lunes, 14 de octubre de 2024

EL ARTE DE LEER

Por Camila Henríquez Ureña
Segundo capítulo del libro “Invitación a la lectura”
 
Sobre cual sea el valor específico del arte literario, y por lo tanto, qué puede obtener o recibir quien escucha o lee literatura, hay varias teorías que se proponen a nuestro examen. 
    Afirma una de ellas que la literatura nos da una forma del conocimiento, forma diferente de las que pueden dar la ciencia y la filosofía. Aristóteles nos dice que la historia nos presenta lo que ha pasado, y la literatura lo que puede pasar, lo que es general y probable, en los aspectos esenciales que el tiempo no puede alterar. Ante la literatura nos hallamos, pues, ante la eternidad de lo probable. 
    A esta teoría parece oponerse la que proclama la importancia que en literatura tiene lo particular o individual. Un personaje literario bien concebido no es solamente un tipo genérico, es una personalidad. Hamlet no es la encarnación de la duda, ni Otelo la de los celos: ambos son seres humanos de gran complejidad, con esa «infinita variedad» que el propio Shakespeare atribuye a su personaje Cleopatra. La duda que atormenta a Hamlet es la suya propia, no la que puede haber sentido por un instante su precursor Orestes; los celos de Otelo son los que caben en su sensibilidad, y verosímilmente, como lo sugiere Marañón, son más accidentales que esenciales a su naturaleza. No ponen en juego los mismos resortes psicológicos que, por ejemplo, los del Tetrarca en El mayor monstruo, los celos de Calderón. 
    La oposición entre estas dos teorías es más aparente que real. El principio de caracterización en literatura ha sido siempre la fusión de lo individual con lo típico. Porque el artista literario crea seres humanos, patrones humanos posibles o imposibles, y en todo patrón humano convergen elementos de diversos tipos en combinación única. Los personajes en que el autor pretende darnos solamente tipos, dejan de parecer personas; ya se desdibujan sus contornos vagos, ya se convierten en desfiguraciones esquemáticas, como sucede en la llamada Comedia de figurón. Por ejemplo, compárese La verdad sospechosa (Ruiz de Alarcón), con El lindo don Diego (Moreto). D. García, el personaje de Alarcón, es un tipo de mentiroso nato (mitómano); pero es, individualmente, un joven gentil, generoso y simpático, que nos atrae por su encanto personal; tanto, que casi lo disculpamos y nos explicamos perfectamente cómo Lucrecia y Jacinta pueden ambas interesarse en él a pesar de conocer ya su prodigiosa capacidad para crear, en un instante, las mentiras más complicadas y fantásticas, con la apariencia de verdades convincentes. En cambio, el lindo don Diego, prototipo del vanidoso ridículo, es un personaje sin más carácter que su defecto, ya que el autor no ha querido acentuar sino ese solo rasgo; nos hace reír o burlarnos, como lo hace la caricatura, a la cual pertenece esa técnica; pero no nos inspira simpatía humana. El personaje literario cabal tiene todas las dimensiones humanas. De ahí que uno de los valores propios de la literatura sea el valor psicológico. En el campo de la psique humana, la literatura enseña mucho más a veces que la ciencia de la psicología, todavía incipiente. La literatura es fuente de estudio para el psicólogo, y con frecuencia el hombre de ciencia nos envía a las páginas de Dostoievski, de Stendhal o de Montaigne, de Unamuno o de Galdós, de Shakespeare o de Ibsen, como a venas inagotables de saber psicológico. Saber, ciertamente, alcanzado por vías ajenas al conocimiento científico y sistemático de la psicología; saber intuitivo muy anterior al intento moderno de organización de la ciencia psicológica. Esta es una verdad que debemos tener presente. No caigamos en la falacia en que vi caer a una joven estudiante, quien, al leer a Montaigne, llena de admiración ante sus poderes de penetración y revelación de las complejidades del espíritu humano, no pudo menos de exclamar: —¡Cómo pudo Montaigne conocer estas cosas, si en su época no había cursos de psicología en la universidad! 
    Uno de los valores de la literatura, pues, es su inagotable caudal de verdad psicológica artísticamente creada. Esta verdad puede abarcar aspectos particulares tanto como generales, pero tendrá siempre ese carácter de eternidad probable de que hemos hablado. La literatura toma el elemento humano sub specie aeternitatis. La proporción en que figuren la particularidad, el elemento individual —sea del autor mismo o de los personajes que crea—, y el elemento general, es muy variable, según las épocas y según los autores. Piénsese por ejemplo en dos obras medievales de fama universal cuyo asunto es el mismo, el dificultoso viaje del alma del «estado de pecado» al «estado de salvación»: The Pilgrim’s Progress de John Bunyan y la Divina comedia de Dante Alighieri, ¡qué diferencia hay entre Christian, el protagonista de la primera, ejemplar alegoría del cristiano perfectible, cuyos contornos individuales apenas discernimos, y la poderosa individualidad de Dante, que domina la escena en este mundo y en el otro, aun en el momento culminante en que se absorbe en el misterio del Supremo Ser:

