Por Stephen King
Fragmento
A mi modo de ver, todos los relatos y novelas constan de tres partes: la
narración, que hace que la historia se mueva de A a B y por último
hasta Z; la descripción, que genera una realidad sensorial para el
lector, y el diálogo, que da vida a los personajes a través de sus
voces.
Te preguntarás
dónde queda la trama. La respuesta (al menos la mía) es que en ninguna
parte. No pretendo convencerte de que nunca haya preparado una
sinopsis previa, porque sería como sostener que nunca he dicho
mentiras, pero hago ambas cosas lo menos posible. Desconfío de los
argumentos por dos razones: la primera, que nuestras vidas apenas
tienen argumento, aunque se sumen todas las precauciones sensatas y los
escrupulosos planes de futuro; la segunda, que considero incompatibles el
argumento y la espontaneidad de la creación auténtica. Procuraré
ser claro. Me interesa sobremanera que entiendas que mi principal convicción
acerca de la narrativa es que se hace prácticamente sola. La tarea del
escritor es proporcionarle una tierra de cultivo (y transcribirla, claro). Si
eres capaz de compartir mi punto de vista (o de intentarlo), podremos
colaborar a gusto. En caso contrario, si te parezco un loco, tampoco pasa
nada. No serás el primero.
En una
entrevista para el New Yorker, cuando le dije al entrevistador (Mark
Singer) que para mí las historias eran
objetos hallados, como los fósiles del suelo, me contestó que no me
creía. Yo repuse que bien, que me conformaba con que creyese que lo creía yo.
Y es verdad. Las historias no son camisetas de una tienda de souvenirs, ni
GameBoys. Son reliquias,
fragmentos de un mundo preexistente que no ha salido a la luz. El
trabajo del escritor es usar las herramientas de su caja para desenterrarlas
lo más intactas que se pueda. A veces aparece un fósil pequeño, una simple
concha. Otras, es enorme: un Tyrannosaurus Rex con todo el costillar y
la dentadura. Tanto da que salga un cuento o un armatoste de mil páginas,
porque en lo fundamental las técnicas de excavación son las mismas.
Por bueno que
seas, por mucha experiencia que tengas, es muy difícil que saques todo el
fósil sin alguna rotura o pérdida; hasta para desenterrar la mayoría de las
piezas es necesario cambiar la pala por otras herramientas más sutiles. La
trama es maquinaria pesada, el martillo neumático del escritor.
No te discuto que sirva para desenterrar un fósil de las rocas, porque es
evidente, pero tampoco me discutas tú que rompe casi tanto como extrae. Es
torpe, mecánico, anticreativo. Para mí, el esquema argumental debe ser
el último recurso del escritor, y la opción preferente del bobo. La historia
que nazca tiene muchas posibilidades de quedar artificial y forzada.
Me fío mucho
más de la intuición, gracias a que mis libros tienden a basarse en
situaciones más que en historias. Entre las ideas que los han
concebido las hay más complejas y más simples, pero la mayoría comienza con la
escueta sencillez del escaparate de unos grandes almacenes, o de un cuadro de museo de cera. Deseo
poner a un grupo de personajes (o a dos, o puede que hasta a uno) en alguna
clase de aprieto, y ver cómo intentan salir.
Mi trabajo no consiste en ayudarlos a salir, ni a manipularlos para que
queden a salvo (esos serían los trabajos que requieren el uso ruidoso del
martillo neumático, o sea, la trama), sino observar qué sucede y
transcribirlo.
Tiene
preferencia la situación. Luego vienen los personajes, que al principio
siempre son planos, sin rasgos distintivos. Una vez que se han fijado ambos
elementos en mi mente, empiezo a contar la historia. A menudo vislumbro el
desenlace, pero nunca he exigido a ningún grupo de personajes que hagan
las cosas a mi manera. Al contrario:
quiero que hagan las cosas a su manera. En algunos casos el desenlace
es el que tenía previsto, pero en la mayoría surge como algo inesperado. Una
gran cosa para un novelista de suspense: resulta que además de ser el creador
de la novela, actúo como su primer lector; y si yo mismo, que lo veo desde
adentro, no consigo prever con un mínimo acierto en qué dará el enredo, puedo
estar casi seguro de que el lector empezará a girar las páginas como un
poseso. Además, ¿qué sentido tiene preocuparse por el final? ¿De qué sirve
estar tan obsesionado con controlarlo todo? Algo, tarde o temprano, siempre
pasa.
