viernes, 9 de agosto de 2024

EL LIBERTADOR

Cuento por
Ramón Marrero Aristy (1913-1959)

Aquel año nuevo me asaltó en los caminos del Este. Un gran deseo de martirizarme me arrastraba por todas las rutas que se extendían a mi vista. Hacía quince meses que el ciclón de San Zenón había arrasado mi hogar, pereciendo mi madre, mi mujer y dos hijos.

En ese tiempo era yo un hombre que creía ciegamente en Dios. Pero cuando vi los cadáveres de los míos amontonados con los de prostitutas y ladrones que vivían en el barrio, para luego ser incinerados, sufrí un ataque de locura. Me rebelé abiertamente contra Dios, y blasfemé en alta voz hasta quedar sin fuerzas.

Mientras algunos eran curados en los hospitales y otros recibían alimentos y ropas, dedicándose los demás a las labores de saneamiento y reconstrucción, yo permanecía ajeno a todo. Pocos se fijaban, porque demasiado había que hacer en esos días.

Pasaron varias semanas y todo comenzaba a normalizarse, menos mi mundo interior. A la desesperación que me causó la desgracia, se unía otra nueva. Ante el espectáculo de los demás, resignados, convencidos de que la gracia de Dios no les falte ni a los insectos ni a las plantas, un gran temor se apoderó de mí. Me absorbió el miedo en forma tal que mis noches se convirtieron en negros períodos de desesperación. Veía santos airados condenarme sin misericordia al infierno. Allí mi pobre alma se contorsionaba de dolor entre las llamas del Averno, y oía claramente a todos decirme que aquello era el castigo a mi blasfemia.

Enflaquecí notablemente. Mis facciones se habían alterado. Olvidé recortarme el cabello y afeitarme la barba. Parecía un loco. Los vecinos me miraban con temor bastante visible, y ya se hablaba entre ellos de hacer una denuncia formal a fin de conseguir se me internase en el manicomio. Esto era horroroso, y yo lo consideraba mucho peor que el mismo infierno.

Fue bajo esta nueva desdicha que vislumbré una luz.

Para un atormentado como yo, cualquier claridad que divisara en lontananza, era una gran esperanza. Llegó a mis oídos el nombre del padre Valdés. Según se decía aquel era un santo varón. Todo el barrio se hacía lenguas alabando sus virtudes, y creían todos que hacía hasta milagros. De modo que ya había hallado quien me ayudara a resolver mis problemas.

Y salí una mañana del barrio de sucias barracas que se había levantado donde antes hubo un bonito trozo de ciudad.

Los muchachos me asediaban con burlas; los más osados, hasta tiraban de los jirones de mis ropas. Yo tenía un raro aspecto que se destacaba a lo lejos, siendo la admiración de transeúntes y vecinos.

Llegué a la iglesia donde oficiaba el padre Valdés. Era un ancianito que inspiraba respeto y simpatía a primera vista.

Le conté sinceramente todo mi mal, mi gran temor, le dije de la poca esperanza que tenía de alcanzar el perdón.

No puedo decir que el cura no trató de hacerme bien. Creo que así lo quiso, pero nunca pude hallar el descanso en la fórmula que me dio.

Peregrinar, peregrinar. He ahí lo que tenía yo que hacer. Andar los caminos de la isla, visitar todos los templos, dejar allí lo que recogiera en el camino, tomando solamente lo necesario para sostenerme vivo. Repetir oraciones y más oraciones. Peregrinar, peregrinar.

Salí de la iglesia como borracho. Tropezaba con todo, hasta con las gentes con quienes me cruzaba en las calles. Los muchachos me asediaban con sus burlas, algunas personas se apenaban al verme.

Llegué dando tumbos a mi barraca. Los vecinos se enteraron de mi caso. Los que se acercaban a mí me aconsejaban cumpliera los consejos del cura, y no faltó una buena vieja que me regaló una virgen de la Altagracia, colocada en un cuadro, adornada con papeles en colores.

