viernes, 6 de diciembre de 2019

EL ESCRITOR Y SUS FANTASMAS - 5

Ernesto Sábato

INTERROGATORIO PRELIMINAR

Desde que publiqué mi primer libro hasta hoy, he debido responder a cantidad de preguntas de periodistas y lectores sobre el qué y el cómo de mi literatura. No me parece mal comenzar este libro con una selección de las más significativas cuestiones que se me formularon y de las respuestas que di.

Quinta (última) entrega (*)

En suma, ¿usted rechaza a la llamada literatura nacionalista?
A cada rato se olvida que hay un solo dilema válido: literatura profunda y literatura superficial. A cada rato se plantean falsos dilemas, sobre todo en esta época de preocupación social, y así como a una novelística «psicológica» se opone (como más legítima, como más sana) una novelística «social», así a una literatura cosmopolita o bizantina se opone una literatura «nacionalista». Cada vez que un film describe la vida del gaucho en el siglo pasado o los problemas de los indios en un pueblo del noroeste, numerosos críticos e instituciones se felicitan de que nuestro arte vuelva a sus sanas y permanentes raíces. Y cada vez que un director describe el drama o un drama de algún estudiante o contrabandista o borracho de la ciudad, reaparecen los que reprochan el cosmopolitismo de nuestros creadores. El folklore tiene sus méritos propios, pero no puede ser tomado como fundamento necesario de un arte nacional. Ni Bach ni Kafka tienen raíz folklórica. Y, al revés, infinidad de productos surgidos del folklore demuestran que tampoco es suficiente para la creación de un arte grande. Basándose o no en el folklore, todo gran arte va más allá, penetrando en una región más profunda y universal. Si Martín Fierro tiene importancia no es porque trate de gauchos, ya que también las novelas de Gutiérrez lo hacen sin que por eso sobrepasen los límites del folletín pintoresco; tiene importancia porque Hernández no se quedó en el mero gauchismo, porque en las angustias y contradicciones de su protagonista, en sus generosidades y mezquindades, en su soledad y en sus esperanzas, en sus sentimientos frente al infortunio y a la muerte, encarnó atributos universales del hombre. La clave no ha de ser buscada ni en el folklore ni en el «nacionalismo» de los temas y vestimentas: hay que buscarla en la profundidad. Si un drama es profundo, ipso facto es nacional, porque los sueños de que están tejidos los seres de ficción surgen de ese ámbito oscuro que tiene sus cimientos en la infancia y en la patria; que aunque no se lo proponga, y a veces porque no se lo propone, expresa de una manera o de otra los sentimientos y ansiedades, los dilemas raciales, los conflictos psicológicos que forman el substrato de una nación en un instante de su historia. De ese modo, Shakespeare fue el más grande escritor nacional de Inglaterra escribiendo tragedias que a veces ni siquiera se desarrollan en su patria. A la inversa, si una obra es superficial, no la salva su «nacionalismo», que entonces no pasa de ser más que un simulacro, como sucede con tantos novelones nuestros a base de gauchos apócrifos o de malevos pintorescos. Es hora de terminar con esa demagogia que nos recomienda un conventillo de San Telmo como realidad nacional y que, en cambio, rechaza el gris departamento de un gris profesor que vive en la calle Charcas. Es una idea muy singular la que estos críticos tienen de la realidad. Más que realismo esa posición estética debería ser denominada suburbanismo; posición nueva y aniquiladora que anonada la existencia de los seres, edificios, estatuas, profesiones y lenguajes que no pertenecen al estricto territorio del arrabal. Para esos ontólogos de nuestra ficción, un compadrito de Avellaneda es real, mientras el modesto profesor de geografía del Barrio Norte es un transparente objeto ideal, apenas digno de figurar en el museo de Meinong. Según ellos, toda la obra de Kafka debería ser denunciada como falsa, porque no describe las costumbres de los mataderos de Praga.