LA NARRACIÓN
CONCEPCIÓN Y DESARROLLO DE MI NOVELA “MISERY” (MISERIA)
A principios
de los ochenta fui a Londres con mi mujer, en un viaje medio de negocios medio
de placer. Durante el vuelo me quedé dormido y soñé con un escritor famoso (no
sé si era yo, pero James Caan seguro que no) que había caído en las garras de
una fan psicópata que vivía en una granja apartada. Era una mujer
aislada por un proceso paranoico, con unos cuantos animales en la granja,
entre ellos su cerda Misery. Así se llamaba el personaje que aparecía
en varios best-séllers del autor, siempre históricos y un poco subidos
de tono. Al despertar, el recuerdo más claro que conservaba del sueño eran
unas palabras de la mujer al escritor, que se había roto una pierna y estaba
prisionero en el dormitorio de atrás. Las apunté en una servilleta de American
Airlines, para que no se me olvidase, y me la metí en el bolsillo. Luego, no
sé cómo, la perdí, pero aún me acuerdo de casi todo lo que había
escrito:
«Ella habla muy en serio, pero nunca hace contacto con los ojos. Mujer
grande, maciza, toda ella una ausencia de pausas. —No sé qué quiere decir. Repito que acababa de despertarme—.
Lo de ponerle Misery a la cerda no era en broma, ¿eh? No se equivoque, por
favor. La bauticé por amor de fan, que es el más puro. Debería sentirse
halagado.»
Tabby y yo nos
alojamos en el hotel Brown de Londres, y no pegué ojo en toda la primera
noche, en parte porque en la habitación de encima parecía que hubiera tres
niñas gimnastas, en parte por el jet lag, qué duda cabe, pero en parte,
también, por la servilletita del avión. Llevaba escrita la semilla de una
historia que prometía muchísimo, porque podía ser a la vez divertida, satírica
y de terror. Me parecía un material demasiado rico para no escribir.
Me levanté,
bajé al vestíbulo y le pregunté al recepcionista si había algún rincón
tranquilo para escribir. Me acompañó a una mesa fabulosa que había en el
rellano del primer piso, y me contó (quizá con un orgullo justificado) que
había sido el escritorio de Rudyard Kipling. El dato me intimidó un poco, pero
se estaba tranquilo y el escritorio parecía acogedor, aunque sólo fuera por su
superficie de trabajo (unos cinco mil metros cuadrados de cerezo).
Manteniéndome en vela gracias a una sucesión de tazas de té (bebida que, al
escribir, ingería por litros... menos cuando bebía cerveza, claro), llené
dieciséis páginas de un cuaderno de taquígrafo. La verdad es que prefiero la
escritura a mano; lo malo es que cuando cojo la directa no puedo seguir el
ritmo de los renglones que se me forman en la cabeza y me agobio.
Al término de
la sesión pasé por el vestíbulo para repetirle al recepcionista mi
agradecimiento por dejarme usar el precioso escritorio del señor Kipling.
—Me alegra
mucho que le haya gustado —contestó él con una vaga sonrisa de nostalgia, como
si hubiera conocido personalmente al escritor—. Lo cierto es que Kipling
falleció delante de ese escritorio. De un derrame. Mientras escribía.
Subí para
recuperar unas horas de sueño, pensando que a veces nos dan información que
sería mejor obviar.
El título
provisional de mi relato (al que entonces preveía como de unas treinta mil
palabras) era «La edición Annie Wilkes». Cuando me senté delante del precioso
escritorio de Kipling, tenía clara la situación básica:
escritor accidentado y fan psicópata. La historia en sí aún no existía
(bueno, sí, pero como reliquia enterrada, a excepción de dieciséis páginas
manuscritas), pero no me hacía falta conocerla para empezar a trabajar. Tenía
localizado el fósil, y sabía que lo demás consistiría en una excavación
prudente.
A lo mejor me
equivoco, pero supongo que lo que vale para mí también vale para ti. Si estás
esclavizado (o intimidado) por la tiranía del esquema y el cuaderno
lleno de «apuntes sobre personajes», quizá te libere. Como mínimo
orientará tus pensamientos hacia algo más interesante que la
planificación argumental.
[…]
Al final de la
primera sesión en el hotel Brown, en que Paul Sheldon se despierta y descubre
que es prisionero de Annie Wilkes, creí saber qué ocurriría: Annie le exigiría
a Paul escribir otra novela sobre su personaje de siempre, el valiente
Misery Chastain, pero sólo para ella. Paul protestaría, pero,
previsiblemente, acabaría por acceder. (Me pareció que una enfermera psicópata
podía ser muy persuasiva). Entonces Annie le comunicaría su intención de
sacrificar su querida cerdita Misery al proyecto, diciendo que
El retorno de Misery sólo tendría un ejemplar: ¡un manuscrito
holográfico encuadernado en piel de cerdo!