En verdad, aquella fue una extraña época de mi vida. Los que me ven hoy, no pueden soñar lo que me ocurrió ayer, ni pueden imaginarse quién me salvó. He visto gentes que se tropezaron conmigo en los caminos y ahora no me reconocen. Tengo amistad con algunos que me dieron limosna y no saben quién soy. Tal era mi estado de entonces y tan grande ha sido el cambio de mi vida.

Mis pies hollaron todos los trillos y todos los caminos reales de las provincias del Sur. No hubo pueblo, aldea o caserío donde no pisara mi planta.

Los campesinos me miraban con temor y respeto. Se descubrían y besaban la imagen que llevaba en mis brazos. Hubo regiones donde tuve que dormir en cada casa una noche. Se formaban velaciones a la virgen que yo llevaba. Toda la gente del lugar donde esto sucedía, acudía a ellas, y allí se comía, se cantaba, hasta la madrugada o hasta el amanecer. Yo veía a los mozos y a las mozas hacerse el amor en estas velaciones. A veces comprendía que entre dos engañaban a algún pobre marido y que esta gente tenía una fe muy original, hija de la ignorancia. Mezclaban el poder de los santos con la brujería. Llegaron a creer que más que un penitente, yo era un santo, un espiritista o un brujo, tres cosas que para ellos eran una misma. Y comenzaron a pedirme rogara por ellos, intercediera por ellos.

Yo estaba angustiado casi hasta morir. Mi honradez no me permitía convertirme en santo vividor de los campesinos. Las mujeres se abandonaban esperando yo las tomase. Deseaban un hijo mío, porque se decía que yo hacía milagros. Yo no sabía qué hacer con una vida tan absurda. Quería hallar mi tranquilidad para encauzar mi vida por senderos de utilidad para aquellos que me rodeasen, vivir en paz con Dios y con los hombres hasta mis últimos días, mas todo era inútil; mi vida se embrollaba más y más. No entendía a nadie ni nadie me entendía a mí.

—Sigue tu penitencia, hijo mío, —me decían los curas cuando les entregaba lo adquirido pidiendo limosnas— el Señor te perdonará.

Pero yo me hallaba muy lejos de todo eso.

—Ruega por mí, hermano —me decían los campesinos— pídele a la virgen que me ayude, que me ayude.

Y en sus ojos brillaba codicia o lujuria.

Decidí abandonar el Sur.

Seguí toda la carretera desde Azua hasta la Capital, sin detenerme no más que a cocinar y a dormir. Recogía de paso alguna limosna indispensable para sostenerme en el camino y seguía adelante, calcinado por el sol, azotado por la lluvia, picado por los insectos.

Llegué a la Capital de noche y crucé la ciudad sin detenerme. Fue después de haber caminado cinco kilómetros en la carretera del Este que me decidí a echarme sobre la yerba en un potrero.

Todo el camino estaba salpicado de casas, pero yo no quería tener tratos con nadie.

Era el mes de diciembre. Tenía la idea fija de pasarme las fiestas de enero en Higüey. Ir al santuario de la milagrosa virgen, cuya imagen había paseado por todos los campos del Sur. Le ofrecería a la imagen milagrosa que apareció en el naranjo, caminar a pie el resto de la isla pidiendo limosnas para todos los santuarios, y luego volver a Higüey en busca de mi sosiego como pago a mi gran sacrificio.

Este negocio no me inspiraba fe. No creía en mi salvación higüeyana. No entendía cómo podía un santo hacer transacciones tan parecidas a las de los hombres. Peregrinar, peregrinar, depositar limosnas, rezar, y luego, como premio, recibir la paz.

Pensando esto, iba carretera abajo, esquivando automóviles y bestias, pidiendo limosnas.

