17 abril 2024
Desde hace casi 30 años, guardo en mi casa una lista de obras clásicas que Gabriel García Márquez me escribió, de puño y letra, una tarde de abril de 1995.
La historia de cómo llegué a tenerla se la he contado innumerables veces a mi familia y a mis amigos.
Es una anécdota que muestra tanto mi absoluta ignorancia como el carisma, la generosidad y la sencillez del único escritor colombiano que ha ganado el Premio Nobel de Literatura.
Parte con una pregunta, termina con la lista e incluye un delicioso helado.
EL HELADO
“Cachaco de mierda, se nota en tus ojos que te encantaría comerte otra copa de helado, pero no eres capaz de aceptarlo”, me desafió con una mezcla de cariño y picardía Gabriel García Márquez.
Y tenía razón. No solo era delicioso, sino que además -según me contó- era el helado que todos los años le enviaba de regalo de cumpleaños Fidel Castro. Venía desde la famosa heladería Coppelia de La Habana, la favorita de quien, para mi incredulidad, era mi anfitrión.
La primera copa me la había ofrecido unos minutos antes, luego de abrir con cierta ceremoniosidad el congelador, mientras yo hacía cuentas mentales: el gran cartón blanco llevaba más de un mes guardado. García Márquez cumplía el 6 de marzo y esa tarde era 8 de abril.
Aún no podía creer mi suerte. Estaba almorzando con uno de los hombres que más admiraba, y su esposa Mercedes Barcha, en el comedor de la cocina del apartamento que tenían en Cartagena en el edificio que la gente llamaba La Máquina de Escribir.
Y, mientras como buen narrador me contaba sabrosos detalles del original ritual que mantenía con Castro, me estaba compartiendo el que para él era el mejor helado del mundo.
Obvio que a mí también me pareció inigualable. Era de vainilla y excepcionalmente cremoso, y me moría de ganas de seguir comiendo todas las copas que me ofreciera.
Pero fui educado como un “cachaco”, como le dicen en la Costa Caribe a quienes nacimos en Bogotá, y a los “cachacos” nos enseñan a no manifestar mucho nuestros gustos, a no decir todo lo que pensamos y a que una copa de helado es más que suficiente y no se acepta una segunda. Pero esa tarde cedí, más que encantado.
Todavía hoy lo recuerdo como uno de mis almuerzos favoritos, al que paradójicamente fui invitado por mi vergonzosa reticencia a los clásicos de la literatura.
LA PREGUNTA
Todo había comenzado unas semanas antes cuando mi jefe y primer mentor periodístico, Mauricio Vargas Linares, me dijo que yo representaría a la revista Semana en el primer taller de la Fundación Gabo, que por ese entonces se llamaba Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano, o FNPI, y que había sido fundada por García Márquez unos meses antes con el objetivo de mejorar la formación de los periodistas hispanohablantes.
Yo había visto a García Márquez alguna vez cuando visitaba el semanario. Nunca habíamos hablado, pero siempre era particularmente cariñoso con quienes apenas estábamos empezando a entender el oficio de periodistas.
Nunca olvidaré que en unos de los almuerzos pomposos que organizaba de vez en cuando el dueño de la revista, García Márquez llegó, y pese a que le tenían reservada una silla en la mesa principal junto a los ministros y celebridades, observó que había espacio en la mesa más lejana, la que estaba ocupada por los más jóvenes de la redacción, y dijo mientras señalaba con la mano hacia donde estábamos “gracias, pero yo me siento allá con los reporteros”.
El taller de la FNPI era sobre crónica periodística y la periodista mexicana Alma Guillermoprieto sería la maestra.
Yo acababa de cumplir 23 años, y trataba de aprender todo lo que podía del selecto grupo de curtidos periodistas que producían el influyente semanario en la que trabajaba, pero no sabía inglés, no tenía ni la más remota idea de qué era la revista The New Yorker, ni mucho menos quién era ella.
Tampoco había oído hablar del “Diario del año de la peste”, de Daniel Defoe, el libro que teníamos que leer antes de llegar a Cartagena, un relato novelado de la peste que asoló Londres y sus alrededores entre 1664 y 1666 y que, como supe luego, García Márquez consideraba uno de los grandes reportajes de la historia.
En esa semana del taller, Alma Guillermoprieto me enseñó que el profesionalismo no tiene ínfulas, que la rigurosidad no es negociable y que a los grandes temas es mejor enfrentarlos con historias particulares, como ella había hecho en las 13 cartas desde América Latina publicadas originalmente en inglés en The New Yorker, y recopiladas en el libro “Al pie de un volcán te escribo”, que acababa de ser traducido al español en esa época.
García Márquez era más que consciente de la admiración y adulación que despertaba en los diez jóvenes periodistas que habíamos sido seleccionados para el taller, pero hizo lo posible para bajarle la temperatura emocional y el formalismo a las sesiones.
Nos trató como si nos conociera de toda la vida y no creo exagerar que un observador desprevenido bien podría haber dicho que él era el más emocionado de todos.
Para conmemorar el final del taller, nos invitó a cenar el viernes en La Vitrola, por ese entonces el restaurante en el que se reunía la gran bohemia cartagenera, y escenario de noches y conversaciones legendarias entre él mismo, y los artistas Alejandro Obregón y Enrique Grau, por mencionar solo a algunos.
Yo pasé buena parte de la noche pensando cuál sería el momento perfecto para confesarle a García Márquez que los clásicos de la literatura me aburrían terriblemente y que por más que intentaba meterme en ellos me producían un tedio asombroso. Quería preguntarle si realmente tenía que leérmelos todos para mejorar mi oficio de periodista.