Esto que nos dice lo encontramos vinculado a algo que le hemos oído muchas veces, sobre el carácter metafísico y problemático de nuestra literatura. ¿Cómo lo explicaría?
Dice Martín Buber que la problemática del hombre se replantea cada vez que parece rescindirse el pacto primero entre el mundo y el ser humano, en tiempos en que el ser humano parece encontrarse como un extranjero solitario y desamparado. Son tiempos en que se ha dislocado una imagen del Universo, desapareciendo con ella la sensación de seguridad que los mortales tienen en lo familiar. El hombre se siente entonces a la intemperie, el antiguo hogar destruido. Y se interroga sobre su destino. Por añadidura, y a diferencia de los otros instantes cruciales de la historia, ésta es la primera vez en que el hombre se ha vuelto completamente problemático; ya que, como observa Max Scheler, además de no saber lo que es, ahora sabe que no sabe. ¿Cómo, en tales circunstancias de catástrofe universal, la literatura puede no estar impregnada de preocupación metafísica? Pues es un error imaginar que la metafísica únicamente se encuentra en los vastos tratados filosóficos, cuando, como advirtió Nietzsche, la hallamos en la calle, en las tribulaciones del modesto hombre de la calle. Pero si la condición catastrófica rige para Europa, para nuestro país rige con mayor fuerza: como integrantes de la civilización que sufre ese cataclismo, tenemos un primer motivo de angustia; pero como pertenecientes a una de las líneas de fractura espacial de esa civilización, tenemos un segundo motivo, que es específicamente nuestro. Estamos en el fin de una civilización, y en uno de sus confines. Sometidos a una doble quiebra en el tiempo y en el espacio, estamos destinados a una experiencia doblemente dramática. Perplejos y angustiados, somos actores de una oscura tragedia, sin tener detrás el respaldo de una gran cultura indígena (como la azteca o la incaica) y sin poder tampoco reivindicar de modo cabal la tradición de Roma o París. Y como si todavía eso fuera poco, no habíamos terminado de construir y definir una patria cuando el mundo que nos había dado origen comenzó a derrumbarse. Lo que significa que si ese mundo es un caos, nosotros lo somos a la segunda potencia. De ahí el desconcierto de nuestras conciencias, la zozobra que preside nuestras creaciones, el escepticismo que muchos profesan sobre nuestro destino nacional. Ansiosamente, nos preguntamos entonces sobre la esencia y el porvenir de nuestra patria. Desde nuestras instituciones hasta nuestro arte, todo está siendo enjuiciado, y enjuiciado en una atmósfera de tormentosa nerviosidad. ¿Qué somos? ¿Adónde vamos? ¿Cuál es nuestra verdad nacional? ¿Somos algo nuevo, se gesta aquí algo realmente original, en este caos de sangres y culturas? La literatura, esa híbrida expresión del espíritu humano que se encuentra entre el arte y el pensamiento puro, entre la fantasía y la realidad, puede dejar un profundo testimonio de este trance, y quizá sea la única creación que pueda hacerlo. Nuestra literatura será la expresión de esa compleja crisis o no será nada. Alberto Zum Felde ha visto bien esta condición de nuestra realidad y ese sentido problemático que debe tener nuestra literatura. En este desorden, en este perpetuo reemplazo de jerarquías y valores, de culturas y razas ¿qué es lo argentino? ¿cuál es la realidad que han de develar nuestros escritores? Al menos, en lo que al Plata se refiere, es evidente que su misión consiste en la descripción de esa alma atormentada por el caos, de esa anhelosa búsqueda de un orden y un porqué. En otras palabras: esa violenta tectónica de nuestra realidad nos determina hacia una literatura problemática: en lo social, en lo político y, en última instancia, en lo metafísico. Y así, contra los que argumentan que este tipo de literatura es un fenómeno europeo, que carece de sentido en América, que es propio de pueblos «Viejos», podemos responder que, por el contrario, esta realidad la exige más perentoriamente que aquélla. Pues si el problema metafísico central del hombre es su transitoriedad, aquí somos más transitorios y efímeros que en París o en Roma, vivimos como en un campamento en medio de un terremoto y ni siquiera sentimos ese simulacro de la eternidad que allá está constituido por una tradición milenaria, y por esa metáfora de la eternidad que son las piedras ennegrecidas de sus templos y sus monumentos milenarios.

¿Considera a Borges como a un escritor preciosista?
Es indudable que buena parte de su obra es bizantina y que en buena medida el acento está colocado sobre lo puramente estético, lo que nunca podría decirse de Dante, de Shakespeare, de Tolstoi, de Dickens, de Kafka; escritores poderosos en que el acento está colocado sobre la Verdad y en los que la belleza se da como consecuencia, porque esa Verdad es expresada mediante el gran resplandor poético, con la belleza a menudo terrible que es característica de estos testigos trágicos de la condición humana. Sí, en Borges se incurre a veces en lo precioso, y es por eso que lo admiran ciertas personas. Pero una de las peores desdichas de un creador es que lo admiren por sus defectos. De modo que los genuinos defensores de Borges no son esas personas sino gente como nosotros: los que reconocemos lo que en él hay de admirable y queremos rescatarlo de entre su preciosismo. Está de moda en la izquierda argentina repudiar a Borges: escritores que no le llegan a los tobillos nos dicen que Borges es inexistente. Eso revela que ni siquiera son buenos revolucionarios, pues el que no sabe qué de trascendente tiene la cultura de una comunidad no está maduro para reemplazar a esa comunidad. Los que venimos detrás de Borges, o somos capaces de reconocer sus valores perdurables o ni siquiera somos capaces de hacer buena literatura.

