Como aquél día del otoño de 1946 en que bruscamente supe su muerte, vuelvo a pensar en el destino de Pedro Henríquez Ureña y en los singulares rasgos de su carácter. El tiempo define, simplifica y sin duda empobrece las cosas; el nombre de nuestro amigo sugiere ahora palabras como maestro de América y otras análogas. Veamos, pues, lo que estas palabras encierran.
Evidentemente, maestro no es quien enseña hechos aislados o quien se aplica a la tarea mnemónica de aprenderlos y repetirlos, ya que en tal caso una enciclopedia sería mejor maestro que un hombre. Maestro es quien enseña con el ejemplo una manera de tratar con las cosas, un estilo genérico de enfrentarse con el incesante y vario universo. La enseñanza dispone de muchos medios; la palabra directa no es más que uno. Quien haya recorrido con fervor los diálogos socráticos, las Analectas de Confucio o los libros canónicos que registran las parábolas y sentencias del Buddha, se habrá sentido defraudado más de una vez; la oscuridad o la trivialidad de tal cual dictamen, piadosamente recogido por los discípulos, le habrá parecido incompatible con la fama de esas palabras, que resonaron, y siguen resonando, en lo cóncavo del espacio y del tiempo. (Que yo recuerde, los Evangelios nos ofrecen la única excepción a esta regla, de la que ciertamente no se salvan las conversaciones de Goethe o de Coleridge.) Indaguemos la solución de esta discordia. Ideas que están muertas en el papel fueron estimulantes y vívidas para quienes las escucharon y conservaron, porque detrás de ellas, y en torno a ellas, había un hombre. Aquel hombre y su realidad las bañaban. Una entonación, un gesto, una cara, les daban una virtud que hoy hemos perdido. Cabe aquí recordar el caso histórico o simbólico, del judío que fue al pueblo de Mezeritz, no para escuchar al predicador sino para ver de qué modo éste se ataba los zapatos. Evidentemente todo era ejemplar en aquel maestro, hasta los actos cotidianos. Martin Buber, a quien debemos esta anécdota singular, habla de maestros que no sólo exponían la Ley sino que eran la Ley. De Pedro Henríquez Ureña sé que no era varón de muchas palabras. Su método, como el de todos los maestros genuinos, era indirecto. Bastaba su presencia para la discriminación y el rigor. A mi memoria acuden unos ejemplos de lo que se podría llamar su "manera abreviada". Alguien —acaso yo— incurrió en la ligereza de preguntarle si no le desagradaban las fábulas y él respondió con sencillez: No soy enemigo de los géneros. Un poeta de cuyo nombre no quiero acordarme, declaró polémicamente que cierta versión literal de las poesías de Verlaine era superior al texto francés, por carecer de metro y de rima. Pedro se limitó a copiar esta desaforada opinión y a agregar las suficientes palabras: En verdad... Imposible corregir con más cortesía. El dilatado andar por tierras extrañas, el hábito del destierro, habían afinado en él esa virtud. Alfonso Reyes ha referido alguna inocente o distraída irregularidad de sus años mozos; cuando lo conocí, hacia 1925, ya procedía con cautela. Rara vez condescendía a la censura de hombres o de pareceres equivocados; yo le he oído afirmar que es innecesario fustigar el error porque éste por sí solo se desbarata. Le gustaba alabar; su memoria era un preciso museo de las literaturas. Días pasados, hallé en un libro una tarjeta, en la que había anotado, de memoria, unos versos de Eurípides, curiosamente traducidos por Gilbert Murray; fue entonces que dijo unas cosas sobre el arte de traducir, que al correr de los años yo repensé y tuve por mías, hasta que la cita de Murray (With the stars from the windwooven rose) me recordaron que eran suyas y la oportunidad que las inspiró.
Al nombre de Pedro (así prefería que lo llamáramos los amigos) vincúlase también el nombre de América. Su destino preparó de algún modo esta vinculación; es verosímil sospechar que Pedro, al principio, engañó su nostalgia de la tierra dominicana suponiéndola una provincia de una patria mayor. Con el tiempo, las verdaderas y secretas afinidades que las regiones del continente le fueron revelando, acabaron por justificar esa hipótesis. Alguna vez hubo de oponer las dos Américas —la sajona y la hispánica— al viejo mundo; otra, las repúblicas americanas y España a la República del Norte. No sé si tales unidades existen en el día de hoy; no sé si hay muchos argentinos o mexicanos que sean americanos también, más allá de la firma de una declaración o de las efusiones de un brindis. Dos acontecimientos históricos han contribuido, sin embargo, a fortalecer nuestro sentimiento de una unidad racial o continental. Primero las emociones de la guerra española, que afiliaron a todos los americanos a uno u otro bando; después, la larga dictadura que demostró, contra las vanidades locales, que no estamos eximidos, por cierto, del doloroso y común destino de América. Pese a lo anterior, el sentimiento de americanidad o de hispanoamericanidad sigue siendo esporádico. Basta que una conversación incluya los nombres de Lugones y Herrera o de Lugones y Darío para que se revele inmediatamente la enfática nacionalidad de cada interlocutor.
