Por Mari Mora (*)
Sicóloga
Si encuentra por ahí una copia de "Mis 500 locos" y de los "Apuntes" del
Dr. Zaglul, léalos; son dos compendios de sabiduría presentados con el toque
único del legendario humor zagluliano. (IAM)
Tuve la suerte y el privilegio de conocerle y tratarle.
Don Toñito Zaglul, como cariñosamente se le llamaba en casa, tenía una
conversación amena, un juicio agudo y un encanto especial para contar las cosas.
De niña me asomaba a las tertulias que se armaban en casa de mis padres, con
figuras relevantes de la cultura nacional (Freddy Gatón Arte, Federico Henríquez
y Grateraux, Aida Cartagena Portalatín, Ramírez Conde y muchas veces Don Toñito,
entre otros muchos). Me quedaba cerca, con cualquier excusa, escuchando azorada
las conversaciones de los adultos, ese gusto por el diálogo y el intercambio que
aquella generación mostraba, esa veneración por lo dominicano.
Posteriormente la vida volvió a acercarnos, pues su esposa, Josefina Zaiter
Mejía, pasó a ser una de las más influyentes profesoras que tuve en mi etapa de
formación universitaria y la familiaridad me permitió poder ir hasta la casa de
ellos en Herrera con la excusa de un dato o de un libro.
Pero no fue mucho después que pude sentarme a leer la obra de don Antonio Zaglul
con el detenimiento y la perspectiva suficientes. Otra casualidad fue la de
acabar viviendo en España, como él, y formarme allí en las distintas
especialidades que pude hacer en esos 20 años de residencia dentro de una
cultura con la que guardamos mucha semejanza.
La perspectiva de la distancia me permitió mirar la dominicanidad, eso que
llaman identidad nacional, con mayor sosiego y tranquilidad.
Allí comprobé la gran relevancia que había tenido don Toñito en ese país, lo
mucho que se le respetaba y lo valioso de su aporte no solo como psiquiatra que
fue, y muy brillante, sino como el humanista que no desperdiciaba ninguna fuente
del saber.
Desde allí leí la compilación de artículos periodísticos titulada Apuntes, una
mirada a las características y rasgos psicosociales de la colectividad
dominicana. En ellos Zaglul destaca tres características. La primera es la
prevalencia de rasgos paranoides, la segunda es la baja autoestima que nos hace
despreciar lo nuestro, y la tercera, aunque muy ligada a la segunda,
las características depresivas del dominicano. Para afirmarlo se vale de
su dilatada experiencia profesional como psiquiatra y como director del
“manicomio” o 28, durante la Era de Trujillo, y del análisis del devenir
histórico y de aspectos sociológicos de nuestro país. Sus “apuntes” señalan a la
tradición autoritaria, y a los distintos episodios históricos de dominación
extranjera, como los responsables de imprimir en la psicología colectiva esos
rasgos o pinceladas compartidas por una significativa mayoría.
Decía el Dr. Zaglul que
“La paranoia de Nicolás de Ovando, de Osorio, Santana, Lilís y la de
Trujillo, en un lapso de cuatro siglos, han creado un tipo de persona que bajo
protesta inconsciente vive en una dividida isla, que tiene estructurada su
personalidad ancestral a través de atropellos, humillaciones, delaciones y
muertes; que lucha por malvivir en un medio que le es hostil o que se cree así
y hace que desconfíe de todo y de todos”.
Se trata, a su entender,
de traumas sucesivos que ocurrieron una y otra vez, a los que añade la
experiencia amarga de las invasiones extranjeras,
empezando por la haitiana, durante 22 años, y sumando las dos invasiones
norteamericanas, una que dura ocho años (1916-1924) y la última tras la Guerra
de Abril en 1965.