Se suele afirmar que una literatura lúdica y preciosista es el resultado de una época fácil y de gente sin graves preocupaciones. ¿Cómo se explicaría, entonces, la existencia de un escritor como Borges en un período tan terrible del mundo y particularmente de nuestro país?
Hay quien piensa que a toda época de crisis corresponde necesariamente una literatura problemática y a cada época fácil una literatura gratuita o estetizante.

Nada de eso.

Una escuela, una doctrina, se constituyen de manera compleja y casi siempre polémica, pudiendo expresar su tiempo en forma directa o inversa. Así sucede que en periodos difíciles de la historia, al mismo tiempo que aparece una literatura problemática (como expresión directa de la crisis), generalmente hace también su aparición una literatura lúdica (expresión inversa); tanto por espíritu de contradicción contra la corriente general, por hastío y cansancio de esa escuela, por desdén (muchas veces justificado) a sus expresiones más triviales, como asimismo por evasión de una realidad demasiado dura para espíritus sensibles o temerosos. En alguna ocasión, esa antítesis puede ser el trasunto de una antítesis social, ya que es más fácil que la literatura exquisita sea expresión de una clase privilegiada y la otra expresión de una clase revolucionaria o por lo menos inquieta: fue, en buena medida, el problema Florida-Boedo en Buenos Aires. Pero casi siempre el problema es más confuso y complicado, pues hay tres elementos en juego: el proceso social, que de una manera o de otra influye en el arte; el proceso artístico, que tiene su dinámica propia (cansancio de escuelas, agotamiento de formas, etc.) y que provoca cambios en la creación artística por su propia e inmanente naturaleza; y, finalmente, lo que podríamos llamar una dialéctica de la contemporaneidad entre esos dos procesos. Así, un mero enjuiciamiento «marxista» de nuestra literatura podría llevarnos a afirmar, como lo hacen algunos de esos teóricos, que el enriquecimiento y el dominio de una oligarquía ganadera durante el lapso final del siglo pasado, con el refinamiento consiguiente y su europeísmo formal, tenían que producir una literatura bizantina. Y la aparición de escritores como Larreta parecería confirmar esa tesis. Pero esa tesis es desmentida por un examen más profundo y completo de la realidad. Porque si fatalmente el proceso que da origen a esa clase de arte fuese el indicado, no se explica por qué surgieron desde los mismos rangos de la oligarquía escritores tan problemáticos como Hernández o como Cambaceres. Tampoco se explicaría por qué no surgió una literatura lúdica tan importante como la nuestra en países como el Ecuador o Guatemala, donde el abismo entre la oligarquía y el pueblo trabajador es infinitamente más hondo y más neto. El proceso es más complejo y enmarañado de lo que pretenden esos sociólogos. En el mismo momento en que aparece Borges en Buenos Aires surgen los escritores sociales o problemáticos del grupo de Boedo, y particularmente un novelista como Roberto Arlt. El desenvolvimiento intrínseco de las escuelas, a través de parnasianos y simbolistas, produce el modernismo, que culminará en escritores como Güiraldes y Borges; y la contradicción contemporánea (en parte social, en parte puramente estética) explica las antinomias y la simultaneidad de las dos corrientes, así como las antítesis internas en cada uno de los grupos: sería necio, por ejemplo, considerar Don Segundo Sombra como literatura lúdica; pues, aunque no ha logrado despojarse todavía de elementos preciosistas, es fundamentalmente una obra donde el acento está colocado sobre los problemas del hombre. Cualquier tentativa de explicar el fenómeno literario en términos puramente estéticos o puramente sociales está, así, condenada al fracaso. Más, todavía: el triple juego explica la ambigüedad y hasta la participación de algunos escritores de aquel tiempo en los dos grupos.

