jueves, 21 de marzo de 2019

ENTREVISTA DE PLINIO APULEYO MENDOZA A GARCÍA MÁRQUEZ, 1972

Revista Libre

“Necesito silencio y muy buena temperatura para escribir desde las nueve de la mañana hasta las tres de la tarde”, dice García Márquez. El lugar donde trabaja, en su apartamento del barrio de Sarriá en Barcelona, corresponde bien a estas exigencias: un cuarto pequeño, con una ventana de planta baja que da a un trozo de césped y a una calle tranquila, de aspecto provincial. De noche, cuando llueve, se ve relumbrar la lluvia en el farol de la esquina, y uno tiene la impresión de que no está lloviendo en una gran ciudad, sino en el empedrado de una aldea, por la que no pasa ningún automóvil. Buena parte del cuarto está ocupado por dos muebles: una mesa mallorquina, amplia, con soporte de hierro forjado, vagamente episcopal, y un diván moderno forrado en tela roja. Todo está dispuesto en orden sobre la mesa, como en el taller de un relojero: carpeta, lápices, lámpara, un par de anteojos. En la pared, un poster comprado en el Boul Mich: brusca, la imagen de una máquina de escribir despedazada por las ruedas de un automóvil.

García Márquez tiene apenas dos años menos de la edad que siempre consideró como la ideal para un escritor: 43 años. (“45 es la edad para escribir buenas novelas”.) Hoy ha perdido el aire de argelino desamparado que tenía en París, cuando por culpa de su aspecto y de la guerra de Argelia los policías franceses lo metían a empellones en los coches celulares con demasiada frecuencia. Ahora , en la cuarentena, ha tomado más bien el aspecto macizo y seguro de un boxeador en retiro: algunos pelos grises se le enroscan en las cejas y en el bigote. Para trabajar viste un overol de mecánico con bolsillos cerrados por cremalleras, y calza unas pantuflas de abuelita (que así llama, por lo demás), forradas por dentro en lana. El overol le resulta una prenda no solamente cómoda, funcional, sino también reconfortante. Le recuerda el aspecto artesanal y duro de su oficio de escritor. Para decirlo sólo de una manera metafórica, es un oficio de hombres, escribió alguna vez, queriendo con ello significar que confía más en el esfuerzo sistemático, en el rigor del trabajo, que en la incierta inspiración.

García Márquez, que tiene por los artefactos y las innovaciones técnicas el mismo fervor fascinado de José Arcadio Buendía, utiliza para escribir una máquina eléctrica muy moderna. Corrige a mano, en tinta negra, el trabajo del día anterior y saca en limpio antes de pasar los originales a una mecanógrafa, que viene por las tardes a su casa. Después del almuerzo, despatarrado en un sofá, en el fondo de un salón penumbroso y tranquilo con parlantes estereofónicos estratégicamente situados, oye varias horas de música. Música clásica; pero también Manzanero, también Toña la Negra o los Beatles. «La música clásica que más me gusta es la música de cámara romántica, sólo que la considero romántica desde Beethoven hasta Bartok».

El teléfono empieza a sonar en su casa después de las cinco de la tarde. Son los amigos, que lo saben disponible a partir de esa hora. «Necesito alcohol y amigos para conversar», dice. El alcohol es buen whisky escocés. Acostumbra a ir en grupo a un restaurante de las ramblas donde burgueses catalanes, pulcros y rasurados como si acabaran de salir de la peluquería, pasan largos minutos cavilosos estudiando el menú. García Márquez, que es un gastrónomo experto, pide cosas refinadas e inverosímiles (conejo con caracoles o pollo con langosta) con un aire solemnemente provocador, y un recóndito entusiasmo experimental que sigue perteneciendo a la estirpe de los Buendía.

«Yo pienso—escribió alguna vez—que soy el Vargas Vila de mi generación, y que tal vez por eso, inconscientemente, me vine a Barcelona». Lo cierto es que la ciudad le gusta, así como París le produce una zozobra epidérmica (salvo en verano cuando el calor la convierte, según él, en un «Macondo de suecas semidesnudas en las terrazas de los cafés»). Suele dar largos paseos a pie por el barrio Gótico. Descubre sitios pintorescos: por ejemplo, una fonda llena de humo en la Calle de los Baños Nuevos donde uno no se sorprendería demasiado de encontrarse alguna noche, bajo los toneles de vino y las piernas de cordero colgadas del techo, a Cristóbal Colón.


Desde que regresó de Colombia y las Antillas, en setiembre de 1971, García Márquez ha trabajado sin interrupción. Terminó un libro de cuentos [La increíble y triste historia de la Cándida Eréndira y de su abuela desalmada] en los ratos libres que le deja su última versión de El Otoño del Patriarca. Esta será una novela tan extensa como Cien Años de Soledad, con cerrados capítulos de cincuenta paginas, y por lo que es dable suponer a través de las pistas dadas por G.G.M., escrita con un lenguaje que lleva el ritmo, el encadenamiento y el deslumbramiento verbal de un poema en prosa. Como es sabido, «El Otoño del Patriarca» alude también a la soledad: a la soledad del poder, a través de la imagen «totalmente nostálgica» de un dictador tropical. A este personaje de por sí desmesurado en la realidad, García Márquez le da un tratamiento mitológico: su dictador vive más de 200 años y según parece llega a los extremos de vender el mar y arrendarle su país a los Marines a cambio de un cuarto lleno de juguetes. Todas las circunstancias de su largo tránsito por el poder tienen el mismo signo de hiperbólica desmesura, de atrevida fabulación.

El libro estaba virtualmente terminado hace un año. Releyéndolo, García Márquez tuvo la impresión de haber llegado a una versión muy cercana a su propósito, luego de dos tentativas fallidas. Pero lo hallaba demasiado aséptico. Le faltaba, para decirlo con sus palabras, olor a guayabas podridas. Fue justamente esa la razón para trasladarse con su familia a la zona del Caribe el año pasado.

Por espacio de seis meses vivió en Barranquilla. Esta ciudad en la costa colombiana está para él asociada a remotas vivencias, vivencias que despiertan desde el momento en que se abre la portezuela del avión y entra una bocanada de aire caliente con olor a caimán. Todavía viven allí varios de sus mejores amigos. Con ellos pasa noches enteras bebiendo ron bajo los almendros de un traspatio, y hablando de cosas que rara vez tienen algún parentesco con la literatura. En un sector desolado de bodegas y cantinas próximo al mercado, está la polvorienta sala de redacción donde escribió su primera novela. Frente, el burdel donde vivía. Las cosas que han desaparecido con el tiempo (la tertulia del sabio catalán, la farmacia de su novia, el prostíbulo de la negra Eufemia) quedaron en las páginas de
Cien Años de Soledad.

