lunes, 21 de mayo de 2018

ACERCA DE ESCRIBIR NOVELAS

Las lecciones del maestro James Salter (*)

Extracto del libro 'El arte de la ficción', que reúne tres conferencias dictadas por James Salter en 2015, poco antes de morir

Las novelas son más largas que los cuentos y, en virtud de esa extensión, o digamos amplitud, tienen la oportunidad — la obligación, de hecho— de ser más complejas y posiblemente implicar a más personajes, llámeseles personas. La mayoría de las novelas son narrativas, o sea, lineales en la forma y fieles a la cronología, van hacia delante o fluctúan en idas y venidas en el tiempo. La narrativa cuenta una historia, y las historias son la esencia de las cosas, el elemento fundamental. E. M. Forster, en Aspectos de la novela, un ensayo inglés ligeramente anticuado, habla de la importancia de contar una historia y las habilidades de una de sus más brillantes artífices, la perspicaz hija del visir, Sherezade.

Y aunque era una gran novelista, exquisita en sus descripciones, prudente en sus juicios, ingeniosa para narrar incidentes, avanzada en su moral, elocuente en la caracterización de personajes y experta conocedora de tres capitales de Oriente, no recurrió a ninguna de estas dotes al intentar salvar la vida ante su intolerable marido. No eran más que un elemento secundario. Si sobrevivió fue gracias a que se las compuso para que el rey se preguntara siempre qué ocurriría a continuación. Cada vez que veía amanecer se detenía en mitad de una frase, dejándole boquiabierto. «En este momento, Sherezade vio rayar las primeras luces del alba y, discreta, guardó silencio.»

Esa última frase, como advierte Forster, es la clave de Las mil y una noches: Sherezade guardaba silencio. ¿Qué pasaba a continuación? Las ganas de saber, que son el motor de la literatura: por favor, sigue contando la historia.

La trama es algo más que la historia. Incluye los elementos causales y las sorpresas. La historia de Lolita es sencilla: Humbert descubre a Lolita, y digamos que la seduce, la hace pasar por su presunta hija, una situación detestable pero embriagadora, y un rival se la roba. Él se lanza en su búsqueda, los encuentra y mata al ladrón. Pero es la trama, con sus muchos destellos cómicos, la progresiva revelación de los motivos y los incidentes grotescos, la que lo engrandece. Lolita al principio fue malinterpretada, como es natural, y se salvó del previsible olvido o de acabar en el anaquel de los libros picantes gracias a Graham Greene, que la incluyó en su lista en el Times como uno de los tres mejores libros del año, y le concedió de ese modo respaldo literario. Nabokov era entonces un escritor poco conocido.

Voy a intentar hablar sobre escribir novelas, pero debo advertir de antemano que tal vez no sea sobre la novela que ustedes están pensando escribir, o han empezado a escribir, o quizá tengan medio terminada. En realidad, es sobre las novelas de ciertas personas. No pretendo que sean lecciones sobre cómo se hace.

De hecho, no creo que nadie pueda enseñarles cómo se escribe una novela, o al menos no en una hora. Es difícil escribir novelas. Has de tener la idea y los personajes, aunque quizá se añadan personajes sobre la marcha. Necesitas la historia. Necesitas, si me permiten decirlo así, la forma: ¿Qué extensión va a tener el libro? ¿Estará escrito en párrafos largos? ¿Cortos? ¿En qué persona narrativa? ¿Mantendrá un hilo conductor o se dispersará en todas direcciones? ¿Cómo será de denso? Cuando tienes la forma, puedes escribir la novela. Cuando tienes el estilo. El estilo. Dónde te sitúas como escritor. Tus prejuicios. Tu posicionamiento moral. El modo en que ese libro debería leerse. Y después necesitas un comienzo. «Dos cordilleras atraviesan la República, casi de norte a sur...», las contenidas primeras palabras del suplicio final del cónsul en Bajo el volcán. El comienzo es de suma importancia. Ya mencioné el comienzo de Adiós a las armas. Todo está en esas primeras frases: la guerra de la que procuran apartarse o de la que huyen. Por el momento se encuentran protegidos, viéndola pasar, pero su destino está ligado a ella.

