¡Oh, dioses de la noche! ¡Oh, dioses de las tinieblas, del incesto y del crimen, de la melancolía y del suicidio!¡Oh, dioses de las ratas y de las cavernas, de los murciélagos, de las cucarachas! ¡Oh, violentos, inescrutables dioses del sueño y de la muerte!
I
¿Cuándo empezó esto que ahora va a terminar con mi asesinato? Esta feroz lucidez que ahora tengo es como un faro y puedo aprovechar un intensísimo haz hacia vastas regiones de mi memoria: veo caras, ratas en un granero, calles de Buenos Aires o Argel, prostitutas y marineros; muevo el haz y veo cosas más lejanas: una fuente en la estancia, una bochornosa siesta, pájaros y ojos que pincho con un clavo. Tal vez ahí, pero quién sabe: puede ser mucho más atrás, en épocas que ahora no recuerdo, en períodos remotísimos de mi primera infancia. No sé. ¿Qué importa, además? Recuerdo perfectamente, en cambio, los comienzos de mi investigación sistemática (la otra, la inconsciente, acaso la más profunda, ¿cómo puedo saberlo?). Fue un día de verano del año 1947, al pasar frente a la Plaza Mayo, por la calle San Martín, en la vereda de la Municipalidad. Yo venía abstraído, cuando de pronto oí una campanilla, una campanilla como de alguien que quisiera despertarme de un sueño milenario. Yo caminaba, mientras oía la campanilla que intentaba penetrar en los estratos más profundos de mi conciencia: la oía pero no la escuchaba. Hasta que de pronto aquel sonido tenue pero penetrante y obsesivo pareció tocar alguna zona sensible de mi yo, algunos de esos lugares en que la piel del yo es finísima y de sensibilidad anormal: y desperté sobresaltado, como ante un peligro repentino y perverso, como si en la oscuridad hubiese tocado con mis manos la piel helada de un reptil. Delante de mí, enigmática y dura, observándome con toda su cara, vi a la ciega que allí vende baratijas. Había cesado de tocar su campanilla; como si sólo la hubiese movido para mí, para despertarme de mi insensato sueño, para advertir que mi existencia anterior había terminado como una estúpida etapa preparatoria, y que ahora debía enfrentarme con la realidad. Inmóvil, con su rostro abstracto dirigido hacia mí, y yo paralizado como por una aparición infernal pero frígida, quedamos así durante esos instantes que no forman parte del tiempo sino que dan acceso a la eternidad.
Y luego, cuando mi conciencia volvió a entrar en el torrente del tiempo, salí huyendo. De ese modo empezó la etapa final de mi existencia. Comprendí a partir de aquel día que no era posible dejar transcurrir un solo instante más y que debía iniciar ya mismo la exploración de aquel universo tenebroso. Pasaron varios meses, hasta que en un día de aquel otoño se produjo el segundo encuentro decisivo. Yo estaba en plena investigación, pero mi trabajo estaba retrasado por una inexplicable abulia, que ahora pienso era seguramente una forma falaz del pavor a lo desconocido. Vigilaba y estudiaba los ciegos, sin embargo. Me había preocupado siempre y en varias ocasiones tuve discusiones sobre su origen, jerarquía, manera de vivir y condición zoológica. Apenas comenzaba por aquel entonces a esbozar mi hipótesis de la piel fría y ya había sido insultado por carta y de viva voz por miembros de las sociedades vinculadas con el mundo de los ciegos. Y con esa eficacia, rapidez y misteriosa información que siempre tienen las logias y sectas secretas; esas logias y sectas que están invisiblemente difundidas entre los hombres y que, sin que uno lo sepa y ni siquiera llegue a sospecharlo, nos vigilan permanentemente, nos persiguen, deciden nuestro destino, nuestro fracaso y hasta nuestra muerte. Cosa que en grado sumo pasa con la secta de los ciegos, que, para mayor desgracia de los inadvertidos, tienen a su servicio hombres y mujeres normales: en parte engañados por la Organización; en parte, como consecuencia de una propaganda sensiblera y demagógica; y, en fin, en buena medida, por temor a los castigos físicos y metafísicos que se murmura reciben los que se atreven a indagar en sus secretos. Castigos que, dicho sea de paso, tuve por aquel entonces la impresión de haber recibido ya parcialmente y la convicción de que los seguiría recibiendo, en forma cada vez más espantosa y sutil; lo que, sin duda a causa de mi orgullo, no tuvo otro resultado que acentuar mi indignación y mi propósito de llevar mis investigaciones hasta las últimas instancias. Si fuera un poco más necio podría acaso jactarme de haber confirmado con esas investigaciones la hipótesis que desde muchacho imaginé sobre el mundo de los ciegos, ya que fueron las pesadillas y alucinaciones de mi infancia las que me trajeron la primera revelación. Luego, a medida que fui creciendo, fue acentuándose mi prevención contra esos usurpadores, especie de chantajistas morales que, cosa natural, abundan en los subterráneos, por esa condición que los emparenta con los animales de sangre fría y piel resbaladiza que habitan en cuevas, cavernas, sótanos, viejos pasadizos, caños de desagües, alcantarillas, pozos ciegos, grietas profundas, minas abandonadas con silenciosas filtraciones de agua; y algunos, los más poderosos, en enormes cuevas subterráneas, a veces a centenares de metros de profundidad, como se puede deducir de informes equívocos y reticentes de espeleólogos y buscadores de tesoros; lo suficientemente claros, sin embargo, para quienes conocen las amenazas que pesan sobre los que intentan violar el gran secreto. Antes, cuando era más joven y menos desconfiado, aunque estaba convencido de mi teoría, me resistía a verificarla y hasta a enunciarla, porque esos prejuicios sentimentales que son la demagogia de las emociones me impedían atravesar las defensas levantadas por la secta, tanto más impenetrables como más sutiles e invisibles, hechas de consignas aprendidas en las escuelas y los periódicos, respetadas por el gobierno y la policía, propagadas por las instituciones de beneficencia, las señoras y los maestros. Defensas que impiden llegar hasta esos tenebrosos suburbios donde los lugares comunes empiezan a ralear más y más, y en los que empieza a sospecharse la verdad. Muchos años tuvieron que transcurrir para que pudiera sobrepasar las defensas exteriores. Y así, paulatinamente, con una fuerza tan grande y paradojal como la que en las pesadillas nos hace marchar hacia el horror, fui penetrando en las regiones prohibidas donde empieza a reinar la oscuridad metafísica, vislumbrando aquí y allá, al comienzo indistintamente, como fugitivos y equívocos fantasmas, luego con mayor y aterradora precisión, todo un mundo de seres abominables. Ya contaré cómo alcancé ese pavoroso privilegio y cómo después de años de búsqueda y de amenazas pude entrar en el recinto donde se agita una multitud de seres, de los cuales los ciegos comunes son apenas su manifestación menos impresionante.
II
Recuerdo muy bien aquel 14 de junio: día frígido y lluvioso. Vigilaba el comportamiento de un ciego que trabaja en el subterráneo a Palermo: un hombre más bien bajo y sólido, morocho, sumamente vigoroso y muy mal educado; un hombre que recorre los coches con una violencia apenas contenida, ofreciendo ballenitas, entre una compacta masa de gente aplastada. En medio de esa multitud, el ciego avanza violenta y rencorosamente, con una mano extendida donde recibe los tributos que, con sagrado recelo, le ofrecen los infelices oficinistas, mientras en la otra mano guarda las ballenitas simbólicas: pues es imposible que nadie pueda vivir de la venta real de esas varillas, ya que alguien puede necesitar un par de ballenitas por año y hasta por mes: pero nadie, ni loco ni millonario, puede comprar una decena por día. De modo que, como es lógico, y todo el mundo así lo comprende, las ballenitas son meramente simbólicas, algo así como la enseña del ciego, una suerte de patente de corso que los distingue del resto de los mortales, además de su célebre bastón blanco. Vigilaba, pues, la marcha de los acontecimientos dispuesto a seguir a ese individuo hasta el fin para confirmar de una vez por todas mi teoría. Hice innumerables viajes entre Plaza Mayo y Palermo, tratando de disimular mi presencia en las terminales, porque temía despertar sospechas de la secta y ser denunciado como ladrón o cualquier otra idiotez semejante en momentos en que mis días eran de un valor incalculable. Con ciertas precauciones, pues, me mantuve en estrecho contacto con el ciego y cuando por fin realizamos el último viaje de la una y media, precisamente aquel 14 de junio, me dispuse a seguir al hombre hasta su guarida. En la terminal de Plaza Mayo, antes de que el tren hiciera su último viaje hasta Palermo, el ciego descendió y se encaminó hacia la salida que da a la calle San Martín.
Empezamos a caminar por esa calle hacia Cangallo. En esa esquina dobló hacia el Bajo. Tuve que extremar mis precauciones, pues en la noche invernal y solitaria no había más transeúntes que el ciego y yo, o casi. De modo que lo seguí a prudente distancia, teniendo en cuenta el oído que tienen y el instinto que les advierte cualquier peligro que aceche sus secretos. El silencio y la soledad tenían esa impresionante vigencia que tienen siempre de noche en el barrio de los Bancos. Barrio mucho más silencioso y solitario, de noche, que cualquier otro; probablemente por contraste, por el violento ajetreo de esas calles durante el día; por el ruido, la inenarrable confusión, el apuro, la inmensa multitud que allí se agita durante las horas de Oficina. Pero también, casi con certeza, por la soledad sagrada que reina en esos lugares cuando el Dinero descansa. Una vez que los últimos empleados y gerentes se han retirado, cuando se ha terminado con esa tarea agotadora y descabellada en que un pobre diablo que gana cinco mil pesos por mes maneja cinco millones, y en que verdaderas multitudes depositan con infinitas precauciones pedazos de papel con propiedades mágicas que otras multitudes retiran de otras ventanillas con precauciones inversas. Proceso todo fantasmal y mágico pues, aunque ellos, los creyentes, se creen personas realistas y prácticas, aceptan ese papelucho sucio donde, con mucha atención, se puede descifrar una especie de promesa absurda, en virtud de la cual un señor que ni siquiera firma con su propia mano se compromete, en nombre del Estado, a dar no sé qué cosa al creyente a cambio del papelucho. Y lo curioso es que a este individuo le basta con la promesa, pues nadie, que yo sepa, jamás ha reclamado que se cumpla el compromiso; y todavía más sorprendente, en lugar de esos papeles sucios se entrega generalmente otro papel más limpio pero todavía más alocado, donde otro señor promete que a cambio de ese papel se le entregará al creyente una cantidad de los mencionados papeluchos sucios: algo así como una locura al cuadrado. Y todo en representación de Algo que nadie ha visto jamás y que dicen yace depositado en Alguna Parte, sobre todo en los Estados Unidos, en grutas de Acero. Y que toda esta historia es cosa de religión lo indican en primer término palabras como créditos y fiduciario. Decía, pues, que esos barrios, al quedar despojados de la frenética muchedumbre de creyentes, en horas de la noche quedan más desiertos de gente que ningún otro, pues allí nadie vive de noche, ni podría vivir, en virtud del silencio que domina y de la tremenda soledad de los gigantescos halls de los templos y de los grandes sótanos donde se guardan los increíbles tesoros. Mientras duermen ansiosamente, con píldoras y drogas, perseguidos por pesadillas de desastres financieros, los poderosos hombres que controlan esa magia. Y también por la obvia razón de que en esos barrios no hay alimentos, no hay nada que permita la vida permanente de seres humanos o siquiera de ratas o cucarachas; por la extremada limpieza que existe en esos reductos de la nada, donde todo es simbólico y a lo más papeloso; y aun esos papeles, aunque podrían representar cierto alimento para polillas y otros bichos pequeños, son guardados en formidables recintos de acero, invulnerables a cualquier raza de seres vivientes. En medio, pues, del silencio total que impera en el barrio de los Bancos, seguí al ciego por Cangallo hacia el Bajo. Sus pasos resonaban apagadamente e iban tomando a cada instante una personalidad más secreta y perversa. Así descendimos hasta Leandro Alem y, después de atravesar la avenida, nos encaminamos hacia la zona del puerto. Extremé mi cautela; por momentos pensé que el ciego podía oír mis pasos y hasta mi agitada respiración. Ahora el hombre caminaba con una seguridad que me pareció aterradora, pues descartaba la trivial idea de que no fuera verdaderamente ciego. Pero lo que me asombró y acentuó mi temor es que de pronto tomase nuevamente hacia la izquierda, hacia el Luna Park. Y digo que me atemorizó porque no era lógico, ya que, si ése hubiese sido su plan desde el comienzo, no había ningún motivo para que, después de cruzar la avenida, hubiese tomado hacia la derecha. Y como la suposición de que el hombre se hubiera equivocado de camino era radicalmente inadmisible, dada la seguridad y rapidez con que se movía, restaba la hipótesis (temible) de que hubiese advertido mi persecución y que estuviera intentando despistarme. O lo que era infinitamente peor, tratando de prepararme una celada. No obstante, la misma tendencia que nos induce a asomarnos a un abismo, me conducía en pos del ciego y cada vez con mayor determinación. Así, ya casi corriendo (lo que hubiera resultado grotesco de no ser tenebroso), se podía ver a un individuo de bastón blanco y con el bolsillo lleno de ballenitas, perseguido silenciosa pero frenéticamente por otro individuo: primero por Bouchard hacia el norte y luego, al terminar el edificio del Luna Park, hacia la derecha, como quien piensa bajar hacia la zona portuaria.
