Si no tienes tiempo para leer, tampoco tienes tiempo (ni las herramientas) para escribir. Así de sencillo.
Por Stephen King
Si quieres ser escritor, sobre todo debes hacer dos cosas: leer mucho y escribir mucho. No conozco forma de evadirlo; no hay atajos.
Yo soy un lector lento, pero leo de setenta a ochenta libros anualmente, casi todos de narrativa. No leo para estudiar el oficio, sino porque me gusta leer. Es lo que hago cada noche estribado en mi sillón azul. Tampoco leo para estudiar el arte de la narrativa, sino porque me gustan las historias. Existe en la lectura, sin embargo, un proceso de aprendizaje. Cada libro que se elige tiene una o varias cosas que enseñarnos, y a menudo los libros malos contienen más lecciones que los buenos.
Cuando cursaba el octavo grado encontré una novela de bolsillo de Murray Leinster, un escritor de ciencia ficción barata cuya producción se concentra en los años cuarenta y cincuenta, la época en que revistas como Amazing Stories pagaban un centavo por palabra. Yo ya había leído otros libros de Leinster, bastantes para saber que la calidad de su prosa era irregular. La novela a que me refiero, que era una historia de minería en el cinturón de asteroides, figuraba entre sus obras menos logradas. No, eso es ser demasiado generoso; la verdad es que era pésima, con personajes superficiales y un argumento descabellado. [...]
Mineros de asteroides (no se llamaba así, pero era un título parecido) fue un libro importante en mi vida de lector. La mayoría de la gente se acuerda de cuándo perdió la virginidad, y la mayoría de los escritores se acuerda del primer libro cuya lectura le hizo pensar: yo escribo mejor que eso. ¡Demonios, lo que yo hago es superior! ¿Hay algo que dé más ánimos a un aprendiz de escritor que darse cuenta de que lo que escribe, no importa como lo mire, es superior a lo que han escrito otros por paga?
Leyendo prosa mala es como se aprende de manera más clara a evitar ciertas cosas. Una novela como Mineros de asteroides (o El valle de las muñecas, Flores en el ático y Los puentes de Madison, por dar algunos ejemplos) equivale a un semestre en una buena academia de escritura, incluidas las conferencias de los invitados estrella.
Por otro lado, la buena literatura enseña al aprendiz cuestiones de estilo, agilidad narrativa, estructura argumental, elaboración de personajes verosímiles y sinceridad creativa. Quizá una novela como Las uvas de la ira provoque desesperación y hasta celos en el escritor novel («No podría escribir tan bien ni viviendo mil años»), pero son emociones que también pueden servir de acicate, empujando al escritor a esforzarse más y ponerse metas más altas. La capacidad arrebatadora de un buen argumento combinado con prosa de calidad es una sensación que forma parte de la formación imprescindible de todos los escritores. Nadie puede aspirar a seducir a otra persona por la fuerza de la escritura hasta no haberlo experimentado personalmente.
De modo que leemos para conocer de primera mano lo mediocre y lo infumable. Es una experiencia que nos ayuda a reconocer ambas cosas seguido se asoman en nuestro propio trabajo, y a esquivarlas. También leemos para medirnos con los buenos escritores y los genios, y saber hasta dónde se puede llegar. Y para experimentar estilos diferentes.
Quizá te encuentres que mientras lees adoptas el estilo que más admiras. No tiene nada de malo eso. De niño, cuando leía a Ray Bradbury, escribía como él: todo era verde y maravilloso, todo visto por un lente manchado por el aceite de la nostalgia. Cuando leía a James M. Cain, me salía todo escueto, entrecortado y duro. Cuando leía a Lovecraft, mi prosa se volvía voluptuosa y bizantina. Algunos relatos de mi adolescencia mezclaban los tres estilos en una especie de estofado bastante cómico. La mezcla de estilos es un escalón necesario en el desarrollo de uno propio, pero no se produce en el vacío. Hay que leer de todo, y al mismo tiempo depurar (y redefinir) constantemente lo que se escribe. Me parece increíble que haya gente que lea poquísimo (o, en algunos casos, nada), pero pretenda ser escritor y gustar a los demás. Sin embargo, sé que eso es cierto. Si tuviera cinco centavos por cada persona que me ha dicho que quiere ser escritor pero que «no tiene tiempo para leer», podría pagarme una suculenta cena en un buen restaurante ¿Me permite ser franco? Si no tienes tiempo para leer, tampoco tienes tiempo (ni las herramientas) para escribir. Así de sencillo.
Leer es el centro creativo de la vida de escritor. Yo nunca salgo sin un libro, y encuentro toda clase de oportunidades para enfrascarme en él. El truco es aprender a leer a pequeños sorbos, no sólo a tragos largos. Es evidente que las salas de espera son puntos ideales de lectura, pero no despreciemos el lobby de un teatro antes de la función, las filas aburridas para pagar en caja ni el clásico de los clásicos: el retrete. Gracias a la revolución de los audiolibros, se puede leer hasta conduciendo. Entre seis y doce de mis lecturas anuales son grabadas. En cuanto a que te pierdas cosas fabulosas por la radio... A ver, ¿cuántas veces puedes escuchar a los Deep Purple cantando Highway Star?
Se considera de mala educación leer en la mesa, pero si aspiras a tener éxito como escritor tendrás que poner los modales en el penúltimo escalón de prioridades. El último debería ocuparlo la gente bien y sus expectativas. De todos modos, si adoptas la sinceridad como divisa de lo que escribes, tus días como integrante de tan selecta colectividad están contados.
