martes, 19 de noviembre de 2019

EL ESCRITOR Y SUS FANTASMAS - 4

Ernesto Sábato

INTERROGATORIO PRELIMINAR

Desde que publiqué mi primer libro hasta hoy, he debido responder a cantidad de preguntas de periodistas y lectores sobre el qué y el cómo de mi literatura. No me parece mal comenzar este libro con una selección de las más significativas cuestiones que se me formularon y de las respuestas que di.

Cuarta entrega (*)


¿Que experimenta cuando va a comenzar una novela?
Creo que no hay un solo escritor en serio que no sienta en esos momentos la sensación de que está condenado al fracaso, de que su tentativa es ilusoria y demencial. Y creo que hay que desconfiar de los resultados cuando no experimentamos esa sensación.

¿Debemos concluír que para usted es muy difícil escribir una novela?
Sí. Terriblemente difícil. Y es un sufrimiento casi continuo, no sólo en el sentido espiritual sino físico. Pues además de la inseguridad, el desaliento, la irritación por los pobres resultados que van saliendo, la indecisión, el convencimiento de que no es lo que uno quería, etcétera; además de todos esos padecimientos espirituales y psicológicos, el escribir me produce dolores de estómago y digestiones muy malas, se me hielan los pies y las manos, sufro insomnio y mal de hígado.

¿Escribe sistemáticamente, todos los días, a horas fijas?
No, soy muy irregular. Pasan no sólo días, sino semanas, meses y hasta años en que no siento esa necesidad compulsiva de escribir. Durante ese tiempo, sí, vivo muy inquieto y siento que «eso» anda en mi cabeza, y también en mis noches, en mis sueños. Siento pasar vagas imágenes por mi espíritu, imágenes ambiguas y nada claras: personajes y situaciones, que describo someramente. Y también anoto cosas o frases o retratos de gente que me llaman la atención: no cualesquiera, sino aquellos que de una manera o de otra están vinculados con las obsesiones que me rondan. Todo eso se va juntando, supongo, va aumentando la presión, se va congregando en nuestra conciencia y en nuestra subconsciencia hasta que estalla y debemos escribir. Entonces escribo tumultuosamente. Pero luego viene nuevamente lo malo: dudas, canasto, quemazón de papeles, no querer volver a escribir más.

¿Rehace mucho sus originales?
Algunas cosas las rehago cinco y hasta más veces. La primera versión me sale muy rápidamente, pero luego el trabajo que sigue es enloquecedor.

¿Cuál considera la cualidad más preciosa para un escritor, supuesto el talento?
El fanatismo. Tiene que tener una obsesión fanática, nada debe anteponerse a su creación, debe sacrificar cualquier cosa a ella. Sin ese fanatismo no creo que se pueda llegar a hacer algo importante.

Nos ha hablado de sus sufrimientos al escribir. ¿No siente nunca placer? ¿No siente ningún otro efecto sobre su cuerpo y sobre su espíritu?
Si usted se refiere a la novela, no, no siento placer sino en rarísimas circunstancias, particularmente cuando escribo algo que me divierte. Por ejemplo, me reía mucho escribiendo la escena del correo en El Túnel, o los monólogos de Quique, en Héroes y Tumbas. También siento un placer seguramente morboso al escribir cosas como las de Fernando, en la misma novela. Pero, en general, ya le he dicho que para mí no es placentera esa especie de condena que es escribir novelas. En forma mediata, creo que me hace muchísimo bien. Yo fui un niño y un adolescente atormentado por obsesiones, por fobias, por pesadillas, por alucinaciones, y sufrí ataques de sonambulismo. Ahora me considero física y espiritualmente mejorado. Al escribir actuamos y esa actuación nos transforma. Algo parecido al cañón: la bala lanzada hace retroceder al cañón. Nunca la obra de arte es una mera contemplación: es una acción que se ejerce entre nuestro yo y el mundo, una acción que modifica el mundo y el yo. Lo mismo pasa con la lectura.