Contaminándose, pues, de hedores, sabores y colores del trópico, El Otoño del Patriarca avanza hacia su terminación. Pero es difícil preguntarle a García Márquez acerca de este libro, que es un libro en preparación y por lo tanto vedado. No le gusta hablar públicamente de las cosas que está haciendo.

—Dime, ¿es una superstición?
—No me gusta contestar preguntas sobre los libros que estoy escribiendo, porque todavía forman parte de mi vida privada. Las pocas veces que lo he hecho me he servido de materiales dudosos, que han terminado en el cajón de la basura. Siento un poco de buena compasión por los autores que cuentan en entrevistas el argumento de su próximo libro: es casi una prueba de que las cosas no les están saliendo bien, y se consuelan resolviendo en la prensa los problemas que no han podido resolver en la novela.

—Pero del libro en proceso sueles hablar en privado con tus amigos. Con algunos, al menos…
—Eso es distinto; hace parte de mi métodos de trabajo. La reacción de ellos me ayuda a valorar mis materiales. Sin embargo, también esto debe tener su medida, pues si se habla demasiado y durante mucho tiempo de un tema en proceso, se corre el riesgo de perder el interés a fuerza de manosearlo. Eso mismo sucede después, durante el trabajo de corrección: hay que saber hasta dónde se llega para no echar todo a perder. En ese sentido, escribir es algo tan misterioso como cocinar.

—Me parece que crees poco en la inspiración. ¿Es cierto?
—Cuando se quiere escribir algo se establece una especie de tensión reciproca entre uno y el tema, de modo que uno atiza el tema y el tema lo atiza a uno. Hay un momento en que esa relación alcanza un punto ardiente en que todos los obstáculos se derrumban solos, los conflictos se apartan, y a uno se le ocurren cosas que no había soñado, y entonces no hay en la vida nada mejor que escribir. Esto es lo que se conoce como inspiración. Los románticos desprestigiaron la palabra, pero la situación es real, no como estado de gracia ni como soplo divino, sino por la reconciliación con el tema a fuerza de tenacidad y dominio.

—A veces suspendes deliberadamente, por semanas y aun por meses (¡o por años!) el libro que estás escribiendo. ¿Cuándo exactamente lo interrumpes?
—Cuando siento que declina esa relación intensa con lo que estoy escribiendo. Entonces vuelvo a reconsiderar todo desde el principio. Son las épocas en que compongo con un destornillador las cerraduras y los enchufes de la casa, y pinto las puertas de verde, porque el trabajo manual me ayuda a dominar el miedo a la realidad. Hasta ahora no me he equivocado: siempre que pierdo el entusiasmo de lo que estoy escribiendo, es porque hay una falla grande que no advertí a tiempo. A veces necesito años para descubrir dónde está.

—Le asignas mucha importancia al primer párrafo de los libros. Alguna vez me dijiste que concebías perfectamente que uno tardara tres años en escribir este primer párrafo y tres meses en escribir el resto. De acuerdo con esto, ¿hay más probabilidades de que la falta esté justamente al principio?
—La falla puede estar en cualquier parte del libro, pero lo malo es que cuando uno la siente ya ha trabajado mucho tiempo sobre ella. Por eso le pongo tanta atención al primera párrafo, porque él solo puede ser un laboratorio para establecer sin muchos sacrificios todos los elementos del estilo, estructura y lenguaje, y hasta la longitud del libro. La Mala Hora estaba planeada como una novela mucho más larga, pero en el curso de la escritura, que fue muy ardua y accidentada, fui modificando los planes sin acordarme más del principio. Cuando conocí a Ángel Rama, en México, lo primero que me dijo, con toda razón, es que La Mala Hora empieza como si fuera un libro mucho más largo.

—¿Dónde sueles encontrar la solución?
—Donde menos me lo imagino. La novela que estoy escribiendo ahora la suspendí en México, en 1962, cuando llevaba casi 300 cuartillas, y lo único que se salvó de ella fue el nombre de un personaje. La reanudé en Barcelona en 1968, trabajé mucho durante unos seis meses, y la volví a suspender porque no estaban muy claros algunos aspectos morales del protagonista, que es un dictador muy viejo. Como dos años después compré un libro sobre cacería en el África porque me interesaba el prólogo escrito por Hemingway. El prólogo no valía la pena, pero seguí leyendo el capítulo sobre los elefantes, y allí estaba la solución de la novela. La moral de mi dictador se explicaba muy bien por ciertas costumbres de los elefantes.

—El año pasado, cuando te fuiste a Colombia, lo volviste a suspender.
—Sí, pero no porque hubiera notado ninguna falla grande en el personaje ni en la estructura, sino porque hubo un momento en que no conseguía que hiciera calor en la ciudad del libro, y eso era muy grave, pues es una ciudad imaginaria del Caribe. No basta con escribir: Hacía un calor tremendo. Al contrario, es mejor no escribirlo y hacer que el lector lo sienta.

—¿Cómo resolviste el problema?
—Lo único que se me ocurrió fue cargar con toda mi familia para el Caribe, y estuve errando por allá casi un año, sin hacer nada. Cuando regresé a Barcelona revisé lo que llevaba escrito, sembré unas plantas de flores muy intensas en algún capitulo, puse un olor que hacía falta en otra parte, y creo que ahora no hay problema y que el libro va disparado sin tropiezos hasta el final.

—¿Qué hiciste de especial en ese viaje?
—Simplemente viví en el Caribe, que es el único mundo en que no me siento extranjero, y donde pienso mejor. Lo más interesante fue volver a las Antillas Menores: Antigua, Martinica, Guadalupe, Trinidad, Barbados, Curazao. Son unas islas hermosas y miserables, donde uno vuelve a convencerse de que los españoles, con todo lo que les reprochamos, son los únicos que pusieron los riñones en su empresa colonial, y los que de veras crearon un mundo nuevo. Los franceses y los ingleses no han dejado siquiera un idioma, y hay una separación radical entre los colonos y los nativos. Por un lado están los pueblos polvorientos y ardientes cuyas casas de madera se desbaratan con los ciclones, están los chinos cruzados de indios que lavan ropa y venden amuletos, y los hindúes verdes que salen de sus tiendas de marfiles para cagarse en la mitad de la calle, y por otro lado están los rascacielos de vidrios solares de los hoteles de los gringos, con su mar de topacio y sus playas privadas. Es un mundo sin términos medios.

