LARANCUENT PUSO UNO sobre otro los periódicos del día y el paquetito de cartas que conformaba la correspondencia recibida y que, unos minutos antes, le había entregado el General. Tosió un poco tratando de aclarar la voz y fue entonces que oyó vocear su nombre:
—¡Jaaaaaaaime!
El grito provenía de la habitación vecina y el General lo miró con impaciencia dejando, casi transparente, una sonrisita entre amarga y simpática. Miró su reloj de pulsera y se dijo para sí: «las siete y treinta de la mañana» y luego lo comprobó cuando el gong del reloj de péndulo sonó una sola vez.
—Pasa, Larancuent —le dijo el General, y penetró en la habitación desde donde, unos minutos antes, había provenido la llamada. Como lo hacía a diario, Larancuent echó un vistazo rápido a la habitación y la encontró como siempre: angosta, oscura, con un cierto olor a axilas sudadas y a remedios caseros. Observó la ventana (la única ventana) cerrada y, antes de depositar los papeles en la mesita que tenia asignada, vio nuevas casettes apiñadas junto a las viejas en repisas numeradas al socaire, debajo de libros abiertos y marcados por otros lectores; vio el largo closet de pared a pared que se interna hasta la puerta que comunica al baño dejando ver las hileras de trajes, camisas y corbatas con los nudos hechos; encima del closet los sombreros de diferentes épocas: de alas anchas, como los usados por Indiana Jones, y los de alas cortitas, como los que se ponía Cary Grant en los filmes de los cincuenta; Larancuent detuvo su mirada en los esquineros portadores de recuerdos misteriosos y de apegado brillo: monedas colombianas, mexicanas, figuras de milenario barrio andino y gorritas de lana cruda. Casi a punto de sentarse, Larancuent oyó el reloj parlante anunciar, en correctísimo inglés, que eran las siete y treinta. Inmediatamente pensó que su reloj estaba adelantado, pero luego meditó ligeramente sobre alguna estrategia del General para acortar esos tres minutos entre el gong del antedespacho y el aviso parlado que había escuchado ahora. Ya sentado, Larancuent ordenó los periódicos según la importancia, aunque sabia que esa importancia podía variar por determinados estados anímicos de quien le pagaba. Tosiendo un poco para aún aclarar más su voz, Larancuent llevó su mirada hacia la puerta del baño y, todavía más, hacia la barandilla bordeadora de la pared: sabía, que antes que el cuerpo, aparecería primero su mano fuertemente asida a ella buscando apoyo y guía. Entonces la vio, la mano, y tras ella el viejo albornoz y dentro de él a su oidor, al Doctor, al hombre que le pagaba para que le leyera una parte de los diarios y revistas de publicación nacional. Conocía de sobra ese albornoz, esa vieja bata arrugada y triste, tan secular como su propietario. Larancuent no pudo evitarlo, no pudo impedir el pensamiento que le cruzaba la cabeza: «Es su bata de la suerte, según me contó hace tiempo y nadie impediría que la use día tras día». Apartando el pensamiento, observó cómo su oidor cruzaba, tomando un cordoncito colocado adrede, la corta distancia desde la esquina del baño hasta un sillón clásico, de piel cuarteada y descolorida, situado frente a frente a la butaca que ocupaba.
—Buenos días, Doctor —le dijo y acto seguido tomó el paquete con los diarios y correspondencia, poniéndose de pie.
—Siéntate, Jaime —dejó escapar el hombre a quien Larancuent había llamado Doctor.
Larancuent, sentado de nuevo, preguntó al Doctor:
—¿Qué le leo, Doctor? ¿Durmió bien?
—Ahí, ahí, Jaime —agregando, tras unos segundos —Léeme primero lo de siempre.