¿Qué entiende usted por compromiso?
No hay otra manera de alcanzar la eternidad que ahondando en el instante, ni otra forma de llegar a la universalidad que a través de la propia circunstancia: el hoy y aquí. La tarea del escritor sería la de entrever los valores eternos que están implicados en el drama social y político de su tiempo y lugar. Como dice Sartre, «lo que es absoluto, lo que mil años de historia no pueden destruir, es esta decisión irreemplazable, incomparable, que el hombre toma en este momento, a propósito de estas circunstancias. Vivir es estar en el mundo, en un mundo determinado, en una condición histórica, en una circunstancia que no podemos eludir. Y que no debemos eludir, si pretendemos hacer un arte verdadero. Pues, como Dostoievsky afirmaba, no sólo el arte debe ser siempre fiel a la realidad sino que no puede ser infiel a la realidad contemporánea: de otra suerte no sería arte verdadero, dice. Y en cuanto a nosotros se refiere, no dudo de que las únicas obras que pasarán a nuestra historia literaria son aquellas que fueron creadas con sangre, sufriendo el drama de su época y de sus contemporáneos, sus situaciones límites frente a la soledad y la muerte. Es así que la literatura argentina ha señalado con obras esenciales las grandes crisis de la nación. En sus mismos comienzos, con Facundo, obra sociológica e históricamente equivocada, pero novelísticamente genial. En la crisis que sigue a la guerra del Paraguay, en que la corrupción y la desilusión se apodera de los mejores espíritus, con el Martín Fierro y con algunas novelas de Cambaceres y Payró. En la crisis que señala el fin del liberalismo, hacia el año 30, con algunas obras de Roberto Arlt, de Güiraldes, de Mallea y de Discépolo. En el caso de Güiraldes, es evidente que lo hace trascendente el acento problemático y hasta religioso de su obra: el tema de la vuelta a la tierra, ya ensayado en una obra literariamente mala como Raucho, alcanza su máxima dimensión en Don Segundo Sombra. Y su sentido trascendente lo separa radicalmente de sus amigos del grupo Martín Fierro, metidos, siquiera por las circunstancias, en una suerte de juerga artística, en que más contaban las insurrecciones puramente literarias que los problemas del hombre. Así se explica que una novela como Adam Buenosayres, con los notables méritos que tiene, con capítulos de admirable poesía y de penetrante sátira, nos da la sensación de pronto, en otros pasajes, que Maréchal se hubiese propuesto hacer la crónica final de aquel grupo brillante y talentoso, pero juguetón y un poco cínico, dedicado a la farra y a la tarea de épater le bourgeois con sus dichos y acrósticos, en un momento en que el mundo empezaba a derrumbarse y en el que el hombre exigía del artista una actitud más trascendente. Los muchachos de Boedo le reprochaban a los de Florida su desinterés por lo social, su extranjerismo, su espíritu lúdico. Algo de razón tenían: aunque la literatura no tiene porqué ser «social», sí tiene que ser humana. Maréchal, con la reserva que (dubitativamente) hago, es, sin embargo, la superación de aquel dilema que vivió. Y quedará como su más genial expresión.

¿Cómo se situaría usted en el dilema de Florida y Boedo?
La superposición de una Argentina inmigratoria a la vieja nación semifeudal se manifiesta, después de la primera guerra mundial, en dos grandes corrientes literarias: la aristocrática y la plebeya. De un lado, escritores como Güiraldes y Victoria Ocampo, cuya cultura es a menudo la de un bachiller francés. Del otro, escritores surgidos del pueblo como Roberto Arlt, influidos por grandes narradores rusos del siglo pasado y por los doctrinarios de la revolución, ya que nuestra inmigración fue pobre y proveniente de países con fuerte tradición anarquista y socialista; hijos de obreros extranjeros, esos futuros artistas de la calle aprendieron a escribir leyendo traducciones baratas de Gorki y Emilio Zola, de Marx y Bakunin; en lugar de los textos de Baudelaire o de Henry James que paralelamente leían sus compatriotas privilegiados. Esta división se manifestaría, literariamente, hacia 1920, en los grupos de Florida y Boedo. Y darían dos arquetipos: Jorge Luis Borges y Roberto Arlt. Al producirse la crisis universal de 1930, terminó aquí la era del liberalismo y, como consecuencia, empezó el derrumbe de una serie de mitos, instituciones e ideas. En esa atmósfera crítica se formó la nueva generación de escritores a la que pertenezco, y la estructura literaria se complicó radicalmente: en algunos representantes de la literatura «pura» se acentuó poco a poco el encierro en su torre o la evasión; en los herederos de Boedo se agudizaba el acento social o se hacía más duro, a causa del auge del marxismo leninista; en otros, en fin, desgarrados por una y otra tendencia, oscilando de un extremo al otro, terminó por realizarse una síntesis que es, a mi juicio, la auténtica superación del falso dilema corporizado por los partidarios de la literatura gratuita y de la literatura social. Estos últimos, sin desdeñar las enseñanzas estrictamente literarias de Florida, trataron y tratan de expresar su dura experiencia espiritual en una creación que forzosamente los aleja de la gratuidad y del esteticismo que caracterizaba a ese grupo, sin incurrir, empero, en la simplista doctrina de la literatura social que informaba al grupo de Boedo. A esta promoción de síntesis creo yo pertenecer. Hace poco, uno de los escritores que en la Argentina practican esa crónica periodística de la realidad que ellos consideran como «denuncia» y «compromiso», afirmó que hay dos maneras de hacer novelas: como Larreta o como Payró, lo malo y lo bueno. Él, modestamente, confesó estar en la buena senda de Payró, mientras que a mí me coloca en la maldita y preciosa herencia de Larreta. Creo inútil advertir, después de haber escrito dos novelas bastante conocidas, que no pertenezco a ninguna de esas dos tendencias; y además pienso que esa oposición es grotesca. El famoso tertio excluso, como lo sabe cualquier muchacho que haya entendido el ABC de la filosofía, sólo es válido para los entes de razón, no para la realidad y mucho menos para la literatura. Si dejamos de lado casos discutibles como el mío, el dictamen de este señor condenaría a la inexistencia a escritores como Faulkner, Kafka, Joyce y Proust, que notoriamente no escriben ni como Larreta ni como Payró. Y que, dicho sea de paso, son un poco más considerables que el inventor del poderoso dilema.