¿Hay situaciones, días, climas, lugares que inspiran más que otros?
Eso depende de cada escritor, de cada temperamento. La creación es mágica y fundamentalmente irracional; así que no debe asombrar la influencia que tienen sobre ella ciertos hechos y hasta ciertos objetos que se convierten casi en fetiches. Hay ciertos olores, como los que salen por las rejillas que dan a los sótanos, que me traen vagos recuerdos de infancia, y esa melancólica sensación general que en mí es la que más me ha incitado a escribir novelas. No sé qué crítico dijo sobre Héroes y Tumbas que era, sobre todo, una visión melancólica de la realidad. Creo que tiene razón. Y la melancolía para mí está unida a la infancia que no volverá, al pasado, a lo antiguo. Será por eso que algunos me consideran un reaccionario.

Usted hace referencias frecuentes a la literatura rusa. ¿Se trata de una simple simpatía personal u obedece a algo más objetivo? Aparte la vigencia universal de esa gran novelística ¿tiene algún interés particular para nosotros los argentinos?
Sí. Los rusos tenían hacia mediados del siglo pasado problemas muy parecidos a los nuestros, y por causas sociales muy semejantes. Uno de esos problemas fue el de la llamada «literatura nacional» y la lucha entre occidentalistas y eslavófilos. Perteneciente Rusia a la periferia de Europa, con rasgos de sociedad y mentalidad feudales, siempre mostró cierta similitud con España (país que tampoco tuvo en forma cabal el fenómeno renacentista). No es simple casualidad que el mejor Quijote se haya filmado en Rusia, y que tradicionalmente el personaje de Cervantes haya suscitado tanto interés y haya sido tan profundamente comprendido en aquella otra tierra de desmesura y sinrazón. Ese parentesco se acentuó en algunos países coloniales de España, sobre todo en la vieja Argentina de las grandes llanuras. Hasta el punto que una novela como Ana Karenina, con sus criadores de toros de raza y sus gobernantas francesas, con sus estancias y sus burócratas, con sus señores patriarcales y sus generales, podía entenderse perfectamente aquí. Cuando en 1938 yo estudiaba en París, un ruso blanco que trabajaba de chofer y que comía conmigo en el mismo restaurante se admiraba del conocimiento y la comprensión que yo tenía por las novelas y personajes rusos, diciéndome que, en cambio, era muy difícil encontrar algo parecido entre los franceses. Tuve que decirle que no era un caso personal mío sino algo muy generalizado entre los estudiantes argentinos, y me vi obligado a empezar el análisis de ese curioso fenómeno. ¿Usted ha leído Oblomov? Pues si en lugar de té ese caballero toma mate puede pasar aceptablemente por cierto género de argentino de hace unas décadas. La desorganización, el sentido del tiempo precapitalista, la desmesura, la pampa y la estepa, la vida patriarcal de nuestras viejas familias, la educación europea y afrancesada, el desdén y al mismo tiempo el orgullo por lo nacional, el parecido entre los eslavófilos y los hispanizantes, el parecido entre nuestros doctores liberales y los intelectuales rusos que también leían a Considérant (Juan Bautista) y a Fourier, el movimiento político y revolucionario entre los estudiantes y obreros, el anarquismo y el socialismo, etcétera, etcétera. Motivos por los cuales yo podía sentir las Memorias del Subterráneo mucho mejor que aquel viejecito profesor francés de la Sorbonne, al que yo escuchaba, para el cual los personajes de Dostoievsky eran nuevos ricos de la conciencia, individuos poco menos que dementes, bárbaros incapaces de apreciar las ideas claras y distintas, tan disparatados e irresponsables como para afirmar que dos más dos puede ser igual a cinco, contra todas las tradiciones de los cartesianos y de los ahorristas franceses. ¿Y cómo aquellos bárbaros moscovitas, como nosotros podían no admirar la refinada cultura de los occidentales, sus toros escoceses, las novelas francesas, la filosofía alemana, los balnearios de Badén Badén, las playas europeas y sus casinos? Y así, por los mismos motivos que nosotros, se hicieron europeístas, rasgo tan típicamente eslavo o rioplatense como el vodka o el mate; al revés de lo que creen aquí nuestros sociólogos apresurados, que lo consideran un rasgo de alienación. Qué va a serlo, hombre: es un característico rasgo nuestro. Los europeos no son europeístas: son simplemente europeos.