Buscando el diario El Caribe, Larancuent meditó, muy rápido, sobre el gran humor de su oidor. Sus OJOS se detuvieron en los muñequitos y, sobre todo, en la tira El Doctor Merengue. Poniendo la voz a veces grave y otras muy aguda, el lector interpretó al protagonista de la tira cómica con su voz fonética y con la que podría ser la voz de su alter ego flotante, de su vainero espíritu mortificador. Tras las risas de su oidor, el lector continuó con otras tiras: Lorenzo y Pepita, Benitín y Eneas, todas favoritas del Doctor. Agotadas las tiras cómicas de El Caribe, Larancuent pasó al comentario editorial, a las columnas invitadas, a las noticias principales y los asuntos económicos. Así, el lector repasó todos los diarios, las revistas y cierta correspondencia. El Doctor oía, dormitaba, entreabría los ojos, reía, fruncía el entrecejo y Larancuent modulaba su voz para acentuar lo leído. Como de costumbre, el lector, al finalizar, preguntó a su oidor:
—¿Le detallo alguna noticia, alguna correspondencia, Doctor?
—No, Larancuent, no me detalles nada. Pero, ¿podrías abrir la ventana?
Sorprendido, Larancuent se incorporó y caminó hasta la ventana, abriéndola. Miró a su oidor e, intrigado, le dijo:
—Está abierta, Doctor.
—¿Qué ves, Jaime?
—¿A través de la ventana, Doctor?
—Sí, a través de la ventana.
—Veo el centinela que cuida el patio… el otro en la acera… veo los framboyanes en flor…
—¿Están muy encendidos, Jaime? —interrumpió el Doctor a Larancuent.
—Sí, Doctor. Están encendidos. Parecen fuegos rojos, fuegos intensos. Y allá las nubes blancas, los edificios recortados, alguna gente cabizbaja…
—¿Cabizbaja, Jaime? —volvió el Doctor a interrumpir.
—Sí, Doctor. Últimamente la gente camina cabizbaja… cierta gente, Doctor —y entonces Larancuent comprendió que había señalado algo de una manera no debida.
—¿A qué achacas tú, Jaime, eso… que la gente, cierta gente, camine cabizbaja?
Larancuent no respondió.
—¿Por qué callas, Jaime? ¿Acaso me ocultas algo?
—No, no, Doctor. No le oculto nada. Por eso le dije que cierta gente caminaba cabizbaja. La mayoría ríe, Doctor. La mayoría está feliz.
El Doctor, el oidor, se puso de pie y, tomando cuerdas, hilos y señales ocultas (de aquellas que no se podían tocar), llegó hasta la ventana, mientras el reloj parlador marcaba un tiempo determinado. Frente a Larancuent, el Doctor lo enrostró:
—¡Me estás ocultando algo, Jaime Larancuent! —y entonces inclinó su cabeza hacia la ventana abierta. El lector contempló aquel rostro ahora sin maquillaje y vio arrugas enclavadas en zonas ocultas del cuello, de la nuca, de la frente, de los labios. —¿Qué me ocultas, Jaime?
Como sorprendido en su observación, el lector tartamudeó y comprendió que debía decir algo a su oidor; comprendió que su única salida era inventar algo o extraer como una raíz que se seca todos los martirios de sus sospechas:
—No le oculto nada, Doctor. Tal vez le calle cosas, pero no le oculto nada.
El oidor buscó la luz con sus ojos mustios y el sol, aún inclinado, se posó en ellos, aumentados por los gruesos cristales de los espejuelos. Larancuent lo observaba: aquellos ojos octogenarios, roídos por un millón de lecturas, hacinados en las paredes de embajadas y recovecos palaciegos, buscadores de señales difusas en los atardeceres, los tenía al alcance de su aliento. De repente, Larancuent fue asaltado por la voz del oidor:
—Hoy tu voz no estuvo a la altura acostumbrada, Jaime.
Acosado, Larancuent podía decir algo para salir del paso, pero prefirió insertar algún dejo de sospecha unilateral en aquel espacio que se le abría:
—Anoche no pude dormir bien, Doctor.
—¿Por qué, Jaime?
—Preocupaciones, Señor. Usted sabe: todo está subiendo…
Cortándolo, el Doctor apuntó áspero:
—¿Qué sube?
