lunes, 28 de octubre de 2019

EL ESCRITOR Y SUS FANTASMAS – 3

Ernesto Sábato

INTERROGATORIO PRELIMINAR

Desde que publiqué mi primer libro hasta hoy, he debido responder a cantidad de preguntas de periodistas y lectores sobre el qué y el cómo de mi literatura. No me parece mal comenzar este libro con una selección de las más significativas cuestiones que se me formularon y de las respuestas que di


TERCERA ENTREGA (*)

¿Qué sentido tiene la retirada de Lavalle en su obra? La impresión que algunos hemos tenido es que usted quería mostrar con ella, de alguna manera, la intemporalidad de ciertas actitudes del ser humano. ¿Es así?


Antes dije que no siempre lo que uno se propone inicialmente se mantiene. También es cierto que algunos propósitos fundamentales, acaso porque responden a obsesiones muy profundas, resisten cualquier cambio. Desde el comienzo sentía la necesidad de esa especie de contrapunto entre el pasado y el presente de la Argentina. Y aunque con cantidad de cambios inesperados, ese propósito originario se mantuvo. En la creación artística, como en el sueño, hay un primer movimiento que es de introversión, de sumersión en lo más profundo del yo. Pero mientras en el sueño allí quedamos (y de ahí el carácter angustioso de la pesadilla), en la obra de arte hay un segundo momento que es el de expresión, de salida, de presión hacia fuera, que es liberador. En este segundo momento operan no sólo las fuerzas oscuras del yo, como en el momento inicial, sino todas las fuerzas del espíritu: las inconscientes y subconscientes, claro, pero también las conscientes, la voluntad creadora, las ideas estéticas o filosóficas que inevitablemente el autor posee. Por eso, al final la obra es una “visión del mundo”, o sea más y menos que una “concepción del mundo”. A esa visión del mundo que tengo obedece la inclusión de ese contrapunto, como también la superposición de los tres tiempos en el relato; ya que para mí la conciencia del hombre es atemporal: contiene el presente, pero es un presente lastrado de pasado y cargado de proyectos para el futuro, y todo se da en un bloque indivisible y confuso (el subrayado es del compilador). De ahí ciertos recursos técnicos que me sentí obligado a utilizar, que hacen el relato a veces un poco confuso, pero que no podía no utilizar.

Y hay otro hecho que con ese contrapunto quería manifestar: la contradicción y a la vez la síntesis que en todo hombre hay entre lo histórico y lo atemporal. Pues aunque el ser humano vive en su tiempo y es necesariamente un ser social e histórico, también subsiste en él el hecho biológico de su mortalidad y el problema metafísico de la conciencia de esa mortalidad, su deseo de absoluto y de eternidad. En suma, en la época de Lavalle o en nuestra época, los seres humanos seguimos cumpliendo el sempiterno proceso de nuestro nacimiento, la esperanza candorosa, la desilusión y la muerte. Y ese proceso lo vemos en los dos muchachos homólogos: el alférez de Lavalle que va hacia el norte, Martin que se marcha hacia el sur con el camionero.

¿Es Bruno un personaje autobiográfico?

He puesto en él, deliberadamente, algunas de mis ideas más conocidas, y eso ha hecho creer a muchos lectores que el personaje me representa. Pero observe que lo mismo hice con Fernando. Más, aún: he puesto elementos míos en los cuatro personajes centrales, personajes que dialogan y hasta luchan mortalmente entre sí. Es el diálogo y la lucha que esas hipóstasis tienen en mi propio corazón. Y muchas de las (candorosas) dudas o ilusiones que el adolescente Martín expone al maduro Bruno son las mismas que mi propia existencia me ha opuesto entre esas dos terribles edades. En cuanto a Fernando, creo que representa mi parte peor, mi lado nocturno. Le puse a él mi propia fecha de nacimiento, como alguien advirtió. Quizá por un acceso de humildad, elegí para eso al peor de los cuatro. O acaso por esa tentación diabólica que todos sentimos alguna vez en nuestra conciencia. Una mezcla de autotortura, de menosprecio hacia uno mismo, de liberación.

¿Esta novela es finalmente alentadora o desalentadora?