Entendemos muy bien el sentido lato y profundo que usted da a esa remanida palabra: compromiso. Y, sin embargo, resulta curioso que tan frecuentemente usted sea atacado por la izquierda y por la derecha en relación a sus actitudes políticas. ¿A qué se debe esta singular característica de su actuación?
Ha dicho usted «y sin embargo». Pero, como decía Proust, buena parte de los «sin embargo» son «por que» desconocidos. Es precisamente porque sostengo que el escritor tiene un solo compromiso, el de la verdad total, que alternativamente me atacan desde uno y otro lado por mis actitudes políticas y hasta por la literatura que escribo. Y de este modo soy considerado como comunista por los reaccionarios y reaccionario por los comunistas. No es, como puede usted imaginarse, una situación confortable ni provechosa. Los comunistas me califican de contradictorio, de pequeño-burgués vacilante, cuando no de individuo que con una literatura irracionalista sirvo, como dicen ellos en su jerga, a los intereses de la reacción; no es casualidad que mis libros, con la sola excepción de Polonia, no hayan sido traducidos en ningún país comunista. Los reaccionarios, por su lado, que al parecer deberían estar alegres de esos calificativos, me acusan de bolchevique porque estoy por la justicia social y por la liberación de los pueblos miserables. En suma, no encajo ni en un esquema ni en el opuesto. Por otra parte, es verdad que soy una persona llena de contradicciones y dudas; y creo que es por esa causa que soy ante todo un novelista y no un pensador ni un sociólogo. Los filósofos, los pensadores tienen la obligación de sostener un sistema coherente de ideas, un esquema unívoco y claro. El novelista, en cambio, expresa en sus ficciones todos sus desgarramientos interiores, la suma de todas sus ambigüedades y contradicciones espirituales. En esa dialéctica existencial que es la novela expresa el tumulto de su alma, y por eso mismo la ficción da un testimonio tan rico, tan verdadero y tan profundo de la realidad. Si en lugar de abstractos ensayos en favor y en contra de Rosas nos hubiesen quedado tres o cuatro grandes novelas de aquel tiempo, hoy «sabríamos» (y uso comillas porque es más y menos que saber: es sentir, es comprender, es intuir, es palpar) lo que fue Rosas y lo que fue su época. Hoy lo ignoramos casi totalmente y tendemos a reemplazar mediante esquemas lo que fue rico y carnal, humano y desgarrado.

¿Qué es para usted, fundamentalmente, un novelista en relación con su época?
Sobre todo, un testigo, ya que crítico puede serlo también un pensador. El testimonio de la novela es más completo e integral. Es la gran ventaja de la literatura sobre las otras artes, pues su misma hibridez (a caballo entre la ficción y la realidad, entre la intuición y el concepto), su misma ambigüedad contradictoria, le permite dar un cuadro más cabal que, por ejemplo, la pintura. Para mí, un gran novelista como Kafka es el más poderoso testigo de su época, es decir un mártir, si atendemos al sentido etimológico de la palabra. Y si no es así, no es un gran escritor. Es otro de los motivos por los que desasosiega, inquieta. Después de leer El Proceso quedamos angustiados, no somos más la misma persona que éramos al comienzo. Creo que fue Nadeau quien dijo que las grandes novelas son aquellas que transforman al escritor (al hacerlas) y al lector (al leerlas). Por eso la palabra «agrado» o la palabra «placer» nada tienen que hacer con esta clase de literatura.
No se escribe para agradar sino para sacudir, para despertar.