Y entonces Larancuent sospechó que no podía ir por el camino recién abierto. Sin saber por qué, retrocedió muchos años y se estacionó en Matancitas. Vio el río nervioso saltando sobre piedras y troncos; se estremeció con los lejanos truenos provenientes de las lomas y se contempló él mismo pequeño, desnudo, aterido en el atardecer templado. Oyó la voz de su madre llamarlo preocupada, temerosa y, como una chispa encendiendo el bosque, su propia voz gritando: ¡Estoy aquí, mami! Su voz, Larancuent sabía que por su voz había ganado las mejores notas en escuelas, institutos y, para graduarse con los más altos honores, en la universidad del Estado. Su voz lo había convertido en príncipe de la radiofonía cibaeña y lo hizo escalar los más altos peldaños en su estadía de tres años en Nueva York, desde donde regresó para leerle al Doctor.
—Algunas cosas, Señor —le respondió como tratando de variar para siempre el tema de la economía. Al observar al Doctor, comprendió que la respuesta no satisfizo la interrogante, que aquella mente siempre apta para zafarse de las trampas, ni remotamente creía esa vaguedad. Por eso agregó: —Ha subido la leche, Señor… y la carne y otras cosas— y variando bruscamente la conversación, Larancuent agregó: —¿De verdad no se interesó por la noticia de la próstata, Doctor?
—Algo te preocupa, Jaime Larancuent. Sabes que esa noticia ni me va ni me viene. ¿Qué es, Jaime? —tras la pregunta, el oidor volvió la espalda a la pared y caminó, tomando uno de los hilos, hasta el sillón que había ocupado. Desde allí habló: —Ven, Jaime, siéntate —y echando hacia adelante los pies empantuflados, cerró los ojos como para dormitar. Larancuent volvió hacia su butaca y se sentó.
—¿Qué notó de raro en mi voz esta mañana, Doctor? —preguntó.
—Parecías un locutor de noticiero.
Antes de hablar, Larancuent recordó que una de las observaciones de su recomendador era que debía evitar llevar su voz a esos linderos de la locutoría comercial, que jamás debía inflexionar banalmente, desechando las dramatizaciones personales, teatrales. Su recomendador le había enfatizado que su voz debía ser su voz: esa agradable voz de rapsoda, de hombre sabedor de literatura, de conocedor de las divisiones de la métrica y de las intensidades del verso; esa agradable voz que culminaba las censuras en ascensión melódica para retomar los descensos como un galope de ritmos. Recordó que su recomendador le había dicho que el Doctor era caprichoso, sinuoso con las noticias y, más que nada, incrédulo con los periodistas y los periódicos. Ahora venían a su mente las tosecitas de su oidor cuando inflexionaba o buscaba explayar las hipérboles. Sin embargo, Larancuent en su lectura de ese día no había buscado nada que no fuera lo natural. Pensó que su oidor había desarrollado un instinto auditivo hipercomunicativo, que podía ver a través de sus oídos y había captado ese bosque diminuto de nervios que le hacían sudar, temblar y maldecir interiormente todo cuanto le molestaba.
—Parece que hoy no es mi día, Doctor —dijo Larancuent.
—Podría ser, Jaime. Pero tienes algo —insistió el oidor.
Larancuent observó al oidor: estaba ahí con sus pies hacia adelante, con aquellos piecitos parecidos a los antiguos panes sobados de cinco centavos, con su bata de sabe Dios cuántos usos y sus conocimientos profundos de retórica. Larancuent, fugazmente, recordó la vez que dijo a su oidor sobre la referencias atrapadas en el signo, de los atajos y las elipsis y de cómo este le respondió ásperamente que si se estaba volviendo loco. Larancuent sabía que esa tos, que podía ser teatro, pero también tragedia, no podía ser tomada a menos. Por eso volvía en sus lecturas hacia su voz, hacia la neutralidad de un sonido interpretante, tal como un viento que se desliza sobre los acantilados, dando a cada metáfora la figuración determinada y evitando que las metonimias llegaran al puro escándalo. Los pensamientos de Larancuent fueron interrumpidos por la otra voz, por el metal punzante salido de la garganta del General:
—¿Terminó Larancuent, Doctor?
El oidor abrió sus ojos y volvió la cabeza hacia el lugar de donde provino la pregunta, respondiendo:
—No. Aún no ha terminado, General —y cuando sintió que el militar se había ido, se volvió a Larancuent: —¿De quién es esa voz, Jaime?
—¿Cuál voz, Doctor? —respondió, muy sorprendido, Larancuent.
—Esa: la voz con que me leíste hoy.