Había pasado Macorís y sus ingenios cercanos a la carretera. Ahora iba camino de Hato Mayor. A pesar de estar habituado a las caminatas a pie, me sentía inexplicablemente cansado. Cuando llegué a los Chicharrones caía la tarde. Había allí un grupo de trabajadores de Obras Públicas que reparaban ese tramo de carretera. Hubiera querido pasar inadvertido, pero mi aspecto era inconfundible con el de las personas normales. Cuando me vieron algunos, comprendieron que era un peregrino, y se descubrieron. Comenzaron a ofrecerme limosnas para que las depositara en Higüey como ofrenda a la virgen. Todos me pidieron rogara por ellos, todos… menos uno que me observaba con una risita irónica en los labios.

Era aquel sujeto uno de los más astrosos tipos que conocí en mi vida. Yo mismo con mis largos cabellos y barbas al pecho, no tenía tal apariencia. Mis ropas de algodón, medio sucias por el sudor y el polvo, nunca estaban rotas. Y me ocupaba de coserlas mientras cocinaba a la vera de los caminos. Mas este amigo de quien voy a hablar, parece que nunca encontró una aguja.

El sujeto era flaco y bastante alto, medía casi seis pies. En contraste con la rotura de sus vestidos, siempre estaba afeitado, y así se destacaban mejor sus facciones quemadas por el sol. Era blanco o casi blanco, como esos tres cuartos de sangre que en nuestra república se pavonean sintiéndose arios. Su nariz ganchuda llamaba la atención; sus ojos vivarachos constantemente expresaban burla, sus labios se plegaban en una eterna sonrisa irónica, y después, todo su cuerpo enjuto era músculos, y causaba una impresión de buena salud y de fuerza.

Los trabajadores lo consideraban medio médico, perverso a veces, por lo burlón que era, pero desprendido hasta dar todo lo que se le pedía, siempre que lo tuviera, dando a veces hasta lo que no se le pedía. Las mujeres se enamoraban con harta frecuencia de él, pero las dejaba a todas, ya fuesen ricas, pobres, bonitas o feas. Era un pájaro que saltaba de rama en rama, sin mirar hacia atrás. Así, astroso (y esta condición suya parecía como una burla a los demás) tenía historias de amor increíbles. Los otros las referían y las comentaban. Él nunca decía nada. Sólo a mí me habló de sí mismo.

Me acomodé en un sitio fuera de las barracas que ocupaban los trabajadores, hice fuego y me dispuse a cocinar algo con qué saciar mi hambre. Echaba unos trozos de plátanos en el agua que hervía en una lata que llevaba en la mochila, cuando apareció el hombre de la risita irónica.

Sin ceremonia alguna se echó cerca de mí, mirándome siempre riendo con la ironía que era peculiar en él.

En la cara se notaba la satisfacción que produce el placer de hacer alguna maldad. Se le veía claramente que venía a atormentarme.

Yo estaba nervioso esperando me dijera algo.

Como no me hablaba y en cambio me miraba burlonamente, me aventuré a interrogarle para terminar aquello.

—¿Qué desea el hermano? —fue mi pregunta.

El hombre no contestó seguido. Todavía me miró un poco más.

—Quiero que me expliques cómo haces milagros, —dijo al fin. Y cada vez era más burlón.

—¿Se ha dicho acaso que yo hago milagros? —interrogué.

—Todos los de tu clase presumen de eso. El que menos es un Jesucristo que resucita Lázaros.

No sé por qué, pero lo que aquel hombre me decía, no era una ofensa para mí. Yo sabía que gran número de peregrinos azotaban la república haciendo penitencias aparentemente, y en realidad explotando la ignorancia del campesino y de la gente de los barrios. Estos sujetos, llenos de lujuria, al no querer trabajar se dedicaban a esta clase de actividades para vivir como alimañas. Otros ofrecieron realmente una promesa y después le tomaron el gusto de vivir de limosna. Impresionaban a gente sencilla y se las componían a las mil maravillas para vivir bien.

Yo sabía todo esto, y no lo culpaba porque me juzgara mal, porque en apariencia yo era igual a ellos.

—Yo no quiero ser Cristo —le dije—, yo busco sinceramente la tranquilidad de mi alma. A esto me arrastró una gran desgracia, y te aseguro, hermano, que de todo lo que he recogido apenas sí he separado aquello necesario para comer.

