme abandonamos la lectura nos separamos de la poesía; como habíamos adelantado, la creatividad se ve reducida a la falsa premonición de ingenio de la generación informática, cercana al ingenio de los inventores profesionales, a los que incluso remeda. Confundimos el simplismo con vanguardia tecnológica, la tecnología con sabiduría, la posmodernidad con iluminismo, la inmediatez con eficiencia, la comodidad con buena vida, el ciberespacio con un refugio, el desapego con cordura.

La rara sensación de sabiduría que nos aflige en cuanto asoma la conciencia no es más que el aleteo de la depresión a la luz de la realidad, por exponernos a su soledad vivencial del modo más desarmado, el que nos muestra un mundo prefigurado, adverso a la verdad, a la verdadera realidad. Por otro lado, la ausencia del acto lector ya no apunta a la muerte de la humanidad, sino a la de todo el planeta. Probablemente nunca haya existido otra especie a la que le cueste tanto entenderse a sí misma, llevándose entre sus pisadas el sosiego del orbe. A todas luces la simpleza de entenderse a uno mismo resulta más idónea que el exceso de información sin orden lógico que impera hoy día.

Precisamos cultivar y fomentar mayores niveles de inteligencia lectora que nos permitan mejorar el triste espectáculo social que nos reduce a la muerte racional y biológica. Obviamente no sugiero un destino para la humanidad en el que debamos ser absorbidos por la tecnología y detentar cuerpos robóticos que creen las obras de arte, la ciencia, la tecnología, y que mejoremos la sociedad hasta el día luminoso en que acabemos desarrollando un tipo de inteligencia artificial que nos lleve a prescindir de la muerte al estilo Ciencia Ficción, ya que eso no sería destino y de haber destino sería un punto al que se iría por fuerza; y si mal la falta de lectura nos sujeta a una obediencia ciega de paradigmas y normas, no debe ser así por fuerza. El destino de la humanidad somos nosotros, el destino es nuestra lectura de la realidad, pero deambula dentro de cada uno al alcance del peor tirano, la conciencia ciega por la falta de lectura.

La muerte del inconsciente se expande cual lava en nuestras neuronas, sin ofrecernos la confrontación entre lectura e inconsciencia, sino avance letal, al pendiente de cada acto para alejarnos de una sana reflexión que nos permita leernos a nosotros mismos y analizar, fructificar, recrear, poetizar nuestra realidad, que es el modo de expandir el cosmos. Vivimos enfermos por necesidad de lectura, cuando no, leemos mal; el acomodamiento nos arranca la libertad de disfrutar el cosmos de conocimientos inefables que pueblan el intelecto y la razón. Y es peor, ya no parecen interesar la razón y el saber, las denostamos, unos más que otros; sin comprender la magnitud del daño, como un alcohólico que desconoce el flagelo de su esclavitud hasta cuando es tarde. El cerebro, pese a estar capacitado para procesar las incidencias de la realidad, la historia lo ha demostrado y lo prueba la ciencia, y degustar el arpegio del buen sentido, siente un placer denodado en el relax, a falta de que se le cultive como huerto, con buenas maneras, buen arte, buenas lecturas de las que fomenta la creatividad y el desarrollo intelectual.

El cerebro está al tanto de los beneficios que le reporta leer un libro, leer los árboles, leer el trasiego de la cotidianidad, el discurso de la vida y desentrañar qué hay en ella de banal o de buen juicio, y no es que le falte la voluntad de conocer, pero las dendritas sucumben a rumiar ideas coladas por otros cerebros por fuerza de costumbre, facilidad acomodaticia de procesar lo conocido, por apropiación de antecedentes como cookies, sin la competencia que le aportaría la buena lectura, donde cada idea para ser aprobada debe portar una carta de intención, la nacionalidad de su corriente de pensamiento, el fin último de sus tesis. Por eso los sectores dominantes han sometido el gentío a lluvias de conceptos de piel grasosa, con pasaportes diplomáticos, que por lo común traspasan ideas de dudosa filantropía, las que asimila la criatura desapegada de lectura que somos. El cerebro nació con la predisposición a la lectura, cual tabla de absorción, que es lo opuesto a una tabla rasa, ya que solo se puede absorber aquello que puede ser digerido y una tabla rasa no podría digerir debido a que todo le sería extraño.

