CUANDO HAY INTERÉS Y NO HAY AMOR
Se tomó la copa de vino y se quedó largo rato mirando el fondo. Inclinó la cabeza y vi sus canas prematuras. No dijo una palabra más, levantó la cabeza y observé su mirada vacía. Le pedí entonces que tuviera sentido común, porque lo que iba a hacer era un disparate. Lo cierto es que no lo comprendía. Tenía problemas con la familia de su esposa, pero para arreglar esos asuntos no era necesario llegar a esos extremos.
Dos noches atrás habló claramente de todo, de su hija, de su esposa, de su suegra y de su cuñada; de un viaje proyectado. Me hablaba sin resquemor ni amargura, como si todo fuese la cosa más normal, o como si se tratara de una profecía escrita hace cientos de siglos, pero detrás de su mirada se escondía una tragedia. Parecía comprenderlo todo claramente, pero le cerraba el camino a la razón y no se decidía a cortar los hilos. Me di cuenta de que era capaz hasta de darle un beso a una serpiente cascabel y yo me decía en mis adentros “¡condenado, no ves que te llevan al matadero para aprovecharse de ti. Olvídalos a todos y vuelve a ser feliz, recobra tu alegría anterior. Vive, Dionis, vive!” Pero él no escuchaba mi voz interior, ni ninguna otra voz. Me dijo que en su fracaso estaba su venganza y que así no lo olvidarían jamás. Todo su razonamiento era una insensatez; yo estaba seguro de que esa gente se olvidaría de él al día siguiente de su muerte, que ni siquiera asistirían a sus funerales. No sé para qué diablos quería que fuera testigo de ese disparate si podía hacerlo sin mí; pero no podía dejarlo más solo de lo que ahora estaba. Me llevó a su casa. Allí nos esperaban ellos. No me presentó. Se cruzó de brazos y les dijo:
-¡Aquí estamos. Estoy listo para hacer el viaje!
-¿Quién es este extraño? –preguntó la suegra.
-¡No es un extraño –respondió él-. Es mi amigo!
-Para nosotros es un extraño –volvió a decir ella.
-No importa –dijo la cuñada-. Lo importante es que está decidido.
En toda la habitación flotaba un trágico ambiente de aquelarre. Algo así como un sino fatídico. Intervino entonces la suegra y dijo:
-Me imagino que le habrá dicho que le he pedido que se marche a Venezuela a probar fortuna.
Hizo una pausa como si esperara una pregunta.
-¿Por qué a Venezuela? –me atreví a preguntarle.
-A mí me agrada. Estuve allá quince días y me agrada –respondió secamente.
-Así de sencillo es todo; ¿verdad?
No quise seguir prestando atención a sus palabras. Estaba tan confundido como él y no sabía qué decirles, pero iba a seguir intentando convencerlo de que todos estaban equivocados, incluso él.
-Parece que el señor ha venido a defenderlo, a lo mejor no está de acuerdo con que haga el viaje –dijo la cuñada.
-¿Por qué dices eso? –se atrevió a preguntar.
-Es que estamos dando la impresión de que tenemos mucho interés en que se marche.
-No tengo ningún interés –casi gritó la madre-. Lo único que deseo es largarme de aquí.
Tuve el valor para mirarla desde los pies a la cabeza y una pena profunda me estremeció todo el cuerpo. No me quedó más remedio que esbozar una sonrisa irónica y preguntar:
-¿Entonces, se iría usted a vivir con ellos?
-Desde luego que sí –respondió rápidamente sin pensarlo dos veces.
Pude darme cuenta de que todo era como Dionis me había dicho; todo lo movía la ambición, pero no era justo que lo utilizaran en la forma en que estaban haciéndolo. Todo se resolvía en una ecuación muy fácil: si triunfaba, triunfaban ellos, pero si fracasaba, el fracaso sería de él y se quedaría solo. Su mujer asentía todo lo que decía su madre con un movimiento de cabeza. Comencé a odiarlo mucho más de lo que él debía odiarse a sí mismo. Les dije que estaban apostando demasiado a una aventura, que había una hija de por medio que el día de mañana podía pedirles explicaciones por este comportamiento. La anciana me miró con desprecio, casi con odio. Me dijo secamente:
-Yo sé lo que digo. Tengo bastante experiencia, jovencito.
