Los pánicos morales sobre la capacidad de las historias ficticias para corromper mentes susceptibles han brotado y luego menguado durante siglos.
EL TEMOR A LA FICCIÓN brota y mengua, alcanzando su cima cada dos décadas, como una especie de cigarra histérica. La actual ola de prohibiciones de libros puede que sea la peor desde los años 80, pero ya hemos visto este tipo de cosas antes y las volveremos a ver.
Las prohibiciones de los años 80 fueron impulsadas por conservadores religiosos, en consonancia con el “pánico satánico” en torno a los libros y juegos que incluían magia, como Calabozos y dragones (Dungeons & Dragons, en inglés). Antes de eso, en los años 50, la ansiedad se centró en las novelas de bolsillo y los cómics de mala calidad, que se decía que causaban “daño moral” y una “pérdida de ideales” en los jóvenes, que invariablemente los llevaría a una vida de delincuencia. En los años 20 y principios de los 30, los culpables fueron las películas sensuales de Hollywood y las novelas modernistas como “Ulises”, que —para que la gente no se involucrara demasiado en el sexo y el modernismo— dieron lugar al Código Hays y a más prohibiciones de libros.
Incluso antes, a principios del siglo XX, la gente achacaba los problemas de Estados Unidos a los libros y a las imágenes obscenas que se podían ordenar por correo. En los siglos anteriores, hubo brotes de preocupación por los libros de pacotilla, las novelas femeninas, las novelas de caballería y las comedias teatrales, remontándonos en el tiempo hasta el siglo IV a. de C., cuando Platón declaró en “La República” que todas las historias y otras “imitaciones” artísticas de la realidad (incluidas la poesía, la música y la pintura) eran inaceptables en una sociedad ideal a menos que se pudiera demostrar que impartían valores sanos y racionales.
Aunque el contexto cambia, el miedo a la ficción siempre parece reducirse al miedo a la sociedad en la que uno vive y a las personas que viven en ella. Las mentes de otras personas son aterradoras porque son inaccesibles para nosotros; una forma de conocerlas es a través de sus representaciones en la ficción. Sabemos que la ficción nos afecta profunda y misteriosamente, y que otras personas se ven afectadas con la misma fuerza e imprevisibilidad que nosotros. Lo que significa que es, al menos teóricamente, posible que el arte pueda seducir a nuestros conciudadanos para que adopten creencias perversas.
Los pánicos morales ante la ficción son comunes en las democracias, porque la vida interior y las motivaciones de los demás importan mucho en una democracia, posiblemente más que en otros sistemas políticos donde la gente tiene menos control directo sobre su experiencia social y menos libertad de expresión. En una democracia, los conciudadanos pueden organizarse para promover el progreso social o para fomentar la aprobación de leyes draconianas que aterroricen a las minorías. El miedo a otras personas y a cómo podrían colaborar entre ellos para cambiar la realidad, es la razón por la que la disputa sobre el lenguaje escrito a menudo se extiende al ámbito de la ficción. La ficción es la historia de otras personas; eso es lo que la hace tan peligrosa.
La mayoría de las historias de “ficción peligrosa”, comienza con Platón, aunque la ansiedad por el efecto pernicioso de las historias se puede encontrar en fragmentos de obras de filósofos griegos anteriores, que criticaron la poesía épica de su época por retratar a los dioses como imbéciles asesinos y adúlteros. En “La República”, Platón amplía estas preocupaciones tempranas: cuando la gente se encuentra con historias sobre dioses y héroes que se comportan mal, ¿qué les impide imitar lo que escuchan? Cuando los poetas cantan sobre Aquiles llorando a Patrocio, ¿no pensará el público que está bien llorar por seres queridos muertos, como una mujer? Cuando Aquiles mira a Agamenón a la cara y lo llama “bebedor de vino, con ojos de perro y corazón de ciervo” (entonces, ¿qué pasaría si le dijeras eso a tu padre? ¿A un policía? ¿Al presidente?).
Para Platón, la representación es siempre una aprobación y una licencia para la mala conducta. “Debemos poner un paro a tales historias”, declara su versión de Sócrates, “para que no produzcan en los jóvenes una fuerte inclinación a hacer cosas malas”. La palabra griega para comportamiento imitativo es “mimesis”, y la mayoría de las veces, cuando nos preocupamos por los efectos de la ficción, nos preocupan las respuestas miméticas, no tanto de nosotros mismos sino de otras personas. Platón especifica que los sabios entre nosotros están en su mayoría a salvo de las tentaciones de la poesía, pero “los niños y los insensatos” están en peligro, porque no pueden distinguir la diferencia entre las imágenes y la realidad.
Se supone que los sabios son una élite diminuta, mientras que los niños y los tontos están por todas partes. A Platón le preocupa el efecto negativo del arte en esta población vulnerable porque le preocupa convertir a las personas en ciudadanos buenos y útiles. No es un fanático de la democracia: es el segundo peor sistema que puede imaginar; solo la tiranía le depara mayores horrores. Sí admite que una persona que vive en una democracia puede ser una persona feliz e interesante: “un hombre complejo, lleno de todo tipo de caracteres, maravilloso y multicolor, como la ciudad democrática”.