Ahora bien, la realidad se resiste a ser leída camino a la creación poética, ya que, como quedó dicho, la peor de todas las realidades es aquella que ataca desde adentro, disfrazada de presencia familiar, teñida de voz propia, agazapada en nuestra conciencia como un Yo. Son diversas y esquivas las realidades que asedian en las interioridades del pensamiento humano, ya por influencia del entorno, incluso, por fijaciones propias ataviadas de asunto pendiente desde la infancia y a medida que del exterior confluyen nuevas realidades más proclives a claudicar se torna el cerebro, es decir, más propenso a acatar realidades sucedáneas, sin someterlas a reflexión y juicio crítico.

Hoy día la lectura se enfrenta a mayores ataques por parte del pensamiento mediático, la lectura acomodaticia que brinda vagancia al cerebro, la idea pueril de la gran vida, pero no hay bonanza en la vagancia de las ideas. Debajo del agua mansa que nos ofrece la realidad rápida en que vivimos hay lentitud de muerte cerebral; más allá de lo virtual, y no limitado a la idea de internet, se enfría la reflexión, oscurece la creatividad, falta oxígeno para distanciar lo real de lo ilusorio, profundidad de muerte en el balido del borreguísmo. La multitud es la cara en serie que nos separa de nosotros mismos, solo la lectura provechosa nos separa de caer en el molde simplista que nos ofrece el mercado, en los modismos, luces y lentejuelas de eutanasia mental, de cara al silencio desesperante de la poesía. La poesía es ese peligroso acto creativo que atenta contra la futilidad y la vanidad del mundo, de ahí lo fácil que resulta difuminarla en la sique del populacho, convencerlo de exclamar: eso es indescifrable, solo para locos y criaturas repugnantes de las que se debe huir a riesgo de terminar como ellos. Es el parto de una creación sin importar el tipo de arte. Al parto poético concurre como contraparte la lectura de determinadas realidades, acto perfecto de reflexión enfocado en el enriquecimiento humano. Algunos conquistan estadios poéticos a través de la ciencia o de la relación con su entorno, es evidente que la lectura alcanza el punto de perfección cuando asciende a acto creativo. Toda lectura debe al menos extraer una idea acicalada en el mejunje de millares de ideas preconcebidas, ya sea porque rompa con el paradigma social para forjar nuevas ideas, u objetos, o porque nos permita visualizar otra concepción del mundo. Por eso la poesía gusta de los locos y los visionarios, sin ser exclusiva de tales afortunados.

Puede que lo parezcamos, pero no somos ángeles, no venimos a proteger patrones celestes, ni a cantar las loas de un Dios solitario; somos parte integral de este universo a través de tantas partículas y polvo de estrellas como los que relucen en el cosmos. Hasta que no forjamos poesía somos remedos, organismos entronizados en la rutina de un universo que aborrece la estatidad. La poesía nos vivifica, nos torna auténticos para poder existir, la autenticidad nos vigoriza; la monotonía del mundo nos lastra con gusanos, perdón, con apócopes que carcomen la inteligencia. No hay nada nuevo bajo el sol para el que no crea, solo la lectura nos ofrece recursos inextensos para alcanzar el acto creativo. Incluso del lenguaje no hablado surge el acto lector como barro para la oralidad. La poesía es la vida como la soñó aquello que fuimos antes del primer despertar, cuando éramos paz de los sentidos, esperma de este estado virtual.

Leer es buscar la poesía en las gotas de universo que fluyen desde un todo por razones que tenemos derecho a saber. Poesía no es combinación de palabras, poesía es creación seria, del mismo modo que leer no es enlazar palabras por esfuerzo mecánico, sino desentrañar la vida en la plenitud de los sentidos para crearla a nuestro modo. A veces la creación amerita ser parida con dolor, pero al final será un maestro silencioso que nos gritará para siempre.

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