(Santo Domingo, 1946-)
La extraña y conmovedora historia de un fisgón empedernido...
Vivo solo en un edificio de apartamentos. Al mudarme aquí no pensé que mi vida cambiaría tan drásticamente. Nunca, ni por un instante, imaginé los trastornos que iban a producirse en mi existencia de un modo vertiginoso e inconcebible.
Empezaré por decir que en los primeros días lo que más echaba de menos era mi antigua placidez, el armonioso sistema de la casa que habitaba. Allí podía escuchar con agrado los insignificantes sonidos que se producían en los alrededores y en el jardín y ni hablar de esos familiares acentos de las puertas al abrirse o cerrarse, el nocturno bisbiseo de la brisa en las ventanas, el sincrónico gotear de los grifos dañados.
Al llegar a este edificio perdí la tranquilidad. Ahora sólo oigo ruidos infernales día y noche, escandaloso movimiento de camiones y autobuses gigantescos, apresurada traslación de carros y peatones, ruidos de toda índole, mucho ruido, mucho ruido, mucho ruido...
Traté de impedir que la bulla ocupara mi apartamento como una intrusa a la que no le importan las groserías de un inquilino como yo, tan enemigo del alboroto y los visitantes inoportunos. Primero coloqué cortinas y biombos, después instalé un aire acondicionado y terminé taponándome los oídos para aislarme por completo de la fragorosa impertinencia de estos obstinados adversarios, pero hasta el momento todos mis esfuerzos han resultado inútiles.
Pasaba el día en el trabajo y por eso notaba menos los estragos de mi odiosa condición. Al regresar a casa en la tarde empezaba a sufrir las consecuencias del ruido, que iba apagándose a medida que las horas transcurrían, mientras yo, afanado en prepararme la cena o fregar unos platos sucios del día anterior, intentaba ignorarlo con los tapones debidamente colocados en los oídos.
Durante las primeras semanas pensé que podría adaptarme a la nueva situación, pues era para mí absolutamente imprescindible vivir en un lugar cercano al trabajo y el apartamento me ofrecía esa y otras comodidades, tales como tener clínica y farmacia a la vuelta de la esquina y estar a un paso de cines y restaurantes. Me equivoqué. Fui llenándome de irritación. Las jaquecas iniciaron su acción devastadora y al final de cada día terminaba postrado en la cama, sin poder conciliar el sueño, extenuado, incapaz de pensar en algo interesante. A veces el ruido se tornaba tan insoportable que me hacía creer que iba a volverme loco. Si hallaba un segundo de sosiego, muy pronto descubría el peligro de esa brevísima tregua, porque no tardaba en estremecerme la múltiple detonación de unas motocicletas que se precipitaban hacia el malecón por la avenida, activadas por un desenfreno que hoy día nadie puede controlar.
Una tarde encontré la forma de abstraerme de los ruidos, de asordinarlos, de escucharlos apagados, como si yo me encontrase lejos y no me afectaran en lo más mínimo. Desde mi ventana observaba furtivamente a mis vecinos de enfrente —los del otro edificio—, participaba de sus actividades y así mitigaba la soledad y el agobio. Debido a mi carácter huraño jamás entablaba conversación con nadie cuando llegaba del trabajo, ni siquiera con las personas que encontraba en las escaleras del edificio en que vivo. En cambio, disfrutaba de la contemplación de esas escenas domésticas a las que fui haciéndome adicto sin darme cuenta. Algunos de los inquilinos se convirtieron en mi familia. Conocía sus movimientos, sus acciones, sus peleas, sus ratos de amor. Las ventanas de los otros están relativamente próximas a la mía; pese a ello compré unos prismáticos para espiar a mis anchas a este grupo de íntimos desconocidos que ha llegado a ser parte de mí mismo.
La ventana de la izquierda me llevaba a la dulce vida privada de una pareja. Durante el día el piso permanecía cerrado porque ambos estaban en la oficina y no tenían empleada ni hijos. La curiosidad me apremiaba a llegar temprano a casa e inmediatamente me colocaba en un buen lugar de observación. La mujer entraba a eso de las cinco y media, se desnudaba rápidamente y empezaba a realizar los quehaceres para que su hombre encontrara limpias las habitaciones y lista la comida. Era algo gorda; joven, eso sí, y muy dinámica; no se sentaba nunca, parecía una abeja en actividad constante. Cuando llegaba su hombre, ella lo besaba y se quedaban abrazados un momento. Luego él ponía sobre una mesa el periódico que traía bajo el brazo y se tiraba en la cama, lleno de apetitos impostergables, llamando a su mujer con las manos extendidas. Ella lo miraba golosa, vacilando entre ocuparse de la olla que había dejado en la estufa y el placer que le prometía su amado y sin pensarlo mucho corría una delgada cortina y se echaba sobre su hombre. El visillo me nublaba la imagen. A prima noche y con las luces sin encender aún era muy poco lo que podía ver a través del fino velo que la mujer interponía entre ellos y yo. Me complacía el movimiento de aquellos cuerpos en íntima comunicación, aquella alegre fiesta de la carne sudorosa y tensa, adivinada más que efectivamente vista desde mi puesto de mira.