Una de las cosas más difíciles, según decía García Márquez, es el primer párrafo. Había pasado meses con un primer párrafo, explicaba, pero una vez lo consiguió, el resto fue sencillo. Tenía el estilo, el tono, pero el problema era cómo empezar a plasmarlo. El primer párrafo daba la pauta de lo que sería el resto del libro.

El principio, cómo empieza. Después de eso, escrito en orden o en desorden, viene el resto, escena a escena, página a página. Es una tarea prolongada. Como escritor, te enfrentas constantemente a la necesidad de visualizar una escena, o una secuencia, o un sentimiento, para a continuación, de la manera más cabal que puedas, ponerlo en palabras. Hay muchos intentos fallidos, al tratar de arrancarse de dentro algo que a veces es inexpresable. Es una labor con muchos aspectos, demasiados, y al menos uno de ellos debe quedar al fin escrito de un modo lineal, palabra por palabra, hasta el punto de llegar casi a perder el interés. Hay siempre demasiadas opciones, o no hay ninguna, ninguna vía posible. Al principio eres capaz de escribir en cualquier sitio, pero has de dedicarle tiempo a escribir, has de escribir en lugar de vivir. Has de dar mucho para recibir algo. Recibes sólo un poco, pero es algo. No hay valores establecidos; das mucho a cambio de nada; haces todo a cambio de apenas nada, como al principio Justine hacía el amor a cambio de una camisa de algodón.

Si de verdad es así, si es tan difícil y para casi todo el mundo hay tan poco que ganar, poco dinero... Bueno, de hecho, es una manera de ganar dinero; no necesitas nada para empezar, salvo las palabras. Pero ¿cuál es el impulso? ¿Por qué se escribe? Ahí está la esencia. Entonces, ¿por qué?

Bueno, ciertamente por placer, aunque está claro que no es un placer tan grande. En ese caso, para complacer a otros. He escrito con eso en mente a veces, pensando en ciertas personas, pero sería más honesto decir que he escrito para que otros me admiren, para que me quieran, para ser elogiado, reconocido. A fin de cuentas, ésa es la única razón. El resultado apenas tiene nada que ver. Ninguna de esas razones da la fuerza del deseo.

Siempre pienso en Paul Léautaud, un viejo crítico teatral, pobre, casi olvidado. Al final, cuando vivía solo con una docena de gatos, escribió: «Écrire! Quelle chose merveilleuse!»

Eres el héroe de tu propia vida: te pertenece sólo a ti, y a menudo es la base de una primera novela. Ninguna otra historia está más a tu alcance para que dispongas de ella. Philip Roth escribió su primer libro, Goodbye, Columbus, sobre sí mismo y un amor de juventud con una chica en Nueva Jersey. Ese segmento de su vida es la historia, y sus complicaciones conforman la trama.

Voltaire escribió Cándido como crítica social, lo hizo de un tirón cuando tenía sesenta y cinco años.

Theodore Dreiser visitó a su amigo Arthur Henry el verano de 1899 en Maumee, Ohio. Henry estaba trabajando en una novela. «¿Por qué no escribes una tú también?», le sugirió a Dreiser. Éste se sentó, cogió una hoja de papel y escribió en la parte superior: Nuestra hermana Carrie.

Dreiser era hijo de una familia de diez hermanos que se crió en la pobreza en Warsaw, Indiana. Un maestro bondadoso pagó sus estudios para que fuera a la universidad, aunque no acabó la carrera. Dos de sus hermanas, entretanto, se habían quedado embarazadas o se fugaron de casa. Dreiser empezó a trabajar como cobrador en los barrios bajos de Chicago, pero tenía un ojo perspicaz y ávido, alentado por las cosas que leía en los periódicos. Mandó varios artículos a uno de ellos y pronto pasó a ser un escritor de éxito, y luego reportero y director de una revista. Tenía veintiocho años cuando empezó a escribir Nuestra hermana Carrie, sin una idea preconcebida, sin saber siquiera de qué trataría. Se limitó a echar mano de sus vivencias y permitió que la memoria dispusiera las cosas con apenas un ligero temblor. Tardó cuatro meses en escribir el libro, incluido el abandono al concluir que era pésimo. Sin embargo, tenía poco que perder. Carrie se publicó en un mundo en el que uno de los temas establecidos de la ficción era el de la virtud mancillada que al final triunfa. Fue retirada de circulación enseguida por razones morales. Dreiser conocía un mundo de una realidad más amplia y el rudo mercantilismo de muchas ciudades: Chicago, St. Louis, Pittsburgh, Nueva York. Había leído a Nietzsche, Balzac y Zola, y lo fascinaban ideas vagas de un superhombre, así como el dios del dinero y los reyes del dinero. Sabía que «la vileza del individuo, para ser amada, debe vestirse de gloria», dijo Robert Penn Warren, y esa ambición ardió en él toda su vida. Se le escapó el Premio Nobel, que le fue concedido en cambio a Sinclair Lewis. Dreiser era un mal escritor, repetitivo, vulgar, previsible y falaz, pero también era un gran contador de historias, infatigable y desbordante de ideas. Además, fue el primer escritor estadounidense que procedía de los barrios bajos. Samuel Clemens también, pero en un sentido distinto.