        Aquí ya la alta fantasía no pudo alcanzar más; 
        pero mi deseo y mi voluntad se movían, 
        como ruedas de igual giro, 
        al impulso del amor que mueve el sol y las otras estrellas. (Canto final de El Paraíso)

    Algunos teóricos nos dicen que el valor primario de la literatura no es descubrir nuevos conocimientos y comunicárnoslos, sino enseñarnos a percibir lo que podemos ver y a imaginar lo que ya conocemos prácticamente. Es decir, que su valor primario es perceptual, no conceptual. Sus descubrimientos no son de hechos, sino de calidades estéticas. Debemos reconocer que la verdad literaria es verdad artística; ficción, y que el término opuesto a ficción no es el término verdad, sino el término hecho concreto, es decir existencia entre los límites del espacio y el tiempo. Podemos decir, con García Lorca, que la ficción es el hecho poético. 
    Si entendemos que la verdad tiene que ser puramente conceptual, la literatura no será una forma de la verdad; ni lo será si entendemos que verdad es solamente lo que puede ser comprobado metódicamente. Pero si aceptamos que existen varios modos de saber y dos tipos básicos de conocimiento; el científico, que emplea el razonamiento (procedimiento discursivo), y el artístico, que se basa en la percepción (procedimiento representativo), aceptaremos que la literatura nos da una forma de la verdad. En el conocimiento científico la verdad es sustancial, la belleza que pueda haber es adjetiva; el arte es sustancialmente bello. El arte, representación simbólica del mundo, es una forma de saber afín al mito: contiene símbolos a través de los cuales se expresa un sentido y significación del mundo. 
    Otra teoría del valor de la literatura es la de la catharsis o purga de las emociones. Como todos saben, Aristóteles la presenta en su Poética; pero la interpretación de esta teoría de Aristóteles está aún en discusión. Los teóricos modernos la aplican con el significado de que el arte literario nos libera de la presión emocional. Expresar una emoción es liberarse de ella. El autor se libera al crear; el espectador o el lector al apreciar la obra. La experiencia literaria puede darnos cierto grado de serenidad, de paz espiritual. Pero, dirán algunos: ¿es siempre así? ¿no puede ser que, por el contrario, la literatura excite o desplace las emociones?… Como dijimos en la lección anterior, una gran obra literaria no produce nunca esos efectos de destrucción o confusión; por eso las obras maestras deben figurar siempre en primer término en todo plan de lecturas bien organizado. Pero las obras maestras son contadas; aun cuando se abarque la literatura universal, el número de las obras maestras es relativamente reducido. Es evidente que el aficionado a la literatura tendrá que conocer muchas obras de mérito literario menos elevado. Podrá ocurrir entonces casos como el de Werther, que fue instrumental en una serie de suicidios. Hemos dicho que Goethe atribuyó ese efecto a las imperfecciones artísticas de esa obra de su juventud. Aunque aceptemos esa como una explicación parcial, tenemos que insistir también en la parte de culpa que cabe al lector mal preparado. 
    Aunque la literatura oral haya sido la primera en aparecer y difundirse, la producción literaria de la edad moderna llega al público primordialmente en forma escrita e impresa; por lo tanto, el problema de la apreciación literaria se plantea para nosotros en términos de la relación entre el libro y el lector. 
    Si los libros, aunque sean buenos en sí, pueden a veces ejercer influencia nociva, se debe, como dice Baldensperger, a «la presencia difusa en las sensibilidades (de los lectores) de elementos inestables que las obras literarias precipitan, pero no crean; a la preexistencia de estados psíquicos que encuentran en la obra determinaciones más bien que revelaciones, y que a veces corrompen el sentido de un libro para reaccionar según su tendencia. El Memorial de Santa Elena de Napoleón Bonaparte, ¿no ha sido —en la novela de Stendhal, Rojo y negro—, el libro favorito de Julien Sorel, vil seductor y mediocre asesino?». En cambio, el Werther, que sirvió de pretexto a tantos suicidios, era uno de los libros que Napoleón llevaba consigo en sus campañas, y ejercía sobre su espíritu vigoroso un efecto benéfico. ¿Y quién podría imaginar que un libro como Robinson Crusoe, que nadie vacila en poner en manos de sus hijos adolescentes, «ha provocado aberraciones y temeridades sin nombre» —nos dice Baldensperger— desde «las robinsonadas literarias y sociales que se fundan en la situación del hombre apartado de la humanidad, hasta el vagabundaje nocivo de los jóvenes… traídos por un programa de vida libre y de trabajo potestativo»? 
