EN LA RAÍZ DEL OJO DE MI MUJER
En la raíz del ojo de mi mujer vi una luz negra, la luz negra del que se va a morir. Ella me secreteó: “Tengo algo que decirte”. Acerqué mi oreja a su boca. “Vámonos juntos”, eso me propuso. Yo no pude aguantar y vine a pedirle consejo a Carmelita. “Dígale que no. Dígale que si se van los dos, quién quedaría para aconsejar la familia”, me dijo Carmelita. Tuve muchas queridas. Las queridas son una brisa. La señora es el control. Salga a procurar una mujer como la mía; como la mía, no la hallará en todo el país. En ochenta años de matrimonio, ella nunca ha mostrado mal genio. En la cama, a los oídos, me preguntaba: “¿Es verdad que vives con fulana?”. Yo le respondía: “Hasta hoy”. Y dicho y hecho, jamás volvía donde la querida, mejor me buscaba otra nueva. Ahora que se va a morir y tiene la carita como una angelita, irle a decir: “No, no me puedo ir contigo”, es un disgusto demasiado grande.
De los neutros ojos del viejo brotaba agua azulosa. Con la intención de distraerlo, le pregunté la edad.
Ciento doce años tienen estos huesos. Yo estuve en los dos gobiernos de Horacio Vázquez. Les vendí limones a los americanos en el diecisiete. Y los llevé a cazar a donde había guineas en cantidad. Estuve cuando el cometa se puso en el cielo y la gente rezaba el rosario noche y día. Estuve cuando en los colmados se vendían rifles y revólveres junto con víveres y un ron que se llamaba El Diablito.
Durante los años de sequía, hubo días en que veinte vacas bebían en el río Yaque y de tan flacas se iban de cabeza por las aguas. Ni hábanas de batata quedaron. Poníamos una papa a repollar en un cantarito de tierra húmeda y nos íbamos encaramando cada vez más alto por las lomas en busca de suelo útil. Estuve cuando la anega. Llovió tanto que hasta aquí, donde estamos nosotros, se cubrió de agua. Estuve cuando dos haitianos mataron a un hombre de bien y a todos los hombres de por aquí nos arrearon a matar haitianos. Estuve cuando lo de los hombres era guerrear, matarse por un quítame esta paja. A los muchachos nos llevaban a recoger los muertos después de las batallas. Seiscientos hombres armados se presentaron con un compadre de papá. Y se llevaron a papá para la batalla. Sucedió que, mientras estaba peleando, mi papá cayó en cuenta de que el jefe contrario era otro compadre suyo. Y éste, en medio del revuelo le propuso: “Compadre, respetemos, para que nos conservemos”. Nosotros, los muchachos, desriscábamos los cadáveres por la bóveda que está detrás de la chorrera. Tuve dieciocho hijos con mi mujer y nueve con las queridas. Y le digo que todas las cosas grandes que me pasaron y todas las cosas grandes en las que estuve son espuma comparadas con mi mujer, mi señora, la que tiene ahora una luz negra en la raíz del ojo y es la primera vez en ochenta años que me hace un pedido. Se va a ir con un disgusto muy grande, el primer disgusto que le doy en ochenta años de matrimonio.
Le digo: “Váyase con ella, pues, si tanto le molesta desairarla”. El anciano me contesta prestamente: “No, la vida hay que cuidarla mientras uno la tiene. Además, Carmelita me ha estado esperando”.
Ángela Hernández Núñez. La secta del crisantemo. Editora Nacional, Santo Domingo, 2013. Págs. 27-28.
Selección de Carlos Reyes
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