Precisamente, esto nos lleva a un tema que ha sido frecuentemente motivo de controversia en nuestro país: la relación de nuestra cultura y en particular nuestra literatura con Europa. ¿Son simples subproductos de los creadores europeos o estamos dando algo original y propio?
Me parece que ha llegado el momento en que asumamos nuestra realidad espiritual con entereza, sin arrogancias pero también sin sentimientos de inferioridad. Hemos llegado a la madurez, y uno de los rasgos de una nación madura es la de saber reconocer sus antecedentes sin resentimiento y sin rubor. Estoy hablando del Río de la Plata, no de México ni del Perú, donde el problema difiere por la poderosa herencia cultural indígena. Aquí la ciudad y la cultura se edificaron sobre la nada, sobre una pampa recorrida por tribus salvajes y duras. Casi todo nos llegó aquí de Europa: desde el lenguaje y la religión (dos poderosísimos factores de cultura) hasta la mayor parte de la sangre de sus habitantes. Si fuéramos consecuentes con los que a cada rato nos están reprochando el «europeísmo», deberíamos escribir sobre la caza del avestruz en lenguaje pampa. Todo lo demás sería adventicio, cosmopolita, antinacional. Es fácil advertir la magnitud de este desatino. Nuestra cultura proviene de Europa y no podemos evitarlo. Además ¿por qué evitarlo? ¿Con qué reemplazar esa preciosa herencia? Lo que hagamos de original se hará con esa herencia o no haremos nada en absoluto. No recuerdo quién le decía a Gide que no leía nada para no perder su originalidad. Si uno ha nacido para decir cosas novedosas no va a perder esa facultad leyendo libros o mamando en otras culturas; y si no ha nacido para eso, tampoco perderá nada leyendo esos libros ajenos. Además, esto es nuevo, vivimos en un continente distinto y fuerte, y todo se desarrolla con un sentido diferente aunque los materiales básicos vengan de allá. En el momento mismo en que los conquistadores españoles pisaron el territorio de América nació una nueva cultura y hasta un nuevo castellano: sus formidables ríos, sus altísimas montañas, sus dilatadas pampas, sus culturas aborígenes, sus soles y lunas, sus bellezas y atrocidades, sus lluvias y pantanos engendrarían esa nueva cultura con los machos que llegaban a poseerlos. ¿Qué, quieren una originalidad absoluta? No existe. Ni en el irte ni en nada. Todo se construye sobre lo anterior, y en nada humano es posible encontrar la pureza. Los dioses griegos también eran híbridos y estaban «infectados» de religiones orientales y egipcias. También Faulkner proviene de Joyce, de Huxley, de Balzac, de Dostoievsky. Hay páginas de El ruido y el furor que parecen plagiadas del Ulises. Hay un fragmento de El molino de Flos en que una mujer se prueba un sombrero frente a un espejo: es Proust. Quiero decir, el germen de Proust. Todo lo demás es desarrollo. Desarrollo genial, casi canceroso, pero desarrollo al fin. Lo mismo pasa con Bartleby, que prefigura a Kafka. Para qué vamos a hablar de nosotros: Sarmiento está «infectado» de Fenimore Cooper, Shakespeare, Chateaubriand y Lamartine; pero a pesar de todo es capaz de asimilar todo ese material extranjero para darnos una gran obra americana. Ahora está de moda hablar aquí de Arlt: todo él está moldeado por Dumas, Sue, Gorki, la picaresca española, Dostoievsky, Paul de Kock. ¿Y qué podríamos decir del lenguaje? Formidable herencia cultural que no sólo no podemos sino que no debemos negar, pero que como toda herencia cultural es enriquecida por los herederos de genio; y no es poco decir que el castellano de hoy tuvo su mayor empuje en el siglo XIX por obra de creadores americanos como Sarmiento y Martí, así como Darío fue su amo indiscutido a comienzos del siglo XX. A éstos que rechazan el elemento europeo habría que recordarles que toda cultura es híbrida y que es candorosa la idea de algo platónicamente americano. ¿Quién iba a imaginar que del contacto de aquellas tribus bárbaras que bajaban de los bosques y pantanos del nordeste europeo con la refinada cultura romana iba a salir el estilo gótico? En cuanto a nuestra América, piense solamente en la música afroamericana. Los negros, al entrar en contacto con la cultura anglosajona, terminaron por producir el arte más original de la América del Norte y uno de los aportes más fértiles a la nueva música. Y sin embargo, nace de una mezcla de espíritu religioso africano, corales luteranos, tristeza esclavista, ritmos negros, canciones irlandesas y escocesas. Por otra parte, esa influencia africana se ha dado en todo el continente, ya que toda la música popular, desde el norte hasta el extremo sur, tiene ingredientes negros. Y para responder a los que sostienen que nuestro continente no ha dado nada original al mundo, bastaría recordar que desde comienzos de este siglo, todos los bailes populares que dominan el mundo entero son americanos: el jazz en todas sus formas, la música afrocubana, los bailes brasileños y el tango argentino. Y si tenemos presente que las danzas populares son la expresión primigenia de una cultura y de la vitalidad de esa cultura, no cabrán dudas sobre la vigencia de América. Habría todavía que señalar que tanto el jazz norteamericano como el tango argentino son formas culturales de gran importancia y de poderosa originalidad. El tango es la única danza popular «introvertida», a la inversa de todas las danzas populares que son extrovertidas. El tango es triste, es dramático, expresa muy bien el rasgo esencial del hombre rioplatense: su frustración, su nostalgia, su espíritu introspectivo, su desencuentro, su rencor y su descontento.