    La predisposición de los lectores a desviar el sentido de una obra obedece casi siempre a una condición social del momento; es decir, es parte de un fenómeno colectivo: hay un público predispuesto que explota ciertas particularidades de las obras, precisamente las que son pasajeras, las que la posteridad no tomará en consideración. Werther, Chatterton, Indiana, Los amantes de Montmorency, pudieron determinar suicidios en el período romántico, en plena vigencia de aquel hastío de la vida que se llamó, significativamente, el mal del siglo. Todos recordamos las aberraciones que los paraísos artificiales, a fines del siglo XIX, y hoy ciertas interpretaciones del existencialismo han producido en grupos de lectores acaso más reducidos, pero no menos extraviados. La producción cinematográfica norteamericana de hoy, con propósito comercial, suele presentar al público versiones de obras literarias deliberadamente falsificadas de acuerdo con las peculiaridades menos estimables de la sensibilidad vulgar, que se proponen halagar.
    Es indudable, pues, que la actitud del lector ante el libro es de gran importancia en la lectura. Recordemos aquí las palabras de Johnson de las que Virginia Woolf tomó el título de su más conocida colección de ensayo, The Common Reader. «Me complazco —dice Johnson— en estar de acuerdo con el lector común, porque al sentido común de los lectores libres de influencia de prejuicios literarios profesionales derivados de las sutilezas del refinamiento y del dogmatismo de la erudición, corresponde dictar la decisión final en materia de mérito literario». 
    El lector común, es decir, el que no es ni crítico profesional, ni erudito, ni artista literario, es un personaje importante; porque la lectura no es un proceso pasivo, sino eminentemente activo, si se realiza como es debido. «Leed —decía Francis Bacon— no para contradecir y refutar, ni para creer y aceptar ni para hallar palabras o discurso, sino para pensar y considerar». El lector común, el simple aficionado, lee por placer personal, para obtener cierta experiencia. Su inclinación lo guía a organizar y guardar en su acervo espiritual un todo coherente, sacando de la obra que lee una figura humana, el cuadro de una época, o una pura emoción expresada en sonidos y ritmos. ¿Cómo se debe leer un libro? Así intitula Virginia Woolf uno de sus ensayos en el libro antes mencionado, y enseguida añade que lo primero que desea destacar en ese título son los signos de interrogación. Porque en materia de lectura a nadie se puede dar normas absolutas; solo se pueden ofrecer ideas y sugestiones. Esto debe ser así, porque si se quiere que la lectura sea fructífera se debe respetar en el lector la libertad de apreciación. Cada lector debe llegar por sí mismo a sus propias conclusiones. Como la expresión del creador (el autor) y la comunicación que nos transmite no guardan una relación fija, las repercusiones psicológicas y las sugestiones verbales serán distintas en cada caso. «No sé si puedo saber —dice Alfonso Reyes— si mi Quijote es exactamente igual al tuyo ni si uno y otro se ajustan al que Cervantes sentía […] cada ente literario tiene una vida eterna, siempre nueva y creciente». Sin embargo, toda libertad necesita disciplina para no constituir un libertinaje. El lector debe aprender a emplear bien sus poderes. ¿Cómo podrá, para empezar, dividir y agrupar los libros para organizarse un sistema de lecturas? En una biblioteca hay libros de todo género, escritos por individuos de todas clases a través de muchos siglos. ¿Cómo pondremos un orden en ese caos? Podemos, por ejemplo, separarlos por funciones: drama, novela, poesía lírica, y tipos intermedios, como ensayo, biografía, etc., y suponer que, al leer, cada función nos irá dando lo que debe dar por ser característica suya. Pero aquí empezarán nuevas dificultades. No podrán darnos eso los libros si llegamos a ellos con ideas preconcebidas. Nos acercamos a la literatura, dice Virginia Woolf dando por sentado «que la novela debe ser verdad, que la lírica debe ser mentira, que la biografía debe ser elogio y que la historia debe estar de acuerdo con nuestros más caros prejuicios». Lo primero que debe hacer el lector que desea leer bien es dejar atrás esa carga de juicios preconcebidos y tratar de vencer los obstáculos que le vedan la entrada. Los primeros obstáculos que tendrá que vencer los encontrará dentro de su propia mentalidad. 
    El primer obstáculo es la ignorancia, que consiste más bien en saber mal que en no saber. Sus manifestaciones más palpables son: 
    1.O La confusión del goce estético con la diversión, porque esa actitud mantiene al lector en un bajo nivel de placer vulgar y le impide progresar. 
    2.O La ignorancia que consiste en querer leer solamente cosas fáciles, sencillas, en lugar de literatura que sea compleja y exija madurez mental. En un pasado no muy distante, era costumbre limitar la lectura de las jóvenes solteras a una literatura elemental, formada en su mayor parte por novelitas azucaradas rosas o blancas. Aunque esto ha pasado de moda, hay siempre ciertos lectores y lectoras que cultivan la lectura de obras menos inocuas, pero de calidad semejante, y así logran mantener su mentalidad al nivel de la de niños de 10 años, sin tener, por desgracia, la frescura y flexibilidad del cerebro infantil. Esto es producto y causa a la par de pereza mental, del horror al esfuerzo, que proviene de no saber que no hay verdadero placer sin empleo de energías. 