—¿Cómo te pareció Curazao?
—Es una bella locura de los holandeses, lo único distinto de las Antillas. La ciudad es una miniatura de Amsterdam, con canales interiores de puentes levadizos, y tulipanes en las refinerías de petróleo, y casas de madera de colores muy vivos con techos para la nieve en un trópico de 30 grados. Yo llegué un martes cualquiera pero el comercio estaba cerrado y había banderas en los balcones y música en la calle, porque era el cumpleaños de la reina de Holanda a 10,000 kilómetros a través del océano. No logré convencer a nadie de que aquello no tenía sentido porque en Amsterdam ya era miércoles y el cumpleaños de la reina había sido ayer. Todo es posible en Curazao: tú te sientas a tomarte una cerveza en la terraza de un café, y de pronto te quitan la mesa, y te dicen que te apartes, y es que un trasatlántico blanco está cruzando el centro de la ciudad por entre las vitrinas de las tiendas y las cocinas de los hoteles.

—Viajas mucho, ¿te has preguntado por qué?
—No sé por qué. Es una de las cosas que más me aburren, y todas las ciudades me parecen iguales y como ya te dije me siento extranjero en todas partes menos en el Caribe. Lo que me queda de los viajes son unas imágenes fugaces que permanecen para siempre en la memoria y que no sé muy bien para qué sirven. De mis siete años en México, que es una ciudad dura con gente que quiero mucho, no me va quedando más que el recuerdo de una tarde increíble en que estaba lloviendo con sol por entre los arboles del bosque de Chapultepec, y me quedé tan fascinado con aquel prodigio que me trastornó la orientación y me puse a dar vueltas en la lluvia sin encontrar por donde salir. En Cien Años de Soledad, alguien va a matar al coronel Aureliano Buendía cuando este está escribiendo el poema del hombre que se extravió en la lluvia.

—Es curioso, pero de París, en cambio, no pareces conservar ningún recuerdo nostálgico. Es una ciudad que nunca hemos visto del mismo modo. ¿Se debe a tu conocida fobia contra los franceses?
—No, también conservo de París una imagen fugaz que compensa todas mis hambres viejas, y toda la grosería y la mezquindad de los franceses. Había sido una noche muy larga, pues no tuve donde dormir, y me la pasé cabeceando en los escaños, calentándome en el vapor providencial de las parrillas del metro, eludiendo los policías que me cargaban a golpes porque me confundían con un argelino. De pronto, al amanecer, tuve la impresión de que todo rastro de vida había terminado, se acabó el olor de coliflores hervidos, el Sena se detuvo, y yo era el único ser viviente entre la niebla luminosa de un martes de otoño en una ciudad desocupada. Entonces ocurrió: cuando atravesaba el puente de Saint Michel sentí los pasos de alguien que se acercaba en sentido contrario, sentí que era un hombre, vislumbré entre la niebla la chaqueta oscura, las manos en los bolsillos, el cabello acabado de peinar, y en el instante en que nos cruzamos en el puente vi su rostro óseo y pálido por una fracción de segundo: iba llorando.

—¿Cuál es tu sitio ideal para escribir?
—Para mí el sitio ideal es la isla desierta por la mañana y la gran ciudad por la noche. Yo necesito silencio y muy buena temperatura para escribir desde las nueve de la mañana hasta las tres de la tarde, pero por la noche necesito un poco de alcohol y muy buenos amigos para conversar, y siempre tengo que estar en contacto con la gente de la calle y bien enterado de la actualidad. Esto corresponde a lo que quiso decir William Faulkner cuando declaró que la casa perfecta para un escritor es un burdel, pues en las horas de la mañana hay mucha calma para escribir, y en cambio todas las noches hay fiesta. Es curioso que esta declaración la publicó The Paris Review, cuando yo vivía en Barranquilla, y precisamente en un burdel.

—Háblame de ese burdel. ¿Cómo era?
—Era un hotel muy grande con cuartos de tabiques de cartón, en los cuales se escuchaban los secretos de los cuartos vecinos. Yo reconocía las voces de los muchos señores respetables de la ciudad, inclusive de algunos funcionarios del alto gobierno, y me enternecía comprobar que la mayoría no iba para hacer el amor sino para hablarles de sí mismos a sus compañeras de ocasión. Como yo era periodista mi horario de vida era el mismo de las putas. Todos nos levantábamos al mediodía, y nos reuníamos a desayunar en familia en alguno de los cuartos con las muchachas y sus chulos, y entre ellos una famosa estrella del beisbol del Caribe, que era un tipo estupendo y un chulo mundial. Entre huevos fritos y cerveza helada nos intercambiábamos los secretos de la noche anterior. Es curioso que las muchachas comentaban siempre lo que habían oído en el cuarto vecino, pero no mencionaban nunca lo que les habían dicho a ellas, como si también en la ética de su oficio existiera el secreto de la confesión.

—Muchas gentes se preguntan si no te da miedo seguir escribiendo, después del éxito estrepitoso de Cien años de soledad. Supongo que te habrán hecho esa pregunta.
—Sí, me hacen esa pregunta con frecuencia, pero son gentes que desconocen por completo los problemas de la creación. Una carrera literaria, aunque su nombre parezca indicarlo, no es una competencia deportiva con uno mismo. Uno escribe cada vez el libro que puede escribir. Cien Años de Soledad la leí cuando revisé las pruebas de imprenta, hace cinco años, y sólo cambié dos palabras. La volví a leer hace unos meses, por casualidad, pues no tenía otra a la mano para un largo viaje de tren, y en ningún momento de su lectura se me ocurrió pensar si era más fácil o difícil escribir algo mejor, aunque si ahora pudiera escribirla de nuevo no le cambiaría solamente dos palabras sino muchas páginas, y algunas cosas serían mejores. En todo caso, esa novela, como las anteriores y las futuras, fue el centro y la razón de mi vida mientras la estuve escribiendo, pero ahora es un león muerto, como decía Hemingway, y si alguna vez acepto que me hablen un poco de ella es solamente por buena educación.

