miércoles, 8 de mayo de 2019

UNA FASCINANTE Y MISTERIOSA HISTORIA DE LOCOS

Por el Dr. Antonio Zaglul
De “Mis 500 locos. Memoria del director de un manicomio”


VII
Un extraño cargamento

Una mañana fui llamado con carácter de urgencia por el Departamento de Inmigración al Aeropuerto de Santo Domingo. Me apersoné rápidamente, pues la distancia de mi hogar al viejo Aeropuerto era bastante corta.

Un avión de una compañía aérea norteamericana acababa de descender y solo esperaban mi llegada para abrir las puertas. Pensé que un pasajero había enloquecido y el piloto, por la radio, había pedido un psiquiatra.

Mi sorpresa fue mayor cuando penetré en el avión. Alrededor de treinta pasajeros, todos con camisas de fuerzas y semiamarrados, estaban aferrados a sus asientos.

En un averiado español, el capitán de la nave me informó que para esta ciudad había tres pasajeros. Un joven que frisaba en los diecisiete años, con una sonrisa inmotivada, fue el primero en bajar; una cibaeña, totalmente desorientada, me preguntaba si estaba en Mao o en Nueva York, y, por último, descendió, escoltado por dos grandes enfermeros psiquiátricos norteamericanos, un negro gigante con hocico catatónico. Los dos americanos, a su lado, parecían enanos. Se llamaba Bienvenido, aunque no era del todo agradable su recibimiento. Más tarde le dedicaremos un capítulo.

Después de los trámites legales, los tres enfermos me fueron entregados formalmente, como si fuesen bultos postales.

Marché directamente al Sanatorio con mis tres pacientes: la cibaeña logorreica y desorientada, el joven sonreído, y Bienvenido, con el ceño fruncido y su hocico catatónico. Todos me miraban con ojos de recelo.

Mientras el avión emprendía vuelo a Sudamérica, llevaba un extraño cargamento: locos latinoamericanos que habían sido deportados del territorio de Estados Unidos de Norteamérica.

VIII
Los mellizos se encuentran

A la mañana siguiente me dediqué a leer las historias clínicas de los recién llegados, y a tratar de hacer contacto con los familiares, para avisarles de su llegada.

Los diagnósticos eran: a la cibaeña, Esquizofrenia paranoide; el joven de la sonrisa inmotivada, Hebefremia; y Bienvenido, Esquizofrenia catatónica.

Pudimos localizar a los familiares de los dos primeros, pues tenían informes de su llegada. Ambos fueron dados de alta del Sanatorio a solicitud de sus allegados. Más tarde reingresaron. El problema era Bienvenido. Nadie tenía la menor idea de quiénes podían ser sus parientes. Además, estaba en una fase de su enfermedad en que no se podían obtener datos, y lo peor, que más tarde descubrimos, era que había olvidado el español.

En lo que diligenciábamos el contacto con la familia, estudié su historial de enfermo. Hacía seis años que había hecho el primer brote de locura y fue internado en un hospital de Detroit; luego fue dado de alta, al parecer bien; más tarde se reintegró al trabajo y volvió al Sanatorio a los dos años, esta vez en Nueva York. No mejoró y fue enviado a un hospital de enfermos crónicos, donde pasó todo el tiempo hasta cuando lo deportaron a nuestro país.

Al no conocer el estado de agresividad del enfermo, por costumbre se le quita la camisa de fuerza y es llevado a una celda. Lo único interesante de este caso en esos días es su enorme, su grosera gula. Los pacientes que peleaban por su poca ración, le llevaban parte de la suya para verlo comer.

A todos los que pasaban por el pasillo del pabellón de aislamiento, Bienvenido les extendía su brazo y manos enormes, pidiendo en silencio.

Entre todos los pacientes que iban a socorrer la eterna hambre de Bienvenido, había una esquizofrénica, de nombre Providencia, que trabajaba en la cocina de Pinche. Esta lo hacía más frecuentemente, con parte de su comida, y algunas veces con toda la ración.

El encargado de dicho pabellón me llevó la queja una mañana:
—Doctor, –me dijo– Providencia está enamorada del negro americano (como le llamaban los otros pacientes).

A Bienvenido se le inició un tratamiento de electroshocks, y después del cuarto se hizo más accesible. En su mal español me confesó que había nacido en La Romana y que se había hecho marino mercante. Después de viajar durante un tiempo, se aburrió del mar y decidió quedarse en los Estados Unidos. Entró en el territorio con nombre supuesto, y alegando nacionalidad puertorriqueña trabajó en los muelles; después no recuerda más que Bellevue, Rockland, nombres de los Sanatorios psiquiátricos donde permaneció en sus épocas de crisis sicóticas.