    3.O Otro obstáculo es la falta de imaginación. Se busca siempre la misma clase de emoción, y toda nueva experiencia se rechaza; como los niños pequeños que desean oír innumerables veces la repetición del mismo cuento, sin variar un detalle. Lo diferente es inaceptable, increíble, inverosímil. Es el tipo que encarna en el Asesor Brack, en el drama de Ibsen, Hedda Gabler, cuando, al oír el disparo que le revela el suicidio de Hedda, solo atina a decir: «¡Esas cosas no se hacen!» A este tipo de lector le podemos sugerir que siga el ejemplo de la Reina Blanca (en Alicia en el país de las maravillas), que se esforzaba en creer cinco cosas increíbles todos los días antes del desayuno. En este obstáculo se presentan ciertas variantes: como el creer que todo lo que es habitual para nosotros es perfecto, y el juzgar el pasado según las reglas del presente y toda conducta por las normas de nuestra moral. Es evidente que dentro de esas limitaciones no hay perspectivas históricas ni penetración psicológica posibles. 
    Afín a ese es el obstáculo que presentan los temperamentos inflexibles, que fijan de antemano los límites de su gusto y lo declaran infalible e invariable. Con un «a mí no me gusta» sentado a priori, este tipo de lector sigue siendo él mismo, en increíble estrechez y tozudez, por toda la vida, cerrando la puerta a toda posibilidad de desarrollo a través de nuevas experiencias. Lee lo convencional, sabiendo de antemano que lo es, y se convierte en un inválido mental. Algunos rechazan de antemano la literatura que hace vibrar fuertemente las fibras emocionales; otros declaran que ciertos temas no se pueden tratar en literatura porque son groseros o no son decentes, o no caben dentro de tal o cual credo religioso o político, o pintan la desdicha y la miseria que son «tan chocantes», en lugar de hacernos ver que vivimos en el mundo del doctor Pangloss, (en Cándido, de Voltaire). Si se aplican estos criterios con exactitud, se suprimirá, sin excepción todo lo que en este mundo es literatura valiosa. 
    La raíz de este obstáculo es una creencia errónea: el pensar que comprender es estar de acuerdo necesariamente. No es así. Examinemos el proceso que debe seguir normalmente una lectura fructífera. 
    El buen lector aspira a comprender. Para lograrlo deja a un lado, al empezar, sus opiniones y prejuicios y trata de seguir al autor cuya obra lee; no de dictarle lo que debe decir, sino de identificarse con el libro. Si, por el contrario, el lector resiste, se enfrenta a él haciendo reservas mentales y en actitud de crítica destructiva al empezar, no sacará provecho alguno de lo que lee. Si abre su mente lo más posible, los matices y los detalles que por ser muy finos le podrían pasar inadvertidos, lo llevará poco a poco a sentir la esencia de un vivir humano que no será igual a ningún otro, y comenzará a darse cuenta de lo que el autor está tratando de decirle. Dice Virginia Woolf que es como contemplar y apreciar en sus detalles y conjunto un edificio bien construido; «pero las palabras son menos tangibles que las piedras, y leer es un proceso más largo y complicado que ver con los ojos». 
    Empezando por considerar, por ejemplo, la novela: cada novelista aspira a hacernos vivir en un mundo de su propia creación; cada novelista observa las leyes de su propia perspectiva y suele ser fiel a ellas. Leer grandes novelas es moverse de un mundo a otro. Leer novelas es un arte difícil; exige a la par finura de percepción y audacia imaginativa. Pero supongamos que el lector se aparta, por el momento, de la novela y pasa a otro tipo de obra, por ejemplo, la biografía. Podrá leerla para satisfacer el deseo de conocer la vida y las costumbres en el lugar y la época en que se movió el biografiado, y desde luego, no podrá tratar de imponer allí sus propios modos de pensar y sentir, sino tratará de imaginarse por un instante que es parte de aquel momento y lugar de la historia. 
    Por supuesto, esa literatura de la vida cotidiana tiene estrechas limitaciones. Puede ser que el lector se sienta movido por el deseo de gozar de las grandes esencias de la vida de la ficción. Si siente ese deseo de acercarse a la más pura belleza estará en disposición de leer poesía lírica. Dice la escritora mencionada que «el momento de leer poesía lírica llega cuando nos sentimos casi capaces de escribirla». El choque emocional de la lírica es tan fuerte que por el momento no podemos tener más impresión que la del poema en sí. ¡Qué profundidades y qué alturas alcanzamos entonces! La ilusión creada por la novela se apodera de nosotros gradualmente, con calculado efecto; pero la lírica nos absorbe de un golpe. 

