Muchas veces me he visto obligado a contestar a la pregunta de por qué escribo. Al principio, cuando era muy joven y tímido, utilizaba la breve respuesta que
daba André Gide a esa pregunta y contestaba: «Escribo para que me lean.»
Si bien es cierto que escribo para que me lean, con el tiempo he aprendido a
completar con otras verdades mi sincera respuesta a la pregunta de por qué
escribo. Ahora, cuando me hacen la inefable pregunta, explico que me hice
escritor porque 1) quería ser libre, no deseaba ir a una oficina cada mañana,
2) porque vi a Mastroianni en La noche de Antonioni; en esa película
—que se estrenó en Barcelona cuando tenía yo dieciséis años—. Mastroianni
era escritor y tenía una mujer (nada menos que Jeanne Moreau)
estupenda: las dos cosas que yo más anhelaba ser y tener.
Casarse con una Jeanne Moreau no es fácil, tampoco lo es ser
realmente un escritor. Por aquellos días, yo tenía una vaga idea de que
no era sencillo ni una cosa ni la otra, pero no sabía hasta qué punto eran dos
cosas muy complicadas, sobre todo la de ser escritor.
Yo vi La noche y empecé a adorar la imagen pública de esos seres a los
que llamaban escritores. Me gustaron, en un primer momento, Boris Vian, Albert
Camus, Scott Fitzgerald y André Malraux. Los cuatro por su fotogenia, no por
lo que hubieran escrito. Cuando mi padre me preguntó qué carrera pensaba
estudiar —él tenía la callada ilusión de que yo quisiera ser abogado—, le dije
que pensaba ser como Malraux. Recuerdo la cara de estupor de mi padre, y
también recuerdo lo que entonces me dijo: «Ser Malraux no es una carrera, eso
no se estudia en la universidad.»
Hoy sé muy bien por qué deseaba ser como Malraux. Porque ese escritor, además
de tener una expresión de hombre curtido, se había construido una leyenda de
aventurero y de hombre no reñido con la vida, esa vida que yo tenía por
delante y a la que no quería renunciar. Lo que en esos días yo no sabía era
que para ser escritor había que escribir, y además escribir como mínimo
muy bien, algo para lo que hay que armarse de valor y, sobre todo, de una
paciencia infinita, esa paciencia que supo describir muy bien Oscar Wilde: «Me
pasé toda la mañana corrigiendo las pruebas de uno de mis poemas, y quité una
coma. Por la tarde, volví a ponerla.»
Todo esto lo explicó muy bien Truman Capote en su célebre prólogo a
Música para camaleones cuando dijo que un día comenzó a escribir sin
saber que se había encadenado de por vida a un noble pero implacable amo: «Al
principio fue muy divertido. Dejó de serlo cuando averigüé la diferencia entre
escribir bien y escribir mal; y luego hice otro descubrimiento más
alarmante todavía: la diferencia entre escribir bien y el arte verdadero; es
sutil pero brutal.»
Así pues, yo en esos días no sabía que
para ser escritor había que escribir, y además había que escribir como
mínimo muy bien. Pero es que, por no saber, ni sabía que era preciso renunciar
a una notable porción de vida si se quería realmente escribir. Por no saber,
ni sabía que escribir, en la mayoría de los casos, significa entrar a formar
parte de una familia de topos que viven en unas galerías interiores trabajando
día y noche. Por no saber, ni sabía que iba a acabar siendo escritor,
pero un tipo de escritor alejado de la figura de Malraux, pues me esperaban
aventuras, pero más del lado de la literatura que de la vida.
Pero escribir vale la pena, no conozco nada más atractivo que la actividad de
escribir, aunque al mismo tiempo haya que pagar cierto tributo por ese placer.
Porque es un placer y es —como decía Danilo Kis— elevación: «La literatura es
elevación. No inspiración, les ruego. Elevación. Epifanía joyceana. Es
el instante en que se tiene la impresión de que, en toda la nulidad del hombre
y de la vida, hay de todos modos unos cuantos momentos privilegiados, que hay
que aprovechar. Es un don de Dios o del diablo, poco importa, pero un don
supremo.»