Lo perdí entonces de vista porque, como es natural, yo lo seguía a cosa de media cuadra. Apresuré con desesperación mi marcha, temiendo perderlo cuando casi tenía (así lo pensé entonces) buena parte del secreto en mis manos. Casi a la carrera llegué a la esquina y doblé bruscamente hacia la derecha, tal como lo había hecho el otro. ¡Qué espanto! El ciego estaba contra la pared, agitado, evidentemente a la espera. No pude evitar el llevármelo por delante. Entonces me agarró del brazo con una fuerza sobrehumana y sentí su respiración contra mi cara. La luz era muy escasa y apenas podía distinguir su expresión; pero toda su actitud, su jadeo, el brazo que me apretaba como una tenaza, su voz, todo manifestaba rencor y una despiadada indignación.—¡Me ha estado siguiendo! —exclamó en voz baja, pero como si gritara. Asqueado (sentía su aliento sobre mi rostro, olía su piel húmeda), asustado, murmuré monosílabos, negué loca y desesperadamente, le dije "señor, usted está equivocado", casi caí desmayado de asco y de prevención. ¿Cómo podía haberlo advertido? ¿En qué momento? ¿De qué manera? Era imposible admitir que mediante los recursos normales de un simple ser humano hubiese podido notar mi persecución. ¿Qué? ¿Acaso los cómplices? ¿Los invisibles colaboradores que la secta tiene distribuidos astutamente por todas partes y en las posiciones y oficios más insospechados: niñeras, profesoras de enseñanza secundaria, señoras respetables, bibliotecarios, guardas de tranvías? Vaya a saber. Pero de ese modo confirmé, aquella madrugada, una de mis intuiciones sobre la secta. Todo eso lo pensé vertiginosamente mientras luchaba por desasirme de sus garras. Salí huyendo en cuanto pude y por mucho tiempo no me animé a proseguir mi pesquisa. No sólo por temor, temor que sentía en grado intolerable, sino también por cálculo, pues imaginaba que aquel episodio nocturno podía haber desatado sobre mí la más estrecha y peligrosa vigilancia. Tendría que esperar meses y quizás años, tendría que despistar, debería hacer creer que aquello había sido una simple persecución con objetivo de robo. Otro acontecimiento me condujo, más de tres años después, sobre la gran pista y pude, por fin, entrar en el reducto de los ciegos. De esos hombres que la sociedad denomina No Videntes: en parte por sensiblería popular; pero también, con casi seguridad, por ese temor que induce a muchas sectas religiosas a no nombrar nunca la Divinidad en forma directa.
III
Hay una fundamental diferencia entre los hombres que han perdido la vista por enfermedad o accidente y los ciegos de nacimiento. A esta diferencia debo el haber penetrado finalmente en sus reductos, bien que no haya entrado en los antros más secretos, donde gobiernan la Secta, y por lo tanto el Mundo, los grandes y desconocidos jerarcas. Apenas si desde esa especie de suburbio alcancé a tener noticias, siempre reticentes y equívocas, sobre aquellos monstruos y sobre los medios de que se valen para dominar el universo entero. Supe así que esa hegemonía se logra y se mantiene (aparte el trivial aprovechamiento de la sensiblería corriente) mediante los anónimos, las intrigas, el contagio de pestes, el control de los sueños y pesadillas, el sonambulismo y la difusión de drogas. Baste recordar la operación a base de marihuana y de cocaína que se descubrió con los colegios secundarios de los Estados Unidos, donde se corrompía a chicos y chicas desde los once a doce años de edad para tenerlos al servicio incondicional y absoluto. La investigación, claro, terminó donde debía empezar de verdad: en el umbral inviolable. En cuanto al dominio mediante los sueños, las pesadillas y la magia negra, no vale ni siquiera la pena demostrar que la Secta tiene para ello a su servicio a todo el ejército de videntes y de brujas de barrio, de curanderos, de manos santas, de tiradores de cartas y de espiritistas: muchos de ellos, la mayoría, son meros farsantes; pero otros tienen auténticos poderes y, lo que es curioso, suelen disimular esos poderes bajo la apariencia de cierto charlatanismo, para mejor dominar el mundo que los rodea. Si, como dicen, Dios tiene el poder sobre el cielo, la Secta tiene el dominio sobre la tierra y sobre la carne. Ignoro si, en última instancia, esta organización tiene que rendir cuentas, tarde o temprano, a lo que podría denominarse Potencia Luminosa; pero, mientras tanto, lo obvio es que el universo está bajo su poder absoluto, poder de vida y muerte, que se ejerce mediante la peste o la revolución, la enfermedad o la tortura, el engaño o la falsa compasión, la mistificación o el anónimo, las maestritas o los inquisidores. No soy teólogo y no estoy en condiciones de creer que estos poderes infernales puedan tener explicación en alguna retorcida Teodicea. En todo caso, eso sería teoría o esperanza. Lo otro, lo que he visto y sufrido, eso son hechos. Pero volvamos a las diferencias. Aunque no: hay mucho todavía que decir sobre esto de los poderes infernales, porque acaso algún ingenuo piensa que se trata de una simple metáfora, no de una cruda realidad. Siempre me preocupó el problema del mal, cuando desde chico me ponía al lado de un hormiguero armado de un martillo y empezaba a matar bichos sin ton ni son. El pánico se apoderaba de las sobrevivientes, que corrían en cualquier sentido. Luego echaba agua con la manguera; inundación. Ya me imaginaba las escenas dentro, las obras de emergencia, las corridas, las órdenes y contraórdenes para salvar depósitos de alimentos, huevos, seguridad de reinas, etcétera. Finalmente, con una pala removía todo, abría grandes boquetes, buscaba las cuevas y destruía frenéticamente: catástrofe general. Después me ponía a cavilar sobre el sentido general de la existencia, y a pensar sobre nuestras propias inundaciones y terremotos. Así fui elaborando una serie de teorías, pues la idea de que estuviéramos gobernados por un Dios omnipotente, omnisciente y bondadoso me parecía tan contradictoria que ni siquiera creía que se pudiese tomar en serio. Al llegar a la época de la banda de asaltantes había elaborado ya las siguientes posibilidades: 1°) Dios no existe. 2°) Dios existe y es un canalla. 3°) Dios existe, pero a veces duerme: sus pesadillas son nuestra existencia. 4°) Dios existe, pero tiene accesos de locura, esos accesos son nuestra existencia. 5°) Dios no es omnipresente, no puede estar en todas partes. A veces está ausente ¿en otros mundos? ¿En otras cosas? 6°) Dios es un pobre diablo, con un problema demasiado complicado para sus fuerzas. Lucha con la materia como un artista con su obra. Algunas veces, en algún momento logra ser Goya, pero generalmente es un desastre. 7°) Dios fue derrotado antes de la Historia por el Príncipe de las Tinieblas. Y derrotado, convertido en presunto diablo, es doblemente desprestigiado, puesto que se le atribuye este universo calamitoso. Yo no he inventado todas estas posibilidades, aunque por aquel entonces así lo creía; más tarde, verifiqué que algunas habían constituido tenaces convicciones de los hombres, sobre todo la hipótesis del Demonio triunfante. Durante más de mil años hombres intrépidos y lúcidos tuvieron que enfrentar la muerte y la tortura por haber develado el secreto. Fueron aniquilados y dispersados, ya que, es de suponer, las fuerzas que dominan el mundo no van a detenerse en pequeñeces cuando son capaces de hacer lo que hacen en general. Y así, pobres diablos o genios, fueron por igual atormentados, quemados por la Inquisición, colgados, desollados vivos; pueblos enteros fueron diezmados y dispersados. Desde la China hasta España, las religiones de Estado (cristianos o mazdeístas) limpiaron el mundo de cualquier intento de revelación. Y puede decirse que en cierto modo lograron su objetivo. Pues aun cuando algunas de las sectas no pudieron ser aniquiladas, se convirtieron a su turno en nueva fuente de mentira, tal como sucedió con los mahometanos. Veamos el mecanismo: según los gnósticos, el mundo sensible fue creado por un demonio llamado Jehová. Por largo tiempo la Suprema Deidad deja que obre libremente en el mundo, pero al fin envía a su hijo a que temporariamente habite en el cuerpo de Jesús, para de ese modo liberar al mundo de las falaces enseñanzas de Moisés. Ahora bien: Mahoma pensaba, como algunos de estos gnósticos, que Jesús era un simple ser humano, que el Hijo de Dios había descendido a él en el bautismo y lo abandonó en la Pasión, ya que si no, sería inexplicable el famoso grito: "Dios mío, Dios mío. ¿Por qué me has abandonado?". Y cuando los romanos y los Judíos escarnecen a Jesús, están escarneciendo una especie de fantasma. Pero lo grave es que de este modo (y en forma más o menos similar, pasa con las otras sectas rebeldes) no se ha revelado la mistificación sino que se ha fortalecido. Porque para las sectas cristianas que sostenían que Jehová era el Demonio y que con Jesús se inicia la nueva era, como para los mahometanos, si el Príncipe de las Tinieblas reinó hasta Jesús (o hasta Mahoma), ahora en cambio, derrotado, ha vuelto a sus infiernos. Como se comprende, ésta es una doble mistificación: cuando se debilita la gran mentira, estos pobres diablos la consolidaban. Mi conclusión es obvia: sigue gobernado el Príncipe de las Tinieblas. Y ese gobierno se hace mediante la Secta Sagrada de los Ciegos. Es tan claro todo que casi me pondría a reír si no me poseyera el pavor.