        Está la noche serena 
        de luceros coronada 
        terso el azul de los cielos 
        como transparente gasa… 

        Verde que te quiero verde, 
        verde viento, verdes ramas; 
        el viento sobre la mar 
        y el caballo en la montaña. 

        ¡Qué descansada vida 
        la del que huye el mundanal ruido 
        y sigue la escondida senda 
        por donde ha ido 
        los pocos sabios que en el mundo han sido! 

    ¿A qué región hemos pasado? ¿Cuándo se escribieron esas líneas? Nadie se hace esa pregunta en el momento en que lee la poesía. Somos siempre contemporáneos del poeta. Nuestro yo íntimo se recrea en su contacto, a través de la pura emoción. 
    Pero dejemos pasar ese momento, calmarse la emoción. Volvamos a pensar. El sonido de esos versos acaso despierte cosas en la mente del lector. Acaso recordará, y al encanto real perfecto de la noche de Espronceda, serena, de luceros coronada oponga el alado misterio de unos versos sencillos

        Yo he visto en la noche oscura
        llover sobre mi cabeza 
        los rayos de lumbre pura 
        de la divina belleza. 

O acaso comparará la serenidad latina de Fray Luis: ¡Qué descansada vida!, con la religiosidad casi medieval de La oración por todos de Bello: 

        Ya es la hora 
        de la conciencia y del pensar profundo. 
        Cesó el trabajo afanador, y al mundo 
        la sombra va a colgar su pabellón… 

O relacionará el colorido de García Lorca. Verde que te quiero verde… con el de Juan Ramón Jiménez. 

        Morado y verde limón 
        estaba el poniente, madre…

    Y la comparación de varios ejemplos, del arte alado y sagrado del poeta le hará comprender mejor su poder para condensar, ampliar, enunciar o sugerir las cosas en una forma que es no solo eterna, sino definitiva. «Solo es preciso comparar» —dice Virginia Woolf. Pero este paso es precisamente el paso final de la lectura, que la resume y termina y nos la presenta en toda su complejidad. 
    La primera parte del proceso de la lectura es recibir las impresiones de la lectura hasta el límite de nuestra capacidad de receptividad y comprensión. La segunda parte ha de completar la primera, si queremos gozar el placer total de lo que leemos. Esta segunda parte consiste en comparar y formarnos un juicio sobre las varias y múltiples impresiones recibidas y llegar a concretar una firme y duradera impresión. (No necesariamente una impresión invariable). El primer paso de esta segunda parte es la comparación de unas obras con otras. Pero no hay que formar juicio inmediatamente. Esperemos a que el choque de impresiones se calme, a que las últimas interrogaciones se planteen, cerremos el libro y variemos de ocupación. Y luego, sin forzarlo, el libro volverá a nosotros como un conjunto, como una totalidad, como una construcción que podemos comparar con otras detalladamente, críticamente. Hemos tratado primero de comprender al autor, de identificarnos con él. Ahora vamos a tratar de juzgarlo, vamos a diferir de él. Y para hacerlo vamos a ser severos y exactos. Vamos a comparar su libro o su poema con los mejores de su clase con aquellos sobre los que ya hemos formulado un juicio definido. Según su tipo, comparemos las novelas —no importa lo recientes que sean— con las mejores de su clase. Compararemos la poesía o el drama con lo mejor en su género. Las grandes normas que nos han servido para juzgar las obras clásicas nos servirán de apoyo para juzgar las modernas, sin alteración fundamental.
