LARANCUENT PUSO UNO sobre otro los periódicos del día y el paquetito de cartas que conformaba la correspondencia recibida y que, unos minutos antes, le había entregado el General. Tosió un poco tratando de aclarar la voz y fue entonces que oyó vocear su nombre:
—¡Jaaaaaaaime!
El grito provenía de la habitación vecina y el General lo miró con impaciencia dejando, casi transparente, una sonrisita entre amarga y simpática. Miró su reloj de pulsera y se dijo para sí: «las siete y treinta de la mañana» y luego lo comprobó cuando el gong del reloj de péndulo sonó una sola vez.