IV
Pero volvamos de una vez a las diferencias. Sobre todo, existe una esencial disparidad entre los ciegos de nacimiento y los que han perdido la vista por enfermedad o accidente. Por supuesto, los advenedizos adquieren con el tiempo muchos de los atributos de la raza, en parte por el mismo mecanismo que mimetiza a los judíos en medio de una raza que los odia o desprecia. Porque, y éste es un hecho singular, el odio que los ciegos tienen por los videntes es superado por el que tienen a los advenedizos. ¿A qué puede deberse este fenómeno9 Al comienzo pensé que podría estar motivado por causas semejantes a las que provoca el rencor entre países vecinos, o entre los propios connacionales: ya se sabe que las guerras más despiadada son las civiles y bastaría recordar las luchas civiles en la Argentina del siglo pasado o la guerra española. Una maestrita, Norma Gladys Pugliese, a la que utilicé durante algunos meses para estudiar ciertas reacciones de intelectuales de suburbio, pensaba, naturalmente, que el odio y las guerras entre los hombres eran debidos al mutuo desconocimiento y a la ignorancia general; tuve que explicarle que la única forma de mantener la paz entre los seres humanos era mediante la ignorancia recíproca y el desconocimiento, únicas condiciones en que estos bichos son relativamente bondadosos y justicieros, ya que todos somos bastante ecuánimes con relación a las cosas que no nos interesan. Con algunos libros de historia y con la sección policial de los diarios de la tarde en la mano, me veía obligado a explicarle el ABC de la condición humana a esta pobre diabla que se había educado bajo la dirección de distinguidas educadoras y que creía, más o menos, que el alfabetismo resolvería el problema general de la humanidad: momento en que yo le recordaba que el pueblo más alfabetizado del mundo era el que había instaurado los campos de concentración para la tortura en masa y la cremación de judíos y católicos. Con el resultado, casi siempre, de levantarse de la cama, indignarse contra mí, en lugar de indignarse con los alemanes, ya que los mitos son más fuertes que los hechos que intentan destruirlos, y el mito de la enseñanza primaria en la Argentina, por disparatado y cómico que parezca, ha resistido y resistirá el ataque de cualquier cantidad de sátiras y demostraciones. Pero volviendo al problema que nos interesa, reflexioné más tarde, cuando conocí y estudié mejor la Secta, que lo decisivo en ese rencor contra los advenedizos es el orgullo de casta y, como consecuencia, el resentimiento contra los que intentan, y en cierto modo logran, acceder a ella. Esto, claro, no es privativo de los ciegos, ya que sucede también en las clases altas de la sociedad, donde sólo a la larga y a regañadientes se admite a aquellos que, por su gran fortuna y por el casamiento de sus hijos, terminan por entrar en el estrato superior: hay un sutil desprecio, pero este mero desprecio va mezclándose luego, poco a poco, con un creciente resentimiento; acaso porque intuyen que de este modo, por esa lenta pero segura invasión, no están seguros y acorazados como imaginaban y porque, en definitiva, comienzan así a experimentar una paradojal sensación de inferioridad. Finalmente, también influye el hecho de ser sorprendidos en sus secretos por seres que hasta el día anterior habían sido sus víctimas ignorantes y el objetivo de sus actos más despiadados. Molestos testigos que aunque no tienen la menor probabilidad de volver a su mundo originario, de todos modos descubren, asombrados, las ideas y los sentimientos de estos seres que habían imaginado el colmo del desamparo. Sin embargo todo esto es análisis, y, lo que es peor, análisis con palabras y conceptos que valen para nosotros. En rigor, tenemos tanta posibilidad de entender el universo de los ciegos como el de los gatos o serpientes. Decimos: los gatos son independientes, son aristocráticos y traicioneros, son inseguros; pero en realidad todos estos conceptos tienen un valor relativo, pues estamos aplicando conceptos y valoraciones humanas a entes inconmensurables con nosotros: del mismo modo que es imposible a los hombres imaginar dioses que no tengan ciertos caracteres humanos, hasta el punto grotesco de que los dioses griegos se metían los cuernos.
V
Voy a contar ahora cómo entró en juego el tipógrafo Celestino Iglesias y cómo me encontré en la gran pista. Pero antes quiero decir quién soy yo, de qué me ocupo, etcétera. Me llamo Fernando Vidal Olmos, nací el 24 de junio de 1911 en Capitán Olmos, pueblo de la provincia de Buenos Aires que lleva el nombre de mi tatarabuelo. Mido un metro setenta y ocho, peso alrededor de 70 kilos, ojos grisverdosos, pelo lacio y canoso. Señas particulares: ninguna. Se me podrá preguntar para qué diablos hago esta descripción de registro civil. Nada hay casual en el mundo de los hombres. Hay un sueño que se me repetía mucho en mi infancia: veía un chico (y ese chico, hecho curioso, era yo mismo, y me veía y observaba como si fuera otro) que jugaba en silencio a un juego que yo no alcanzaba a entender. Lo observaba con cuidado, tratando de penetrar el sentido de sus gestos, de sus miradas, de palabras que murmuraba. Y de pronto, mirándome gravemente, me decía: observo la sombra de esta pared en el suelo, y si esa sombra llega a moverse no sé lo que puede pasar. Había en sus palabras una sobria pero horrenda expectativa. Y entonces yo también empezaba a controlar la sombra con pavor. No se trataba, inútil decirlo, del trivial desplazamiento que la sombra pudiese tener por el simple movimiento del sol: era OTRA COSA. Y así, yo también empezaba a observar con ansiedad. Hasta que advertía que la sombra empezaba a moverse lenta pero perceptiblemente. Me despertaba sudando, gritando. ¿Qué era aquello, qué advertencia, qué símbolo? Cada noche me acostaba con el temor del sueño. Y cada mañana, al despertarme, mi pecho se ensanchaba de alivio al comprobar que, una vez más, había escapado de aquel peligro. Otras noches, en cambio, llegaba el momento terrible: nuevamente veía al chico, la pared y la sombra; nuevamente el chico me miraba con gravedad, nuevamente pronunciaba sus singulares palabras y nuevamente, en fin, después de observar yo con ansiosa expectativa la sombra de la pared, veía que empezaba a moverse y a deformarse. Entonces despertaba sudando y gritando. El sueño me atormentó durante años, porque comprendía que, como casi todos los sueños, debía tener un sentido oculto y que, en este caso, era el anuncio indudable de algo que alguna vez tenía que sucederme. Ahora bien: no sé si aquel sueño fue el anuncio de lo que más tarde me sucedió o si fue su comienzo simbólico. La primera vez fue hace muchos años, cuando yo tenía menos de veinte años y dirigía una banda de asaltantes (luego veré si cuento algo de aquella experiencia). Tuve de pronto la revelación de que la realidad podría empezar a deformarse si no concentraba toda mi voluntad para mantenerla estable. Temía que el mundo que me rodeaba pudiera empezar en cualquier momento a moverse, a deformarse, primero lenta y luego bruscamente, a disgregarse, a transformarse, a perder todo sentido. Corno el chico del sueño concentré toda mi fuerza mirando esa especie de sombra que es la realidad que nos rodea, sombra de alguna estructura o pared que no nos es dado contemplar. Y de pronto (estaba en mi cuarto de Avellaneda, felizmente solo, tirado en la cama), vi, con horror, que la sombra empezaba a moverse y que el viejo sueño empezaba a cumplirse en la realidad. Sentí una especie de vértigo, perdí el sentido y me hundí en un caos, pero al fin logré salir a flote con enorme esfuerzo y empecé a atar los trozos de la realidad que parecían querer irse a la deriva. Una especie de ancla. Eso es: como si me viese obligado a anclar la realidad, pero como si el barco estuviese compuesto de muchos pedazos separables y fuese necesario primero atarlos a todos y luego largar una formidable ancla para que el todo no fuese a la deriva. Por desgracia, el episodio volvió a repetírseme, y a veces con fuerza mayor. De pronto sentía que empezaba el deslizamiento y luego la disgregación, pero como ya conocía los síntomas no me dejaba estar, tal como me había sucedido la primera vez, y de inmediato comenzaba a trabajar con toda mi energía. La gente no comprendía lo que me pasaba, me veía concentrarme con mi mirada fija y ajena, y creía que me estaba volviendo loco, sin comprender que era al revés, precisamente al revés, puesto que merced a aquel esfuerzo lograba mantener la realidad en su sitio y en su forma. Pero a veces, por más intensos que fueran mis esfuerzos, la realidad empezaba a disgregarse poco a poco, a deformarse, como si fuera de caucho y enormes tensiones la solicitaran desde los extremos (desde Sirio, desde el centro de la Tierra, desde todas partes): una cara empezaba a hincharse, de un lado se inflaba un globo, los ojos se juntaban poco a poco, la boca se agrandaba hasta que reventaba, mientras una mueca horrible iba desfigurando el rostro. Sea como fuera, aquellos momentos me asustaban; y me atormentaba esa necesidad de mantener mi mente despierta, atenta, vigilante y enérgica. De pronto deseaba que me encerraran en un manicomio para descansar, puesto que allí nadie tiene la obligación de mantener la realidad como se pretende que es. Como si allí uno pudiera decir (y seguramente dice): ahora, que se arreglen. Pero lo peor no sucede a mi alrededor sino en mi interior, porque mi propio yo empezaba de pronto a deformarse, a estirarse, a metamorfosearse. Yo me llamo Fernando Vidal Olmos, y esas tres palabras son como un sello, como una garantía de que soy "algo", algo bien definido: no sólo por el color de mis ojos, por mi estatura, por mi edad, por mi día de nacimiento y mis padres (es decir, por esos datos que aparecen en la cédula de identidad), sino por algo más profundo de índole espiritual: por un conjunto de recuerdos, de sentimientos, de ideas que dentro de uno mantienen la estructura de ese "algo", que es Fernando Vidal y no el cartero o el carnicero. Pero ¿qué impide que en ese cuerpo tabulado en mi libreta de enrolamiento no pueda de pronto, en virtud de algún cataclismo, habitar el alma del portero o el espíritu de Sade? ¿Hay alguna inviolable relación, acaso, entre mi cuerpo y mi alma? Siempre me pareció portentoso que alguien pueda crecer, tener ilusiones, sufrir desastres, ir a la guerra, deteriorarse espiritualmente, cambiar sus ideas, transformar sus sentimientos y sin embargo seguir recibiendo el mismo nombre: Fernando Vidal. ¿Tiene algún sentido? ¿O es verdad que, a pesar de todo, existe algún hilo, infinitamente estirable pero milagrosamente unitario, que a través de esos cambios y catástrofes mantenga la identidad del yo?No sé lo que pasará en los otros. Sólo puedo decir que en mí esa identidad de pronto se pierde y que esa deformación del yo de pronto alcanza proporciones inmensas: grandes regiones de mi espíritu empiezan a hincharse (a veces hasta siento la presión física de mi cuerpo, en mi cabeza sobre todo), avanzan como silenciosos pseudopodios, ciegos y sigilosos, hacia otras regiones de la raza y finalmente hasta oscuras y antiguas regiones zoológicas; un recuerdo empieza a hincharse, poco a poco va dejando de ser aquel rumor de La danza de las libélulas que alguna noche oí en un piano de mi infancia, va siendo luego una música cada vez más extraña y desorbitada, luego se convierte en gritos y gemidos, finalmente en aullidos atroces, luego en campanadas que me aturden los oídos y cosa aún más singular, empiezan a transformarse en gustos ácidos o repugnantes en mi boca, como si del oído pasasen a mi garganta, y el estómago se me contrae en convulsiones de vómito, mientras otros ruidos, otros recuerdos, otros sentimientos, van sufriendo metamorfosis análogas. Y pensando a veces que tal vez sea verdad la reencarnación y que en los rincones más ocultos de nuestro yo duermen recuerdos de aquellos seres que nos precedieron, así como conservamos restos de pez o reptil; dominados por el nuevo yo y por el nuevo cuerpo, pero prontos a despertar y salir cuando las fuerzas, las tensiones, los alambres y tornillos que mantienen el yo actual, por alguna causa que desconocemos, se aflojan y ceden, y las fieras y animales prehistóricos que nos habitan salen en libertad. Y eso que sucede cada noche, mientras dormimos, de pronto es incontrolable y empieza a dominarnos también en pesadillas que se desenvuelven a la luz del día. Pero mientras mi voluntad me responde todavía yo siento cierta seguridad, porque sé que gracias a ella puedo salir del caos y reorganizar mi mundo: mi voluntad es poderosa, cuando funciona. Lo peor es cuando siento que mi yo se disgrega también en lo que se refiere a la voluntad. O como si la voluntad todavía me perteneciese, pero partes del cuerpo o del sistema que la transmite, no. O como si el cuerpo fuera mío, pero "algo" entre mi cuerpo y mi voluntad se interpone. Ejemplo: quiero mover el brazo, pero el brazo no me obedece. Concentro toda mi atención en el brazo, lo miro, realizo un esfuerzo pero observo que no me obedece. Como si las líneas de comunicación entre mi cerebro y mi brazo estuvieran rotas. Muchas veces me ha sucedido eso, como si yo fuera un territorio devastado por un terremoto, con grandes grietas, y con los hilos telefónicos cortados. Y en esos casos, todo puede suceder: no hay policía, no hay ejército. Cualquier calamidad puede producirse, cualquier saqueo o depredación. Como si mi cuerpo perteneciera a otro hombre y yo, impotente y mudo, observara cómo comienzan a producirse en aquel territorio ajeno movimientos sospechosos, estremecimientos que anuncian una nueva convulsión, hasta que poco a poco, crecientemente, la catástrofe vuelve a enseñorearse de mi cuerpo y finalmente de mi espíritu. Cuento todo esto para que me comprendan. Y porque muchos de los episodios que relataré, de otro modo serían incomprensibles e increíbles. Pero pasaron en buena medida gracias a esa ruptura catastrófica de mi personalidad; no a pesar de ella, sino precisamente gracias a ella.