—Era mi voz. Esta es mi voz, Doctor.
—¿Desde cuándo me estás leyendo, Jaime?
—Desde un poco antes de su regreso.
—¿Y siempre me has leído así?
—¿Cómo así, Doctor?
—Así, como lo dice la gente: amemadamente, sin brillo, tan en el aire. ¡Tu voz es melódica, Jaime Larancuent! Vasallo te trajo por eso… ¡por nada más!
Larancuent, como atrapado y con una sola salida, cambió de postura, se irguió un poco y calló.
—Dime, Jaime, ¿qué pasa hoy con tu voz?
—¡Ah, Doctor, no es nada! Podría ser la proximidad de la boda.
—¿Te dieron tu apartamento? —le interrumpió el oidor.
—Aún no, Doctor —y entonces se detuvo a observar los labios del oidor: allí vio la mueca, la satisfacción sensual que experimentaba al hablar de viviendas y dádivas. Vio, no una explosión, sino un rictus estudiado en la boca del Doctor cuando le dijo:
—¡Pero di órdenes concretas para que se te asignara un buen apartamento!
Estudiando su respuesta, Larancuent dijo a su oidor:
—Pronto me lo darán, Doctor.
Sin esperar el alto timbre en la voz del oidor, Larancuent se sorprendió al oírlo:
—¿Y el que te asignaron, Jaime? … ¡ese ya lo inauguré!
—Parece que había un compromiso previo, Doctor.
—Pero, ¿a quién diablos se lo dieron?
Como en una cuerda floja, Larancuent sintió que por su cuerpo se metía una rumba espesa, tórrida, arropada de bongós y maracas y su voz afloró con dejos, con un ligero tartamudeo:
—A alguien, Doctor.
Ese fue el momento en que el lector vio un cuadro que no podía clasificar si de teatro de mimo o de comedia inglesa: el Doctor, acercando su tronco, le preguntó:
—¿A quién, coño?
Y él, Larancuent, no supo qué responder. Podía aprovechar aquel instante para decirle todo lo que sabía de los engaños a que lo sometían a diario, de lo que le ocultaban, de lo que le presentaban como una cosa y en verdad era otra. Pudo haber sentido pena por su oidor, pero la resevó sin saber por qué. Alguien le había contado un tiempo atrás que lo mejor era no decir nada; que era preferible mantener la boca cerrada y hacerse el tonto. Pero, también, Larancuent sabía que más allá de los daños individuales estaba el gran daño al país: ancianos sin esperanza, niños con cerebros mal formados, el caos cubriéndolo todo. Entonces, con voz neutra, salida con el sonido de lo gutural, expresó:
—A una querida, Doctor.
Por el silencio que siguió a su respuesta, Larancuent supo que no debió decir nada. Por eso la amplió:
—A usted lo engañan, Doctor —miró a su oidor a los ojos y no observó ninguna señal de asombro en ellos. ¿Qué hombre es este que no se inmuta al saber algo así?, se preguntó Larancuent y sintió un leve escalofrío subiéndole por la espalda. Entonces comprendió que debía decir todo o no decir nada, optando por lo primero: —¿Me oyó, Doctor? ¡Lo engañan!
—¿Ah, sí? —le respondió el oidor: —¿Cómo me engañan, Jaime?
—En todo… o casi todo, Señor. En lo que firma, en lo que le dicen… sobre cómo está pensando la gente, en lo que usted ordena.
Larancuent hubiese deseado seguir, pero observó los ojos del oidor y los encontró serenos, tal vez con algún dejo melancólico perdido en los parpadeos o en la inclinación de la cabeza. No obstante, el oidor irguió el tronco y se dirigió al lector:
—¿Es ese todo el engaño, Jaime?
—Lo importante no es la enumeración de las trampas, Doctor.
—¿Y qué, entonces?
—Considero, Doctor, que el seguimiento de las artimañas, las zancadillas esbozadas, las posiciones en que usted queda frente al pueblo, constituye lo más penoso.
—¿Crees que el pueblo considera que me engañan?
—Sí, Doctor, el pueblo lo comenta.
—¿Sufre el pueblo esa sospecha?