En esa época yo trataba de evitar por todos los medios las relaciones sexuales entre los enfermos, y estaba rigurosamente prohibido atravesar las zonas que separaban a ambos sexos, las cuales estaban muy vigiladas. Solo podían cruzarlas algunos enfermos viejos y deteriorados que no se tomaban en consideración. Asimismo, únicamente los enfermos que durante largo tiempo de internamiento en el Sanatorio habían dado muestras de una gran moral sexual, tenían derecho a cruzar los límites que separaban a hombres de mujeres.

Providencia era una de esas pacientes. Sus visitas a Bienvenido se prolongaban más de lo corriente, y los regalos y comidas se hacían más abundantes. El reporte de Manuel, el enfermero encargado de ese pabellón, insistía en que no se dejara pasar a esa enferma, aunque él conocía sus cualidades y nunca se había puesto en tela de juicio su integridad. Era una atracción increíble, pues Providencia jamás había hecho amistades en el Sanatorio. Hacía su trabajo asignado en la cocina, sin dirigirle la palabra a nadie. Quien convive con enfermos esquizofrénicos durante largo tiempo, conoce muy bien esas situaciones.

Ordené a Manuel una mayor vigilancia de estas visitas, pero no las prohibí.

Al cabo de dos semanas, el empleado me confesó que cuando llegaba Providencia donde Bienvenido, solo le entregaba la comida y los regalos, y luego ambos se contemplaban durante largo rato. En ningún momento se dirigían la palabra.

Uno de los domingos siguientes, que yo dedicaba a conversar con los familiares de los pacientes, me entretuve un rato con los de Providencia. Eran dos hermanos. Desde hacía algunos días la encontraban más delgada, siendo ella una paciente de buen apetito, y todas las semanas le llevaban gran cantidad de comestibles. Les conté de su amistad con un paciente, a quien ella le llevaba la comida. Esto acicateó la curiosidad de ellos, pues conocían bien el carácter retraído y poco sociable de ella, y este había empeorado con la enfermedad.

Los acompañé a la celda donde estaba el Negro Americano, amigo de Providencia. Es inenarrable ese momento. Cuando ellos lo vieron, exclamaron:
—Si es nuestro hermano; es el mellizo de Providencia. Hacía más de diez años que no sabíamos de él.

Intentaron saludarlo, pero Bienvenido, con su hocico catatónico y los brazos extendidos, pedía más comida. Preferí marcharme del lugar y fui a mi despacho. Como era de descanso y no estaba presente el personal de la oficina, me puse a hurgar en los archivos buscando la historia clínica de Providencia.

Al fin la encontré y la comparé con la de Bienvenido. Un hilo misterioso unía a estos dos seres. A cientos de kilómetros de distancia y con una diferencia de pocos meses, Bienvenido había ingresado en un Manicomio de Detroit, y Providencia, su hermana gemela, en el de Nigua.

ANTONIO ZAGLUL. OBRAS SELECTAS. TOMO I. Archivo General de la Nación. 2011. Pags. 39-41



NOTAS BIOGRÁFICAS

Dr. Antonio Zaglul Elmúdesi

Médico, psiquiatra, escritor, profesor universitario y diplomático.

Antonio Zaglul Elmudesí nació en San Pedro de Macorís el día 2 de abril de 1920. Hijo de los esposos Don José Miguel Zaglul y Doña Clara Elmúdesi, ambos de origen libanés radicados en la República Dominicana. Se graduó de médico en la Universidad de Santo Domingo e hizo su especialidad en Madrid, España.

Zaglul regresó a República Dominicana realizando estudios sobre las enfermedades mentales y sus procesos de sanación. Fue director del Hospital Psiquiátrico Padre Billini, en un periodo histórico en el que los locos no eran considerados como gente (bajo la dictadura de Trujillo).

Fue cancelado de dicho hospital en el 1960, y se exilió en Puerto Rico, donde trabajó como médico en el Hospital Psiquiátrico de Río Piedras.

A la muerte del tirano volvió a su país y trabajó como catedrático en la Universidad Autónoma de Santo Domingo, siendo después decano de la Facultad de Ciencias Médicas y al retirarse de esta institución académica lo hizo como Profesor Meritísimo.

Publicó varios libros, entre los cuales figuran "El apasionante tema de la locura", "Mis 500 locos" y "Despreciada en la vida y olvidada en la muerte" (biografía de Andrea Evangelina Rodríguez, la primera mujer que estudió y ejerció medicina en República Dominicana). En 1982 fue nombrado embajador, primero en España y después en la Santa Sede.

Murió en 1996 a causa de un cáncer en el estómago contra el cual luchó por más de 20 años.

Biografía publicada por la UASD

VIDEO: Historia Dominicana: El Dr. Antonio Zaglul Elmúdesi

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