VI
Este informe está destinado, después de mi muerte, que se aproxima, a un instituto que crea de interés proseguir las investigaciones sobre este mundo que hasta hoy ha permanecido inexplorado. Como tal, se limita a los HECHOS como me han sucedido. El mérito que tiene, a mi juicio, es el de su absoluta objetividad: quiero hablar de mi experiencia como un explorador puede hablar de su expedición al Amazonas o al África Central. Y aunque, como es natural, la pasión y el rencor muchas veces pueden confundirme, al menos mi voluntad es de permanecer preciso y de no dejarme arrastrar por esa clase de sentimientos. He tenido experiencias espantosas, pero precisamente por eso mismo deseo atenerme a los hechos, aunque estos hechos proyecten una luz desagradable sobre mi propia vida. Después de lo que llevo dicho, nadie en su sano juicio podría sostener que el objetivo de estos papeles sea el de despertar simpatía hacia mi persona. He aquí, por ejemplo, uno de los hechos desagradables que como muestra de mi sinceridad voy a confesar: no tengo ni nunca he tenido amigos. He sentido pasiones, naturalmente; pero jamás he sentido afecto por nadie, ni creo que nadie lo haya sentido por mí. He mantenido relaciones, sin embargo, con mucha gente. He tenido "conocidos", como se acostumbra decir con esa palabra tan equívoca. Y uno de esos conocidos, uno de importancia para lo que sigue, fue un español enjuto y taciturno llamado Celestino Iglesias. Lo vi por primera vez en 1929, en un centro anarquista de Avellaneda llamado Amanecer; el mismo centro donde conocí, por la misma época, a Severino Di Giovanni, un año antes de su fusilamiento. Yo frecuentaba los locales ácratas porque ya tenía el vago propósito de organizar, como efectivamente organicé más tarde, una banda de asaltantes; y aunque no todos los anarquistas eran pistoleros, se encontraba entre ellos a todo género de aventureros, nihilistas y, en fin, ese tipo de enemigo de la sociedad que siempre me atrajo. Uno de esos individuos se llamaba Osvaldo R. Podestá, que participó en el asalto al Banco de San Martín y que durante la guerra española fue ametrallado por los mismos rojos, cerca del puerto de Tarragona, cuando se disponía a huir de España con un lanchón cargado de dinero y de joyas. Conocí a Iglesias por intermedio de Podestá: como si un lobo me presentase un cordero. Pues Iglesias era uno de esos anarquistas bondadosos, incapaz de matar una mosca: era pacifista, era vegetariano (por su repugnancia a vivir de la muerte de un ser viviente) y tenía ese género de fantástica esperanza de que el mundo iba a ser alguna vez una cariñosa comunidad de libres y fraternales cooperadores. Ese Nuevo Mundo iba a hablar una sola lengua y esa lengua iba a ser el esperanto. Razón por la cual aprendió dificultosamente esa especie de aparato ortopédico, que no solamente es horrible (lo que para una lengua universal no sería lo peor) sino que no la habla prácticamente nadie (lo que para una lengua universal es ruinoso). Y de ese modo, en cartas que laboriosamente escribía sacando la lengua, se comunicaba con alguno de los quinientos sujetos que en el resto del universo pensaban como él. Hecho curioso que es frecuente entre los anarquistas: un ser angelical como Iglesias podía, sin embargo, dedicarse a la falsificación de dinero. Lo, vi por segunda vez, precisamente, en un sótano de la calle Boedo, donde Osvaldo R. Podestá tenía todos los elementos para ese tipo de operaciones y donde Iglesias realizaba tareas de confianza. En aquel tiempo tenía unos treinta y cinco años, era enjuto y muy moreno, bajito, seco, como muchos españoles que parecen haber vivido sobre una tierra calcinada, casi sin alimentarse, resecados por el sol implacable del verano y por el frío despiadado del invierno. Era generosísimo, jamás tenía un centavo encima (todo lo que ganaba y el dinero falsificado, eran para el sindicato o para las turbias actividades de Podestá), siempre albergaba en su piecita a uno de esos vividores que suelen encontrarse en el ambiente anarquista, y aunque era incapaz de matar a una mosca había pasado la mayor parte de su existencia en las cárceles de España y de la Argentina, Iglesias, un poco como Norma Pugliese, imaginaba que todos los males de la humanidad iban a resolverse con una mezcla de Ciencia y de Mutuo Conocimiento. Había que luchar contra las Fuerzas Oscuras que se oponían, desde siglos, al triunfo de la Verdad. Pero el Progreso de las Ideas era incesante y tarde o temprano el Amanecer era inevitable. Mientras tanto, había que luchar contra las fuerzas organizadas del Estado, había que denunciar la Impostura Clerical, había que mirar el Ejército y promover la Educación Popular. Se fundaban bibliotecas en que no sólo se encontraban las obras de Bakunin o Kropotkin sino las novelas de Zola y volúmenes de Spencer y Darwin, ya que hasta la teoría de la evolución les parecía subversiva, y un extraño vínculo unía la historia de los Peces y Marsupiales con el Triunfo de las Nuevas Ideas. Tampoco faltaba la Energética, de Ostwald, esa especie de biblia termodinámica en que Dios aparecía sustituido por un ente laico, pero también inexplicable, llamado Energía, que, como su predecesor, lo explicaba y podía todo, con la ventaja de estar relacionado con el Progreso y la Locomotora. Hombres y mujeres que se encontraban en estas bibliotecas se unían luego en libre matrimonio y engendraban hijos a los que llamaban Luz, Libertad, Nueva Era, Giordano Bruno. Hijos que la mayor parte de las veces, en virtud de ese mecanismo que lanza a los hijos contra los padres, o, en otras, simplemente, merced a la complicada y generalmente dialéctica Marcha del Tiempo, se convertían en meros burgueses, en rompehuelgas y hasta en feroces persecutores del Movimiento, como en el caso del renombrado comisario Giordano Bruno Trenti. Dejé de ver a Iglesias cuando empezó la guerra de España, pues, como muchos otros, fue a pelear bajo la bandera de la Federación Anarquista Ibérica. En 1938 se refugió en Francia, donde seguramente tuvo oportunidad de apreciar los fraternales sentimientos de los ciudadanos de ese país y las ventajas de la Vecindad y del Conocimiento sobre la Lejanía y la Ignorancia Mutua. De allá, finalmente, pudo volver a la Argentina. Y aquí lo volví a encontrar un par de años después del episodio del subterráneo que ya he relatado. Yo estaba vinculado a un grupo de falsificadores y como necesitábamos un hombre de confianza que tuviera experiencia pensé en Iglesias. Lo busqué entre las antiguas relaciones, entre los grupos anarquistas de La Plata y Avellaneda, hasta que di con él: estaba trabajando de tipógrafo en la imprenta Kraft. Lo hallé bastante cambiado, sobre todo a causa de su renguera: le habían cortado la pierna derecha durante la guerra. Estaba más reseco y reservado que nunca. Vaciló, pero finalmente aceptó, cuando le dije que ese dinero sería empleado para ayudar a un grupo anarquista de Suiza. No era difícil convencerlo de nada que se refiriese a la causa, por utópico que pareciese a primera vista y, sobre todo, si era utópico. Su ingenuidad era a toda prueba: ¿no había trabajado para un sinvergüenza como Podestá? Vacilé un momento con respecto a la nacionalidad de los anarquistas, pero me decidí al fin por Suiza a causa de la enorme magnitud del dislate, ya que para una persona normalmente constituida creer en anarquistas suizos es como aceptar la existencia de ratas en una caja fuerte. La primera vez que pasé por ese país tuve la sensación de que era barrido totalmente cada mañana por las amas de casa (echando, por supuesto, la tierra a Italia). Y fue tan poderosa la impresión que repensé la mitología nacional. Las anécdotas son esencialmente verdaderas porque son inventadas, porque se las inventa pieza por pieza, para ajustarlas exactamente a un individuo. Algo semejante sucede con los mitos nacionales, que son fabricados a propósito para describir el alma de un país, y así se me ocurrió en aquella circunstancia que la leyenda de Guillermo Tell describía con fidelidad el alma suiza: cuando el arquero le dio con la flecha en la manzana, seguramente en el medio exacto de la manzana, se perdieron la única oportunidad histórica de tener una gran tragedia nacional. ¿Qué puede esperarse de un país semejante? Una raza de relojeros, en el mejor de los casos.
VII
Podría pensarse en la increíble cantidad de casualidades que me llevaron a entrar, por fin, en el universo de los ciegos: si yo no hubiese estado en contacto con los anarquistas, si entre esos anarquistas no hubiese encontrado un hombre como Iglesias, si Iglesias no hubiese sido falsificador de dinero, si aun siéndolo, no hubiese sufrido aquel accidente a la vista, etc. ¿Para qué seguir? Los acontecimientos son o parecen casuales según el ángulo desde donde se observe la realidad. Desde un ángulo opuesto ¿por qué no suponer que todo lo que nos sucede obedece a causas finales? Los ciegos me obsesionaron desde chico y hasta donde mi memoria alcanza recuerdo que siempre tuve el impreciso pero pertinaz propósito de penetrar algún día en el universo en que habitan. Si no hubiese tenido a Iglesias a mano, ya habría imaginado algún otro medio, porque toda la fuerza de mi espíritu se dirigió a lograr ese objetivo. Y cuando uno se propone enérgica y sistemáticamente un fin que esté dentro de las posibilidades del mundo determinado, cuando se movilizan no sólo las fuerzas conscientes de nuestra personalidad sino las más poderosas de nuestra subconsciencia, se termina por crear un campo de fuerzas telepáticas en torno de uno que impone a otros seres nuestra voluntad, y hasta se producen episodios que en apariencia son casuales pero que en rigor están determinados por esa invisible potencia de nuestro espíritu. En varias ocasiones, después de mi fracaso con el ciego del subterráneo, pensé qué útil me resultaría una especie de individuo intermediario entre los dos reinos, alguien que, por haber perdido la vista en un accidente, participase todavía, aunque fuera durante un tiempo, de nuestro universo de videntes y simultáneamente tuviera ya un pie en el otro territorio. Y quién sabe si esa idea, cada día más obsesionante, no fue apoderándose de mi subconsciencia hasta actuar por fin, como dije, en forma de invisible pero poderoso campo magnético, determinando en alguno de los seres que entran en él lo que yo más deseaba en ese momento de mi vida: el accidente de la ceguera. Examinando las circunstancias en que Iglesias manipulaba aquellos ácidos, recuerdo que la explosión fue precedida por mi entrada en el laboratorio y por la repentina, casi por la violenta idea de que si Iglesias se acercaba al mechero de Bunsen ocurriría una explosión. ¿Hecho premonitorio? No lo sé. Quién sabe si aquel accidente no fue forzado de alguna manera por mi deseo, si aquel acontecimiento que luego pareció un típico fenómeno del indiferente universo material no fue, en cambio, un típico fenómeno del universo en que nacen y crecen nuestras más turbias obsesiones. Yo mismo no veo claro aquel episodio, porque pasaba uno de esos períodos en que vivir me costaba un gran esfuerzo, en que me sentía como el capitán de un barco en medio de una tempestad, barridos los puentes por huracanes, crujiendo el casco por el tifón, tratando de mantenerme en lucidez para que todo se mantuviera en su lugar, toda mi voluntad y mi tensión aplicadas a mantener la ruta en medio de los bandazos y de la tiniebla. Luego caía derrumbado en mi cucheta, sin voluntad y con grandes huecos en mi memoria, como si mi espíritu hubiese sido devastado por el temporal. Necesitaba días para que todo volviese un poco a la normalidad, y los seres y los episodios de mi vida real aparecían o reaparecían paulatinamente, desolados y tristes, desmantelados y grises a medida que las aguas se calmaban. Después de esos períodos, yo volvía a la vida normal con vagas reminiscencias de mi existencia anterior. Y así, poco a poco, reapareció Iglesias en mi memoria, y me costó reconstruir los episodios que culminaron en la explosión.