-Ya no hablemos más, por favor -dijo él -. Todo está listo para el viaje. Pongámonos en camino.
Subimos al auto después de ver poner en el baúl un afilado machete, dos rollos de soga de nilón bastante gruesas, un paquete de cera y varias cajas de fósforos. Las mujeres se sentaron detrás. El y yo nos sentamos adelante. Vi que tomábamos el camino de los acantilados en vez del aeropuerto, pero no me resultó extraño. Sin embargo no me cansaba de preguntarme: ¿por qué no llevaba equipaje?, ¿acaso las iría a decapitar con el machete?; ¿a lo mejor las iba a colgar de algún árbol y después prenderles fuego? Si era eso, desde ahora podía contar con mi ayuda.
A media hora de camino se detuvo en la carretera. Bajó del auto y cortó dos ramas de palmera que metió dentro del baúl del automóvil. Detrás las mujeres hacían sus planes. Hablaban de dinero y viajes de trasatlánticos. El y yo seguíamos pensativos. El con el semblante transfigurado; yo atento a cada uno de sus gestos y reacciones. De súbito noté que le volvía la felicidad de antaño, su rostro había cambiado, pero no le dije nada. Me producía miedo su silencio y esa pequeña sonrisa esbozada en los labios. Llegamos al fin a los acantilados. En el fondo estaba el abismo erizado de riscos y más allá el mar azul y un cielo tapizado de nubes, y entre el cielo y el mar, estaba Venezuela.
Me entregó un sobre lacrado y me dijo:
-Es demasiado importante para ellas. Entrégaselo después que todo esté concluido.
Tomé el sobre en las manos y lo miré detenidamente. No tenía dirección ni nombre alguno. Sacó todo del baúl. Me producía vértigos mirar hacia allá abajo. El sin embargo estaba sereno, como si no hubiese nada anormal en lo que hacía. Me solicitó que le amarrara con las sogas las ramas de palmera en cada uno de los brazos. Tuve una idea fugaz de lo que hacía, pero la descarté por absurda. Me pidió que le derritiera la cera entre los ojos, pero me negué rotundamente a hacerlo.
-¡Es para no ver el sol, ni el precipicio! -dijo.
-¡Pero, te vas a matar! -le grité.
-Lo sé -respondió lacónicamente.
Miré a las tres mujeres y había una felicidad diferente en cada rostro. La niña, no sé por qué lloraba. El la miró por un instante y noté cómo la tristeza volvía a adueñarse de su cuerpo. Hubo como una bendición perpetua en su mirada hacia ella.
-¿Crees que es necesario que hagas esto? -pregunté.
-Tiene que ser de este modo para que les quede un buen recuerdo de mí.
-¿Y piensas que vas a lograrlo?
-Sé que no y es ahí donde está mi triunfo.
-¿Entonces?
-¡Nada... Todo está decidido!
Sin darme tiempo a decir unas palabras más, comenzó a caminar con los brazos abiertos, moviendo sus rudimentarias alas. Sus pasos eran cada vez más apresurados. Ya estaba en el borde mismo de los acantilados. Las mujeres se sonreían, se frotaban las manos, no atendían siquiera a los gritos de la niña. Desapareció de mi vista y no le volví a ver más. No quise volver a ver tampoco las caras de ellas y caminé entonces hasta llegar al precipicio y cerré los ojos. No tenía necesidad de mirar. Sabía que allá abajo quedaba un cuerpo destrozado y un enorme charco de sangre.
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NOTA DEL AUTOR:
He querido olvidar todo este asunto y casi puedo decir que lo he logrado. Por un amigo común pude enterarme de que ni la viuda, la suegra, ni tampoco la cuñada, asistieron a sus funerales y que al día siguiente de cobrar el seguro, se marcharon para Venezuela.
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Diógenes Valdez. El silencio del caracol. Editora Taller, Santo Domingo, 1982. Segunda edición. Págs. 51-55.
Selección del escritor Carlos Reyes quien se propuso (y lo cumplió en su página de Facebook) "la publicación de un texto de todos los escritores dominicanos que han obtenido el Premio Nacional de Literatura desde 1990 hasta 2018". Agradecemos que nos haya permitido su publicación en Cauce de Letras.