Cuando escribí El Túnel era todavía demasiado joven, y pienso que expresa sólo mi lado negativo de la existencia, mi lado negro y desesperanzado. Quizá eso mismo es lo que le da fuerza, esa fuerza de lo extremo. Pero me parece que el hombre, al final, se inclina más por la esperanza que por la desesperanza. De otro modo, todos nos habríamos ya disparado un tiro en la cabeza. Los terremotos, las guerras, los campos de concentración, las desilusiones, la miseria humana, la envidia, el resentimiento, la deslealtad, la traición, la derrota, la humillación: nada nos arredra, nada nos lleva a la muerte sino muy raramente. Todos esperamos algo, después de todo y a pesar de todo. Esa meta física de la esperanza he intentado describirla en la cuarta y última parte de mi novela, después de haber arrasado con casi todo en el Informe sobre Ciegos, especie de reiteración de la atmósfera de El Túnel, agravada y extremada. Pero hasta que no terminé esa cuarta y última parte y hasta que la novela no se publicó viví ansioso porque pensé que si me moría me juzgarían únicamente por aquella visión totalmente negativa y no iban a saber en forma cabal quién había sido yo. Porque al fin y al cabo uno escribe una novela para eso: para explicar al mundo quién es uno y qué espera de la existencia.

Se ha dicho que usted emplea todas las técnicas, desde el objetivismo más puro hasta el más desaforado subjetivismo. ¿Es una ventaja o una desventaja?

Para mí, la novela es como la historia y como su protagonista el hombre: un género impuro por excelencia. Resiste cualquier clarificación total y desborda toda limitación. En cuanto a la técnica, considero legítimo todo lo que es útil para los fines perseguidos, e ilegítimas aquellas innovaciones que se hacen por la innovación misma. Así, al volver el hombre del siglo XX la mirada hacia un mundo hasta ese momento casi desconocido, como es el subconsciente, era inevitable y legítimo el empleo del monólogo interior. La novela de hoy se propone fundamentalmente una indagación del hombre, y para lograrlo el escritor debe recurrir a todos los instrumentos que se lo permitan, sin que le preocupen la coherencia y la unicidad, empleando a veces un microscopio y otras veces un aeroplano. Sería ridículo examinar un microbio a simple vista y un país con un microscopio. Esta es una de las fallas de los llamados objetivistas, y, en general, de todos los que intentan hacer ese descenso o viaje al fondo de la condición humana con un solo vehículo: sacrifican la verdad y la profundidad al prurito del método único, cuando debe ser al revés; ya que nada en la novela debe hacer sacrificar la verdad. En definitiva, son decadentes, como sucede cada vez que se prefiere el cómo al qué. Como si un hombre que debe dar la vuelta al mundo en ochenta días y tiene como único objetivo el cumplimiento de ese plan, por manía purista se propusiera hacerlo exclusivamente en elefante o en bicicleta, cuando es sabido que es tan ineficaz atravesar un río en bicicleta como correr en una buena carretera con elefante. La misión del hombre es dar la vuelta al mundo en ochenta días, no favorecer el prestigio de los elefantes o favorecer la venta de bicicletas.

Ningún creador realmente grande se ha detenido en ese decadente y pretencioso purismo. Dejemos mi caso, pobre escritor sudamericano, totalmente desprovisto de nacionalidad inglesa, norteamericana o de cualquier otra nacionalidad literariamente prestigiosa. Piense en Faulkner. Se dice que no practica con rigor el objetivismo, se citan sus “fallas” en los tratados de estos nuevos académicos, se compara su obra con la de un señor Hammet, perfecto. Dejando de lado el pequeño detalle de que toda la obra de Hammet no equivale a un solo cuento de Faulkner, no comprenden además que esas “fallas” son precisamente sus aptitudes, sus fuerzas, su vitalidad. Para no hablar de Joyce, especie de muestrario de todas las técnicas y todos los estilos: desde el barroquismo más extremo hasta el esquematismo más duro y clásico, desde la pura sensación hasta la idea pura, desde el documento más minucioso hasta la fantasía más delirante.

De esta novela los críticos han dicho infinidad de cosas, no siempre conciliables entre sí: se ha dicho que era historia y pesadilla, realidad y fantasía; algunos han elogiado su opacidad y otros han encontrado que sus personajes eran excesivamente ambiguos. Usted ¿qué opina?

Es natural que una novela tan vasta y compleja dé lugar a interpretaciones diferentes. Algunos críticos han penetrado notablemente en intenciones e intuiciones de la obra, y hasta me han iluminado a mí mismo. Pero también están los que siempre explican al novelista cómo debería haber escrito, qué es lo que debería haber puesto y qué es lo que tendría que haber quitado. Nos explican, en suma, el libro que ellos habrían escrito en nuestro lugar, proyecto que, lamentablemente, siempre queda en esa límpida categoría platónica. En cuanto a los que se quejan del exceso de ambigüedad, supongo que la exigencia rige exclusivamente para escritores indígenas, a menos que se decidan a afirmar que Kafka es diáfano y unívoco. La ambigüedad no es una acusación: es un buen certificado. Un novelista no tiene por qué ser coherente ni estar exento de contradicción. Tiene que ser verdadero, que es muy distinto. Más, todavía: si sus personajes son verdaderos, la incoherencia es inevitable. Ya que los seres humanos no obedecen al principio de identidad. La coherencia debe buscarse en la matemática y en la filosofía, no en la novela.