Algunos críticos de la izquierda lo atacan porque practica, sobre todo en El Túnel, una literatura psicológica. ¿Qué responde?
Los propagandistas de la literatura «social» atacan a la literatura «psicológica» como perniciosa y contrarrevolucionaria. Creo que el paralogismo es así: lo psicológico es lo que por excelencia pertenece al individuo, el individuo solitario es un egoísta que no le importa el mundo que lo rodea (y sufre) o un contrarrevolucionario que intenta hacernos creer que el problema está dentro del alma y no en la organización social. Etcétera. Estos teóricos pasan por alto el pequeño detalle de que el individuo solo no existe. El hombre existe rodeado por una sociedad, inmerso en una sociedad, sufriendo en una sociedad, luchando o escondiéndose en una sociedad. No ya sus actitudes voluntarias y vigilantes son la consecuencia de ese comercio perpetuo con el mundo que lo rodea: hasta sus sueños y pesadillas están producidos por ese comercio. Los sentimientos de ese caballero, por egoísta y misántropo que sea, ¿qué pueden ser, de dónde pueden surgir sino de su situación en ese mundo en que vive? Desde este punto de vista, la novela más extremadamente subjetiva es «social», y de una manera más o menos tortuosa o sutil nos da un testimonio sobre el universo en que su personaje vive. En suma, toda novela es social. ¿Cómo puede no serlo? Y lo que esos críticos llaman «novela social» es una manera externa y superficial de la novelística. No sabemos qué escritores «sociales» hubo en la época de Tolstoi, porque si los hubo no tuvieron la suficiente importancia como para que trascendieran y los conozcamos. En cambio, los grandes escritores rusos que no se propusieron describir los fenómenos sociales, además de indagar implacablemente el corazón del hombre ruso de su tiempo, nos han dejado la más admirable pintura de su sociedad. Ya que los personajes no viven en el aire: son generales, prostitutas, burócratas, estudiantes. Pero aun en aquellos escritores o novelas que se ocupan de los problemas «puramente» psicológicos sucede lo mismo, aunque no nos den una descripción externa y gruesa del mundo en que sucedían. Indagar los problemas psicológicos de un hombre significa indagar su conflicto con el mundo en que vive. Eso no implica, claro, que en cualquier novela un escritor dé testimonio de toda la realidad. Si cae un témpano en un lago produce un tremendo oleaje; si cae una piedrecita, la perturbación es apenas perceptible. El oleaje que producirá una novela está en directa relación con su peso.