VIII
Se desenvolvió un largo proceso hasta que yo pude vislumbrar los primeros resultados. Ya que, como es fácil imaginar, esa región intermedia que separa los dos mundos, está colmada de equívocos, de tanteos, de ambigüedades: dada la índole secreta y atroz del universo de ciegos, es natural que nadie pueda acceder a él sin una serie de sutiles transformaciones. Vigilé de cerca ese proceso y no me separé de Iglesias sino lo indispensable: era mi oportunidad más segura de filtrarme en el mundo prohibido y no lo iba a malograr por errores groseros. Traté así de permanecer a su lado en la medida de lo posible, pero también de lo insospechable. Lo cuidaba, le leía algún libro de Kropotkin, le conversaba sobre el Apoyo Mutuo, pero sobre todo, observaba y esperaba. En mi pieza coloqué un enorme cartel visible desde la cabecera de mi cama, que decía: OBSERVAR ESPERAR
Me decía: tarde o temprano tienen que aparecer, debe haber un instante en la vida del nuevo ciego en que ELLOS deben venir en su busca. Pero ese instante (me decía también, con inquietud), ese instante podía no estar muy marcado, sino que, por el contrario, era muy probable que pareciese algo baladí y hasta cotidiano. Era necesario estar atento a los detalles más fútiles, vigilar a cualquier persona que se le acercarse, por insospechable que a primera vista pareciese y sobre todo en ese caso, era menester interceptar cartas y llamados telefónicos, etc. Como se comprende, el programa era abrumador y casi laberíntico. Basta pensar en un solo detalle para tener una idea de la ansiedad que en aquellos días me consumió: otra persona de la pensión podía ser intermediario, incluso candoroso, de la secta; y ese individuo podía ver a Iglesias en momentos en que me era imposible controlarlo, hasta esperarlo en el baño. En largas noches de cavilaciones en mi pieza elaboré planes tan detallados de observación que para realizarlos habría sido preciso una organización de espionaje tan grande como la que un país requiere durante una guerra; con el peligro, siempre existente, del contraespionaje, ya que es harto sabido que todo espía puede ser un espía doble, y contra eso nadie está a cubierto. En fin, al cabo de largos análisis, en que pensé que podía enloquecerme, terminaba por simplificar y reducirme a lo que me era posible ejecutar. Era necesario ser minucioso y paciente, tener coraje y guante de seda: mi frustrada experiencia con el sujeto de las ballenitas me había enseñado que nada lograría por el camino más expeditivo y rápido de un ataque frontal. He escrito la palabra "coraje" y también podría haber escrito "ansiedad". Pues me atormentaba la duda de que la secta hubiese desencadenado sobre mí la más estricta vigilancia desde el episodio del sujeto aquél. Y consideré que todas las precauciones eran escasas. Daré un ejemplo: mientras aparentaba leer el diario en el café de la calle Paso, bruscamente, con la velocidad del rayo, levantaba la vista y trataba de sorprender una expresión sospechosa en Juanito, un brillo equis en la mirada, un sonrojo. Luego lo llamaba con la mano. "Juanito —le decía, supuesto que no se hubiera sonrojado—, ¿por qué se puso colorado?" El tipo negaba, claro. Pero también era una excelente prueba si negaba sin ponerse colorado, era bastante probatorio de su inocencia; si se ponía rojo, ¡cuidado! Como es lógico, tampoco probaba que nada tuviera que ver con la confabulación el hecho de no enrojecer a esta pregunta mía (por eso he escrito "bastante" probatorio), pues un buen espía tiene que estar por encima de esta clase de defectos. Todo esto puede estimarse como una muestra de delirio de persecuciones, pero los acontecimientos posteriores DEMOSTRARON que mi desconfianza y mis dudas no eran, por desgracia, tan desatinadas como puede imaginar un individuo desprevenido. ¿Por qué, sin embargo, yo me atrevía a acercarme tan peligrosamente al abismo? Es que contaba con la inevitable imperfección del mundo real, en que ni siquiera el servicio de vigilancia y espionaje de los ciegos puede estar exento de fallas. También contaba con algo que era lógico presumir: los odios y antipatías que debía haber entre los ciegos, como en cualquier otro grupo de mortales. En suma, reflexioné que la clase de dificultades que un vidente podía esperar en la exploración de ese universo, no serían muy distintas de las que un espía inglés podía encontrar durante la guerra en el sistemático pero lleno de grietas y rencores régimen hitlerista. No obstante, el problema era doblemente complicado porque, como era de esperarse, empezó a cambiar la mentalidad de Iglesias; aunque más que mentalidad (y menos) habría que decir su "raza" o "condición zoológica". Como si en virtud de un experimento con genes, un ser humano comenzase a convertirse, lenta pero inexorablemente, en murciélago o lagarto; y lo que es más atroz, sin que casi nada de su aspecto exterior revelase un cambio tan profundo. Estar solo en una habitación cerrada y a oscuras, de noche, sabiendo que en ella hay también un murciélago es siempre impresionante, sobre todo cuando se siente volar a esa especie de rata alada y, en forma ya intolerable, cuando sentimos que una de sus alas ha rozado nuestra cara en su inmundo vuelo silencioso. ¡Pero cuánto más horrenda puede ser esa sensación si el animal tiene forma humana! Iglesias fue sufriendo esos cambios sutiles que acaso para otro habrían podido pasar inadvertidos, pero que para mí, que vigilaba astuta y sistemáticamente, eran sensibles. Se volvió cada día más desconfiado. Claro: ni era todavía un auténtico ciego, dotado de ese poder de moverse en las tinieblas y de ese sentido del oído y del tacto; ni era ya un hombre capaz de ver con sus ojos corrientes. Tuve la impresión de que se sentía perdido: no lograba una exacta sensación de las distancias, cometía errores cinestésicos, tropezaba, se llevaba torpemente un vaso por delante con sus manos que tanteaban. Se irritaba, aunque trataba de disimularlo por orgullo.—No es nada, Iglesias —le decía yo, en lugar de quedarme callado y de simular distraimiento. Lo que aumentaba su irritación y acentuaba sus reacciones, que era precisamente lo que me proponía. De pronto me quedaba callado y dejaba, por decirlo así, que un silencio total lo rodeara. Ahora bien: para un ciego, un silencio total a su alrededor es como para nosotros un abismo tenebroso que nos separa del resto del universo. No sabe a qué atenerse, todos sus vínculos con el mundo exterior han sido abolidos en esas tinieblas de los ciegos que es el silencio absoluto. Tienen que estar atentos al más mínimo rumor, el peligro los acecha por todos los costados. En esos momentos son solitarios e impotentes. El simple tictac de un reloj puede ser como una lucecita en lontananza, esas lucecitas que en los cuentos infantiles divisa el héroe aterrorizado cuando se creía perdido en medio de la selva. Entonces yo daba un pequeño golpe con un dedo, como al descuido, sobre la mesa o sobre la silla y notaba cómo instantáneamente, con neurótica ansiedad, Iglesias dirigía toda su vida en esa dirección. En medio de su soledad, tal vez se preguntaba: ¿Qué se propone Vidal? ¿Dónde está? ¿Por qué ha permanecido en silencio? Tenía, en efecto, una gran desconfianza hacia mí. Esa desconfianza fue creciendo a medida que pasaban los días y se hizo insalvable al cabo de tres semanas, cuando su metamorfosis acababa. Existía un indicio que debía marcar, si mis teorías no eran equivocadas, el definitivo ingreso de Iglesias en el nuevo reino, su transformación absoluta; y era el asco que en mí despiertan los auténticos ciegos. Tampoco ese asco o aprensión o fobia aparece de golpe: mi experiencia me mostró que también eso se produce poco a poco, hasta que un día nos encontramos ante el hecho consumado y espeluznante: ya estamos delante del murciélago o del reptil. Recuerdo aquel día: ya al acercarme a la pieza de la pensión en que estaba viviendo Iglesias desde su accidente, sentí una ambigua sensación de malestar, una incierta aprensión que fue aumentando a medida que me acercaba a su cuarto. Tanto que vacilé un instante antes de llamar. Hasta que, casi temblando, dije: "Iglesias" Y ALGO me respondió: "Entre". Abrí la puerta y en medio de la oscuridad (ya que naturalmente, no usaba luz cuando se encontraba solo) sentí la respiración del nuevo monstruo.
IX
Pero, antes de llegar a ese instante capital, sucedieron otras cosas que debo relatar, porque fueron las que me permitieron entrar en el universo de los ciegos, antes de que la metamorfosis de Iglesias llegara a su término: como esos desesperados mensajeros en motocicleta, que durante la guerra logran atravesar un puente que saben debe ser volado de un momento a otro. Porque yo veía acercarse el momento fatal en que la metamorfosis estaría completada y trataba de apresurar mi carrera. Por momentos pensé que no llegaría a tiempo y que el puente sería volado por el enemigo antes de que yo, en mi absurda carrera, lograse atravesar el foso. Asistía con ansiedad creciente al paso de los días, calculaba que el proceso interior de Iglesias seguía su ineluctable curso y no veía ningún indicio de que ELLOS aparecieran. Excluía por absurda la sola hipótesis de que los ciegos no se enterasen de que alguien ha perdido la vista y que, por lo tanto, debe ser encontrado y conectado a la secta. Sin embargo, el indiferente curso de los días y mi creciente inquietud me hicieron pensar en esa hipótesis y en otras más descabelladas, como si mi emoción me obnubilara la capacidad de raciocinio y me hiciera olvidar, además, todo lo que ya sabía sobre la secta. Es probable, en efecto, que la emoción sea propicia para crear un poema o componer una partitura musical, pero es desastrosa para las tareas de la razón pura. Me avergüenza recordar las tonterías que se me ocurrieron cuando empecé a temer que no alcanzaría a cruzar el puente. Llegué hasta suponer que un hombre enceguecido podría quedar como un islote en medio de un inmenso océano indiferente. Quiero decir: ¿qué pasaría con un hombre que, como Iglesias, enceguece por accidente y que a causa de su modalidad personal no quiere ni busca el contacto con los otros ciegos?, ¿que dominado por la misantropía, por el desaliento o por la timidez no desea ponerse en comunicación con esas sociedades que son las manifestaciones visibles (y superficiales) del mundo vedado: la Biblioteca para Ciegos, los Coros, etc.? ¿Qué podía impedir, a primera vista, que un hombre como Iglesias se mantuviera aislado y no sólo no buscase sino que rehuyese la cercanía de sus congéneres? Un estremecimiento de vértigo me acometió en el instante en que imaginé esa idiotez (porque también las idioteces pueden conmovernos). Traté enseguida de calmarme. Reflexioné: Iglesias tiene que trabajar, es pobre, no puede permanecer inactivo. ¿Cómo trabaja un ciego? Tiene que salir a la calle y realizar algunas de esas actividades que les están reservadas: vender peines y baratijas, retratos de Gardel y Leguisamo, las famosas ballenitas; algo, en fin, que lo hace fácilmente visible y, tarde o temprano, fiable para los hombres de la secta. Intenté acelerar el proceso, instándolo a instalarse con algunos de esos negocitos. Le hablé con entusiasmo de las ballenitas y de lo que podía sacar en un solo subterráneo. Le pinté un porvenir rosado, pero Iglesias se mantenía silencioso y desconfiado.—Tengo todavía unos pesos. Ya veremos más adelante. ¡Más adelante! ¡Qué desesperantes eran esas palabras! Le hablé de un puesto de diarios, pero tampoco se entusiasmó. No me quedaba otro recurso que esperar y seguir observando, hasta que la necesidad lo obligase a salir. Repito que ahora me da vergüenza haber llegado a esos grados de imbecilidad, bajo el dominio del temor. ¿Cómo, en mi sano juicio, podía suponer que la secta necesitase de algo tan burdo como la instalación del tipógrafo con un puesto de diarios para saber de su existencia? ¿Y la gente que presenció la salida de Iglesias accidentado? ¿Y los enfermeros y médicos en el hospital? Eso, sin contar con los poderes que la secta tiene, y el inmenso y enmarañado sistema de informaciones y de espionaje que como una formidable telaraña invisible envuelve el mundo. Debo decir, sin embargo, que después de algunas noches de ridículo malestar, concluí que aquellas hipótesis eran disparatadas y que no existía la menor posibilidad de que Iglesias quedase abandonado. Lo único temible era que el contacto se produjese demasiado tarde para mí. Pero contra eso nada podía hacer. Yo no podía estarme todo el tiempo a su lado. Así que busqué la forma de vigilarlo sin estar en su cercanía. Las medidas que tomé fueron las siguientes:
1. Di una importante suma de dinero a la dueña de la pensión, una señora Etchepareborda, que me pareció, felizmente, una especie de retardada mental. Le rogué que cuidase de Iglesias y que me advirtiera sobre cualquier cosa que tuviese que ver con el tipógrafo, con el cuento, claro, de su invalidez.