En diferentes lugares usted anunció libros que luego no han sido publicados. ¿No los terminó, no los quiso editar o no encontró quien quisiera publicarlos?
Soy muy auto destructivo y la mayor parte de los bocetos y proyectos quedan finalmente en los cajones o van a parar al canasto, quizá con toda razón.

La fuente muda es una novela que efectivamente anuncié y que comencé a escribir en 1938, cuando trabajaba en el Laboratorio Curie de París; recién en 1947 publiqué algunos capítulos en Sur, pero luego la novela no me satisfizo y destruí casi todo, dejando en los cajones algunos fragmentos que, reelaborados, aparecen en Héroes y Tumbas. El libro sobre Leonardo, que también anuncié alguna vez, está terminado y probablemente algún día lo publique, cuando me haya descargado de cosas más urgentes y vitales. Memorias de un Desconocido fue el boceto del Informe sobre Ciegos, en cierta forma y hasta cierto punto; pues los libros cambian, a veces sorprendentemente, a medida que los escribimos. Heterodoxia II no lo quise publicar. El libro sobre Facundo quedará seguramente en la nada. En cuanto a editores, sólo una vez tuve dificultades, y lo digo para que los muchachos que comienzan no se desanimen. Los originales de El Túnel fueron llevados a todas las editoriales importantes y en todas fueron rechazados con enorme entusiasmo. Finalmente lo publicó Sur. Ese libro, que según los astutos directores de editorial no era negocio (supongo que al rechazarlo no lo harían por razones de calidad literaria, ya que eso no es cosa de gerentes), tuvo muchas ediciones sucesivas hasta totalizar en estos momentos cincuenta mil ejemplares. A raíz de su publicación en Gallimard y en otras importantes casas extranjeras, los mismos editores que lo habían repudiado me lo solicitaron con fervor para reediciones en mayor escala. Así verifiqué que los gerentes de las casas de edición son, por lo general, buenos profetas del pasado.