De esa tradición histórica hecha de persecuciones, censura, abuso de poder,
nepotismo y autoritarismos, surge una desconfianza que llega a ser paranoide y
que Zaglul condensa en la idea del “gancho”. Una desconfianza que pasa de
la esfera de lo público o político a la privada y cotidiana. La Era de
Trujilllo, con su manto de oprobio y sometimiento totalitario (nada quedaba
fuera de la dominación del Jefe) acabó de rematar, a su entender,
el carácter patológico del dominicano, que empezó a ver un calié detrás
de cualquier persona, y un traidor o delator en todas partes. Podemos hablar de
una identidad castrada durante 31 años, en los que no quedó libre ni un solo
rescoldo.
Compartiendo las afirmaciones de José García Aybar, Zaglul señala la existencia
de una tendencia marcadamente pesimista, de la que han dado fe nuestros
intelectuales y escritores, con sobrados ejemplos. Se trata, a juzgar por ambos,
más que de un pesimismo per se, de un “optimismo frustrado”.
Expectativas que nacen y se desinflan a la luz de una realidad
aguafiestas.
Nuevamente se refiere a nuestra historia como el caldo de cultivo de todo tipo
de frustraciones, y de ahí se desprende ese ánimo depresivo que, de acuerdo con
Zaglul, abunda en los dominicanos. Llega a decir que, en su tiempo, al menos el
80 % de los pacientes que atendió en su consulta privada presentaban rasgos
depresivos, un dato ciertamente abrumador.
¿Seguimos siendo así, tras más de treinta años de precarias conquistas
democráticas? Es una pregunta que me hago cada vez que releo a Zaglul. De todo
cuanto observó, sigo viendo un déficit de autoestima colectiva que se
revela cada vez que intentamos echar a andar un proyecto en común. Cada cuatro
años, al fragor de las campañas políticas, se tejen esperanzas, basadas en el
personalismo presidencialista que aún subsiste, y al poco tiempo vuelve a surgir
la queja por el sueño abortado o fallido.
Seguimos viendo en el Estado la gran ubre que puede alimentar nuestros sueños
de progreso a la carrera,
el clientelismo ha crecido de forma desorbitada y la tradición autoritaria sigue
permeando nuestras mentes y nuestro comportamiento, cuando conducimos, cuando
afirmamos que hace falta mano dura, alguien que apriete bien las tuercas y “nos
meta en cintura”.
Seguimos siendo mesiánicos,
aguardando un presidente que nos cure de todos los males y borre de un
plumazo frustraciones y tristezas. Crece la agresividad y la violencia en un
pueblo que siempre fue violento, bragado en montoneras, golpes de Estado,
alzamientos y broncas, y se desdibujan constantemente las precarias líneas de
contención civilizadora, cada vez que se violenta una institucionalidad que no
acaba de cuajar entre nosotros. Pero también crecen, como hierbas silvestres y a
veces solitarias,
una y mil iniciativas positivas que se diluyen en una cotidianidad regida por
la autosubsistencia.
Nos hemos vuelto más individualistas, y la clase media y alta se refugia en su
zona de confort hecha de aire acondicionado, telecable, restaurantes gourmet,
plantas eléctricas, inversores de energía, cisternas de agua y yipetas.
Vamos al ritmo de una bipolaridad que nos lleva de la hipomanía del baile, el
sexo, el alcohol y la religiosidad más fanática,
al bajón emocional que nos despierta el desencanto y el hartazgo. Un ánimo
pendulante que va de un extremo al otro, una especie de ciclotimia emocional que
nos hace reír las penas y llorar las alegrías.
Las encuestas sobre cultura política, que se vienen realizando cada dos años por
cientistas sociales, retratan a una sociedad paradójica, que ve en la democracia
el mejor sistema político, que participa masivamente en las elecciones pero que
considera a su clase política corrupta e inepta.
Clama por una mejor democracia, y sin embargo suele esperar a un líder de
tintes autoritarios y mesiánicos, que vuelva a entrar en cintura a este pueblo
“sin ajuste”.
Es pues la paradoja una de sus características, y hay que continuar estimulando
esa introspección, una relectura a la luz de la experiencia democrática, que
precaria y deficitaria, hemos podido disfrutar a partir de 1978.
7dias.com.do, 2013
(*) María Mora (Maricécili Mora Ramis), profesora en Intec, es hija del
escritor Manuel Mora Serrano.
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