2. Pedí al tipógrafo que no hiciera nada sin avisarme, pues yo quería serle útil en todo sentido. No deposité mucha confianza en esta variante porque imaginé, con fundamento, que iba a ir separándose cada día más de mí y que la desconfianza hacia mi persona tendría que ir en aumento.
3. Procuré establecer, dentro de lo posible, la más estrecha vigilancia sobre sus movimientos, si es que se le ocurría salir; o sobre los movimientos de las gentes que presumiblemente podrían acercársele. Su pensión estaba en la calle Paso. Por suerte, a poco más de veinte metros había un café donde yo podía, como tantos otros desocupados, permanecer horas y horas, aparentando leer el diario o conversando con los mozos, de los que debí hacerme amigo. Era verano, y sentado al lado de la ventana abierta podía vigilar la entrada de la pensión.
4. Utilicé a Norma Gladys Pugliese, con el doble fin de no despertar las sospechas que despierta un hombre solo que vigila y de alternar un poco el fútbol y la política argentina con el pequeño placer que encontraba en corromper a la maestra.
X
Aquellos cinco días que siguieron me desesperaron. ¿Qué podía hacer sino cavilar y conversar con el mozo y hojear diarios y revistas? Aprovechaba para leer dos cosas que siempre me fascinaron: los avisos y la sección policial. Lo único que leo desde los veinte años, lo único que nos ilustra sobre la naturaleza humana y sobre los grandes problemas metafísicos. Uno lee en la sexta edición: SÚBITAMENTE ENLOQUECIDO, MATA A SU MUJER Y A SUS CUATRO HIJITOS CON UN HACHA. Nada sabemos sobre ese hombre, fuera de que se llama Domingo Salerno, que era laborioso y honesto, que tenía un mercadito en Villa Lugano y que adoraba a su mujer y a sus chicos. Y de pronto los mata a hachazos. ¡Profundo misterio! Además, ¡qué sensación de verdad que se siente leyendo la sección policial, después de leer las declaraciones de los políticos! Todos éstos parecen disfrazados y falsificadores internacionales, gente que vende tónico para el pelo y hombres de la víbora. ¿Cómo puede compararse a uno de estos mistificadores con un ser purísimo del género de los Salerno? También me excitan los anuncios: LOS TRIUNFADORES DEL MAÑANA ESTUDIAN EN LAS ACADEMIAS PITMAN. Dos jóvenes rutilantes, un muchacho y una muchacha tomados del brazo, sonrientes y gloriosos, marchan hacia el Porvenir. En otro aviso aparece un escritorio con dos teléfonos y un intercomunicador; el sillón vacío está listo para ser ocupado y de los teléfonos salen como rayitos luminosos; la leyenda dice: ESTE PUESTO LO ESPERA. Uno que me atrae por lo demagógico es de la óptica Podestá: SUS OJOS MERECEN LO MEJOR. Los de pasta de afeitar asumen la forma de historietas con moraleja; en el primer cuadro, Pedro, visiblemente barbudo, invita a bailar a María Cristina; en el segundo cuadro, en primer plano, se ve el rostro desconcertado de Pedro y la expresión de profundo desagrado en María Cristina, que baila tratando de separar lo más posible su cara; en el tercer cuadro, ella le comenta a una amiga: "¡Qué repulsivo está Pedro con esa barba!", respondiéndole la otra: "¿Por qué no se lo dices de una buena vez?"; en el cuadro siguiente, María Cristina le responde que no se atreve pero que quizá ella, su amiga, podría decírselo a su novio para que a su vez él se lo recomiende a Pedro; en el penúltimo cuadro se observa, en efecto, que el novio de la amiga dice algo en voz baja a Pedro; en el cuadro final, aparecen en primer plano Pedro y María Cristina, bailando felices y sonrientes, él ya perfectamente afeitado con la famosa crema PALMOLIVE; la leyenda dice: POR UN DESCUIDO LAMENTABLE PODÍA HABER PERDIDO A SU NOVIA. Variantes: en una, el individuo pierde una magnífica oportunidad de empleo; en otra no asciende nunca: al fondo de una gran sala llena de escritores y empleados, entre los cuales es fácil percibir a Pedro barbudo, un jefe lo está mirando, desde lejos, con expresión de repulsión y fastidio. Cremas desodorantes: noviazgos, posiciones en estupendas empresas, invitaciones a fiestas, perdidas tontamente por no haber usado ODORONO. Anuncios con señores de rostro deportivo, muy bien peinados y muy sonrientes, pero a la vez enérgicos y positivos, con grandes y cuadradas mandíbulas como el Supermán, que golpeando con un puño sobre el pupitre, entre varios teléfonos, y avanzando el torso hacia el invisible y vacilante interlocutor, exclaman: ¡EL ÉXITO ESTÁ AL ALCANCE DE SUS MANOS! Otras veces, el Supermán no golpea sobre la mesa sino que, con gesto enérgico y desprovisto de la menor hesitación, apunta con su índice al lector del diario, siempre pusilánime y dejado, permanentemente dilapidando su Tiempo y sus Notables Condiciones en pavadas, y le dice: GANE CINCO MIL PESOS MENSUALES EN SUS RATOS PERDIDOS, instándolo en seguida a poner su nombre y dirección en las líneas punteadas de un pequeño cuadro. Desprovisto de piel, mostrando sus poderosos músculos fibrosos, Míster Atlas lanza un llamado mundial a los debiluchos: en siete días notará el Progreso y se decidirá a rehacer y reparar su cuerpo, poseyendo pronto una constitución como la del propio Mr. Atlas. Dice: LA GENTE ADMIRA LA AMPLITUD DE SUS HOMBROS. ¡USTED CONSEGUIRÁ LA CHICA MÁS BONITA Y EL MEJOR EMPLEO! Pero nada como el Reader's Digest para promover el Optimismo y los Buenos Sentimientos. Un artículo del señor Frank I. Andrews, titulado "Cuando se reúnen los hoteleros", comenzaba así: "Conocer a los distinguidos hoteleros que llegaron a los Estados Unidos en representación de sus colegas de los países hispanoamericanos fue para mí, uno de los momentos más conmovedores de mi vida". Y luego cientos de artículos destinados a levantar el ánimo de los pobres, leprosos, rengos, edípicos, sordos, ciegos, mudos, sordomudos, epilépticos, tuberculosos, enfermos de cáncer, tullidos, macrocefálicos, microcefálicos, neuróticos, hijos o nietos de locos furiosos, pies planos, asmáticos, postergados, tartamudos, individuos con mal aliento, infelices en el matrimonio, reumáticos, pintores que han perdido la vista, escultores que han sufrido la amputación de las dos manos, músicos que se han quedado sordos (¡pensad en Beethoven!) atletas que a causa de la guerra quedaron paralíticos, individuos que sufrieron los gases de la primera guerra, mujeres feísimas, chicos leporinos, hombres gangosos, vendedores tímidos, personas altísimas, personas bajísimas (casi enanos), hombres que pesan más de doscientos kilos, etc. Título: DEL PRIMER EMPLEO ME ECHARON A PUNTAPIÉS, NUESTRO ROMANCE EMPEZÓ EN EL LEPROSARIO, VIVO FELIZ CON MI CÁNCER, PERDI LA VISTA PERO GANÉ UNA FORTUNA, SU SORDERA PUEDE SER UNA VENTAJA, etcétera. Al salir del bar, y después de hacer mi visita nocturna a la pensión, sobre la Plaza del Once, contemplaba aún el gran cartel que anuncia los fideos Santa Catalina, y aunque no recordaba quién había sido Santa Catalina no me parecía difícil que hubiese sufrido el martirio, ya que el martirio fue siempre el fin casi profesional de los santos; y entonces no podía dejar de meditar sobre esa característica de la existencia humana consistente en que un crucificado o un desollado vivo con el tiempo se convierte en una marca de fideos o de conservas en lata.
XI
Creo que por el resentimiento que Norma tenía hacia mí se apareció uno de aquellos días con un ser epiceno llamado Inés González Iturrat. Enorme y fortísima, con visibles bigotes, de pelo canoso, vestía traje sastre y llevaba zapatos de hombre. A no ser por sus pechos eminentes, vista de golpe, podía cometerse el error de llamarla "señor". Enérgica y eficaz, ejercía un dominio completo sobre Norma.—Yo a usted la conozco —dije.—¿A mí? —comentó con irritada sorpresa, como si esa posibilidad fuera ofensiva; ya que Norma, como es natural, le había hablado mucho de mí. En rigor, tenía la idea de haberla visto en alguna parte, pero recién al final de la incómoda entrevista (necesitaba vigilar el número 57 detrás de su corpachón) aclaré aquel pequeño enigma. Norma revelaba nerviosos deseos de que hubiese algo así como una polémica: sus reiteradas derrotas conmigo la hacían esperar con vengativa satisfacción la idea de una ruinosa discusión con aquel sabio atómico. Pero yo, que tenía la cabeza en otra parte y que no podía ni debía apartar mi atención del número 57, no mostré el menor interés en argüir con aquel producto. Desgraciadamente, como en otra ocasión hubiera hecho, me era imposible levantarme. El pecho de Norma subía y bajaba como un fuelle.
—Inés fue mi profesora de historia, ya te dije.
—Así es —comenté cortésmente.
—Somos un grupo de chicas muy unidas y ella es nuestro mentor.
—Excelente —dije, en el mismo tono.
—Comentamos libros, vamos a exposiciones y conferencias.
—Muy bueno.
—Hacemos excursiones con fines de estudio.
—Magnífico.
Su irritación iba aumentando. Casi indignada ya, agregó:
—Ahora estamos haciendo visitas comentadas a las galerías con ella y el profesor Romero Brest. Me miró con ojos que echaban fuego, esperando mi comentario. Con urbanidad, dije:
—Qué buena idea. Casi gritando agregó:
—Tú crees que las mujeres sólo deben ocuparse de limpiar pisos, de fregar platos y de cuidar el hogar. Un individuo con una escalera pareció querer entrar en la puerta del número 57, pero al verificar el número siguió hasta la puerta siguiente. Calmados mis nervios, le rogué que, por favor, repitiese la observación última, que no había oído bien. Se enfureció todavía más.
—¡Claro! —exclamó— Ni siquiera oyes. Hasta ese punto te interesan mis opiniones.
—Me interesan mucho.
—¡Farsante! Mil veces me has dicho que las mujeres son distintas a los hombres.
—Mayor razón para que me interesen sus opiniones. A uno siempre le interesa lo que es distinto o desconocido.
—¡Ah, de modo que admites que para ti una mujer es algo completamente distinto a un hombre!
—No hay que exaltarse por un hecho tan evidente, Norma. La profesora de historia, que había seguido la escena con gesto duramente irónico, advertida, como seguramente lo estaba, de que yo era un individuo oscurantista, intervino:
—¿Le parece?
—¿Le parece qué? —pregunté con ingenuidad.
—Eso. Que sea evidente —subrayó mordazmente la palabra—, la diferencia entre un hombre y una mujer.
—Todo el mundo está de acuerdo que entre un hombre y una mujer hay algunas apreciables diferencias —le expliqué con calma.
—No nos referimos a eso —replicó con helada furia la educadora— Y usted bien lo sabe.
—¿A eso? ¿Qué es eso?
—Al sexo, a lo que usted bien sabe —agregó cortante. Parecía un cuchillo filosísimo y desinfectado.
—¿Le parece poco? —pregunté. Me estaba poniendo de buen humor, y por lo demás alivianaban mi espera. Sólo seguía molestándome esa vaga sensación de haber visto alguna vez a la profesora y no poder recordar dónde.
—¡No es lo más importante! Nos estamos refiriendo a lo otro, a los valores espirituales. Y las diferencias que ustedes establecen entre la actividad de un hombre y de una mujer son típicas de una sociedad atrasada.
—Ah, ya comprendo —comenté con mucha serenidad—. Para ustedes la diferencia entre el útero y el falo es un resabio de los Tiempos Oscuros. Va a desaparecer junto con el alumbrado a gas y el analfabetismo.
La educadora se puso roja: aquellas palabras no sólo la indignaban sino que la avergonzaban, pero no la pronunciación de palabras como útero y falo (científicas como eran, no podían turbarla más que "neutrino" o "reacción en cadena"). La avergonzaban en virtud del mismo mecanismo que podría molestar al profesor Einstein preguntarle por el funcionamiento de sus intestinos.