Se sabe que usted pasó por el surrealismo. ¿Lo considera como un movimiento terminado?
No es casualidad que me acercara al surrealismo cuando, en 1938, culminó mi cansancio y hasta mi asco por el espíritu de la ciencia. Y así, mientras de día trabajaba en el Laboratorio Curie, de noche me reunía con Domínguez, aquel auténtico surrealista que terminó suicidándose después de ingresar en un manicomio. Pero entonces pude advertir todo lo que el movimiento tenía de grandeza y de miseria. En 1916, en esa Suiza que es la quintaesencia del espíritu burgués, Tristán Tzará lanzó el movimiento Dadá. Con verdadera furia, esos espíritus moralizadores se echaron contra los lugares comunes y la hipocresía de una sociedad caduca. La razón burguesa aparecía como el enemigo principal y contra ella dirigieron sus ataques, primero Dadá y luego el surrealismo que es su heredero. La gran época de esta insurrección se extiende hasta la aparición, en 1930, del segundo manifiesto. Allí se inicia la paulatina decadencia y cuando conocí a Domínguez, y luego a Bretón, era evidente que aquello estaba en sus estertores. Los románticos ya habían opuesto la poesía a la razón, del mismo modo que se opone la noche al día. Pero los surrealistas llevaron esta actitud hasta sus últimas instancias. Para Bretón, la imagen vale tanto más cuanto más absurda es: de ahí la invocación al automatismo, a la imaginación liberada de todas sus trabas racionales. De ahí, también, su desdén por las normas, los clásicos y las bibliotecas. El surrealismo se ponía fuera de la estética y hasta del arte: era más bien una actitud general ante la vida, una búsqueda del hombre profundo por debajo de las convenciones decrépitas. ¿Cómo podía no admirar a Freud y a Sade, a los primitivos y a los salvajes? Pero, paradójicamente, se convirtió en un método para la obtención de un nuevo género de belleza, de una suerte de belleza al estado salvaje. Así como de una nueva moral, la moral que queda cuando se arrancan todas las caretas impuestas por una sociedad cobarde e hipócrita: una moral de los instintos y el sueño. Se lo deseara o no, se producen una estética y una ética surrealista. Pero al cristalizarse en manifiestos y recetas, comienza la decadencia. Pues, en general, no hay peor conservatismo que el de los revolucionarios triunfantes. De la búsqueda de una autenticidad salvaje se desembocó en un nuevo academismo, cuyo paradigma lo constituyó Salvador Dalí: farsante que, después de todo, fue producido por el surrealismo y que, de alguna manera, mostró de modo ejemplar sus peores atributos. Y si no es lícito juzgar el movimiento, como muchos lo hacen, exclusivamente por productos como Dalí, tampoco es lícita la pretensión de ciertos surrealistas que piden se juzgue el movimiento con exclusión de ese payaso. Ya que no es por azar que un hombre como Dalí haya surgido en el surrealismo, y al fin y al cabo gozó de la bendición de su pontífice con atributos que eran ni más ni menos que los actuales. La verdad es que demasiado a menudo, el movimiento fue propenso a la mistificación, y auténticos desesperados como mi amigo Bretón fueron escasos. Y muy pocos fueron los que, como el gran Artaud, concluyeron en el manicomio. Tampoco se debe a un mero azar la grandilocuencia que suele caracterizar a sus partidarios, ya que la falsificación de fondo viene casi siempre acompañada de pomposidad en la forma. Esa retórica fue ya una de las peores calamidades que afectaron al romanticismo, reapareció en surrealistas que así creían espantar al burgués y terminó por asquear a sus auténticos poetas, del mismo modo que un genuino romántico como Stendhal se propuso escribir en la seca lengua de las matemáticas y el derecho: es el asco de un verdadero espíritu religioso por los beatos y aprovechados de la religión. Pero hay algo auténtico en el surrealismo, que sigue manteniendo su validez y que, en cierto modo, se prolonga y profundiza en el movimiento existencialista: la convicción de que ha concluido el dominio de la mera literatura y del mero arte, de que ha llegado el momento de colocarse más allá de las puras preocupaciones estéticas para enfrentar los problemas del hombre y su destino. La empresa de liberación iniciada por el romanticismo y llevada hasta un grado heroico por el surrealismo, el ataque frontal contra una sociedad hipócrita y convencional, sigue siendo la condición previa para el replanteo de la condición humana en nuestro tiempo, y particularmente para la colocación del arte y la literatura en sus verdaderos términos. Era necesario el terrorismo de los surrealistas para emprender cualquier empresa de reconstrucción. Había que acabar de una vez con los pequeños dioses de la sociedad burguesa, con su moral hipócrita, con su filisteísmo, con su acomodo y su optimismo superficial, para abrir las puertas de una existencia más profunda. Nuestro tiempo es el de la desesperación y la angustia, pero sólo así puede iniciarse una nueva y auténtica esperanza. El error consiste en creer que basta con esa primera fase, de pura destrucción y de puro irracionalismo, ya que el hombre es también, y fundamentalmente, superación del yo y de sus instintos hacia el nosotros, la comunidad y el diálogo. Era inevitable que realizada la tarea destructiva, el surrealismo decayese y se convirtiera en una academia paradojal. Ya que una academia del surrealismo es algo así como una junta de buenas costumbres en el infierno. En 1938, cuando conviví con ellos, se vivía ya de recuerdos y al impulso anarquista de los tiempos heroicos había sucedido una ortodoxia escolar. Al terminar la primera guerra era necesario acabar con muchos siniestros mitos de la civilización mercantil. Pero al terminar la segunda guerra, esos mitos ya estaban hechos añicos. Y los hombres habían visto demasiadas catástrofes y ruinas para no sentir la necesidad de construir. Ya había la bastante desolación como para poder entrever, a través de las gigantescas grietas de un mundo devastado, cuáles podían ser las nuevas obligaciones de la criatura humana. Como alguien ha dicho, ya no bastaba con emitir alaridos para asustar al burgués, con volver a los fetiches del África Central, ni siquiera con volverse locos: era necesario acometer la dura tarea de una nueva construcción, aunque fuera en medio de las tinieblas y la desesperanza. No bastaba con preconizar la simple irracionalidad, que después de todo la Gestapo la había practicado mejor que ellos: era menester darse cuenta de que si el hombre no era pura racionalidad, como pretendió una civilización maquinista, tampoco era pura irracionalidad; y que si el hombre era irreductible a la simple razón también era irreductible al puro instinto. Había llegado, en fin, el momento de una nueva síntesis. El que no comprenda esta necesidad no comprenderá tampoco cuáles son los grandes problemas del hombre de hoy. Y, en consecuencia, cuáles son los dilemas centrales de una gran literatura de nuestro tiempo.