Aquí nos
desvaneceríamos, pensé, y la trama se reanudaría en el remoto retiro de
Annie en Colorado seis u ocho meses después, donde se produciría el inesperado
final.
Paul ya no
está, la habitación donde convalecía se ha convertido en santuario de
Misery Chastain, pero la cerdita Misery sigue haciendo valer su
presencia con plácidos gruñidos desde la pocilga de al lado del granero. Las
paredes de la «sala Misery» están cubiertas de tapas de libros, fotogramas de
las películas de Misery, fotos de Paul Sheldon y quizá un titular de
periódico: SIGUE DESAPARECIDO EL FAMOSO NOVELISTA romántico. El centro de la
sala lo ocupa, bajo un foco, un libro en una mesita (de cerezo, cómo no, en
honor de Kipling). Es la «edición Annie Wilkes» de
El retorno de Misery. La encuadernación es muy bonita, como tiene que
ser, porque es la piel de Paul Sheldon. ¿Y el propio Paul? Es posible que sus
huesos estén enterrados detrás del granero, pero me pareció más verosímil que
las partes más suculentas se las hubiera comido la cerda.
No estaba mal,
y como relato habría sido bueno (no tanto como novela, porque a nadie le gusta
sufrir por alguien durante trescientas páginas y acabar descubriendo que lo ha
devorado el cerdo entre los capítulos 16 y 17), pero al final no salió así.
Paul Sheldon acabó demostrando más recursos de lo que preveía yo, y sus
esfuerzos por hacer de Sherezade y salvar el pellejo me dieron la oportunidad
de explicar algunas cosas acerca del poder de la escritura, cosas que sentía
desde hacía mucho tiempo pero que nunca había puesto por escrito. Annie
también se reveló como alguien bastante más compleja que en mis previsiones, y
fue divertido escribir sobre ella: es una mujer que en materia de tacos no
pasa de «mecachis», pero que no tiene el menor reparo en cortarle el pie a su
escritor favorito para atajar una tentativa de huida. Mi sensación final fue
que Annie merecía más compasión que miedo. De los detalles e incidentes del
relato, no hubo ninguno que se ajustara a un esquema argumental; eran
orgánicos, excrecencias naturales de la situación inicial, partes
desenterradas del fósil. Hoy aún lo explico sonriendo.
¡Cómo me
divertí, aunque me pasara casi todo el tiempo hasta culo de drogas y
alcohol!
SITUACIÓN VERSUS TRAMA
El juego de Gerald y La chica que amaba a Tom Gordon son otras
dos novelas de situación pura. Si Misery son «dos personajes en una
casa», El juego de Gerald es «mujer en un dormitorio», y
La chica que amaba a Tom Gordon, «niña perdida en el bosque». Como he
admitido antes, algunos de mis libros parten de esquemas previos, pero
los resultados, en libros como Insomnia y
El retrato de Rose Madder, no destacan por su calidad. Me duele
reconocerlo, pero se trata de dos novelas forzadas, demasiado trabajadas. De
mis novelas sobre argumento, la única que me gusta es
La zona muerta (y es de justicia añadir que muchísimo). Hay un libro,
Un saco de huesos, que parece tramado de antemano, pero que en realidad
es otra situación: «escritor viudo en casa encantada». La
trama de fondo de Un saco de huesos es una historia gótica
bastante conseguida (o que me lo parece), y muy complicada, pero no se basa en
nada premeditado. La historia de TR-90, y la verdad de lo que hacía la mujer
de Mike Noonan durante el último verano de su vida, surgieron espontáneamente.
Podría decirse que eran partes del fósil.
Una situación
con fuerza pone en entredicho toda la cuestión del argumento, y me
parece bien. Casi todas las situaciones interesantes pueden exponerse mediante
una pregunta en condicional:
¿Y si los vampiros invadieran un pueblecito de Nueva Inglaterra? (El misterio de Salem's Lot.)
¿Y si
en un pueblo apartado de Nevada enloqueciera un policía y empezara a matar a
cualquier persona que se cruzara en su camino? (Desesperación.)