La ventana de al lado descubría el mundo de una mujer solitaria, en cierto modo única, un tanto exótica en su apariencia física. Las paredes de su habitación estaban decoradas con dibujos insólitos, formas retorcidas y lascivas que simulaban un universo vegetal que la mujer había creado con sus propias manos. La pintora daba la impresión de estar sumergida en una espesa selva de colores y líneas en la que ella, ante un caballete, se ponía a trabajar sin descanso. A veces desaparecía de mi vista y reaparecía más tarde con un jarrito que se llevaba a los labios, entre un trazo y otro. Muy tarde en la noche apagaba la luz y el cuarto en penumbras se poblaba de vegetales móviles, que despertaban de su letargo e iniciaban una ardiente danza alrededor de la cama de esta artista angulosa, desaliñada, de pelo claro y nariz imperativa, que no cesaba de fumar cuando trabajaba en sus pinturas.
Sí, parecía que era la única forma de evitar que los ruidos me enloquecieran. Al espiar a los vecinos del edificio de al lado, me alejaba del mundo, me introducía en el alma de los otros, como en la niebla de un sueño en el que todo es verdad y mentira al mismo tiempo. Podía incluso suponer sus acciones cuando no los veía, si habían ido al baño o salido a la esquina a comprar un periódico. Ya calculaba con bastante precisión cuándo volverían, en qué momento encenderían o apagarían la luz, a qué hora comerían. Pero también es rigurosamente cierto que a veces me descubría en la cama, todavía con la ropa puesta, como si despertara de un letargo de días. Entonces pensaba que aquellas curiosas escenas no eran más que un extraño sueño, un modo de acomodarme a la nueva realidad.
El viejo vivía en otro de los apartamentos y todas las noches se ponía a trabajar, después que empezaban a encenderse las luces en el resto del edificio. El viejo no recibía visitas y era el más tranquilo de los inquilinos en asuntos de hábitos. Se levantaba temprano, mucho antes que yo —que ya no tenía horas fijas para espiar a la gente—, hacía su cama, se lavaba, se afeitaba, ordenaba cuidadosamente el cuarto y luego preparaba café y se sentaba en una mecedora a leer el diario. Se marchaba a las siete de la mañana cada día y no regresaba hasta las seis o siete de la noche, reflejando fatiga, preocupación, deseos de descansar. En lugar de acostarse, encendía una lámpara y sentado a la mesa empezaba a escribir con un lápiz amarillo.
El conjunto más desagradable lo formaban un hombre, su mujer y un niño de aproximadamente tres años que ponía la casa patas arriba y llevaba a su madre al borde de la histeria. Era la única que no salía de su vivienda en todo el día, dedicándose al cuidado del inquieto hijo. Tenía que alimentarlo, bañarlo y entretenerlo. El televisor no era suficiente para completar las extenuantes pantomimas que la madre ejecutaba para divertir al niño y aliviar los efectos del encierro. En la noche llegaba el hombre, casi siempre a pelear con la mujer o entregarse a la bebida, sentado en un sillón negro en el que oía la radio, sordo a los reclamos del niño. Éste me descubrió espiándolos en una ocasión y les dijo a sus padres (no necesitaba estar allí para saber lo que decía: me bastaba ver su expresión de sorpresa, su mano señalándome insistentemente) que había un hombre del otro lado, mirándolos desde la ventana. Sentí frío, temor de que me descubrieran y llamaran a la policía. Me oculté detrás de la pared y después que pasó el peligro reaparecí cauteloso. Mis vecinos habían cerrado la ventana en señal de disgusto. Desde entonces sólo a medias tenía acceso a ese apartamento, porque el hombre colocó una tabla que me impedía observar todo lo que ocurría allí. Únicamente veía cabezas, mitades de cuadros, la antena del televisor, al niño nunca.
Por último, podía seguir los movimientos de un hombre que vivía solo en el extremo derecho del edificio. Pasaba horas haciendo ejercicios con pesas, en un ritual parsimonioso que no alteraba nunca. Cada día a la misma hora el hombre aparecía en la ventana y comenzaba a flexionar los músculos con pesas de distintos tamaños. Su cuerpo transpiraba mucho; desde lejos parecía estar tomando un baño turco. En los días de calor yo pensaba que aquel gimnasta iba a derretirse en medio del esfuerzo.