—¿Qué es pues lo que te gusta de tus libros?
—Escribirlos. Una vez terminados no me interesan. La prueba es que he tenido los libros inéditos durante muchos años, guardados en un ropero, y que nunca le he llevado un original a un editor para que lo publique.

—¿Te incomoda el éxito?
—Me estorba, la fama me intimida, y la consagración se me parece mucho a la muerte, y por eso me molesta participar en espectáculos públicos y no he asistido nunca a ningún acto de publicidad de mis libros. Comprendo que esto puede terminar en algo aterrador. El otro dia, a la salida del teatro, una señora me en mi propia cara: «Usted no existe».

—¿Cómo te gusta ser leído?
—Es estupendo que lo lean a uno sin complejos intelectuales, que la gente aprenda a perderle el respeto a la literatura. En realidad, todavía quedan demasiados rastros de cuando la cultura era un patrimonio oculto de aristócratas y hechiceros. Se nota hasta en la atmosfera de panteón de las librerías, donde nadie habla en voz alta, ni pisa fuerte, y donde no se atreve a entrar nadie que no sea un iniciado. Otra seria la suerte de la humanidad si todo el mundo supiera que El Quijote o Gargantúa, por ejemplo, no son esos aparatos sagrados de que hablan los pontífices, sino que son dos libracos muy divertidos con lo que todo el mundo puede morirse de risa sin necesidad de saber latín.

—Veo que no tienes en casa muchos libros. Casi nunca has tenido muchos. ¿Por qué?
—Tengo un enorme desprecio por los objetos, y no hago excepción con los libros. Mis únicas propiedades son mis aparatos de música. Los libros, una vez leídos, los regalo, pues siempre estorban en la casa, son feos y mal resueltos como elementos de decoración, y cuesta mucho llevarlos de viaje. Mario Vargas Llosa, que tiene por los libros un respeto sagrado, se crispó cuando le contaron que mi mujer quería leer un libro que yo no había terminado, y resolví la situación de un modo práctico: cada vez que terminaba una hoja la arrancaba del libro y se la pasaba a ella.

—Pero supongo que habrá alguno que te interese guardar…
—Si un libro me interesa de nuevo lo vuelvo a comprar, lo vuelvo a leer y lo vuelvo a regalar. Edipo Rey lo he comprado infinidad de veces en el mundo entero y hoy no lo tengo. Los libros de Pablo Neruda me han costado la mitad de la vida. Mi biblioteca personal se reduce a unos pocos volúmenes que me gusta releer, pero que no son los mismos todas las épocas.

—¿Cuáles son los más constantes?
—Los más constantes son Conrad y Saint Exupery, y no tengo nada de Tolstoi, aunque creo que la mejor novela que se ha escrito es La Guerra y la Paz.

—A propósito de autores, has admitido en alguna época influencias de Faulkner y Virginia Woolf, para no hablar de Sófocles y de tus abuelos, o de libros como el Diario de la Peste o el Amadís de Gaula. Rara vez mencionas a Hemingway y a Graham Greene. ¿No crees que estos autores ejercieron también alguna influencia en ti? En una época, según recuerdo, los leías con mucha atención…
—A Greene y a Hemingway no los menciono entre mis influencias porque sus enseñanzas tienen un simple carácter técnico, y yo entiendo que las técnicas literarias son valores de superficie que en última instancia no pertenecen a nadie. Una influencia real e importante es la de un autor cuya lectura lo afecte a uno en profundidad hasta el punto de modificar ciertas nociones que uno tenga del mundo y de la vida. Por eso menciono a Sófocles, a Kafka, a Faulkner, a Rimbaud…

—A Virginia Woolf.
—… a Virginia Woolf, a la poesía española del Siglo de Oro y a la música de cámara desde Schuman hasta Bartok. Algún crítico ha dicho que esta es una lista de burla, porque no encontró en mis libros ningún rastro de Virginia Woolf.

—¿Lo hay?
—Claro que sí. Yo sería un escritor distinto del que soy, y tal vez hasta un hombre distinto, si a los 20 años no hubiera leído esta frase de Mrs. Dalloway: “Pero no había duda que dentro (del coche) se sentaba algo grande: grandeza que pasaba, escondida, al alcance de las manos vulgares que por primera y última vez se encontraban cerca de la majestad de Inglaterra, el perdurable símbolo del Estado que los acuciosos arqueólogos habían de identificar en las excavaciones de las ruinas del tiempo, cuando Londres no fuera más que un camino cubierto de hierbas, y cuando las gentes que andaban por sus calles en aquella mañana de miércoles fueran apenas un montón de huesos con algunos anillos matrimoniales, revueltos de polvo y con las emplomaduras de innumerables dientes cariados”.

—¿Dónde la leíste por primera vez?
—La leí mientras espantaba mosquitos y deliraba de calor en un cuartucho de hotel, por la época en que vendía enciclopedias y libros de medicina en los pueblos de la Guajira colombiana, y recuerdo que esa sola frase trastornó por completo mi sentido del tiempo, y me permitió vislumbrar en un instante todo el proceso de descomposición de Macondo, y su destino final. Más aún; releyéndola ahora, 20 años después, yo mismo me pregunto asombrado si esa frase no sería el origen remoto del libro que estoy tratando de escribir sobre el enigma humano del poder, y sobre su soledad y su miseria.

—Volvamos a Hemingway. Dices que sus enseñanzas tienen un simple carácter técnico. Concretamente, ¿qué te enseñó?
—Dos lecciones practicas. La primera fue cuando dijo que el trabajo de cada dia debe suspenderse cuando ya se sabe por dónde se va a empezar mañana. Yo tenía antes la costumbre juvenil de escribir compulsivamente hasta agotar en una jornada todo el material resuelto, y a la mañana siguiente me enfrentaba con el fantasma de la hoja en blanco, sin saber por dónde empezar, y cuando lo lograba ya estaba cansado y de mal humor. El consejo de Hemingway tiene además la ventaja de que le permite a uno seguir enriqueciendo en la mente, durante el resto del día, lo que se va a escribir mañana.