¿Dónde más leer? Pues en la cinta de correr, o en el aparato que uses cuando vas al gimnasio. Yo, que procuro hacer una hora de ejercicios al día, creo que sin la compañía de una buena novela me volvería loco. Hoy en día, casi todas las instalaciones para el ejercicio físico (tanto en el hogar como en los gimnasios) tienen TV instalada, pero la verdad es que la tele es lo que menos falta le hace a un aspirante a escritor, ni haciendo gimnasia ni en cualquier otro momento del día. Si sientes como algo imprescindible tener puestos a los bocazas de la CNN dando las noticias mientras haces ejercicio, o a los bocazas de la MSNBC hablando de la bolsa, o a los bocazas de la ESPN dando los deportes, ya va siendo hora de que te preguntes por el grado de seriedad de tus aspiraciones de escritor. Tienes que estar dispuesto a replegarte a conciencia en la imaginación, y me parece que no es muy compatible con los presentadores de los talkshows de moda. Leer toma su tiempo, y la tetina de cristal te roba demasiado.
Una vez destetada del ansia efímera de la tele, la mayoría de personas descubrirá que disfruta el tiempo que pasa leyendo. He aquí mi sugerencia: la desconexión de la caja-loro es una buena manera de mejorar la calidad de vida, no sólo la de la escritura. Además, ¿de cuánto sacrificio estamos hablando? ¿Cuántas repeticiones de Frasier y ER necesitas para sentirte realizado como norteamericano? ¿Cuántas horas de teletienda necesitas? ¿Cuántas...? Mejor no sigo...
Cuando mi hijo Owen tenía siete años se quedó prendado de la E Street Band de Bruce Springsteen, sobre todo de Clarence Clemons, el corpulento saxofonista del grupo. Owen decidió que quería aprender a tocar como Clarence. A mi mujer y a mí su ambición nos divirtió y encantó. También reaccionamos como cualquier padre: con la esperanza de que nuestro hijo revelara talento, y hasta que fuera un niño prodigio. En Navidad le regalamos un saxo tenor y lo apuntamos en clases con Gordon Bowie, un músico de la zona. Después cruzamos los dedos y esperamos el mejor desenlace.
A los siete meses le propuse a mi mujer que interrumpiéramos las clases de saxo, siempre que Owen estuviera de acuerdo. Lo estuvo, y con alivio patente. Él no había querido decirlo, y menos después de haber pedido el saxo, pero le habían bastado siete meses para darse cuenta de que no era lo suyo, aunque estuviera apasionado por el sonido de Clarence Clemons. Dios no lo había dotado de ese talento.
Yo ya me había dado cuenta, y no porque Owen no ensayara, sino porque se adhería estrictamente al horario que le marcaba el señor Bowie: media hora diaria después del colegio durante cuatro días y una hora el fin de semana. No es que Owen tuviera ningún problema de memoria, pulmones o coordinación entre la vista y la mano, porque dominaba las escalas y las notas, pero nunca le habíamos oído ningún arrebato, ni se sorprendía a sí mismo con nada nuevo. Acabada la media hora de ensayo, metía el saxo en su estuche y no volvía a sacarlo hasta la clase o ensayo siguiente. La lección que extraje fue que entre mi hijo y el saxo nunca habría música real, sino puro y simple ensayo, y eso no sirve. Si no te diviertes no sirve de nada. Vale más dedicarse a otra cosa donde puedan ser mayores las reservas de talento, y más elevado el cociente de diversión.
El talento priva de significado al concepto de ensayo. Cuando descubres que estás dotado para algo, lo haces (sea lo que sea) hasta sangrarte los dedos o tener los ojos a punto de salirse de las órbitas. No hace falta que te escuche nadie (o te lea, o te mire), porque siempre te juegas el todo por el todo; porque tú, creador, te sientes feliz. Quizá hasta en éxtasis. La regla se aplica a todo: a leer y a escribir, a tocar un instrumento, jugar al béisbol... Lo que sea. El programa agotador de lectura y escritura por el que abogo (de cuatro a seis horas diarias toda la semana) sólo lo parecerá si son actividades que ni te gustan ni responden a ningún talento tuyo. De hecho, puede que ya estés siguiendo un programa parecido. Si no es así, y te parece que necesitas permiso de alguien para leer y escribir cuanto te apetezca, en adelante considéralo concedido por un servidor.
La verdadera importancia de leer es que genera confianza e intimidad con el proceso de la escritura. Se entra en el país de los escritores con los papeles en regla. La lectura constante te lleva a un lugar (o estado mental, si lo prefieres) donde se puede escribir con entusiasmo y sin complejos. También te permite ir descubriendo qué está hecho y qué por hacer, y te enseña a distinguir entre lo trillado y lo fresco, lo que funciona y lo que sólo ocupa espacio. Cuanto más leas, menos riesgo correrás de hacer el tonto con el bolígrafo o el procesador de textos.
Fragmento del libro On Writing: A Memoir of the Craft, por Stephen King. Traducción del original por Isaías Ferreira Medina.
jueves, 31 de mayo de 2018
LEER PARA ESCRIBIR - 1
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Es un extraordinario escrito de King. Me encantó, Secundo muchos de sus enunciados, modestamente claro. Gracias por compartirlo, por traducirlo (excelente de verdad que sí). De verdad que no deja uno de impresionarse.
ResponderBorrarMe alegra sobremanera que le haya gustado. Gracias por visitarnos y participar. Espero nos siga dando su valioso y sabio apoyo.
BorrarIsaías