I. LA MASCOTA DEL VECINO
Cuando el clima estaba agradable, era raro no ver a don Clemencio leer en el porche trasero de su residencia, o debajo de sus frondosos árboles que eran, según decía,"un pulmón de aire fresco para el barrio". Creo que era un martes por la tarde cuando por casualidad mi hermana y yo nos asomamos a la ventana de nuestro apartamento, situado en el tercer piso de un edificio que colinda con el patio de don Clemencio, y alcanzamos a ver algo en forma como de una S gigantesca que parecía bailar, retorciéndose con cadencia elegante y calculada, entre la grama y avanzar lentamente a sus espaldas; a principio no distinguimos a ver qué era y entonces mi hermana dijo "¡parece una culebra!" y vaya usted a ver qué animal; debía tener no menos de quince pies de largo y era gorda como el muslito de un niño obeso; reptaba lenta, como si se cuidara de no hacer ruido. Nosotras en seguida tratamos de alertar a don Clemen tocando fuerte en la ventana y haciéndole señas para que mirara hacia atrás, pero parece que él creía que lo estábamos saludando y todo lo que hacía era devolvernos el saludo con la mano. Cuando por fin volteó la vista e intentó huir, ya aquel monstruo se le había enredado entre sus pies y en cuestión de segundos en el cuerpo entero. Maniatado e indefenso, don Clemencio cayó al suelo. Nosotras llamamos al 911 inmediatamente. Los bomberos y los paramédicos tardaron un poquito más de diez minutos en llegar, pero parece que no sabían cómo proceder, o tenían miedo, y tuvieron que llamar al departamento de control animal. Cuando estos por fin llegaron, ya don Clemencio había muerto, no sabemos si por asfixia o de un ataque al corazón. Una pena que nos dio ver a un hombre tan bueno morir de una forma tan horrorosa. Por mucho tiempo mi hermana y yo tuvimos que asistir a terapia sicológica. Y aunque nos ayudaron bastante, jamás olvidaré ese respirar desesperado de don Clemencio, profundo, como si resoplara con dificultad y su voz quejumbrosa, que parecía un alarido, como si saliera del fondo de un pozo profundo, la que cesó abruptamente; por eso creo que murió de un ataque fulminante al corazón. ¡No, Dios mío!, es imperdonable la pérdida de un hombre valioso y útil como don Clemen, por una basura... después nos enteramos de que la boa constrictora que lo mató era una mascota que se le había escapado a uno de los vecinos, quien yo creo debió ser sometido y juzgado como criminal. Dios me perdone, pero él es quien debió haber muerto estrangulado. ¿A quién se le ocurre tener una cosa así en su casa?
II. EL AGUA BUSCA SU NIVEL
Aunque no lo comprendió cuando lloraba desconsolado el abandono de Maricusa, quien lo dejó por su amigo Coelho el bello, poco a poco Celedonio se fue convenciendo de que no hay herida que el tiempo no cure, que nadie puede predecir lo que va a suceder en las vueltas que da el mundo, que los designios del destino son misteriosos y nadie los puede cambiar, y que es muy cierto eso de que “la yerba que está para un burro, no hay otro que se la coma”. Después de un período de enemistad ocasionado por aquella traición ocurrida en la adolescencia, Celedonio y Coelho se encontraron de nuevo, limaron sus asperezas, se enamoraron, y compartieron juntos una vida feliz en pareja, interrumpida sólo por la muerte de ambos en un accidente de aviación.
III. SABIDURÍA ORIENTAL
El anuncio era poco pretencioso, sin mucha fanfarria, y eso fue lo que me cayó en gracia. Me inspiró confianza. “Por $5.95 le damos un consejo infalible para evitar la pérdida de lo cabello”, decía con inocencia. Yo, que ando persiguiendo ese milagro por los últimos veinticinco años, seguido compré mi “Money Order”, lo hice a nombre de Chun Cho, como instruían, y ordené mi cápsula de sabiduría oriental. Hoy, por fin llegó mi consejo y sin perder tiempo he abierto la carta. Dice: “Compre un mantel de papel redondo, blanco, de los que se usan en los picnics, ábralo en medio de un cuarto, coloque una silla en el centro de este, recórtese el pelo; cuando acabe, quite la silla, doble el mantel y ya está. No se le perderá ni un pelito”. De las treinta veces que me han timado por anuncios similares, es la única en que no me he sentido engañado. Entiendo que recibí lo que me prometieron.
IV. LAS PETICIONES DE TÍO PASSOLINI
Tío Passolini, que nunca iba a la iglesia, decidió asistir un domingo. Cuando pasaban la cesta de la ofrenda, el tío se paró, y elevando los brazos al cielo en gesto de petición al altísimo, murmuró algo ininteligible, hasta que el clérigo pasó.
"¿Qué fue eso?", quiso saber Eduviges, su esposa.
"Nada, le ofrecí una plegaria y una oración, como ofrecen los curas siempre cuando los feligreses tienen dificultades.... son tantas las oraciones y bendiciones que han repartido los curas últimamente con tantos ciclones y terremotos, y demás fenómenos, que me imagino que de seguro están necesitando plegarias para luego repartirlas... yo sólo estoy engordando las arcas de la esperanza, como debe hacer todo buen cristiano", dijo sin inmutarse el condenado tío.
V. ARREPENTIMIENTO
"Creía que nos queríamos y de repente se fue y nunca, hasta hace poco, que me puse a pensar en lo sucedido, he podido encontrar una razón convincente. Creo que mi grave error fue quitarme los zapatos en su presencia", dijo pensativo el Cadete.
Por Isaias Ferreira Medina
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