Hoy en día, con el auge de la nueva narrativa española, se dan entre nosotros
dos tipos de escritores jóvenes, de escritores principiantes: por una parte,
están los que no ignoran que se trata de un oficio duro y paciente, un oficio
en el que se avanza en tinieblas y le obliga a uno a jugarse la vida, a
arriesgar (como decía Michel Leiris) la vida como lo hace un torero; por otra
parte, están los que ven en la literatura una carrera y buscan el dinero y la
fama como primer objetivo de su trabajo.
No tengo alma de predicador y, además, no quiero desanimar ni a unos ni a
otros, de modo que citaré de nuevo a Oscar Wilde, citaré ese consejo que le
dio a un joven al que le habían dicho que debía comenzar desde abajo: «No,
empieza desde la cumbre y siéntate arriba.» Gabriel Ferrater lo dijo de otra
forma: «Un escritor es como un artillero. Está condenado, lo sabemos todos, a
caer un poco más abajo de su meta. Por ejemplo, si yo pretendo ser Musil y
caigo un poco más abajo, pues ya es bastante más arriba. Pero si pretendo ser
como un autor de cuarta fila...»
Un escritor debe tener la máxima ambición y saber que lo importante no es la
fama o el ser escritor sino escribir, encadenarse de por vida a un
noble pero implacable amo, un amo que no hace concesiones y que a los
verdaderos escritores los lleva por el camino de la amargura, como muy bien se
aprecia en frases como esta de Marguerite Duras: «Escribir es intentar saber
qué escribiríamos si escribiésemos.»
Plantearse escribir es adentrarse en un espacio peligroso, porque se
entra en un oscuro túnel sin final, porque jamás se llega a la satisfacción
plena, nunca se llega a escribir la obra perfecta o genial, y eso produce la
más grande de las desazones. Antes se aprende a morir que a escribir. Y es que
(como dice Justo Navarro) ser escritor, cuando ya se sabe escribir, es
convertirse en un extraño, en un extranjero: tienes que empezar a traducirte a
ti mismo. Escribir es hacerse pasar por otro, escribir es dejar de ser
escritor o de querer parecerte a Mastroianni para simplemente escribir,
escribir lo que escribirías si escribieras. Es algo terrible pero que
recomiendo a todo el mundo, porque escribir es corregir la vida -aunque sólo
corrijamos una sola coma al día-, es lo único que nos protege de las heridas
insensatas y golpes absurdos que nos da la horrenda vida auténtica (debido a
su carácter de horrenda, el tributo que debemos pagar para escribir y
renunciar a parte de la vida auténtica no es pues tan duro como podría
pensarse) o bien, como decía Italo Svevo, es lo mejor que podemos hacer en
esta vida y, precisamente por ser lo mejor, deberíamos desear que lo hiciera
todo el mundo: «Cuando todos comprendan con la claridad con que yo lo hago,
todos escribirán. La vida será literaturizada. La mitad de la humanidad se
dedicará a leer y a estudiar lo que la otra mitad de la humanidad habrá
escrito. Y el recogimiento ocupará la mayor parte del tiempo que será
así arrebatado a la horrible vida verdadera. Y si una parte de la humanidad se
rebelase y se negase a leer las lucubraciones de los demás, mucho mejor. Cada
uno se leería a sí mismo.»
Leyendo a los otros o a nosotros mismos, poco margen veo yo para estallidos
bélicos y mucho en cambio para la capacidad de un hombre para respetar los
derechos de otro hombre, y viceversa. Nada menos agresivo que un hombre que
baja la vista para leer un libro que tiene en sus manos. Habría que partir a
la búsqueda de ese recogimiento universal. Se me dirá que se trata de
una utopía, pero sólo en el futuro todo es posible.
© Enrique Vila-Matas: Nacido en 1948, vive en Barcelona; es autor de una
importante obra traducida a varias lenguas.
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Este artículo es de 2001.
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