Hasta este momento no he dicho lo más importante de mi experiencia de mirón. Mirar se convirtió en un vicio irresistible. Cuando no estaba brechando, el ruido volvía a apoderarse del apartamento y yo regresaba a mi anterior estado de desesperación. Mi capacidad de trabajo había caído a unos niveles tan bajos que mi jefe, después de amonestarme en varias oportunidades, me comunicó que la compañía había decidido despedirme por «conveniencia del servicio». Me entregó un cheque y me dijo que podía marcharme en seguida si así lo deseaba, que me fuera a descansar. Yo recibí el papel con un gesto impasible. El dinero de la liquidación me daría para vivir un tiempo, pero yo no tenía intenciones de buscar nuevo trabajo ni abandonar mi apartamento como no fuera para proveerme de lo necesario. Mi obsesión permanente eran los otros, mis vecinos. Sentía la necesidad de penetrar más en sus vidas, compartir de cerca su intimidad, suplantarlos en sus acciones, modificar sus defectos, entablar con ellos un diálogo permanente que hiciera menos salvaje mi soledad.
Contar la forma en que conseguí la llave maestra del edificio vecino podría resultar increíble. Pero lo cierto es que para llegar al interior de esos apartamentos sin forzar las cerraduras tenía que hacerme de esa llave a como diera lugar. El conserje resultó ser un viejo demasiado campechano y yo supe, con poco esfuerzo, ganar su amistad. Me acerqué a él con pretextos inocentes, preguntándole los nombres de mis víctimas (¿debería llamarlas así?), diciéndole que era vendedor de enciclopedias. Un día le regalé un paquete de cigarros y mostró gran alegría, porque lo había tomado en cuenta —así dijo—, le demostraba afecto, cosa muy rara en estos tiempos. Después hice lo que me dio la gana. Nos poníamos a jugar a las cartas en su habitación y bebíamos aguardiente. Su debilidad por el alcohol hizo más fácil mi trabajo. Aprovechando que dormitaba, una tarde le robé la llave y corrí a sacarle copia. Pude incluso devolvérsela sin que se percatara.
Mis entradas y salidas ya no despertaban sospechas. Era amigo del conserje y mi trabajo no podía ser más positivo: llevar la cultura a los demás. La primera vez que entré a uno de los apartamentos lo hice con extrema precaución. Decidí visitar el de la pareja cuando se encontrara fuera. Así pude formarme una clara idea de lo que tenía: la disposición de los muebles, la intensidad del ruido y de la luz en aquel mundo íntimo que yo invadía en secreto. Otro día aproveché la ausencia de la pintora y fui a su estudio. Quedé impresionado con los dibujos de las paredes. Me senté en un sillón y pasé un buen rato mirando cómo las formas cambiaban o parecían moverse ante mis ojos. El apartamento estaba lleno de cuadros. Un olor a pintura, aguarrás y colillas enrarecía la atmósfera. En el caballete, cubierto por un paño, había un cuadro. La curiosidad me llevó hasta el centro de la habitación. Recibí un fuerte impacto al encontrar mi propio retrato esbozado en la tela. Era yo, de pie junto a la ventana, mirando fijamente hacia ninguna parte, con una expresión confusa y melancólica y los ojos extraviados, como los ojos de un ciego que no mira a ninguna parte. Sentí realmente miedo. No sabría explicar por qué, pero tenía la sensación de haber sido descubierto por la pintora desde el principio. Sin embargo, no recordaba que ella hubiese mirado hacia mi apartamento. Permanecía horas trabajando sin acercarse a la ventana. Aun así, yo era el que ella estaba pintando; yo, rodeado de ramas de árboles sombríos y ella observándome al fondo del cuadro. No pude soportar aquello por mucho tiempo. Cubrí de nuevo el cuadro, lo quité del caballete y me lo llevé a mi apartamento. Ahora tengo en mi refugio muchos objetos de mis vecinos: mi propio retrato, un reloj de pared, una pesa de hacer ejercicios, una lamparita en forma de payaso, un jarrón, banderines, una pelota de fútbol, lapiceros. Nadie ha venido a reclamar sus pertenencias. Me adueñé de cosas que no eran mías y sus propietarios no decían nada, o sea, que aceptaban mis pequeños hurtos como algo natural.
Entraba y salía de aquellos apartamentos cuando me daba la gana, aunque no lo hacía cuando mis vecinos estaban allí, comiendo, durmiendo, haciéndose el amor, sino cuando podía actuar con entera libertad. Temía que me atraparan, me daban pánico las consecuencias de mi incontrolable delito. Al apartamento del niño fui pocas veces. Odio el olor a grasa y orines, que es lo único que se respira en aquel ambiente. El del gimnasta no me gustó, no había más que pesas, bicicletas estacionarias y otros artefactos deplorables, aparte de que el tipo casi me descubre una mañana en que había olvidado algo y regresó a buscarlo. Tuve que meterme en un armario y esperar a que se marchara para salir de mi escondite. Donde mejor me he sentido es en el apartamento de la pintora. Voy siempre que me lo permiten las circunstancias. Paso mucho tiempo contemplando las paredes, mirando los cuadros, escrutando lo que ella pinta. Después que robé mi retrato, ella se puso a hacer un paisaje sin figuras humanas.