¿Y si una asistenta sospechosa de haber asesinado impunemente a alguien (su marido)
fuera acusada de un homicidio que no ha cometido (el de su jefe)? (Dolores Claiborne.}
¿Y si
una mujer se quedara encerrada en un coche averiado con su hijo pequeño por
culpa de un perro rabioso? (Cujo.)
Se trata, en
todos los casos, de situaciones que se me ocurrieron (en la ducha,
conduciendo, durante mi paseo diario...), y que acabaron convertidas en libro.
La dependencia del esquema argumental es nula, ni un solo apunte en un
papelito, aunque hay alguna historia (la de Dolores Claiborne, por
ejemplo) casi tan complicada, como las del género policiaco. Ten presente que
entre historia y esquema argumental hay una diferencia enorme.
La primera es honrada y de fiar, mientras que el segundo es
sospechoso y conviene someterlo a arresto domiciliario.
Claro que
todas las novelas que he resumido pasaron por un proceso editorial de lima y
enriquecimiento, pero casi todos sus elementos existían desde el principio.
«La película ya tiene que ser película antes del montaje», me dijo una vez el
montador Paul Hirsch. Lo mismo pasa con los libros.
Dudo, salvo
excepciones, que la incoherencia o la falta de interés narrativo puedan
corregirse mediante algo tan secundario como la revisión.
[…]
LA DESCRIPCIÓN
La descripción convierte al lector en partícipe sensorial de la
historia.
A describir se aprende, que es una de las razones principales de que sólo
puedas hacerlo bien si lees y escribes mucho.
Resulta que no
es cuestión sólo de cómo, sino de cuánto. La respuesta al cuánto te la dará la
lectura, y la del cómo, páginas y páginas de escritura. Sólo aprenderás
practicando.
El primer paso de la descripción es la visualización de lo que quieres
hacer vivir al lector, y el último, trasladar a la página lo que ves en tu
cabeza.
Fácil, lo que
se dice fácil, no es. Repito mi pregunta de antes: ¿quién no ha oído un
comentario así: «Fue genial [o espantoso, rarísimo, divertidísimo...] ¡Es que
no puedo describirlo!»? Si quieres ser buen escritor, estás obligado a poder
describirlo, y de una manera que comunique reconocimiento al lector.
Si sabes hacerlo te pagarán tus esfuerzos, y te lo habrás merecido. Si no,
coleccionarás notas de rechazo y es posible que te plantees hacer carrera en
el fascinante mundo del telemárketing.
Una descripción insuficiente deja al lector perplejo y miope. El exceso de
descripción lo abruma con detalles e imágenes.
El truco es encontrar un buen punto medio.
También es importante saber qué describir y qué descartar en el proceso
principal que es contar algo.
A mí, la
literatura que describe exhaustivamente las características físicas y la
indumentaria de los personajes me deja bastante frío. (Me irrita especialmente
el inventario de guardarropía. Si tengo ganas de leer descripciones de prendas
ya pediré un catálogo de J. Crew). No recuerdo muchos casos en que
sintiera la necesidad de describir el aspecto físico de los actores de una
historia mía. Prefiero dejar que les ponga cara y cuerpo (y ropa) el lector.
¿No crees que es suficiente que te diga que Carrie White es una alumna de
instituto solitaria, con acné y un vestuario de juzgado de guardia? Del resto
puedes encargarte tú, sin necesidad de que te la describa grano a grano y
falda a falda.
Los casos de
perdedores en el instituto los conoce todo el mundo; si yo describo el mío,
excluyo el tuyo y pierdo una parte del vínculo de comprensión que deseo forjar
entre los dos.
La descripción arranca en la imaginación del escritor, pero debe acabar en
la del lector. A la hora de conseguirlo tiene mucha más suerte el escritor que el cineasta,
condenado eternamente a enseñar demasiado... incluido, en nueve casos de cada
diez, la cremallera de la espalda del monstruo.
Para que el
lector se sienta dentro de la historia, concedo más importancia al escenario y
el entorno que a la descripción de personajes.
Tampoco
comparto la opinión de que la descripción física deba ser un atajo hacia la
personalidad. Ahorradme pues, si sois tan amables, los «ojos azules e
inteligentes» del protagonista, y su «barbilla pronunciada de hombre de
acción». Son ejemplos de mala técnica y escritura perezosa, el equivalente de
los pesadísimos adverbios.
Para mí,
una descripción acertada suele componerse de una serie de detalles bien
escogidos que lo resumen todo. En la mayoría de los casos serán los primeros que se le ocurran al escritor.