BIOGRAFÍA
Diógenes Valdez (San Cristóbal, 29 de mayo de 1941 - Santo Domingo, 12 de septiembre de 2014) fue un novelista, cuentista, ensayista y periodista dominicano.
Biografía de Diógenes Valdez, EcuRed
Notas biobibliográficas de Diógenes Valdez
ARTÍCULOS/RESEÑAS
Diógenes Valdez, un prominente narrador dominicano
Miguel Collado
El silencio del caracol
Ibeth Guzmán
Trayectorias literarias dominicanas: Diógenes Valdez
Por Ramón Saba
Diógenes Valdez
Por José Alcántara Almánzar
Diógenes Valdez (1941-2014) era de provincia porque nació en San Cristóbal, donde vivió, soñó y escribió en silencio, apartado de los salones literarios; pero fue universal por su obra creadora, que constituye uno de los aportes más significativos a la narrativa dominicana contemporánea. Como otros escritores ilustres del interior del país, sus incursiones en Santo Domingo y en el extranjero nunca desdibujaron el recuerdo del pueblo de origen, tan próximo a la capital y sin embargo tan distinto en muchos aspectos culturales.
Su primer libro de cuentos, «El silencio del caracol» (1978), recibió un merecido Premio Anual y anunció el nacimiento de un narrador torrencial que no dejó nunca de escribir, hasta su deceso el viernes 12 de septiembre de 2014. Sé que en San Cristóbal se mantenía activo y albergaba la ilusión de ver publicada una nueva novela. No conoció el descanso como escritor porque fue un infatigable trabajador de la palabra, siempre con un proyecto entre manos, que acariciaba y conducía a feliz término en forma de libro.
Como narrador hizo una de las contribuciones más prolíficas al cuento dominicano contemporáneo posterior a Juan Bosch, y fue galardonado en ese género en otras dos ocasiones: «Todo puede suceder un día» (1982) y «La pinacoteca de un burgués» (1992). Creo que él, junto a Armando Almánzar Rodríguez, posee la más extensa lista de títulos publicados por cualquiera de los cuentistas de los setenta del siglo pasado en adelante, algo verdaderamente encomiable si tomamos en consideración las complejidades de ese género y la apatía de un ámbito cultural en que los lectores de obras literarias forman parte de un grupo muy reducido.
En los años de apogeo de los Premios Siboney (1979-1985), Diógenes Valdez obtuvo un Premio en Literatura en 1983 por su novela «Los tiempos revocables». Su más ambicioso proyecto narrativo fue el conjunto de novelas que denominó «Sexteto de Fort Liberté», del que la colección del Banco Central de la República Dominicana incluyó su novela «La noche de Jonsok» (2000). Fue también periodista y un valioso autor de ensayos, identificado en su momento con las innovaciones literarias del Pluralismo de Manuel Rueda, su maestro y amigo, cuyo movimiento lo estimuló a escribir «Del imperio del caos al reino de la palabra» (1986).
Valdez estuvo fuera del país en su época de diplomático en Alemania y Uruguay. Al regresar sintonizó de inmediato con el medio cultural y se mantuvo activo a pesar de las dolencias que limitaban su movilidad, jamás su entusiasmo, porque era un escritor imparable y lúcido. Hizo valiosas contribuciones a la teoría del cuento en «El arte de escribir cuentos. Apuntes para una didáctica de la narrativa breve» (2003). No todas sus obras han tenido la suerte de ser reeditadas, pero puedo decir que era un escritor consciente de su quehacer creador y conocía las limitaciones del medio.
Como persona, Diógenes Valdez era un hombre correcto, hipersensible, reservado en su vida personal, pero conversador cordial, dispuesto siempre a la palabra amable con sus interlocutores. Cuando obtuvo el Premio Nacional de Literatura en el año 2005, sus amigos nos alegramos porque era un acto de justicia hacia un incansable trabajador de las letras y un ser humano decente. Ahora que él descansa en paz, su obra continuará recordándonos su presencia y su valía.
Artículo de José Alcántara Almánzar tomado del periódico Hoy
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