—¿Pero es posible que todavía exista quién crea que con penitencias va a aliviar su alma? Viejo, si no tuvieras esa cara de bueno, te juzgaría como uno de los peores pillos de esa especie…

Se detuvo y se quedó mirándome.

—Ciertamente, pareces un atormentado. ¿Y se puede saber por qué caíste?

Yo sentí que me iba entrando una gran alegría. Ya el hombre no me miraba tan burlonamente. Su risa era menos hiriente.

Le conté mi historia. Mis tormentos; por qué salí hastiado de las provincias del Sur, cómo interpretaba la gente la penitencia, qué creían del peregrino.

—Es cierto, cierto —me decía ya serio— el campesino dominicano es noble y bueno, pero demasiado ignorante. La vecindad del haitiano nos ha dañado, porque ha minado nuestra gente con la creencia en la brujería y la práctica de absurdos ritos. Nuestra gente humilde es sumamente sana. Su casa y su corazón están abiertos para todo el que llega: por eso se deja engañar con tanta facilidad. Sobre todo, en el Cibao y el Sur, donde todavía abunda la comida y donde el hombre se ocupa de su conuco y de sus animales. No así en el Este. Ya el Este casi no es un pedazo de nuestro territorio. Los ingenios de caña de azúcar han destruido allí nuestra personalidad, han creado una miseria espantosa, que está dando como frutos una gran cantidad de prostitutas y de tuberculosos, así como de hombres sin carácter. Las mujeres vienen de lejos seducidas por el espejismo de los pagos quincenales, y lo que hallan es miseria. El colono y el contratista se han convertido en elementos de extorsión que ayudan al blanco a destruir nuestro pueblo.

Mi interlocutor hablaba como hombre que ha visto y meditado mucho. Cada cosa que decía ya había sido madurada en su pensamiento. Todo tenía una razón de ser, no me presentaba nada misterioso cuya aceptación era indispensable porque así era la costumbre.

—Sobre tu desgracia, viejo, no te niego el derecho a entristecerte. El hombre quiere a la madre, no porque nació de su vientre, sino porque lo alimentó de niño y le tomó amor. En cuanto a la mujer y a los hijos es otra cosa. Quieres a la mujer porque es el único ser con quien te identificas sin sentir ninguna clase de rubor. Hay confesiones que no se las haces al padre, ni a la madre, ni al amigo, ni al hijo; pero tan pronto estás solo con tu mujer, se lo dices todo. Ella es para ti un complemento. Los hijos son tu orgullo, por eso los quieres tanto. Todo lo que tú ambicionaste ser, quieres que lo sean ellos. Allí ves tu continuación, por los siglos de los siglos. Sabes que, aunque sea diez generaciones más allá, todavía podrá brillar una chispa de tu talento, y eso te enorgullece. Los hijos son un gran retoño.

—Mas si todo eso se pierde, no derrumbes la vida, reconstrúyela nuevamente y saluda el horizonte. Yo no he querido tener mujer ni hijos porque hasta cierto punto soy cobarde. He sido bastante explotado por los hombres, pero no les tengo rencor. Cuando he sudado por valor de diez pesos, se me han pagado dos, pero ya llegará el día en que cada uno cobre lo que merece.

—Lo que es bueno borrar de la conciencia es el temor. La sociedad, tal como está organizada, está dirigida por una gran minoría que tiene en su poder el control de todo. Esto durará mientras los hombres sean ignorantes y tengan creencias en cosas sobrenaturales. Tú andas por esos caminos humillándote para alcanzar tranquilidad. Así no la hallarás. El hombre no debe ser humillado, ni endiosado. El hombre debe ser el hombre, miembro del gran gremio de la humanidad, dueño de la tierra porque aquí es donde vive. Pero resulta que una astuta minoría desde el principio ha resuelto inculcar en el hombre el respeto a Dioses que ellos no respetan, pero que imponen, porque detrás de esos dioses se ocultan ellos mismos, y allí está su poder. El día que bajen esos dioses del pedestal que el hombre les ha levantado en su conciencia, ese día no habrá clases dominantes.