Se trata de un punto de partida muy válido. Luego, si te entran ganas de
cambiar, añadir o quitar detalles, adelante, que para eso se ha hecho la
revisión, pero creo que en casi todos los casos los detalles que se visualizan
en primer lugar son los más fidedignos además de los mejores. Deberías tener
presente que
en la descripción es tan fácil pasarse como quedarse corto (y, si
tienes alguna duda, te lo demostrarán hasta la saciedad los libros que leas).
Hasta es posible que sea más fácil lo primero.
EJMPLO DE NARRACIÓN, DESCRIPCIÓN Y DIÁLOGO
Uno de mis
restaurantes favoritos de Nueva York es el Palm Too de la Segunda
Avenida, especializado en carnes. Si decidiera ambientar una escena en el Palm
Too, tengo clarísimo que incluiría las observaciones de mis visitas.
Antes de
ponerme a escribir, me tomaría el tiempo de evocar una imagen del local,
recurriendo a mi memoria y llenándome el ojo mental (que es un ojo cuya visión
mejora por el uso). Lo llamo ojo mental porque es la expresión que nos suena
más a todos, pero mi intención real es abrir todos los sentidos.
Será un
rastreo en la memoria, breve, pero intenso, una especie de sesión de hipnosis.
Como en ellas, cuanto más se practica más fácil resulta.
Las primeras
cuatro cosas que se me ocurren al pensar en Palm Too son:
a) la penumbra del bar y el contraste con la luz del espejo de detrás de la
barra, que capta y refleja la de la calle; b) el serrín del suelo; c) las
caricaturas de la pared, que tienen mucha gracia, y d) el olor a bistec y
pescado.
Si siguiera
pensando me acordaría de más cosas (y lo que no recordase me lo inventaría,
porque durante el proceso visualizador se funden verdad y ficción), pero ya
hay bastantes. Tampoco se trata de visitar el Taj Mahal, ni pretendo hacer
propaganda de ningún restaurante. Otra cosa importante que hay que recordar es
que lo esencial no es el marco, sino la historia. No es aconsejable, ni
en mi caso ni en el tuyo, hacer descripciones más frondosas de la cuenta sólo
porque sea fácil. No es esa la carne que hay que poner en el asador.
Teniendo
presente esto último, reproduzco un ejemplo narrativo que lleva a un personaje
al Palm Too:
El taxi frenó delante del Palm Too a las cuatro menos cuarto de una tarde
despejada de verano. Billy pagó la carrera, se apeó y buscó a Martín con la
mirada. No estaba. Dándose por satisfecho, entró.
En
contraste con la luz v el calor de la Segunda Avenida, el Palm Too parecía
una cueva. El espejo de detrás de la barra recogía una parte del resplandor
de la calle, y brillaba en la penumbra como un espejismo. Billy tardó un
poco en ver algo más, hasta que se le acostumbró la vista. En la barra había
algunos clientes bebiendo a solas. Detrás estaba el maítre hablando
con el barman. Tenía la corbata deshecha y la camisa arremangada, con las
muñecas peludas a la vista. Billy se fijó en que todavía había serrín en el
suelo, como si fuera un local clandestino de los años veinte y no un
restaurante de cambio de milenio donde estaba prohibido fumar, y hasta
plantar un salivazo de tabaco entre los pies.
Los dibujos
de las paredes (caricaturas de los políticos corruptos de la ciudad, de
algún periodista retirado hacía siglos o muerto de cirrosis, de algún
famosillo que no acababa de reconocerse) seguían haciendo cabriolas desde el
suelo al techo. Flotaban olores de bistec y cebolla frita. Todo
igual
que siempre.
Se acercó el maitre.
—¿Qué
desea? La cocina no abre hasta las seis, pero el bar...
—Busco a
Richie Martín —dijo Billy.
La llegada
de Billy en taxi es narración, o acción, si prefieres el segundo término.
Desde que entra en el restaurante predomina la descripción pura y dura.
He puesto casi todos los detalles que se me han ocurrido de manera espontánea
al evocar mi recuerdo del Palm Too auténtico, añadiendo algunas cosas, entre
ellas lo del maitre entre dos turnos, que me parece acertado. Me gustan
mucho la corbata deshecha, la camisa arremangada y las muñecas peludas. Parece
una foto. Lo único que falta es el olor a pescado, y se debe a que era más
fuerte el de cebolla.
Regresamos a
la historia en sí mediante una secuencia narrativa (el maitre ocupa el
centro de la escena) seguida por el diálogo. A esas alturas ya vemos el
escenario con claridad. Podría haber añadido un montón de detalles (como la
estrechez de la sala, Tony Bennett cantando por los altavoces, la calcomanía
de los Yankees de Nueva York en la caja), pero ¿de qué serviría?