—Podría ser, Doctor —y Larancuent sospechó, sin estar muy seguro, de las contrapreguntas del oidor. Qué buscará con todo, se preguntó. Sin embargo, continuó: —¿Considera que lo están utilizando, Doctor?
—¿Tú qué crees, Jaime Larancuent?
—Considero que sí: lo utilizan.
—¿Estás seguro? ¿Crees que me utilizan para sus propios fines?
Larancuent sintió un espasmo por todo el cuerpo. Esas dos preguntas, lanzadas a quemarropa, le habían penetrado hasta el último de sus lóbulos. Observando la habitación en que se encontraba, deteniéndose en las cassettes que diariamente le llevaban todos los servicios de espionaje y contraespionaje estatales y privados y los que le hacían llegar los servicios extranjeros similares, Larancuent ya no quería seguir hablando. Es más, ya no quería continuar sentado allí, con su oidor sintiendo su aliento y conociendo que él sabía y sospechaba lo que sí podía saber y sospechar, pero nunca decir. Por el silencio guardado, el oidor comprendió que la sesión con Jaime Larancuent había finalizado.
—¿Deseas decirme algo más, Jaime? —le preguntó con la voz de las entrevistas y de ciertas alocuciones de campaña.
—No, Doctor. No tengo más que decirle.
Inmediatamente tras la respuesta, el oidor se puso de pie y, buscando los hilos secretos, caminó muy despacio hasta la puerta del baño. Larancuent observó alguna humedad en las pantuflas del Doctor y se puso de pie.
—¿Puedo marcharme, Señor? —le preguntó.
—Sí, Jaime, puedes marcharte —y entonces Larancuent tomó los papeles y se marchó.
Sin atravesar la puerta del baño, el oidor tocó un timbre próximo a esta y el General entró muy rápido a la habitación, preguntando seguido:
—¿Pasa algo, Doctor?
Y muy seco, el oidor le disparó con sequedad, como un trueno al amanecer:
—¡No quiero que Larancuent vuelva a leerme! ¿Oyó, General?
Octubre de 1988.
Castillo, E. (1996). El oidor. En D. Céspedes (coord.). Antología del cuento dominicano. Santo Domingo: Editora de Colores.
COMENTARIO COBRE EL OIDOR
El siguiente comentario acompaña al relato, en la Antología del cuento dominicano, de Diógenes Céspedes.
Este texto plantea no sólo la conocida relación entre el amo y el esclavo, simbolizada, por supuesto, porque hoy no hay esclavitud, sino que además trabaja la relación entre lenguajes y poder que atraviesa al príncipe autoritario y al lector inerme que, sin medir las consecuencias, osa entrar en el ámbito íntimo de la consejería sin que se la soliciten. Pero no se trata de un príncipe cualquiera, sino de alguien que es, por lo demás, ciego, y tiene necesidad de que le lean. Para eso han contratado al lector y por tener una voz locutoril, bien timbrada y ortológica. Pero el lector ha querido sobrepujar el límite de su atribución, que ha sido, se le ha recalcado muy taxativamente al contratarlo, leer lo más neutralmente posible las noticias y documentos. Desde el momento en que el lector le imprime un ritmo tendencioso, es decir, con la orientación semántica que quiere darle a lo que lee, el príncipe lo interroga para que libere su verdadera máscara política. Luego de logrado lo cual, el lector es despedido cortésmente, como el personaje de «El brujo postergado» de Borges, perdiendo el puesto y las ilusiones que había cifrado en el poder, no obstante la crítica que hace al propio príncipe y sus colaboradores más cercanos.
BALAGUER AL DESNUDO EN EL CUENTO EL OIDOR, DE EFRAÍM CASTILLO, por Patricio García Polanco
MÁS DE Y SOBRE EFRAÍM CASTILLO
Enlace a entrevista a Efraím Castillo, por el estudiante de literatura Jasper Vervaeke, sobre la novela El Personero<.
Enlace al ensayo Las marcas de la guerra en la creación literaria, por Efraím Castillo
Enlace a Efraím Castillo, en Trayectorias Literarias Dominicanas, por Ramón Saba
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Sobre el poemario “Ficción del Unicornio”, de Leibi Ng, por Efraím Castillo
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Ficción del Unicornio, 1 de 3, por Efraím Castillo
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