—Eso es una frase —dictaminó—. Lo cierto es que hoy la mujer compite con el hombre en cualquier actividad. Y eso es lo que a ustedes los saca de quicio. Vea la delegación que acaba de llegar de mujeres norteamericanas: hay tres directoras de la industria pesada.
Norma, tan femenina, me miró triunfalmente: lo que puede el resentimiento. De alguna manera aquellos monstruos la vengaban de su servilismo en la cama. El desarrollo de la industria metalúrgica de los Estados Unidos atenuaba en cierta forma los gritos que daba en momentos culminantes, el frenesí de su entrega incondicional. Una postura humillante era balanceada por la petroquímica yanqui. Era cierto: ahora que me veía obligado a recorrer los diarios, recordaba haber visto la llegada de aquella troupe.
—También hay mujeres que boxean —comenté—. Ahora, si a ustedes esa monstruosidad las anima...
—¿Llama usted monstruosidad al hecho de que una mujer llegue a ser miembro del directorio de una gran industria?
Nuevamente me vi obligado a seguir, por encima de los atléticos hombros de la señorita González Iturrat, a un transeúnte sospechoso. Esa actitud, perfectamente explicable, aumentó la furia de la considerable arpía.
—¿Y también le parece monstruoso —agregó, entrecerrando insidiosamente los ojitos— que en la ciencia se destaque un genio como Madame Curie?
Era inevitable.
—Un genio —le expliqué con calma didáctica— es alguien que descubre identidades entre hechos contradictorios. Relaciones entre hechos aparentemente remotos. Alguien que revela la identidad bajo la diversidad, la realidad bajo la apariencia. Alguien que descubre que la piedra que cae y la Luna que no cae son el mismo fenómeno.
La educadora seguía mi razonamiento con ojitos sarcásticos, como una maestra a un chico mitómano.
—¿Y Madame Curie es poco lo que descubrió?
—Madame Curie, señorita, no descubrió la ley de la evolución de las especies. Salió con un rifle a cazar tigres y se encontró con un dinosaurio. Con ese criterio también sería un genio el primer marinero que divisó el Cabo de Hornos.
—Usted dirá lo que quiera, pero el descubrimiento de Madame Curie revolucionó la ciencia.
—Si usted sale a cazar tigres y se encuentra con un centauro, también provocará una revolución en la zoología. Pero no es esa clase de revoluciones la que provocan los genios.
—Según su opinión, a la mujer le está vedada la ciencia.
—No, ¿cuándo he dicho eso? Además, la química se parece a la cocina.
—¿Y la filosofía? Usted prohibiría, seguramente, que las muchachas ingresen en la Facultad de Filosofía y Letras.
—No, ¿por qué? No hacen mal a nadie. Además allí encuentran novio y se casan.
—¿Y la filosofía?
—Que estudien, si quieren. Mal no les va a hacer. Tampoco bien, eso es cierto. No les hace nada. Además, no hay ningún peligro de que se conviertan en filósofos.
La señorita González Iturrat gritó:—¡Lo que pasa es que esta sociedad absurda no les da las mismas posibilidades que a los hombres!
—¿Cómo? Si estamos diciendo que nadie les impide ir a la Facultad de Filosofía. Más aún: me dicen que ese establecimiento está lleno de mujeres. Nadie les prohíbe que hagan filosofía. Nunca se les impidió que piensen, ni en su casa ni fuera de su casa. ¿Cómo se puede impedir que alguien piense? Y la filosofía no requiere más que cabeza y ganas de pensar. Ahora, en la época de los griegos y en el siglo XXX. Eventualmente una sociedad podría impedir que una mujer publicase un libro de filosofía: mediante la ironía, el boicot, en fin, alguna cosa así. Pero, ¿impedir que piense? ¿Cómo ninguna sociedad puede obstaculizar la idea del universo platónico en la cabeza de una mujer?
La señorita González Iturrat estalló:—¡Con gente como usted el mundo nunca habría ido adelante!
—¿Y de dónde deduce usted que ha ido adelante?
Sonrió con desprecio.—Claro. Llegar a Nueva York en veinte horas no es un progreso.
—No veo la ventaja de llegar pronto a Nueva York. Cuanto más se tarda, mejor. Además, yo creí que usted se refería al progreso espiritual.
—A todo, señor. Lo del avión no es un azar: es el símbolo del adelanto general. Incluso los valores éticos. No me va usted a decir que la humanidad no tiene una moral superior a la de la sociedad esclavista.
—Ah, usted prefiere los esclavos con sueldo.
—Es fácil ser cínico. Pero cualquier persona de buena fe sabe que el mundo conoce hoy valores morales que eran desconocidos en la antigüedad.
—Sí, comprendo. Landrú viajando en ferrocarril es superior a Diógenes viajando en trirreme.
—Usted elige a propósito ejemplos grotescos. Pero es evidente.
—Un jefe de Buchenwald es superior a un jefe de galeras. Es mejor matar a los bichos humanos con bombas Napalm que con arcos y flechas. La bomba de Hiroshima es más benéfica que la batalla de Poitiers. Es más progresista torturar con picana eléctrica que con ratas, a la china.
—Todos ésos son sofismas, porque son hechos aislados. La humanidad superará también esas barbaridades. Y la ignorancia tendrá que ceder en toda la línea, al final, a la ciencia y al conocimiento.
—Actualmente, el espíritu religioso es más fuerte que en el siglo XIX —anoté con tranquila perversidad.
—El oscurantismo de todo género cederá al fin. Pero la marcha del progreso no puede ser sin pequeños retrocesos y zigzags. Usted mencionó hace un momento la teoría de la evolución: un ejemplo de lo que puede la ciencia contra toda clase de mito religioso.
—No veo los efectos devastadores de esa teoría. ¿No acabamos de admitir que el espíritu religioso ha repuntado?
—Por otros motivos. Pero liquidó definitivamente muchas paparruchadas, como eso de la creación en seis días.
—Señorita: si Dios es omnipotente, ¿qué le cuesta crear el mundo en seis días y distribuir algunos esqueletos de megaterios por ahí para poner a prueba la fe o la estupidez de los hombres?
—¡Vamos! No me va a pretender que dice en serio semejante sofisma. Además, hace un momento estaba elogiando al genio que descubrió la teoría de la evolución. Y ahora la toma en broma.
—No la tomo en broma. Digo, simplemente, que no prueba la inexistencia de Dios ni refuta la creación del mundo en seis días.
—Si por usted fuera no habría ni escuelas. Si no me equivoco, usted debe ser partidario del analfabetismo.
—Alemania en 1933 era uno de los pueblos más alfabetizados del mundo. Si la gente no supiera leer, al menos no podría ser idiotizada día a día por los diarios y revistas. Desgraciadamente, aunque fuesen analfabetos, todavía quedarían otras maravillas del progreso: la radio, la televisión. Habría que extirpar los tímpanos a los chicos y sacarles los ojos. Pero éste sería ya un programa más dificultoso.
—A pesar de los sofismas, siempre la luz prevalecerá sobre la oscuridad, y el bien sobre el mal. El mal es ignorancia.
—Hasta ahora, señorita, el mal siempre ha prevalecido sobre el bien.
—Otro sofisma. ¿De dónde saca semejante barbaridad?
—Yo no saco nada señorita: es la tranquila comprobación de la historia. Abra usted la historia de Oncken por cualquier página y no encontrará más que guerras, degüellos, conspiraciones, torturas, golpes de Estado e inquisiciones. Además, si prevalece siempre el bien ¿por qué hay que predicarlo? Si por su naturaleza el hombre no estuviera inclinado a hacer el mal ¿por qué se lo proscribe, se lo estigmatiza, etc.? Fíjese: las religiones más altas predican el bien. Más todavía: dictan mandamientos, que exigen no fornicar, no matar, no robar. Hay que mandarlo. Y el poder del mal es tan grande y retorcido que se utiliza hasta para recomendar el bien: si no hacemos tal y tal cosa nos amenazan con el infierno.
—Entonces —gritó la señorita González Iturrat— según usted hay que predicar el mal.
—Yo no he dicho eso, señorita. Lo que pasa es que usted se ha excitado mucho y ya no me escucha. El mal no hay que predicarlo: viene solo.
—Pero ¿qué quiere probar?
—No se exalte, señorita. No olvide que usted sostiene la superioridad del bien, y veo que con gusto me cortaría en pedazos. Quería decirle, sencillamente, que no hay tal progreso espiritual. Y hasta habría que examinar el famoso progreso material.
Una mueca irónica deformó los bigotes de la educadora.
—Ah, me va a demostrar ahora que el hombre de hoy vive peor que el romano.
—Depende. No creo, por ejemplo, que un pobre diablo que trabaja ocho horas diarias en una fundición, bajo control electrónico, sea más feliz que un pastor griego. En Estados Unidos, paraíso de la mecanización, los dos tercios de la población son neuróticos.
—Me gustaría saber si usted viajaría en diligencia en lugar de hacerlo en ferrocarril.
—Por supuesto. El viaje en coche era más hermoso y más tranquilo. Y mejor todavía cuando se andaba a caballo: se tomaba aire y sol, se contemplaba apaciblemente el paisaje. Los apóstoles de la máquina nos dijeron que cada día daría al hombre más tiempo para el ocio. La verdad es que el hombre tiene cada día menos tiempo, cada día anda más enloquecido. Hasta la guerra era linda, era divertida y viril, era vistosa: con aquellos uniformes en colores. Hasta sana, era. Vea, por ejemplo, nuestra guerra de la independencia y nuestras luchas civiles: si a uno no lo lanceaban o degollaban podía vivir luego cien años, como mi tatarabuelo Olmos. Claro: la vida al aire libre, el ejercicio, las cabalgatas. Cuando un chico era débil lo mandaban a la guerra, a que se fortificase.
La señorita González Iturrat se levantó furiosa y le dijo a su discípula:
—Yo me voy, Normita. Tú sabrás lo que haces. Y se retiró. Norma, con los ojos llameantes, también se levantó. Y mientras se alejaba, dijo:
—¡Eres un guarango y un cínico!
Doblé mi diario y me dispuse a seguir vigilando el número 57, ahora sin el inconveniente del voluminoso cuerpo de la educadora. Aquella noche, mientras estaba sentado en el water-closet, en esa condición que oscila entre la fisiología patológica y la metafísica, haciendo esfuerzo y a la vez meditando en el sentido general del mundo, tal como es frecuente en esa única parte filosófica de la casa, hice conciencia por fin de aquella paramnesia que me había molestado al comienzo de la entrevista: no, yo no había visto antes a la señorita González Iturrat; pero era casi idéntica al desagradable y violento ser humano que en Ocho sentenciados arroja panfletos sufragistas desde un globo Montgolfier.