—¿Y cuál es la otra lección?
—Es todavía más sencilla. En uno de sus cuentos de toreros, Hemingway describe un toro que embiste al capote, pasa de largo, y luego se vuelve como un gato doblando una esquina. Sólo cuando leí eso caí en la cuenta de que muchas veces había visto un gato doblando una esquina, y sin embargo nunca había notado que lo hace de un modo muy especial y diferente de los otros animales. Fíjate bien que el gato no se separa de la pared para doblar la esquina, sino que se desliza contra ella, de modo que hay un momento en que la cabeza está en una calle y la cola en otra, porque tiene la espina dorsal doblada en ángulo recto. El toro en el ruedo hace lo mismo con una esquina imaginaria. Parece una tontería, pero esa sola frase de Hemingway me dio una óptica nueva para observar el mundo.

—¿Y Graham Greene?
—A Graham Greene le tengo que agradecer—y en efecto se lo he agradecido—el haberme enseñado a descifrar el trópico. A uno le cuesta mucho trabajo separar los elementos esenciales para hacer una síntesis poética en un ambiente que conoce demasiado, porque sabe tanto que no sabe por dónde empezar, y tiene tanto que decir que al final no dice nada. Era ese mi problema con el trópico. Yo había leído con mucho interés a Cristóbal Colón, a Pigafetta y a los cronistas de Indias, que tenían una visión original, y había leído a Salgari y a Conrad y a los tropicalistas latinoamericanos de principios del siglo que tenían los espejuelos del modernismo, y a muchos otros, y encontraba una distancia muy grande entre su visión y la realidad. Algunos incurrían en enumeraciones que paradójicamente cuanto más se alargaban más limitaban la visión. Otros, ya lo sabemos, sucumbían a la hecatombe retórica. Graham Greene resolvió ese problema literario de un modo que me pareció certero: con unos pocos elementos dispersos, pero unidos por una coherencia subjetiva muy sutil y muy real. Con ese método se puede reducir todo el enigma del trópico a la fragancia de una guayaba podrida.

—¿Qué otro consejo útil o enseñanza técnica aprovechable recuerdas haber recibido?
—Uno que le escuché a Juan Bosch en Caracas, hace como quince años. Dijo que el oficio de escritor, sus técnicas, sus recursos estructurales y hasta su minuciosa y oculta carpintería hay que aprenderlos en la juventud. En realidad, hasta los 30 años uno escribe a chorros, se le ocurre más de lo que puede digerir, y se piensa que los conocimientos artesanales son un estorbo y que es mejor la espontaneidad. En ese momento es verdad, pero cuando la espontaneidad se acaba uno se queda sin nada si no aprendió a tiempo la sabiduría, porque los escritores somos como los loros que no aprendemos a hablar después de viejos.

—Cien años de soledad, como es bien sabido, se aparta por completo de la sobriedad, el rigor y el realismo de tus tres libros anteriores. ¿Qué fue lo que te permitió romper aquellas estructuras racionalistas? ¿El hallazgo de un nuevo lenguaje?
—No, no fue el repudio de una técnica ni el hallazgo de un lenguaje, sino mi propio proceso de maduración política.

—A ver, explícate un poco.
—Empecemos por el principio. La educación en América Latina es tan rudimentaria y azarosa que uno tiene que salvarse nadando solo. Yo estudié el bachillerato en un antiguo convento colonial sin calefacción y sin flores, en un pueblo de mentalidad estrecha, remoto y lúgubre, donde Aureliano Segundo fue a buscar a Fernanda del Carpio a mil kilómetros del mar. Para mí, que había nacido en el Caribe, aquel colegio era un castigo y aquel pueblo helado era una injusticia, y mi único consuelo era la lectura. Allí empezó mi formación literaria, leyendo a los poetas malos de las antologías oficiales, y empezó también mi formación política leyendo los libros de teoría marxista que me prestaba a escondidas mi profesor de historia. Cuando Salí de aquel calabozo había cumplido 18 años y no sabía donde quedaba el norte, pero tenía ya las dos convicciones que han sido fundamento de toda mi vida: que el destino inmediato de la humanidad es el socialismo, y que toda buena novela debe ser una trasposición poética de la realidad.

—¿Influyó, pues, la convicción política sobre la convicción literaria?
—No. Los libros políticos que había leído enseñaban un método de interpretación de la historia mediante el análisis de la lucha de clases en las relaciones de producción, pero ninguno había tratado de ensenarme cómo se escribe una novela. Sin embargo, cuando publiqué La Hojarasca—nadando solo—mis amigos militantes me crearon un terrible complejo de culpa. Uno de ellos me dijo: Es una novela que no desenmascara nada, y por lo consiguiente le hace el juego al imperialismo y a sus cómplices de la oligarquía nacional. Ahora creo que es un argumento simplista y equivocado, pero creo también que estaba en el espíritu de aquella época y que me lo dieron de buena fe. El caso es que me obligaron a reflexionar. Ese era uno de los tiempos más sangrientos de Colombia, se estaban escribiendo muchas novelas infames sobre la violencia realmente infame que padecía el país, y yo sentí que era mi deber apartarme un poco de mis prematuras ideas literarias y enfrentarme con la realidad inmediata. Fue por pura buena suerte que no me rompí la crisma.

—¿A eso, pues, se debe que La Mala Hora, El Coronel no tiene quien le escriba y la mayoría de los cuentos de los Funerales tengan una estructura racionalista?
—Sí, esos tres libros son tres aspectos de un mismo tema central que tiene raíces muy profundas en la realidad de nuestro país. Su estructura racionalista está determinada por la propia naturaleza del tema. Pero de todos modos, como toda literatura premeditada, ofrecen una visión limitada, excluyente y estática de la realidad, y por muy buenos o muy malos que parezcan, son libros que se acaban en la última página. No quiero decir que me arrepienta de haberlos escrito, sino que constituyen un tipo de novela momentánea, y bastante más estrecha de la que yo me creo capaz de hacer.

—Algunos críticos han llegado a verlas como tentativas, ejercicios o búsquedas fallidas para escribir Cien Años de Soledad. ¿Qué opinas al respecto?
—No me parece justo. Son libros con su valor propio. Cualquier lector cuidadoso puede darse cuenta de que por el camino de La Mala Hora no se llega a Cien Años de Soledad.