Las estrellas resplandecían en el cielo azul. No había luna y sin embargo una dulce claridad lo envolvía todo. Cerca de allí murmuraba el arroyo su vieja canción. Las ranas croaban a compás y los grillos chillaban desentonadamente.

Mi interlocutor había hecho un alto en su discurso para llenar su cachimbo y encenderlo. Yo no quería respirar fuerte por no interrumpirlo. Sin embargo, tímidamente le pregunté:
—Y Dios, ¿no juzgará a los hombres? ¿No tendremos que rendir cuenta de nuestra soberbia?

—Dios, —me dijo echando una bocanada de humo—, como yo lo concibo no puede ocuparse de esas nimiedades.

—Aceptemos que existe Dios, es necesario, pues si la formación de los sistemas planetarios tiene su explicación científica, la aparición de los elementos simples que constituyen la materia es un misterio detrás del cual se oculta lo que reconozco como Dios. Mas, yo deseo que pongas tu razón a trabajar. Ves el espacio. Está lleno de estrellas. Cada estrella de esas es un sol, que acarrea por el infinito su corte de planetas. Las estrellas que están a nuestra vista pasan de ochenta millones, según cálculos astronómicos, y a pesar de esa enorme cantidad, eso no es más que un puño, una tontería, nada. El espacio sigue más allá, hasta lo infinito. Piensa que nuestro sol no es el más grande del universo y que en el espacio ocupa un lugar sin importancia por su insignificante pequeñez. Luego, la tierra es uno de los cuerpecillos que como polvo giran alrededor del sol, y en la tierra están el hombre, los animales, las plantas. Si no es nada el Sol en el Universo, la tierra aún es menos, y si la tierra es tan poco, ¿qué serás tú? Dios es lo que mantiene en equilibrio la fuerza de gravitación universal, y no puede ser un personaje creado a nuestra imagen para juzgarnos luego a nosotros que en el universo no somos ni átomos.

Yo estaba emocionado, un baño de paz me perfumaba el alma. Sentía que se me quitaba un peso enorme de encima. Recordaba haber leído que los primeros cristianos sentían algo parecido cuando se convertían a la doctrina del maestro Galileo. Miré a mi interlocutor que echaba bocanadas de humo y le pregunté:
—¿Y Cristo? ¿No es justo lo que dijo Cristo? ¿No era Cristo hijo de Dios?

—Cristo fue un hombre bueno y sincero. Tuvo la intención honrada de proporcionarle al hombre felicidad, mas su doctrina ha servido para esclavizar más al hombre. Entiendo que en parte ha de ser como él dijo: «Amaos los unos, a los otros», «así como quieras que los hombres hagan contigo haz tú con ellos». Eso está muy bien, pero le faltó decir «organiza tu vida, forma tu destino, tú eres responsable ante ti», o también: «no encadenes tu alma, eres libre como los pájaros y como el viento».

Yo estaba absorto. Las razones expuestas bastante incoherentemente por mi interlocutor, me parecían mis propias ideas, y aunque no entendía del todo hacia donde conducía la verdad que trataba de desentrañar ante mis ojos, ya veía claramente que mi camino era harto errado, y que de todo necesitaba, menos penitencias.

—Sí, compañero, —seguía diciendo— procura desembarazar tu alma. No recargues tu espíritu de prejuicios embotadores. Vive limpiamente, sin tormentos inútiles, como vive el pájaro, como vive el árbol. Tu vida es tuya; organízala todo lo bien que puedas en medio de la injusticia de los hombres. Ve por ahí, hermano…

La noche era dueña de todo. El olor de la tierra me llenaba los pulmones. La brisa tenue era una caricia rica.

Hervían los plátanos en la lata. Despedía su olor un trozo de tocino que puse sobre las brasas, los peones reían a carcajadas celebrando algún chiste indecente y en el caserío cercano, los vecinos se emborrachaban, esperando la media noche para saludar el año nuevo.