Usted se alejó de las matemáticas, del surrealismo, del marxismo. ¿No era más viable y coherente quedarse sin entrar?
No. Las experiencias, como su nombre lo indica, hay que hacerlas. En lo que a mí se refiere, por lo menos, las ideas vinieron siempre mezcladas a sentimientos y pasiones, a esperanzas y desilusiones. No soy capaz de pensar ideas al estado puro, o, mejor dicho, sí puedo pensarlas pero no me colman, no me sirven para vivir. Y quizá por eso mi destino haya estado en la ficción, no en la ciencia ni en la filosofía. Es posible que haya personas que puedan «estudiar» el surrealismo y desecharlo sin haberlo vivido: yo, no. Por otra parte, no me avergüenzo de esas grandes experiencias, de esas intensas incursiones, pues las realicé con fervor, las viví angustiosamente y han dejado en mí marcas indelebles. Razón por la cual no se puede hablar de «renuncia» o «abandono» en sentido absoluto; del mismo modo que cuando nos alejamos de alguien que hemos querido entrañablemente, nos quedan rastros que jamás desaparecen, giros en la conversación, palabras, cierta manera de ver el mundo, hasta la misma indignación o el rechazo que nos produce su recuerdo. Y sobre todo los sueños, lo último y más difícil de borrar. ¿No «abandonamos» todos la infancia? ¿Y no son los sueños restos ansiosos y ardientes de ese tiempo de nuestra vida?

Usted ha viajado mucho y tenemos entendido que en alguna ocasión pensó en irse definitivamente del país. ¿Es bueno o es malo para el escritor el viaje, la expatriación?
Para bien y para mal, el escritor verdadero escribe sobre la realidad que ha sufrido y mamado, es decir sobre la patria; aunque a veces parezca hacerlo sobre historias lejanas en el tiempo y en el espacio. Creo que Baudelaire dijo que la patria es la infancia. Y me parece difícil escribir algo profundo que no esté unido de una manera abierta o enmarañada a la infancia. Por eso aun los grandes expatriados, como Ibsen o Joyce, siguieron tejiendo y destejiendo esa misma y misteriosa trama. Viajar es siempre un poco superficial. El escritor de nuestro tiempo debe ahondar en la realidad. Y si viaja debe ser para ahondar, paradojalmente, en el lugar y en los seres de su propio rincón. Lo otro es cosa de frívolos, de meros cronistas, de snobs. Viajar, sí: pero para ver con perspectiva su propio mundo, y para ahondar en él; pues así como el conocimiento de uno mismo pasa por los demás, sólo podemos indagar y conocer a fondo nuestra patria conociendo las que no nos pertenecen. Quizá por aquello que ya genialmente había dicho Aristóteles: que las cosas se diferencian en lo que se parecen. Por otra parte, la expatriación total es más peligrosa para un argentino o un norteamericano que para un inglés o un español, que tienen una nacionalidad fuerte y bien definida. Nuestra patria está demasiado recién hecha, es demasiado frágil y vacilante para que nos podamos permitir el lujo de irnos a vivir definitivamente a París o a Londres. Henry James confesó a un amigo que él se había arrancado a los Estados Unidos, aconsejándole que no cometiera jamás el mismo error. Dostoievsky, en sus forzados viajes por el extranjero, siguió pensando y sintiendo en ruso, y soñando con esa Rusia que amaba y detestaba. En cuanto a Ibsen, expatriado crónico, escribió:

Para los pies del hombre,
la tierra natal es como la profunda raíz para el árbol.
Si no hay allí anhelo para sus afanes,
sus hazañas están condenadas
y su canto se acaba.


Usted que escribió que Borges es heresiarca del arrabal porteño, latinista del lunfardo, suma de infinitos bibliotecarios hipostáticos, ¿sabe quién es Ernesto Sábato?
No del todo. He tratado de averiguarlo escribiendo algunas ficciones. En ellas mis amigos y mis enemigos tienen una buena cantera para averiguarlo.

(*) En el libro la entrevista no tiene división; las entregas se utilizan aquí para facilitar su publicación.

Sábato, Ernesto. El escritor y sus fantasmas. Aguilar Argentina. 4ta edición, mayo de 1971. Páginas 35-51.



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EL ESCRITOR Y SUS FANTASMAS – 1

EL ESCRITOR Y SUS FANTASMAS – 2

EL ESCRITOR Y SUS FANTASMAS – 3

EL ESCRITOR Y SUS FANTASMAS – 4

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