—¿Cuándo comprendiste que debías cambiar de rumbo?
—Necesité casi siete años de reflexión, sin escribir una letra, para encontrar otra vez el hilo perdido desde La Hojarasca. Cuando decidí correr el riesgo de Cien Años de Soledad, y de los dos libros que estoy escribiendo ahora, fue porque mi propia madurez política me hizo ver que mis comisarios estaban equivocados, que el compromiso de un escritor con agallas no es solamente con la realidad política y social, sino con toda la realidad de este mundo y del otro sin preferir ni menospreciar ninguno de sus aspectos. Fue una especie de clarividencia ideológica que había de conducirme a una más amplia libertad de creación. La revolución cubana, con su explosión imaginativa y su atropellada humanidad, tuvo mucho que ver con esta recuperación de mi conciencia de escritor.

—Vamos a hablar de Cien Años de Soledad, aunque lo hagas sólo por buena educación. Confesabas a tus amigos la aspiración de escribir un libro «donde ocurriera todo». Hablaste también de un «largo poema de la vida cotidiana». ¿Cuál era concretamente tu anhelo?
—Mi ambición primitiva era encontrar una solución literaria integral, inmediata y única, para todas las experiencias que de algún modo me hubieran afectado durante la infancia. No me daba cuenta, por supuesto, que esa misma ambición era una prueba de que todavía estaba un poco en un limbo infantil, pues lo primero que aprende un escritor maduro es que uno no escribe lo que quiere sino lo que puede.

—Muchos críticos han entendido el libro como una parábola o alegoría de la evolución de la humanidad…
—Pues mi propósito era mucho más modesto y simple. Sólo he querido dejar una constancia poética y más bien compasiva del mundo de mi infancia, que transcurrió en una casa grande y triste, con una hermana que comía tierra y una abuela ciega que adivinaba el porvenir en las aguas dormidas, y numerosos parientes de nombres iguales que nunca hicieron mucha distinción entre la felicidad y la demencia, ni nunca perdieron el candor ni se ganaron la lotería. Esto es lo que yo entiendo por un largo poema de la vida cotidiana.

—Pero los críticos han encontrado en el libro otras cosas más complejas…
—Si los críticos han encontrado otras cosas más complejas, puede ser que en realidad se me hayan salido por válvulas inconscientes, pero también puede ser porque los críticos, al contrario de los novelistas, no encuentran en los libros lo que pueden sino lo que quieren.

—¿Cómo debe de interpretarse el papel de la fabulación en Cien Años de Soledad?
—Como una tentativa de romper los límites estrechos que los cartesianos y los estalinistas de todos los tiempos le han puesto a la realidad para que les cueste menos trabajo entenderla. Creo que esos límites no son físicos sino intelectuales, que nos han enseñado a ver las cosas de un modo y no queremos verla de otro, y yo no estoy haciendo nada nuevo cuando trato de romper esos condicionamientos mentales mediante trasposiciones poéticas.

—Trasposiciones poéticas de una realidad…
—Claro. En mis libros no hay una sola línea que no esté fundada en un hecho real. Mi familia y mis amigos lo saben muy bien. Hay quienes me dicen: “Es que a ti te suceden cosas que no le suceden a nadie”. Yo creo que le suceden a todo el mundo, pero no tienen la sensibilidad para registrarlas, ni el hábito para verlas, y que la gran mayoría de las personas cultas simplemente las rechaza y las ignora por simple prejuicio intelectual.

—¿Podríamos concluir, pues, diciendo que, a la inversa, las cosas que suceden en Cien Años de Soledad parecen tanto más naturales cuando más se desciende de nivel cultural?
—Sí, yo conozco gente del pueblo raso que ha leído el libro con mucho cuidado, con mucho gusto, pero sin una admiración especial por un autor que al fin y al cabo no les cuenta nada que no se parezca a la vida que ellos viven. Algunos, comentando las peripecias de los Buendía, me han contado otras cosas que yo hubiera querido para mi libro.

—¿Te concedes una libertada total de fabulación? Quiero decir, ¿puedes inventar cualquier cosa?
—Referido a términos de trabajo, eso que estamos llamando fabulación mientras encontramos el nombre exacto, plantea problemas muy interesantes. Yo creo que toda novela es una representación cifrada de la realidad—o como he dicho alguna vez: una adivinanza del mundo—pero esa representación, a cualquier profundidad y a cualquier latitud, tiene una naturaleza propia, con sus leyes precisas e inviolables. El buen novelista no puede hacer lo que le dé la gana, porque corre el riesgo de decir mentiras, y eso es mucho más grave en la literatura que en la vida real.

—¿Podrías ilustrar eso con un ejemplo?
—Yo no tenía más de cinco años cuando fue a nuestra casa un electricista a cambiar el contador. Lo recuerdo como si fuera ayer, porque me fascinó la correa con que se amarraba de los postes para no caerse. Volvió varias veces. Una de ellas, encontré a mi abuela en la cocina tratando de espantar una mariposa con un trapo y diciendo: «Siempre que ese hombre viene se mete en la casa esta mariposa amarilla». Ese fue el embrión de Mauricio Babilonia. Pero lo interesante es que por razones técnicas muy difíciles de explicar me convenía que las mariposas de la novela fueran azules. No conseguí cambiarles el color. El personaje resultaba falso con las mariposas azules, y no empezó a moverse con vida propia mientras las mariposas no tuvieran el color de la realidad.

—¿Pero no ocurre también la situación contraria? Es decir, ciertas cosas de la realidad que no logran pasar en el libro porque allí no resultan verosímiles.
—Sí, mi experiencia más ilustrativa en ese sentido es la de Santa Sofía de la Piedad, que en la realidad se había vuelto leprosa. Estaba previsto que ese sería también su destino en la novela: al descubrirse la lepra, abandonaría la casa sin despedirse, y se iría a morir en un leprocomio para no contagiar a nadie. Todo el carácter del personaje está construido sobre la prudencia, la bondad y el espíritu de sacrificio que harían verosímil aquel desenlace, y sin embargo tuve que cambiarlo a última hora, porque dentro del mundo de la novela parecía un recurso truculento para despachar un personaje.

—Quiero hacerte una pregunta sobre el lenguaje, atendiendo el clamor de algunos amigos que suelen preocuparse desconsideradamente por las afirmaciones que a veces largas por ahí. En algunas declaraciones estableciste una oposición entre el español hablado y el español escrito. Decías textualmente: «Tratamos (los novelistas latinoamericanos) de escribir una novela con el español hablado, cuando en realidad debemos escribirla con el español escrito. ¿Qué querías decir concretamente con esto?
—Lo que quise decir es que el inglés, el francés o el italiano se escriben como se hablan, mientras que en castellano hay una división profunda entre la lengua hablada y la lengua escrita. Quise decir que un dialogo en castellano que es bueno en la vida real no es necesariamente bueno en la novela. Todavía no estamos muy lejos de aquella súplica ejemplar de la literatura española: Decidme, buen hombre, ¿no tenéis por ventura un mendrugo para esta pobre párvula famélica?