¿Por qué hablo tanto de Dreiser, una presencia contundente, excesiva, que cree que la base materialista de la vida es la verdad fundamental? No es por eso. Los libros que escribió se acercan tanto a su propia vida de ciudades, bares, restaurantes y burdeles, de éxito y fracaso, del miedo a no llegar a nada, que resulta difícil saber qué añadió para convertirlo en ficción. Lo relevante es su visión del orden establecido, su conocimiento de la vida en el estrato más bajo, que intenta ascender a través de las impenetrables capas de la sociedad, que trata de hacerse un lugar.

John O’Hara era hijo de un médico, pero siempre se sintió como si proviniera de los barrios bajos. Resentía profundamente no haber ido a Princeton o Yale, ser «distinto». Fue reportero de prensa y desarrolló, como Dreiser, el hábito de la observación minuciosa junto con un conocimiento nada romántico de la conducta humana. La soltura para escribir y un buen olfato para las historias son ventajas, también, de una vida dedicada al periodismo. En los cuentos de O’Hara hay cientos de personajes, y a menudo no se molestaba en trazar más que un apunte, sin ahondar demasiado. Su método consistía en colocar una hoja en blanco en la máquina de escribir e imaginar dos caras, de alguien a quien quizá hubiera visto en el tren, y, sin saber nada sobre esas dos personas, las hacía coincidir en un restaurante, o en un avión, y dejaba que se pusieran a hablar, al principio de cosas triviales durante una o dos páginas, hasta que empezaban a cobrar vida. Era todo a través del diálogo. A medida que hablaban, uno u otro acababa diciendo algo tan revelador que a partir de ahí sólo era cuestión de hasta dónde decidiera él seguir interesado en sus personajes. Era un gran escritor de diálogos, hábil en el vituperio y el matiz social — el lugar de cada uno en la escala— , y las historias se le ocurrían en abundancia.

Al abordar una novela, O’Hara era minucioso con los personajes que aparecían, y los elaboraba a conciencia. Todos los detalles personales están ahí, la vestimenta, y quizá incluso las tiendas de donde procedía la ropa, las costumbres, virtudes, defectos. Recrea con tanta meticulosidad la escena que, de hecho, puedes verla: la pistolera y los guantes de cuero del agente de policía, su sombrero, dónde ha aparcado el coche y por qué, y también ante quién agacha la cabeza y de quién sabe algún episodio sórdido. Ves la sociedad que O’Hara está describiendo y te estremeces un poco al imaginar adónde llevarán esos prejuicios tan enraizados y esos comentarios inesperados.

Esa gente, esos personajes, ¿están sacados de la vida? ¿Se basan, físicamente y en lo demás, en personas reales? Sus actos y algo de lo que dicen o los rasgos de su habla, ¿se extraen de la vida? Creo que ustedes saben — aunque entre los escritores siempre existe cierta susceptibilidad al respecto, como si inspirarse en la vida, admitirlo, fuese una renuncia al arte— que, por supuesto, muchos o la mayoría de los personajes de ficción están tomados de la vida.

El arte de la ficción. James Salter. Traducción de Eugenia Vázquez Nacarino. Salamandra, 2018. 108 páginas, 15 euros.

Tomado de El País, 4 abril 2018

Biografía de James Salter

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