Pero cómo carajos iba a ser capaz de aceptar mi ligereza intelectual ante él.
Mientras peleaba mentalmente con mis inseguridades, y de fondo sonaban platos, copas y una música ensordecedora, apareció él para despedirse de todos los alumnos.
—Maestro una cosa más, le dije afanoso mientras me levantaba de mi asiento y trataba de hacerme paso hacia él.
Me alzó las cejas y con ello sentí que me dio permiso de seguir.
—Es que quería preguntarle sobre los clásicos de la literatura y qué debo hacer para poder leérmelos.
—¿Hasta cuándo te quedas en Cartagena?, me preguntó.
—Decidí aprovechar el fin de semana para quedarme a parrandear, le dije.
—Muy bien, llámame mañana.
—Pero no tengo su teléfono…
—650143, me dictó…
En una de las tantas pendejadas que hice de joven, decidí tratar de memorizar el número sin escribirlo.
Pero qué te pasa reportero - me dijo sonriente mientras me ofrecía su estilógrafo-. Anótalo en un papel que se te va a olvidar y te vas a arrepentir el resto de tu vida.
LA LISTA
La lista enmarcada
Esa noche dormí poco. Cada 20 minutos revisaba si ya era una hora civilizada para llamar. Cuando por fin el reloj marcó las nueve de la mañana me animé a marcar los números anotados.
—Merce, ¿tenemos planes de almuerzo?, le preguntó el escritor a su esposa interrumpiendo brevemente nuestra conversación.
—Ok, le voy a decir a Álvarez que venga entonces, agregó.
Tan pronto acepté su oferta llamé angustiado a mi jefe.
—¿Qué hago? ¿Qué llevo? ¿Cómo me visto?
—No sea pendejo, nada que lleve ni haga lo va a impresionar. No piense en eso, vaya y sea usted, no pretenda ser nadie diferente y disfrute el almuerzo, me recomendó con sabiduría.
Decidí entonces ponerme la camiseta y los jeans de siempre y esperar ansioso a que llegara el mediodía para poder caminar hacia el apartamento de la cita.
Almorzamos pescado frito, patacón y arroz con coco, y después de las copas de helado por fin me atreví a hablar.
—Maestro, tengo que confesarle que me aburro tremendamente con los clásicos y que no he logrado leerme ninguno.
Me dijo que en su juventud él también había visto los clásicos con desdén hasta que un mentor le dijo alguna vez que nunca llegaría a ser un gran escritor si no conocía los clásicos griegos.
Me contó que cuando los descubrió se enamoró de ellos. Me habló de su obsesión por Edipo y cómo siempre lo sedujo la historia de un hombre que quiso investigar quién había matado a su padre para llegar a la trágica conclusión de que él mismo había sido el asesino.
Me pidió que hiciera un esfuerzo para sobrepasar el tedio que me generaba el lenguaje antiguo y me concentrara en las fabulosas historias que contaban.
—Y si tuviera que hacer una lista de los clásicos imprescindibles ¿cuáles entrarían?, le pregunté.
—Hagamos la lista, me dijo emocionado mientras abría con rapidez su libreta de reportero y con un plumón de tinta negra empezó a escribir el listado que ilustra esta historia y que trascribo a continuación tal y como la escribió él:
1. La biblia
2. La mil y una noches
2a. Platón y Aristóteles
3. Odisea
3a Los filósofos ilustres. Diógenes Laercio
4. Sófocles: Edipo
5. Los doce Césares (Suetonio)
6. Plutarco
7. La divina comedia (infierno)
8. Horacio (Poesía)
9. El mio cid (Romances)
10. El Amadis de Gaula
11. Quijote
12. Poesía: Siglo de Oro español
13. Gargantúa y Pantagruel
14. Paraíso Perdido – Milton
15. Cronistas de Indias
16. –
Eso es lo que tengo.
Hasta el día de hoy me arrepiento del gran error que cometí al no haber tomado notas sobre lo que me decía de cada obra mientras la iba escribiendo. No me acuerdo de por qué usó 2a y 3a, por ejemplo. ¿Cuál era la lógica de esa subdivisión? Tampoco de por qué el número 16 quedó vacío.
Soy consciente de que esta lista que decidí compartir finalmente hoy cuando se conmemoran los diez años de su muerte, hubiera sido más útil si tuviera observaciones más precisas sobre por qué incluyó cada obra.
Quizás por ello siempre me había dado cierto pudor compartirla.
Pero hace poco, cuando vi la emoción que suscitó en una amiga bibliófila cuando la vio colgada en una de las paredes de mi casa, pensé que por más errores periodísticos que tenga esta historia que les estoy contando, algún valor anecdótico tendría para quienes la puedan conocer.
También me acordé de la gran frase que dijo el propio García Márquez cuando publicó sus memorias: “La vida no es lo que uno vivió, sino la que recuerda y cómo la recuerda para contarla”.
De la lista he leído con los años algunas crónicas de Indias, Edipo, La Odisea, pasajes de la Biblia, la Divina Comedia, las Mil y Una Noches, y algún que otro poema del Siglo de Oro.
Pero quiero creer que el autor de ese canon maravilloso e improvisado no se hubiera disgustado conmigo por no haberle dado el debido respeto a cada una de sus recomendaciones.
Eso pienso, como consuelo, cuando recuerdo otro consejo que me dio esa inolvidable tarde de abril, cuando en otra vergonzosa confesión le admití que aún no había podido leer el Quijote:
—Lo que te recomiendo es que dejes el libro encima del inodoro, así cada vez que te sientes ahí lees un poco.
Hernando Álvarez
Tomado de BBC News Mundo
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