Para Pedro Henríquez Ureña, América llegó a ser una realidad; las naciones no son otra cosa que ideas y así como ayer pensábamos en términos de Buenos Aires o de tal cual provincia, mañana pensaremos de América y alguna vez del género humano. Pedro se sintió americano y aun cosmopolita, en el primitivo y recto sentido de esa palabra que los estoicos acuñaron para manifestar que eran ciudadanos del mundo y que los siglos han rebajado a sinónimo de viajero o aventurero internacional. Creo no equivocarme al afirmar que para él nada hubiera representado la disyuntiva Roma o Moscú; había superado por igual el credo cristiano y el materialismo dogmático, que cabe definir como un calvinismo sin Dios, que sustituye la predestinación por la causalidad. Pedro había frecuentado las obras de Bergson y de Shaw que declaran la primacía de un espíritu que no es, como el Dios de la tradición escolástica, una persona, sino todas las personas y, en diverso grado, todos los seres.
Su admiración no se manchaba de idolatría. Admiraba this side idolatry, según la norma de Ben Jonson; era muy devoto de Góngora, cuyos versos vivían en su memoria, pero cuando alguien quiso elevarlo al nivel de Shakespeare, Pedro citó aquel juicio de Hugo en el que se afirma que Shakespeare incluye a Góngora. Recuerdo haberle oído observar que muchas cosas que se ridiculizan en Hugo se veneran en Whitman. Entre sus aficiones inglesas figuraban, en primer término, Stevenson y Lamb; la exaltación del siglo XVIII promovida por Eliot y su reprobación de los románticos le parecieron una maniobra publicitaria o una arbitrariedad. Había observado que cada generación establece, un poco al azar, su tabla de valores, agregando unos nombres y borrando otros, no sin escándalo y vituperio, y que al cabo de un tiempo se retoma tácitamente el orden anterior.
Otro diálogo quiero rememorar, de una noche cualquiera, en una esquina de la calle Santa Fe o de la calle Córdoba. Yo había citado una página de De Quincey en la que se escribe que el temor de una muerte súbita fue una invención o innovación de la fe cristiana, temerosa de que el alma del hombre tuviera que comparecer bruscamente ante el Divino Tribunal, cargada de culpas. Pedro repitió con lentitud el terceto de la Epístola Moral:
¿Sin la templanza viste tú perfecta alguna cosa?
¡Oh muerte, ven callada como sueles venir en la saeta!
Sospecho que esta invocación, de sentimiento puramente pagano, fuera traducción o adaptación de un pasaje latino. Después yo recordé al volver a mi casa, que morir sin agonía es una de las felicidades que la sombra de Tiresias promete a Ulises, en el undécimo libro de la Odisea, pero no se lo pude decir a Pedro, porque a los pocos días murió bruscamente en un tren, como si alguien —el Otro— hubiera estado aquella noche escuchándonos.
Gustav Spiller ha escrito que los recuerdos que setenta años de vida dejan en una memoria normal abarcarían evocados en orden, dos o tres días; yo ante la muerte de un amigo, compruebo que lo recuerdo con intensidad pero que los hechos o anécdotas que me es dado comunicar son muy pocas. Las noticias de Pedro Henríquez Ureña que estas páginas dan las he dado ya, porque no hay otras a mi alcance, pero su imagen, que es incomunicable, perdura en mí y seguirá mejorándome y ayudándome. Esta pobreza de hechos y esta riqueza de gravitación personal corrobora tal vez lo que ya se dijo sobre lo secundario de las palabras y sobre el inmediato magisterio de una presencia.
Buenos Aires, 4 de marzo de 1959
Prólogo a Pedro Henríquez Ureña, Obra Crítica, Edición, bibliografía e índice onomástico por Emma Susana Speratti Piñero.
Fondo de Cultura Económica, México D.F., 1960, pp. VII-X.
NOTAS BIOGRÁFICAS
Pedro Henríquez Ureña (Santo Domingo, 29 de junio de 1884 - Buenos Aires,
11 de mayo de 1946) fue un intelectual, filósofo, crítico y escritor
dominicano, con destacada participación en México y Argentina.
Jorge Francisco Isidoro Luis Borges (Buenos Aires, 24 de agosto de 1899-Ginebra, 14 de junio de 1986) fue un escritor, poeta, ensayista y traductor argentino, extensamente considerado una figura clave tanto para la literatura en habla hispana como para la literatura universal. Sus dos libros más conocidos, Ficciones y El Aleph, publicados en los años cuarenta, son recopilaciones de cuentos conectados por temas comunes como los sueños, los laberintos, las bibliotecas, los espejos, los autores ficticios y las mitologías europeas; sus argumentos exploran ideas filosóficas relacionadas, por ejemplo, con la memoria, la eternidad, la posmodernidad y la metaficción. La obra de Borges ha contribuido ampliamente a la literatura filosófica, al género fantástico y al posestructuralismo, e influyó profundamente en el realismo mágico de la literatura latinoamericana durante el siglo XX.
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