Tratándose de ambientación, y de descripción en general, un simple almuerzo
equivale a un festín. Queremos saber si Billy ha encontrado a Richie Martin.
Por esa historia hemos pagado veinticuatro dólares, no por lo demás.
Explayarse acerca del restaurante aflojaría el ritmo de la historia, y hasta
podría aburrirnos al extremo de romper el encantamiento que sabe tejer la
buena narrativa. Muchas veces, cuando un lector deja un libro a medias por
aburrido, el aburrimiento se debe a que el autor quedó fascinado por sus
poderes de descripción, perdiendo de vista su prioridad, que es que no se pare
la pelota. El lector que quiera saber algo más sobre Palm Too, que vaya en su
próxima visita a Nueva York o pida un folleto por correo. Yo ya he gastado
bastante tinta para insinuar que Palm Too será un escenario importante de mi
historia. Si resulta no serlo, durante la revisión convendrá recortar unas
cuantas líneas de la parte descriptiva. Claro que podría conservarlas con el
argumento de su calidad, pero bueno, si me pagan es que la calidad se
sobreentiende. Para lo que no me pagan es para darme caprichos.
Mi párrafo
descriptivo sobre Palm Too contiene descripción directa («algunos
clientes bebiendo a solas») y otra un poco más poética («brillaba en la
penumbra como un espejismo»). Son válidas ambas, pero tengo cierto gusto por
la metáfora. El uso del símil y de otros recursos de lenguaje figurado, es uno
de los grandes placeres de la narrativa, tanto para el escritor como para el
lector. Cuando un símil da en el blanco, nos procura la misma satisfacción que
encontrar a un viejo amigo en una multitud de desconocidos. A veces, comparar
dos objetos que no presentan ninguna relación aparente (como el bar de un
restaurante y una cueva —aunque a decir verdad tampoco es exaltante lo de
«parecía una cueva», porque está muy usado. Hay que reconocer que es una
comparación un poco perezosa; no llega a ser un tópico, pero poco le falta)
nos permite percibir algo viejo a una luz nueva y más intensa.
[…]
Cuando un
símil o metáfora no funciona, el resultado puede ser cómico o penoso. Hace
poco leí esta frase en una novela que prefiero no nombrar: «Se quedó sentado
al lado del cadáver, impasible y aguardando al forense con la misma paciencia
que si esperara un sandwich de pavo.» Si hay una conexión esclarecedora, yo no
la he captado. Por lo tanto, cerré el libro sin seguir leyendo. El escritor
que sepa lo que tiene entre manos, que cuente conmigo para acompañarlo. El que
no... Digamos que uno ya tiene más de cincuenta años, y en el mundo hay muchos
libros. No puedo perder el tiempo con los que están mal escritos.
El símil zen
es una trampa del lenguaje figurado, pero no la única. La más habitual (y
repito que caer en ella suele deberse a falta de lectura) es el empleo de
símiles, metáforas e imágenes que caen dentro del tópico. «Era hermosa como un
sol», «Bob luchaba como un tigre»... No me hagas perder el tiempo (ni el de nadie) con recursos tan manidos. Quedarás como un vago o un
ignorante. Ninguno de los dos calificativos será beneficioso para tu prestigio
de escritor.
[…]
La clave de una buena descripción empieza por ver con claridad y acaba por
escribir con claridad, mediante el uso de imágenes frescas y un vocabulario
sencillo. En ese aspecto, mis primeros maestros fueron Chandler, Hammett y Ross
MacDonald, y es posible que mi respeto por la fuerza del lenguaje descriptivo
compacto aumentara al leer a T. S. Eliot y W. C. Williams (como en
La carretilla roja, con su contraste entre ésta y las gallinas
blancas).
Ocurre con la
descripción lo mismo que con todos los aspectos del arte narrativo: que
aprenderás practicando, pero la práctica, por sí sola, nunca te llevará a la
perfección. ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Qué gracia tendría? Y cuantos más
esfuerzos hagas de claridad y sencillez, más aprenderás sobre la complejidad
del idioma. Practica el arte, recordando en todo momento que tu oficio es
decir qué ves, y sigue con la historia.
EL DIÁLOGO
Ahora
hablaremos un poco del diálogo, la parte sonora de nuestro programa. El
diálogo da voz a los personajes, y es esencial para definir su manera de ser.