¿Pondría en el mismo caso a los críticos de izquierda que encuentran malsana su literatura?
En un semanario de izquierda que aparecía en Buenos Aires leí una carta de un lector que protestaba con indignación porque se hubiera elogiado a un film que manifestaba «todos los elementos contrarrevolucionarios de la derecha: masoquismo, frustración, complejos, etc.; y donde se habla de todo menos de la salida revolucionaria». Aunque caricaturesca, esa carta tipifica a ese tipo de estética que caracteriza en buena medida a la izquierda, y muy particularmente al comunismo. No interesa aquí defender al film incriminado. Lo que interesa es señalar la superficialidad, la falsedad, la demagogia filosófica de esa posición. Pues esas críticas, de ser valederas, arrasarían no sólo con el imperfecto film incriminado sino con obras como Los endemoniados. El punto de vista expresado por ese corresponsal es grosero pero no novedoso. Rigió —y en buena medida sigue rigiendo— en Rusia hasta el punto de que las obras de Dostoievsky no se editaban. Hasta el punto de que un hombre como Kafka sea inédito.

Un ensayista social, Hernández Arregui, sostiene, a propósito de escritores como usted, que «a la economía de monocultivo corresponde una literatura equívoca de introspección, donde los personajes desorientados se analizan a sí mismos en medio de una vaga sensación de inseguridad». ¿Tiene alguna razón?
Madame de Staël llegó a sostener que hay un arte monárquico y un arte republicano, pero es fácil demostrar qué triviales son estas afirmaciones de los «reflejistas». Para Marx, el arte es un epifenómeno de las relaciones económicas; y aunque sabemos que para él debe entenderse en relación dialéctica, reaccionando sobre la estructura material que lo soporta y, con las otras formas de la cultura, hasta determinándola, modificándola, todos sabemos también que para este filósofo es esa estructura económica la que en última instancia es decisiva. De esta posición a un mero economismo había un paso y ese paso fue reiteradamente dado por muchos discípulos, quizá encandilados por la evidente y poderosa impronta que la sociedad capitalista e industrial ejerce sobre todas las actividades del hombre. En el caso que usted trae, es obvio que ese aserto no resiste el menor examen, ya que en sociedades tan policultivadas como Inglaterra y Francia surgieron grandes y extremados escritores de esa tendencia, así como en auténticos países de monocultivo como el Ecuador surgieron escritores sociales como Icaza. La curiosa afirmación de H. Arregui, afirmación por otra parte central para su consideración de nuestra literatura, está unida a una valoración negativa o peyorativa de ese tipo de literatura. En eso coincide con las afirmaciones que el realismo socialista hace de la llamada literatura decadente de la burguesía, y con la que en nuestro país ejecuta J.A. Ramos en sus libros. Resulta singular y digno de un análisis psicoanalítico que este ensayista político acuse a los mejores escritores argentinos de estar influidos por los europeos, de no mirar a nuestra América, de inspirarse en la cultura literaria de judíos como Kafka, franceses como Sartre, alemanes como Nietzsche o Hölderlin. ¿Hace su acusación utilizando el instrumental filosófico de los querandíes, o al menos de los aztecas? No, señor: mediante una teoría elaborada por el judío Marx, el francés Saint-Simon, el alemán Hegel. Y escribe todo eso en venerable y longevo español, en lugar de hacerlo en charrúa o idioma pampa. ¿No es hora que con lucidez y sin sentimientos de inferioridad empecemos a discutir en serio, sin demagogia ni insultos, sobre la naturaleza de la literatura argentina y sobre la herencia europea con que nació y se desenvolvió? Cualquiera sea la opinión que estos críticos tengan de artistas como Poe, Melville o Faulkner, es ya aceptado que son poderosos creadores; y sin embargo descienden de conocidos escritores europeos, ya que con eminentes dificultades podría demostrarse la paternidad de Pocahontas o de otros pieles rojas. Acaso nuestros críticos lleguen a admitir que esos escritores son importantes, no obstante su ascendencia europea, a pesar de su manía de subjetivismo y de su morbosidad. Y quizá nos digan que ellos son realmente grandes y nosotros no. Momento en que debemos replicarles que entonces los escritores argentinos incriminados no son desdeñables porque tengan esos vicios, sino, simplemente, porque no son grandes. Pero entonces su doctrina se viene abajo y hay que escribir otro libro.