    Esta parte de la lectura es mucho más compleja que la primera, y solo la llevaremos a cabo con éxito satisfactorio cuando ya hayamos leído ampliamente y con suficiente comprensión para hacer esas comparaciones vivas y clarificadoras, y lo que es aún más difícil, llegar a una conclusión: este libro es de tal tipo; creo que tiene tal valor, que tiene tales defectos, que logra esto, que en aquello está mal, y en esto otro, bien. Como esto es difícil y exige penetración y saber e imaginación bien desarrollados, ¿no será más fácil aconsejar que esta parte se deje a cargo de críticos y eruditos profesionales que nos enseñen cuál debe ser para cada lector, el valor de esas obras? Sería acaso fácil: pero es imposible. Por eso, los textos que presentan al alumno una lista cuidadosa de los valores que deben encontrar en cada obra, incluso las que nunca lee, son punto menos que inútiles, excepto como acumulación de datos históricos en la parte que a ellos se dedica. Porque, por mucho que nos digan los eruditos y los críticos, no nos pueden dar la impresión de una obra, que es una experiencia que ha de ganarse personalmente a través de la lectura. El lector (que es el que aprende literatura, porque la lee, no memoriza sus títulos) tiene que basar su juicio en su opinión personal: «me gusta, no me gusta; me interesa, estoy o no estoy de acuerdo». No podemos suprimir nuestra impresión personal sin anular nuestra capacidad de apreciación. Lea el lector la obra, forme juicio; lea luego a los críticos sin que tenga que aceptar sin discusión sus opiniones. Y entonces, a medida que aumenten sus lecturas, y siga comparando y juzgando, se encontrará con que su gusto irá cambiando; se hará más reflexivo, más exigente; irá aquilatando las cualidades y estableciendo nexos entre ciertos libros; unos le harán volver atrás a consultar otros; se irá dando cuenta de que puede agruparlos por ciertas características; las definirá, y tratará de derivar de ellas una dirección que las lecturas le ayudarán a confirmar o a modificar. Y entonces será cuando los grandes críticos le ayudarán realmente, cuando los comprenderá mejor, y sus obras le darán luz para examinar el arte literario y definir las ideas que acaso estén todavía imprecisamente formuladas en su mente. Los críticos le servirán realmente cuando llegue a ellos cargado de interrogaciones y sugestiones inspiradas por la lectura. De nada le servirán si se echa a dormir simplemente a la sombra de su autoridad. 
    No crea el lector común que estoy pensando que de cada uno de nosotros va a surgir, por ese método, un crítico profesional que haga brillantes contribuciones a los estudios literarios. No es probable que todos lleguemos a ser críticos; pero seremos lectores inteligentes, tendremos conocimientos de la literatura, no de las listas de nombres y títulos que son únicamente un índice para la lectura; y por ser lectores, tendremos un papel importante, que con frecuencia se ha descuidado en nuestros días. Nuestras direcciones y nuestras opiniones irán formando el ambiente en que los escritores actúan; crearemos una influencia que se ejercerá sobre ellos silenciosa, pero efectivamente. Nosotros somos el público, cuya opinión —si está basada en la afición y el cultivo inteligente de la lectura—, influye sobre la producción literaria de modo determinante. Para nosotros se produce la obra literaria, y nuestra importancia se deriva de que ejercemos una actividad que tiene en sí misma su finalidad, como todo arte: nuestra actividad es el arte de leer.