La pega es que los actos de la gente son más reveladores que lo que dicen, y
que las palabras son traidoras: lo que dicen las personas suele comunicar una
imagen que a ellas se les pasa totalmente por alto.
Con la
narración directa podrás contarme que tu protagonista, Mistuh Butts, fue mal
alumno, y que ni siquiera se dejó ver mucho en el colegio, pero se puede
indicar lo mismo a través de sus propias palabras, y con mucho más color.
Además, una de las reglas cardinales de la buena narrativa es no contar algo
que se pueda mostrar.
[…]
El diálogo bien construido indicará si un personaje es listo o tonto
(Mistuh Butts no es necesariamente bobo sólo porque no sepa decir «apetito»;
para llegar a una conclusión tenemos que seguir escuchándole un poco más),
honrado o tramposo, gracioso o cascarrabias... El buen diálogo, como los de
George V. Higgins, Peter Straub y Graham Greene, es una delicia, y el malo un
muermo.
No todos los
escritores dominan igual el diálogo. Es un campo donde se puede mejorar, pero,
como ha dicho un gran hombre (Clint Eastwood, para más señas), «una persona
tiene que ser consciente de sus límites». H. P. Lovecraft era genial
escribiendo cuentos macabros, pero como dialoguista era un desastre. Debía de
saberlo, porque de los millones de palabras que componen su narrativa sólo
corresponden a diálogo menos de cinco mil.
[…]
Cuando el
diálogo es bueno, el lector se da cuenta. Cuando es malo, también, porque
irrita al oído como un instrumento desafinado.
[…]
Todas las
descripciones de Lovecraft lo presentan como alguien a la vez esnob y de una
timidez enfermiza (además de furibundo racista, con cuentos llenos de
africanos siniestros y judíos intrigantes como los que le daban miedo a mi tío
Oren a partir de la cuarta o la quinta cerveza). Era de esos escritores que
mantienen una correspondencia voluminosa, pero que en persona no dan la talla.
Seguro que hoy en día, si viviera, donde daría más de sí sería en los chats de
Internet. Para aprender a escribir diálogos conviene hablar y escuchar mucho;
sobre todo escuchar, y fijarse en los acentos, los ritmos, los dialectos y la
jerga de varios grupos. A los solitarios como Lovecraft suele salirles mal el
diálogo, o poco espontáneo, como si no lo escribieran en su lengua materna.
[…]
… escribir
diálogos buenos es un arte en la misma medida que un oficio.
Es como si
muchos escritores buenos de diálogos hubieran nacido con oído, como los
músicos y cantantes que afinan de manera natural…
[…]
La clave para escribir diálogos buenos, como en todos los aspectos de la
narrativa, es la sinceridad.
Si la practicas, si pones honradez en las palabras que salen de boca de tus
personajes, descubrirás que te expones a bastantes críticas. En mi caso no
transcurre una semana sin que reciba como mínimo una carta (suelen ser más)
acusándome de malhablado, de intolerante, de homófobo, de sangriento, de
frívolo, o directamente de psicópata. En la mayoría de los casos, lo que
sulfura a mis corresponsales tiene que ver con el diálogo: «¡Coño, que te
vayas de Dodge», o «aquí no nos gustan mucho los negros», o «¿de qué vas,
maricón de mierda?»
Mi madre, que
en paz descanse, no veía las palabrotas con buenos ojos. Decía que eran «el
lenguaje de los ignorantes», pero eso no le impedía gritar «¡Joder!» cuando se
le quemaba la carne o se daba un martillazo en una uña queriendo colgar un
cuadro. Tampoco a la mayoría de la gente, cristiana o no, la inhibe de soltar
algún exabrupto por el estilo (o peor) cuando les vomita el perro en la
alfombra. Es importante decir la verdad. ¡Depende tanto de ella, como casi
dijo W. C. Williams cuando escribía sobre la carretilla roja! A la Legión de
la Decencia no le gustará la palabra «cagar», y puede que a ti tampoco mucho,
pero hay veces en que no hay otra salida.
Nunca se ha
visto a un niño que vaya corriendo a ver a su madre y le diga que su hermana
pequeña acaba de «defecar» en la bañera. Tendrá algún eufemismo a su
disposición, pero mucho me temo que se le ocurra primero «cagar».
Decir la
verdad es fundamental para que el diálogo posea la resonancia y el realismo de
cuya ausencia, por desgracia, adolece Hart’s War, por lo demás una
buena novela. El principio se aplica a todo, hasta a lo que dice la gente
cuando se da un martillazo en el pulgar. Si, pensando en la
Legión de la Decencia, pones «¡caray!» en vez de «¡joder!», infringes
el contrato tácito que hay entre el lector y el escritor: la promesa de que
expresarás verazmente los actos y palabras de tus semejantes por el canal de
una historia inventada.
Por otro lado,
cabe la posibilidad de que uno de tus personajes (como la tía solterona de la
protagonista) diga «caray», y no «joder», en el momento del famoso martillazo.
Si conoces a tu personaje también sabrás cuál de los dos usar, y nos
enteraremos de algo sobre la persona que habla que la hará más viva e
interesante. Se trata de dejar que hablen libremente rodos los personajes, sin
prestar atención a los criterios de la
Legión de la Decencia o el Círculo de Lectoras Cristianas.
Lo contrario, además de falso, seria cobarde, y te aseguro que hoy en día, a
las puertas del siglo veintiuno, escribir narrativa no tiene nada que ver con
la cobardía intelectual. Los aspirantes a censores son legión, y aunque no
coincidan todos en sus prioridades, a grandes rasgos quieren todos lo mismo:
que veas el mundo como ellos... o, como mínimo, calles lo que ves diferente.
Son agentes del orden establecido; no tienen por qué ser mala gente, pero sí
peligrosa para el adepto a la libertad intelectual.
La verdad, y
que nadie se sorprenda, es que coincido con mi madre: los tacos y la
vulgaridad son el lenguaje de la ignorancia y la limitación verbal. Al menos
como regla general, porque hay excepciones, entre ellas ciertas palabrotas y
aforismos muy pintorescos y con mucha fuerza: Expresiones como «tener más
trabajo que un cojo en un concurso de patadas en el culo» no son para una
puesta de largo, pero hay que reconocer que tienen pegada.
[…]
Si yo fuera un
literato a la usanza de Henry James o Jane Austen, si sólo escribiera sobre
pijos o universitarios de familia bien, casi no tendría que emplear
palabrotas. Quizá no me hubieran prohibido ningún libro en las bibliotecas
escolares de Estados unidos, ni hubiera recibido cartas de fundamentalistas
serviciales con ganas de informarme de que arderé en el infierno, donde todos
mis millones no me servirán para comprar ni un simple trago de agua. El caso,
sin embargo, es que no me crié en ese sector de la sociedad, sino como
integrante de la clase media-baja de Estados Unidos, que es de lo que puedo
escribir con mayor sinceridad y conocimiento. O sea, que cuando mis personajes
se dan un martillazo en el dedo dicen más a menudo joder que caray, pero ya me
he acostumbrado a la idea. De hecho, nunca me había dado grandes quebraderos
de cabeza.
Cuando recibo
una carta de ésas, o cuando leo la enésima crítica donde se me acusa de vulgar
y poco intelectual (lo cual, en cierta medida, sí es cierto), me consuelo con
las palabras del realista social de principios de siglo Frank Norris, entre
cuyas novelas figuran Octopus, The Pit y McTeague, gran libro. Los personajes de Norris pertenecían a la clase trabajadora, y su vida
se desarrollaba en granjas, talleres y fábricas. McTeague, que es el
protagonista de su obra magna, es un dentista sin formación. Los libros de
Norris produjeron gran escándalo, pero él reaccionó con frialdad y desdén: «¿A
mí qué más me da lo que piensen? Nunca he hecho concesiones. He contado la
verdad.»
Ya se sabe que
hay gente que no quiere oírla [la verdad], pero no es problema tuyo. Lo sería
querer ser escritor sin estar dispuesto a apuntar al blanco. El
diálogo siempre es indicativo de la personalidad, aunque el que hable
sea feo o guapo. También puede ser un soplo de aire fresco y refrescante en
una sala donde cierta gente preferiría no abrir las ventanas. Al fin y al
cabo, lo importante no es que el diálogo de tu relato sea culto o vulgar, sino
cómo suene en la página y al oído. Si pretendes que parezca real, habla tú. Y
más importante todavía: quédate callado y escucha a los demás.
[…]
Fragmento del libro
On Writing: A Memoir of the Craft (Mientras escribo: Memorias de un
oficio), por Stephen King. El artículo que precede ha sido copiado de la publicación
traducida por Plaza & Janés. El administrador de este blog ha hecho
algunos retoques (con el propósito de esclarecer ciertos giros lingüísticos) y
ha omitido algunos párrafos, sin por ello debilitar o desfigurar el mensaje
central del escrito.
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