Otro sostiene que en mi obra hay demasiadas ideas, lo que también debe ser norma para nativos. Porque por lo visto no rige para las decenas de páginas en que Naphta y Settembrini discuten sobre el Bien y el Mal; o para las interminables discusiones que sobre teología, música, ópera, literatura irlandesa o latina, historia de la Inquisición, Escolástica y jesuitismo, pintura y filosofía hay en las obras de Tolstoi, Dostoievski, Thomas Hardy, Henry James, James Joyce, Cervantes y Proust.

Uno de los escritores partidarios de la literatura “objetiva” sostiene que el novelista debe limitarse a describir los actos externos, visibles y audibles de sus personajes, absteniéndose de cualquier otra manifestación, por falsa y perniciosa. Una de las manifestaciones proscritas es la de las ideas.

Curiosa concepción de la objetividad, como si también prohibiesen que los personajes hablaran. Ya que mal o bien, generalmente mal (como el ensayista en cuestión), todos los seres humanos producimos y expresamos ideas. Y una de dos: o los personajes de la ficción son auténticos seres humanos y, por lo tanto, además de sus pasiones o sentimientos, además o simultáneamente con sus movimientos de brazos y cejas manifiestan ideas, o las tienen en mente, aunque no las manifiesten; o no son seres humanos, en cuyo caso no estamos delante de una literatura objetiva, sino, simplemente, de una mala literatura.

Curiosa concepción, por otra parte, la que el ensayista recién mencionado tiene de las ideas, identificándolas en algún sentido con la objetividad; seguro que Platón no lo aprobaba en un examen de filosofía.

La literatura de nuestro tiempo ha renegado de la razón, pero no significa que reniegue del pensamiento, que sus ficciones sean una pura descripción de movimientos corporales y de sentimientos y emociones. Esta literatura no sostiene la descabellada teoría de que los personajes no piensan: sostiene que los hombres, en la ficción como en la realidad, no obedecen a las leyes de la lógica. Es el mismo pensamiento que nos ha vuelto cautos, al revelarnos sus propios límites en esta quiebra general de nuestra época. Pero, en otro sentido, nunca como hoy la novela ha estado tan cargada de ideas y nunca como hoy se ha mostrado tan interesada en el conocimiento del hombre. Es que no se debe confundir conocimiento con razón. Hay más ideas en Crimen y Castigo que en cualquier novela del racionalismo; o, como advierte Gaëtan Picon, en La condición humana que en La Princesa de Clèves. Los románticos y los existencialistas insurgieron contra el conocimiento racional y científico, no contra el conocimiento en su sentido más amplio. El existencialismo actual, la fenomenología y la literatura contemporánea constituyen, en bloque, la búsqueda de un nuevo conocimiento, más profundo y complejo, pues incluye el irracional misterio de la existencia.

¿Está satisfecho con esta novela?

Sin un mínimo de creencia en lo que se ha escrito no sería honesto darlo a luz. Ese mínimo claro que lo tengo, aunque ahora ya haría muchas partes de otra manera y creo que podría superar en muchos sentidos lo que hice. Pero uno debe ponerse un límite, porque la vida es muy corta. Tan corta que cuando uno empieza a aprender el oficio de vivir ya hay que morirse.

¿Cuál considera la cualidad más preciosa para un escritor, supuesto el talento?

El fanatismo. Tiene que tener una obsesión fanática, nada debe anteponerse a su creación, debe sacrificar cualquier cosa a ella. Sin ese fanatismo no creo que se pueda llegar a hacer algo importante.

(*) En el libro, la entrevista no tiene divisiones; las entregas se utilizan aquí para facilitar su publicación.

Sábato, Ernesto. El escritor y sus fantasmas. Aguilar Argentina. 4ta edición, mayo de 1971. Páginas 20-26.



ENLACES A LAS OTRAS PUBLICACIONES EN LA SERIE

EL ESCRITOR Y SUS FANTASMAS – 1

EL ESCRITOR Y SUS FANTASMAS – 2

EL ESCRITOR Y SUS FANTASMAS – 4

EL ESCRITOR Y SUS FANTASMAS – 5

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