En el apartamento del viejo fui testigo de revelaciones alarmantes. Es un espacio muy ordenado donde cada cosa parece ocupar su sitio desde siempre; es como si nunca hubiese movido nada de lugar. Pasé unos minutos en la mecedora, hojeé el periódico, vi muchos diccionarios y propaganda de la que usan los vendedores de enciclopedias (así se ganaba el viejo la vida, vendiendo enciclopedias) y en la mesa encontré un cuaderno y el lápiz amarillo que usa todas las noches, sin apartar los ojos del papel. Había un escrito. No era una carta ni nada por el estilo. Tampoco le había puesto título. Leí el primer párrafo: «Vivo solo en un edificio de apartamentos. Al mudarme aquí no pensé que mi vida cambiaría tan drásticamente. Nunca, ni por un instante, imaginé los trastornos que iban a producirse en mi existencia de un modo vertiginoso e inconcebible.»
Seguí leyendo, con avidez, atropelladamente. Cada párrafo revelaba parte de mi propia tragedia cotidiana. Se describían los ruidos, los infernales ruidos que estaban acabándome, la forma en que lograba aliviar mi suplicio, cómo me convertía en empedernido fisgón y hacía impunes robos a los vecinos. Entonces me di cuenta de que el viejo lo sabía todo, absolutamente todo. Había seguido mis pasos o inventaba una historia sobre un sujeto que no puede resistir el ruido y, desesperado, termina refugiándose en un mundo de fantasías. Pero la historia estaba inconclusa, detenida en el instante en que el mirón penetra al apartamento del viejo y se pone a revisar un manuscrito hallado en una mesa.
Quedé apabullado, no sabía realmente qué pensar. Me levanté de la mesa y fui hasta la ventana. La tarde agonizaba y el viejo no regresaría hasta las siete. Era una tarde particularmente oscura, sin sol, con un cielo nublado que hacía más grises los grises del edificio y ensombrecía los interiores de las casas. Desde allí vi mi apartamento y no quise dar crédito a lo que mis ojos veían. Estaban todos reunidos, celebrando algo, confundidos en alegre conciliábulo. El gimnasta levantaba un vaso, brindaba, mostraba sus hinchados músculos, alzándose sobre los demás con formidable superioridad. La pareja, felicísima, brindaba también. Hasta la familia del niño se encontraba en mi casa, entregada al festejo, mientras el diablillo lo revolvía todo. La pintora, sentada cerca de la ventana, conversaba con el viejo. Ambos bebían, parecían mirarme sin sorpresa desde el otro lado.
Corrí hasta mi apartamento. Al llegar, sin hacer ruido, introduje la llave en la cerradura y abrí la puerta violentamente: Todo estaba en orden, no había nadie a quien pudiera acusar de nada. Se habían esfumado. Caí sin fuerzas sobre la cama y dormí no sé cuánto tiempo.
A partir de aquella tarde perdí la noción de la realidad. Ahora soy incapaz de diferenciar mis sueños de mis vigilias, los actos verdaderos de las fantasías. Creo que volví un par de veces al apartamento del viejo, sólo para ver cómo progresaba la historia del fisgón. El texto no avanzaba, parecía atascado en algún punto difícil que el viejo no podía resolver. Se notaban los borrones, las correcciones hechas al manuscrito, las repeticiones.
Desde entonces no he vuelto a salir. Mi amigo el conserje murió de una cirrosis y un hombre joven ocupó su lugar. Permanezco en mi apartamento todo el día, con la diferencia de que ya no voy a la ventana a brechar a mis vecinos. Perdido el interés en los otros, lo único que oigo son ruidos espantosos. El ruido terminará aniquilándome. Me quedo en la cama, muy quieto (no puedo levantarme porque apenas pruebo bocado), soñando o imaginando cosas imposibles. Me pregunto si el viejo habrá concluido la historia del mirón. Lo último que recuerdo haber leído en su cuaderno era una reiteración; la historia se enroscaba como una serpiente, se mordía la cola, volvía casi al principio con estas palabras:
«Ahora sólo oigo ruidos infernales día y noche, escandaloso movimiento de camiones y autobuses gigantescos, apresurada traslación de carros y peatones, ruidos de toda índole, mucho ruido, mucho ruido, mucho ruido...»
José Alcántara Almánzar nació en Santo Domingo, República Dominicana, el 2 de mayo de 1946. Es educador, narrador, ensayista y crítico literario. (Seguir leyendo en Wikipedia)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario