lunes, 3 de septiembre de 2018

ADIÓS A ROLANDO

Microficción

Había llegado el momento acordado. Los rostros de pesar mezclados con orgullo infantil lucían resignados. Rolando “no puede seguir viviendo con nosotros”, habían sentenciado nuestros mayores. Varios meses habían pasado desde que lo encontráramos patas arriba y desplumado entre los arbustos de papá Juan y mama Gloria, nuestros vecinos. Entonces, la única señal de que vivía eran los movimientos lentos y desfasados de sus patas de palo y las prolongadas bocanadas de aire que inhalaba desesperado por su pico que abría como tijeras. Con un gotero le administramos unas cuantas gotas de agua que pareció apreciar. Su recuperación fue lenta y demandante. Desde que lo encontramos no hubo para nosotros otro centro de atención que Rolando. Atrás habían quedado las peleas, las enemistades y hasta los juegos. Todos nos desvivíamos por el derecho a reclamar propiedad de quien con el tiempo se transformó en un hermoso ejemplar de plumaje gris, con pescuezo verdoso que despedía brillo variopinto al tocarle el sol. Mimos, arroz, maíz, agua... nada le había faltado a Rolando en su dichosa existencia entre “los charrasqueados”, como nos gustaba llamarnos al grupito de traviesos que componíamos. Como habíamos convenido, a las diez de la mañana de un día soleado y agradable, lo retiramos de la jaula y lo pasamos de mano en mano en un ritual que semejaba más un velorio que el regreso glorioso de un hijo a su hábitat natural. Al soltarlo, con aleteos inciertos sobrevoló unas tres veces nuestras cabezas, como si se despidiera y nos mostrara sus habilidades aeronáuticas. De repente, se disparó hacia arriba como un cohete; entonces, en un giro inexplicable, cambió de rumbo y con la misma velocidad que había ascendido se dirigió en picada hacia donde estábamos. En una secuencia desgarradora, primero vimos las plumas que se desprendían de su cuerpo al estrellarse contra el tendido eléctrico y acto seguido el sonido seco ¡plof! que despedía su cuerpo al ser aplastado por la rueda del carro de pasajeros que en ese momento circulaba por nuestra calle que en pleno sol se tornaba tan negra como la noche.

Isaías Ferreira Medina

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