CRONOLOGÍA DE CAMILA HENRÍQUEZ UREÑA
 
1894. Nace en Santo Domingo, República Dominicana, el 9 de abril, hija de Francisco Henríquez y Carvajal y Salomé Ureña.
 
1904. Viena a residir en Cuba. Cursa en ella sus estudios de bachillerato y universitarios.
 
1916. Viaja a los Estados Unidos con su hermano Pedro Henríquez Ureña. Toma cursos de ampliación en la Universidad de Minnesota. Ocupa en ella una cátedra.
 
1921. Se instala en Santiago de Cuba. Ejerce la docencia en academias privadas.
 
1932. Se traslada a París y cursa estudios en la Sorbonne. Ocupa una cátedra en la Escuela Normal de Maestros de Santiago de Cuba. 

1936. Reside en La Habana. Preside la sociedad femenina Lyceum. Es miembro fundador de la Institución Hispano-Cubana de Cultura.
 
1941. Viaja por América Latina: Panamá, Ecuador, Perú, Chile, Argentina, México. 

1942. Desempeña una cátedra en Vassar College, Estados Unidos, donde permanece diecisiete años, durante los cuales también ofrece cursos en la Universidad de Middlebury. 

1948. Disfruta de un año sabático durante el cual trabaja en México, en el Fondo de Cultura Económica.

1958. Viaja a España, Francia e Italia. Regresa a Estados Unidos y obtiene su jubilación profesoral.
 
1960. Retorna a Cuba. Trabaja en la Universidad de La Habana y en Ciudad Libertad, hasta su fallecimiento.
 
1973. Muere en Santo Domingo, el 12 de septiembre.

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Camila Henríquez Ureña
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