Esa crítica, que podríamos denominar de «la izquierda nacional», reiteradamente sostiene la inexistencia de una literatura nacional. ¿Es así?
Cada cierto tiempo resurge en nuestro país esta pregunta y la tentativa de dar una respuesta negativa, un poco por esa proclividad, precisamente nacional, a negar todos nuestros valores, a esa tendencia que parece acentuarse de día en día a revolcarnos en nuestro propio estiércol. Es cierto que la mayor parte de ésos negadores está formada por los que jamás han hecho o han logrado hacer nada de valor, y entonces, comprensiblemente, se inclinan por la teoría de que aquí nada existe y nada puede hacerse. Siempre es tentador ocultar la incapacidad y el resentimiento personal detrás de una teoría sociológica que afecta a la realidad entera. Existe una literatura nacional importante por lo menos desde Sarmiento y Hernández, y varios de sus creadores, desde aquella época hasta hoy, pueden figurar honorablemente al lado de grandes escritores europeos o norteamericanos. Por esa clase de motivos de hecho, creo que la respuesta debe ser afirmativa. Pero, además, creo en una literatura nacional por lo mismo que participo del descontento sobre nuestra realidad. La literatura importante es algo así como el reverso del mundo cotidiano, pues la creación es en muchos sentidos un acto antagónico similar al sueño, un intento de crear otra realidad, precisamente por el descontento hacia la que nos rodea. Si esto es cierto, hay que decir que en la Argentina ya no tenemos ningún pretexto para no tener grandes escritores.

Esa misma crítica insiste en que nuestra novelística no tiene, por ejemplo, la representatividad que tiene, digamos, una obra como Huasipungo.
Los europeos cometen a menudo la ingenuidad de pedirnos color local, y de creer que nuestra pintura o nuestra literatura no tiene «carácter»; ese carácter que en cambio encuentran en la pintura mexicana o en la novela del indio ecuatoriano. Les pasa con nosotros un poco lo que le pasa a la gente apresurada que rechaza una música porque no la puede silbar, porque no halla una melodía nítida, sencilla. Es fácil advertir lo representativo en el Ecuador, pero es infinitamente arduo notarlo en la Argentina. Nuestro hombre es de contornos indecisos, complejos, variables, caóticos. Esto es como un campamento en medio de un cataclismo universal. Se necesitarán muchas novelas y muchos escritores para dar un cuadro completo y profundo de esta realidad enmarañada y contradictoria: la oligarquía en decadencia, el gaucho pretérito, el gringo que ascendió, el inmigrante fracasado o pobre, el hijo y el nieto de ese inmigrante, el habitante cosmopolita de Buenos Aires (indiferente y apátrida, el hombre que vive aquí como se vive en un hotel). Y todos los sentimientos cruzados y los mutuos resentimientos. Y acaso el problema psicológica y metafísicamente más complejo es el descendiente de extranjeros, extraña criatura cuya sangre viene de Génova o de Toledo, pero cuya vida ha transcurrido en las pampas argentinas o en las calles de esta ciudad babilónica. ¿Cuál es la patria de esta criatura? ¿Cuál es mi patria? Crecimos bebiendo la nostalgia europea de nuestros padres, oyendo de la tierra lejana, de sus mitos y cuentos, viendo casi sus montañas y sus mares. Lágrimas de emoción nos han caído cuando por primera vez vimos las piedras de Florencia y el azul del Mediterráneo, sintiendo de pronto que centenares de años y oscuros antepasados latían misteriosamente en el fondo de nuestras almas. Pero también, en momentos de soledad en aquellas ciudades, sentimos que nuestra patria era ésta, estaba acá en la pampa y en el vasto río; pues la patria no es sino la infancia, algunos rostros, algunos recuerdos de la adolescencia, un árbol o un barrio, una insignificante calle, un viejo tango en un organito, el silbato de una locomotora de manisero en una tarde de invierno, el olor (el recuerdo del olor) de nuestro viejo motor en el molino, un juego de rescate. ¿Y cómo esta novela puede ser simple o nítida o folklórica o pintoresca?

(*) En el libro la entrevista no tiene división; las entregas se utilizan aquí para facilitar su publicación.

Sábato, Ernesto. El escritor y sus fantasmas. Aguilar Argentina. 4ta edición, mayo de 1971. Páginas 27-35.



ENLACES A LAS OTRAS PUBLICACIONES EN LA SERIE

EL ESCRITOR Y SUS FANTASMAS – 1

EL ESCRITOR Y SUS FANTASMAS – 2

EL ESCRITOR Y SUS FANTASMAS – 3

EL ESCRITOR Y SUS FANTASMAS – 5

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