—¿Pero a qué se debe, en tu opinión, esa división profunda entre el castellano que se habla y el castellano que se escribe?
—Me parece que eso se debe a que el castellano hablado anda por la calle, y en cambio el castellano escrito lo tienen preso desde hace varios siglos en ese cuartel de policía del idioma que es la Academia de la Lengua. Tratar de liberarlo, reduciendo cada vez más la distancia entre el castellano escrito y el castellano hablado, es una tarea en que debemos empeñarnos los escritores de lengua castellana, y en la que de hecho estamos empeñados los novelistas latinoamericanos.

—En Colombia se precian de hablar muy buen castellano. ¿Qué opinas tú? ¿Cuál es el mejor castellano?
—Yo creo que el mejor castellano es el más impuro porque lo va cambiando la necesidad cotidiana. Las gentes cultas de Colombia, que se precian de hablar el mejor castellano del mundo, hablan en realidad una forma atrasada del dialecto madrileño, en tanto que los escritores colombianos, los serios y respetables, se rompen la cabeza por escribir como los clásicos del siglo XVI. El castellano bueno es el de México, mezclado de nahuatl, de inglés, de francés, de invenciones maliciosas, inteligentes y vitales, dispuesto a romper todas las leyes por conseguir una expresión. La forma en que ha logrado sacarle partido a ese idioma dinámico es lo que ha hecho que el lenguaje de Juan Rulfo sea tan hermoso y eficaz.

—Pasando a otro tema: ¿sigues yendo al cine? En una época, recuerdo, parecía apasionarte más que la literatura.
—Hasta los 30 años fui al cine casi todos los días, hice crítica de cine, asistí a los festivales, estudié dirección de cine en Roma, y no hablaba sino de cine como toda la gente de cine. En México hice algunos guiones, muy malos, según dicen los que saben, pero también conocí la industria por dentro y me pareció que era imposible hacer un verdadero trabajo de creación con unas normas tan estrechas. El caso es que ahora no voy al cine más de dos veces al año, y casi siempre por ver las películas de mis amigos del Brasil que son las únicas que me interesan, tal vez porque su mundo es tan delirante como el mío y sus autores tan locos como yo quisiera ser.

—¿Cuáles son los directores que más admiras?
—En un repaso general de todo el cine que he visto me parece que los directores que más admiro son Orson Welles, sobre todo por Una Historia Inmortal, y Kurosawa, sobre todo por Barba Roja. Pero la película que más me ha gustado no es de ninguno de ellos sino Jules et Jim, de Trouffault, y después El General de la Rovere, de Rossellini. Lo que más me ha apartado del cine, como espectador, no es el cine mismo, sino los trámites y las condiciones que se imponen para ver una película. Tiene que ser a una hora que te fijan, hay que hacer cola para comprar la entrada, no puedes elegir el lugar que te guste, tienes que soportar a los que llegan tarde, a los que se besan sin consideración, y por último la película, que casi siempre es mala. Si hubiera que hacer todo eso para leer, nadie leería.

—¿Crees, pues, que el cine es un arte en crisis?
—Lo que pasa es que el cine está en la edad en que estaba la música cuando sólo se podía escuchar en los conciertos. Yo oigo música cuando menos tres horas diarias, pero nunca voy a los conciertos, porque es como asistir a una boda o a un funeral: todo el mundo está demasiado serio, te imponen el programa que quieren a una hora fija, y luego tienes que compartir tus opiniones en el intermedio. De modo que la música la tengo en casa con sólo apretar un botón. El día en que esto sea posible con el cine, y lo será pronto, sin duda, veré más películas que ahora. Pero aun entonces seguiré pensando que el cine no será un arte, y ni siquiera una diversión de buena calidad, mientras esté condicionado a un régimen industrial.

—Antes de terminar esta entrevista quisiera oírte hablar de Camilo, de Camilo Torres. Fue condiscípulo mío en el colegio, y tuyo en la universidad. ¿Hace cuánto tiempo? 24 años, creo. ¿Qué impresión te produjo entonces?
—Entonces era una persona más bien imprevisible. Tú lo recuerdas. Nos reuníamos a hablar de poesía y de política, como siempre, en aquellos cafés ruidosos y fúnebres donde los borrachitos del amanecer se hacían los dormidos para quedarse solos con las meseras. En la mesa estaba Camilo, que era el más serio, estabas tú, que eras muy malcriado, estaba yo, que era un costeño cimarrón, y estaban otros compañeros de universidad que nunca volvimos a ver porque se volvieron ministros, y muchos otros a quienes se los llevó el carajo. Bogotá era entonces una ciudad más vieja que ahora, más helada pero menos lúgubre, y había una niebla matinal con olor a hollín y muchos entierros por la calle, y los últimos tranvías eléctricos mataban en las esquinas a los últimos percherones de los carros de cerveza.

—¿Te acuerdas de cuando Camilo se metió de cura?
—Sí, se fugó para el seminario, sus padres lo alcanzaron en la estación del tren y lo encerraron en un cuarto como se hacía entonces con las señoritas que se fugaban con su novio. Allí lo encontré, con una ruana gris, repartiendo sus libros entre sus amigos, y hablando de una vocación de sacrificio que nadie había sospechado. Esa fue la primera vez que lo vi como era: absolutamente sereno pero absolutamente decidido.

—Exactamente la misma actitud que tenía cuando se metió al monte. ¿Dónde lo volviste a ver?
—En París, casi diez años después, y aun tenía la misma sonrisa en los ojos y el mismo sentido del humor permanente aunque un tanto pueril, pero ahora me parece que ya se le notaba algo de su predestinación un poco prematura. Creo que su fuerza mayor radicaba en que nunca perdió la inocencia.