En otras palabras, la ciudad democrática se parece mucho a una buena historia: multicolor, animada, llena de personajes. Pero incluir personajes de alto valor espiritual significa incluir también personajes malvados, y, como tal, la democracia inevitablemente da paso a la tiranía. Para ser justos con Platón, la transición de la democracia a la tiranía y viceversa ocurrió durante su vida, y “La República” es en parte un intento de imaginar una sociedad tan perfectamente diseñada que la agitación política que presenció nunca podría volver a ocurrir.
Hay muchos otros ejemplos de democracias, incluido los Estados Unidos, donde una parte de la población ha logrado tiranizar al resto, y lo ha hecho, en parte, a través de la narración de historias.
Existen casos documentados de historias que han causado daño, en las que la mímesis ha tenido algunos efectos terribles. La existencia continua del extremismo racista en el Sur se puede rastrear en parte hasta las novelas y películas de la Causa Perdida, como “Lo que el viento se llevó” y la infame “El nacimiento de una nación”. La enormemente popular novela de Goethe de 1774 “Las desventuras del joven Werther” fue culpada por una ola de suicidios en toda Europa; al menos una joven se ahogó con una copia de “Werther” en su bolsillo. Más recientemente, un estudio asoció el exitoso programa de Netflix “Por trece razones” con un aumento en los suicidios de adolescentes, aunque otro estudio no estuvo de acuerdo con los hallazgos.
Por otra parte, a “La cabaña del tío Tom” se le atribuye haber unido a los norteños, hasta entonces ignorantes, a la causa abolicionista, aunque críticos como James Baldwin señalaron que lo hizo apoyándose en estereotipos racistas. “La jungla”, de Upton Sinclair, provocó indignación y activismo contra la producción industrial de alimentos (y supongo que era perjudicial para los magnates de la industria cárnica). La novela “¿Qué se debe hacer?”, de Nikolai Chernyshevsky, causó tal impresión en Lenin que este tomó prestado el título para su famoso panfleto.
De modo que, puede haber motivos para preocuparse, un motivo para buscar a los poetas y destrozar sus obras. Pero una vez que comienza la censura del arte, es difícil encontrarle un final, difícil llegar a un lugar de perfecta seguridad, donde otras personas (a quienes siempre imaginamos tontos, a diferencia de nosotros) ya no puedan verse expuestas a las ideas equivocadas. Obviamente, tú y yo estamos a salvo de la influencia de malas historias llenas de ideas equivocadas, pero ¿qué pasa con otras personas?
El peligro de la ficción no es tanto que nos cambie (aunque lo hace), sino que revela las limitaciones de nuestra realidad. La ficción, incluso la más realista, representa lo que nunca sucedió, lo que no es pero que tal vez podría ser en un mundo diferente al actual. Una historia poderosa muestra algo que antes no podíamos ver.
¿Podría esto ser peligroso? Sí. Pero la vida puede ser peligrosa. Lo opuesto –la muerte, el estancamiento, la inmovilidad– es muy aburrido. Si la cultura estadounidense parece estar estancada en este momento, es en parte porque en este supuesto fin de la historia, es más rentable pretender que no hay nada más que decir y que todo lo que queda, culturalmente, es pugnar por posiciones ideológicas diferentes: ver el arte no solo como una forma de expresión que invariablemente tiene una política, sino como una forma de expresión que se supone que hace política por nosotros, para que no tengamos que hacerla nosotros.
Pero no tenemos por qué concebir el arte de esta manera. Los escritores de ficción pueden insistir en que su obra sea juzgada por sus méritos y no por si proporciona instrucciones morales o inculca el valor social adecuado. No se trata de una postura antipolítica, sino más bien altamente política. Nos dice que debemos buscar nuestros valores en otra parte, que debemos dejar de exigir que la ficción se encargue de la difícil tarea de salvar almas, que debemos realizar esa tarea nosotros mismos.
Esta visión ha sido ridiculizada como decadente, como una creencia en el “arte por el arte”, pero creo que esa frase a menudo ha sido malinterpretada. No necesariamente es una exigencia de ver el arte (en particular el arte de hombres blancos) como falsamente “neutral” o “apolítico”; puede ser una exigencia de tratar todo el arte, de todos, con la seriedad estética que merece. La frase se asocia a menudo con Oscar Wilde, un europeo blanco, sin duda, pero también un hombre homosexual que fue perseguido por su sexualidad y escribió cuentos de hadas, comedias costumbristas y una novela de deseo homosexual sublimado. En el prefacio de “El retrato de Dorian Gray”, Wilde declaró que “no existe tal cosa como un libro moral o inmoral. Los libros están bien escritos o mal escritos. Eso es todo”.
Ensayo adaptado del libro “Ficciones peligrosas: el miedo a la fantasía y a la invención de la realidad” (“Dangerous Fictions: The Fear of Fantasy and the Invention of Reality.”) por Lyta Gold.
Publicado por The New York Times Book Review el 7 de julio de 2024.
Traducido por Isaias Medina.
Lyta Gold es ensayista y escritora de obras de ficción.
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