Mi compañero, fumando, miraba soñadoramente al cielo.

Yo, creo que estaba alegre.

Al día siguiente iba yo, carretera abajo, sin santo, ya afeitado y vestido como los demás, camino de la Central Romana. Iba allí en busca de trabajo, para iniciar una nueva era de vida normal.

Mi interlocutor me había despedido con una sonrisa amable —ya no era irónica— y ¡lo que es más raro! no me había dicho su nombre, ni yo había pensado en preguntárselo.

La gente con quien tropezaba en el camino, al verme solo, se asombraba de oírme reír…

DATOS BIOGRÁFICOS

Ramón Marrero Aristy (1913-1959). Novelista, periodista, político e historiador. Uno de los más importantes cultivadores de la novela realista, particularmente en su tendencia denominada “de la caña”.

Sus inicios
Nació el 14 de junio de 1912 en San Rafael del Yuma, provincia La Altagracia (año confirmado por el periodista Miguel Cotes según acta de nacimiento que él investigó). Hijo de Juan Aristy y Olivia Beltré. Vivió en La Romana parte de su adolescencia y juventud donde cursó la educación primaria en la escuela pública. Trabajó en la bodega de comestibles del ingenio azucarero Central Romana hasta 1935 que se trasladó a Santo Domingo donde concluyó la educación secundaria. Ingresó en la Universidad Autónoma de Santo Domingo a estudiar periodismo, sin llegar a graduarse. Durante muchos años escribió para los periódicos La Nación, El Caribe y Listín Diario.

Tendencia política
Desde joven mostró interés por el socialismo, pero en 1940 aceptó un cargo oficial en la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo Molina. En 1946 ganó la confianza del gobernante cuando actuó como mediador del acuerdo firmado entre Trujillo y los comunistas cubanos y dominicanos, el cual permitió ciertas libertades civiles y la formación del Partido Socialista Popular. A partir de esto, Trujillo le encargó en 1954 la escritura de la historia oficial dominicana.

Cargos políticos
Su libro de cuentos Balsié contiene relatos de gran calidad, pero el dominio de las técnicas narrativas apareció en su novela Over, en la que relata las deplorables condiciones que padecían los trabajadores de los ingenios azucareros nacionales. Fue Diputado al Congreso Nacional en los periodos de 1948-1950 por Azua, de 1950-1952 por El Seibo y de 1954-1957 por Santo Domingo. Fue secretario de Estado de Trabajo desde 1957 a 1959 y representó al Gobierno dominicano en misiones diplomáticas. En 1957, elaboró un informe sobre la situación de pobreza en que vivían los trabajadores cafetaleros en uno de los monopolios económicos del tirano Trujillo y su nombre fue inscrito en la lista negra del Archivo Particular del Generalísimo.

Muerte
Trujillo lo responsabilizó del contenido de un artículo publicado el 12 de julio de 1959 en The New York Times, en el que se acusaba a su gobierno de corrupto. Una semana después su cuerpo fue encontrado carbonizado dentro de su automóvil en un precipicio de la carretera Santo Domingo-Constanza. Murió el 17 de julio a la edad de 46 años. (Datos biográficos tomados de EcuRed)

MÁS SOBRE MARRERO ARISTY 

Ramón Marrero Aristy, por Ramón Saba

Over: un personaje sin nombre, por Orlando Objío

Over: valoración política, por Orlando Objío

Over: Valoración Literaria, por Orlando Objío

El Batey en Over de Ramón Marrero Aristy, por Orlando Objío

Ramón Marrero Aristy: De marxista a trujillista. (1/2), por Orlando Objío

Ramón Marrero Aristy: De marxista a trujillista. (2/2), por Orlando Objío

Over: Marrero Aristy vive en permanente crisis existencial, por Orlando Objío

Over: Marrero Aristy vive en permanente crisis existencial (2/2), por Orlando Objío

LIBROS EN PDF

BALSIÉ-OVER, versión PDF, por Ramón Marrero Aristy

OVER, versión PDF, por Ramón Marrero Aristy

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Entradas populares