—¿Y la ultima vez?
—La última vez que lo vi fue en Bogotá, cuatro años antes de su muerte, cuando nos llevó a la casa a un ladrón…

—Ah, sí, el ladrón. Yo estaba contigo cuando se presentó con él. ¿Qué quería?
—Quería que le cuidáramos al ladrón mientras le encontraba trabajo. El ladrón era un hombre sigiloso y sombrío, que masticaba la comida con una rara tenacidad, y que nos contaba en la mesa sus aventuras de domicilio. Una de ellas era la versión urbana de El Viejo y el Mar: necesitó la noche entera, sin ayuda de nadie, para robarse el refrigerador de un apartamento situado en el cuarto piso, pero cuando llegó a la calle estaba amaneciendo y lo abandonó en la esquina porque no tuvo cómo llevárselo. Camilo le encontró trabajo, lo reintegró a la vida civil, pero un policía que lo había conocido en sus tiempos de ladrón se lo encontró una noche bien vestido y con un poco de dinero en el bolsillo, y simplemente lo mató de un tiro. Camilo me contó que había reconocido y sepultado el cadáver, y estoy seguro de que ya entonces sabía que iba a morir con un fusil en la mano.

—Gabo: ¿Cómo te definirías políticamente?
—Soy un comunista que no encuentra donde sentarse. Los viejos partidos comunistas están formados por hombres honrados y castos, esterilizados por el catecismo y apaciguados por la reverenda madre soviética, que ahora está más interesada en hacer buenos negocios que en patrocinar la revolución. Esto es evidente en América latina. Aparte de la ayuda económica que le ha prestado a Cuba, y que ha sido muy grande, la Unión Soviética no ha tenido la menor reticencia en negociar con los regímenes más reaccionarios del continente, sin ninguna reserva de orden político. Acuérdate que los carros armados de la policía de Colombia, con los cuales matan a los estudiantes en la calle, fueron fabricados y vendidos por la Unión Soviética y bendecidos en la plaza pública por el arzobispo.

—¿Cómo concilias esto con tu adhesión al socialismo?
—Lo que pasa es que esos trueques sin escrúpulos son apenas síntomas de un sistema que se parece cada vez menos al socialismo. Pero a pesar de eso yo sigo creyendo que el socialismo es una posibilidad real, que es la buena solución para América Latina, y que hay que tener una militancia más activa. Yo intenté esa militancia en los comienzos de la revolución cubana, y trabajé con ella, como recuerdas, unos dos años, hasta que un conflicto transitorio me sacó por la ventana. Eso no alteró en nada mi solidaridad con Cuba, que es constante, comprensiva y no siempre fácil, pero me dejó convertido en un francotirador desperdigado e inofensivo.

—El año pasado anunciaste en un periódico de Caracas tu deseo de afiliarte al nuevo partido venezolano MAS (Movimiento al Socialismo), que surgió como una escisión del partido comunista. ¿Qué alcance tiene para ti esa adhesión política?
—No fue una simple declaración de prensa. El MAS es un partido juvenil e imaginativo de una gran claridad doctrinaria, con una política nacional propia que se sustenta en la realidad, con un estupendo espíritu de sacrificio personal, y una decisión revolucionaria que no puede fallar. Al mismo tiempo, y esto es formidable y nuevo, sus militantes saben que la seriedad política no es incompatible con los bailes modernos, con las películas de vaqueros y con el sentido del humor, y no les da vergüenza enamorarse. Yo estoy identificado con sus planteamientos, soy amigo personal de muchos de sus dirigentes, y estoy convencido de que van a hacer la revolución en Venezuela.

—Alguien va a señalar que como colombiano no puedes afiliarte a un partido en Venezuela…
—Me gustaría establecer ese precedente, para ir abriendo huecos en la ficción de las nacionalidades latinoamericanas. La exportación de revoluciones fue el signo de nuestros países hasta que se invento la legalidad de embudo de la no intervención. Bolívar se fue peleando y haciendo política hasta Bolivia, San Martín se subió hasta donde le alcanzó el caballo, Petión exportó su independencia desde Haití, y los caudillos federalistas del siglo pasado andaban como por su casa desde México hasta la Argentina. El general colombiano Rafael Uribe Uribe, que no alcanzó a hacer 32 guerras pero de todos modos las perdió todas, peleó una vez al lado de la Venezuela liberal contra las tropas del régimen arcaico de su propio país. Y creo que fue honesto y consecuente. Por cierto que ese régimen arcaico es el que se ha ganado en Colombia todas las guerras, y todavía subsiste.

—Una última pregunta: una pregunta de cajón: ¿cuál es el mayor riesgo que ves para un joven escritor en América Latina?
—Creo que hay dos peligros: la estrechez ideológica y la prisa por publicar. Como jurado de concursos, y por los manuscritos que me mandan para que los lea, me parece que muchos están escritos solamente para tumbar al gobierno, y la gran mayoría están terminados de cualquier modo para llegar a tiempo. Es cuestión de paciencia: son los editores quienes viven de los escritores, y no al contrario, de manera que es a los editores a quienes corresponde el trabajo de buscar a los escritores. Y de hecho lo hacen. Que no me lo crean a mí, que no sé qué hacer con tantos editores en el teléfono, y sin embargo necesité cinco años para que me hicieran el favor de publicarme mi primer libro. Esto parece un consejo, y nunca me ha gustado darlos ni recibirlos. Pero no importa, déjalo así. Al fin y al cabo, no sé por qué tengo la impresión de que ésta es mi primera entrevista de viejo.

Entrevista transcrita de la revista “Libre”, editada en París; publicada en el Nº 3, marzo, abril, mayo, 1972.


LA REVISTA LIBRE

La revista Libre, revista crítica trimestral para los pueblos de lengua española, publicada en París, durante el bienio 1970-1972, constituyó un espacio en el cual la izquierda progresista española (de la que formaban parte varios miembros de la Generación del 50) y la latinoamericana debatieron sobre la situación y compromiso de los intelectuales frente al proceso revolucionario cubano. El cambio de sesgo de la política cultural del gobierno de Castro y el impacto que provocó el caso Padilla, alteró el compacto sociograma de los colaboradores de Libre y puso fin a la vigencia de un ethos político revolucionario compartido. (Resumen por Graciela Ferrero)

De la revista, cuya lista de colaboradores era un "who’s who" de los autores españoles y latinoamericanos del momento, solo salieron a la luz 4 números. El cuarto número traía un interesantísimo artículo de Juan Bosch sobre los Panteras Negras. (IAM)

Enlace general a todo lo publicado en Cauce Literario bajo la etiqueta GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

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