XII
Esa noche, mientras hacía el balance y repaso que todas las noches hacía de los acontecimientos, me alarmé: ¿por qué Norma me había traído a la señorita González Iturrat? Tampoco podía ser una simple coincidencia la discusión que me obligaron a mantener sobre la existencia del mal. Pensándolo bien, encontré que la profesora tenía todas las características de una socia de la Biblioteca para Ciegos. Y la sospecha se extendió en seguida a la propia Norma Pugliese, en quien me había interesado, al fin de cuentas, por ser su padre un socialista que destinaba dos horas diarias a transcribir libros en el sistema Braille. Frecuentemente doy una idea equivocada de mi forma de ser, y es probable que los lectores de este Informe se sorprendan por esta clase de ligerezas. La verdad es que, a pesar de mi afán sistemático, soy capaz de los actos más inesperados y, por lo tanto, peligrosos, dada la índole de la actividad en que me encuentro. Y los disparates más incalificables los he cometido a causa de mujeres. Trataré de explicar lo que me sucede, porque tampoco es tan alocado como podría aparecer a primera vista, ya que siempre consideré a la mujer como un suburbio del mundo de los ciegos; de modo que mi comercio con ellas no es tan desatinado ni tan gratuito como un observador superficial podría imaginar. No es eso lo que yo me estoy reprochando en este momento, sino la casi inconcebible falta de precauciones en que de pronto incurro, como en este caso de Norma Pugliese; hecho perfectamente lógico desde el punto de vista del destino, ya que el destino ciega a quien quiere perder, pero absurdo e imperdonable desde mi propio punto de vista. Pero es que a períodos de radiante lucidez se suceden en mí períodos en que mis actos parecen ordenados y hechos por otra persona, y de pronto me encuentro con desbarajustes peligrosísimos, como podría pasarle a un navegante solitario que en medio de regiones riesgosas, dominado por el sueño, cabeceara y dormitara por momentos. No es fácil. Yo quisiera verlo a cualquiera de mis críticos en una situación como la mía, rodeado por un enemigo infinito y astutísimo, en medio de una red invisible de espías y observadores, debiendo vigilar día y noche cada una de las personas y acontecimientos que hay o suceden a su alrededor. Entonces se sentiría menos suficiente y comprendería que errores de esta naturaleza no sólo son posibles, sino prácticamente inevitables. Todo el tiempo que precedió al encuentro con Celestino Iglesias, por ejemplo, fue de una extremada confusión en mi espíritu; y en esos períodos es como si las tinieblas literalmente me succionaran mediante el alcohol y las mujeres: así se interna uno en los laberintos del Infierno, o sea, en el universo de los Ciegos. De modo que no es que en esos períodos tenebrosos olvidara mi gran objetivo, sino que a la persecución lúcida y científica sucedía una irrupción caótica, a tumbos, en que aparentemente domina eso que las personas desaprensivas denominan azar y que en rigor es la casualidad ciega. Y en medio del desbarajuste, mareado y atontado, borracho y miserable, sin embargo me encontraba balbuceando de pronto: "no importa, éste de todos modos es el universo que debo explorar", y me abandonaba a la insensata voluptuosidad del vértigo, esa voluptuosidad que sienten los héroes en los peores y más peligrosos momentos del combate, cuando ya nada puede aconsejarnos la razón y cuando nuestra voluntad se mueve en el turbio dominio de la sangre y los instintos. Hasta que de pronto despertaba de esos largos períodos oscuros, y así como a la lujuria sucedía el ascetismo, mi manía organizativa seguía al caos; manía que me acomete no a pesar de mi tendencia al caos, sino precisamente por eso. Entonces mi cabeza empieza a trabajar a marchas forzadas y con una rapidez y claridad que asombra. Tomo decisiones precisas y limpias, todo es luminoso y resplandeciente como un teorema; nada hago respondiendo a mis instintos, que en ese momento vigilo y domino a la perfección. Pero, cosa extraña, resoluciones o personas que conozco en ese lapso de inteligencia, me conducen pronto y una vez más a un lapso incontrolable. Conozco, por ejemplo, la mujer, digamos, del presidente de la Comisión Cooperadora del Coro de No Videntes; comprendo las valiosas informaciones que puedo obtener por su intermedio, la trabajo y finalmente, con fines estrictamente científicos, me acuesto con ella; pero luego resulta que la mujer me marea, es una lujuriosa o una endemoniada, y todos mis planes se desmoronan o quedan postergados, cuando no en serio peligro. No fue el caso de Norma Pugliese, por supuesto. Pero aun en este caso cometí errores que no debí haber cometido. El señor Américo Pugliese es un antiguo miembro del Partido Socialista, y educó a su hija en las normas que Juan B. Justo impuso desde el comienzo; la Verdad, la Ciencia, el Cooperativismo, la Lucha contra el Tabaco, el Antialcoholismo. Una persona muy decente que detestaba a Perón y era muy respetado en su oficina por sus adversarios políticos. Como se comprenderá, esa plataforma excitó sobremanera mis deseos de acostarme con su hija. Estaba de novia con un teniente de navío. Hecho perfectamente compatible con la mentalidad antimilitarista del señor Pugliese, en virtud de ese mecanismo psicológico que a los antimilitaristas les hace admirar a los marinos: no son tan brutos, han viajado, se parecen muchísimo a los civiles. Como si ese defecto pudiera ser motivo de elogio. Ya que, como le expliqué a Norma (que se enfurecía), elogiar a un militar porque no lo parece, o porque no lo es tanto, es como encontrar méritos en un submarino que tiene dificultades para sumergirse. Con argumentos de este género miné las bases de la Marina de Guerra y al cabo pude irme a la cama con Norma, lo que demuestra que el camino de la cama puede pasar por las instituciones más imprevistas. Y que los únicos razonamientos que para la mujer tienen importancia son los que de alguna manera se vinculan con la posición horizontal. A la inversa de lo que pasa con el hombre, motivo por el cual es difícil poner a un hombre y a una mujer en la misma posición geométrica en virtud de un razonamiento auténtico: hay que recurrir a paralogismos o al manoseo. Logrado que hube la horizontalidad, me llevó tiempo educarla, acostumbrarla a una Nueva Concepción del Mundo: del profesor Juan B. Justo al Marqués de Sade. No era nada fácil. Era necesario empezar desde el mismo lenguaje, pues fanática de la ciencia y lectora de obras como El matrimonio perfecto, usaba palabras tan inadecuadas para la cama como "ley de refracción cromática" para la descripción de un crepúsculo. Sobre la base de esta genuina verdad (y la verdad era para ella sagrada), fui conduciéndola de escalón en escalón hasta las peores fechorías. Tantos años de labor paciente de diputados, concejales y conferenciantes socialistas aniquilada en pocas semanas; tantas bibliotecas de barrio, tantas cooperativas, tanta sana obra edilicia para que Norma concluyera practicando esa clase de operaciones. Cómo para que después se tenga fe en el cooperativismo. Sí, perfecto, riámonos de Norma Pugliese como yo lo hice en muchos momentos de superioridad. Lo cierto es que ahora me acometían una serie de dudas y de pronto tenía la impresión de que era uno de los sutiles espías del enemigo. Hecho, por otra parte, esperable, ya que sólo un enemigo burdo, o tonto, recurriría al espionaje de personas sospechables. El ser Norma tan candorosa, tan directa y enemiga de la mentira y de la mistificación, ¿no era el argumento más decisivo para tener cuidado con ella? Empecé a angustiarme, al analizar detalles de nuestras relaciones. A Norma Pugliese creía tenerla bien clasificada, y dada su formación socialista y sarmientina, no me pareció difícil llegar hasta su fondo. Grave error. Más de una vez me sorprendió con una reacción inesperada. Y su misma corrupción final era casi irreconciliable con aquella formación tan sana y aseada que le había dado el padre. Pero si el hombre tiene tan poco que ver con la lógica, ¿qué puede esperarse de la mujer? Aquella noche, pues, la pasé en vela recordando y analizando cada una de las reacciones que había tenido conmigo. Y tuve muchos motivos para alarmarme, pero al menos un motivo de satisfacción: el de haber advertido a tiempo los peligros de aquella cercanía.
XIII
Se me ocurre que al leer la historia de Norma Pugliese algunos de ustedes pensarán que soy un canalla. Desde ya les digo que aciertan. Me considero un canalla y no tengo el menor respeto por mi persona. Soy un individuo que ha profundizado en su propia conciencia, ¿y quién que ahonde en los pliegues de su conciencia puede respetarse? Al menos me considero honesto, pues no me engaño sobre mí mismo ni intento engañar a los demás. Ustedes acaso me preguntarán, entonces, cómo he engañado sin el menor asomo de escrúpulos a tantos infelices y mujeres que se han cruzado en mi camino. Pero es que hay engaños y engaños, señores. Esos engaños son pequeños, no tienen importancia. Del mismo modo que no se puede calificar de cobarde a un general que ordena una retirada con vistas a un avance definitivo. Son y eran engaños tácticos, circunstanciales, transitorios, en favor de una verdad de fondo, de una despiadada investigación. Soy un investigador del Mal, ¿y cómo podría investigarse el Mal sin hundirse hasta el cuello en la basura? Me dirán ustedes que al parecer yo he encontrado un vivo placer en hacerlo, en lugar de la indignación o del asco que debería sentir un auténtico investigador que se ve forzado a hacerlo por desagradable obligación. También es cierto y lo reconozco paladinamente. ¿Ven qué honrado que soy? Yo no he dicho en ningún momento que sea un buen sujeto: he dicho que soy un investigador del Mal, lo que es muy distinto. Y he reconocido, además, que soy un canalla. ¿Qué más pueden pretender de mí? Un canalla insigne, eso sí. Y orgulloso de no pertenecer a esa clase de fariseos que son tan ruines como yo pero que pretenden ser honorables individuos, pilares de la sociedad, correctos caballeros, eminentes ciudadanos a cuyos entierros va una enorme cantidad de gente y cuyas crónicas aparecen luego en los diarios serios. No: si yo salgo alguna vez en esos periódicos, será, sin duda, en la sección policía. Pero ya creo haber explicado lo que pienso de la prensa seria y de la sección policial. De manera que estoy muy lejos de sentirme avergonzado. Detesto esa universal comedia de los sentimientos honorables. Sistema de convenciones que se manifiesta, cuándo no, en el lenguaje: supremo falsificador de la Verdad con V mayúscula. Convenciones que al sustantivo «viejito" inevitablemente anteponen el adjetivo "pobre"; como si todos no supiéramos que un sinvergüenza que envejece no por eso deja de ser sinvergüenza, sino que, por el contrario, agudiza sus malos sentimientos con el egoísmo y el rencor que adquiere o incrementa con las canas. Habría que hacer un monstruoso auto de fe con todas esas palabras apócrifas, elaboradas por la sensiblería popular, consagradas por los hipócritas que manejan la sociedad y defendidas por la escuela y la policía: "venerables ancianos" (la mayor parte sólo merecen que se les escupa), "distinguidas matronas" (casi en su totalidad movidas por la vanidad y el egoísmo más crudo), etcétera. Para no hablar de los "pobres cieguitos" que constituyen el motivo de este Informe. Y debo decir que si estos pobres cieguitos me temen es justamente porque soy un canalla, porque saben que soy uno de ellos, un sujeto despiadado que no se va a dejar correr con pavadas y con lugares comunes. ¿Cómo podrían temer a uno de esos infelices que los ayudan a cruzar la calle en medio de la lacrimosa simpatía a lo película de Disney con pajaritos y cintitas de Navidad en colores? Si se hicieran alinear todos los canallas que hay en el planeta, ¡que formidable ejército se vería, y qué muestrario inesperado! Desde niñitos de blanco delantal ("la pura inocencia de la niñez") hasta correctos funcionarios municipales que, sin embargo, se llevan papel y lápices a la casa. Ministros, gobernadores, médicos y abogados en su casi totalidad, los ya mencionados pobres viejitos (en inmensas cantidades), las también mencionadas matronas que ahora dirigen sociedades de ayuda al leproso o al cardíaco (después de haber galopado sus buenas carreras en camas ajenas y de haber contribuido precisamente al incremento de las enfermedades del corazón), gerentes de grandes empresas, jovencitas de apariencia frágil y ojos de gacela (pero capaces de desplumar a cualquier tonto que crea en en romanticismo femenino o en la debilidad y desamparo de su sexo), inspectores municipales, funcionarios coloniales, embajadores condecorados, etcétera, etcétera. ¡CANALLAS, MARCH! ¡Qué ejército, mi Dios! ¡Avancen, hijos de puta! ¡Nada de pararse, ni de ponerse a lloriquear, ahora que les espera lo que les tengo preparado!¡CANALLAS, DRECH! Hermoso y aleccionador espectáculo. Cada uno de los soldados al llegar al establo será alimentado con sus propias canalladas, convertidas en excremento real (no metafórico). Sin ninguna clase de consideración ni acomodos. Nada de que al hijito del señor ministro se le permita comer pan duro en lugar de su correspondiente caca. No, señor: o se hacen las cosas como es debido o no vale la pena que se haga nada. Que coma su mierda. Y más, todavía: que coma toda su mierda. Bueno fuera que admitiéramos que coma una cantidad simbólica. Nada de símbolos: cada uno ha de comer su exacta y total canallada. Es justo, se comprende: no se puede tratar a un infeliz que simplemente esperó con alegría la muerte de sus progenitores para recibir unos pesuchos en la misma forma que a uno de esos anabaptistas de Mineápolis que aspiran al cielo explotando negros en Guatemala. ¡No, señor! JUSTICIA Y MÁS JUSTICIA: A cada uno la mierda que le corresponde, o nada. No cuenten conmigo, al menos para trapisondas de ese género. Y que conste que mi posición no sólo es inexpugnable sino desinteresada, ya que, como lo he reconocido, en mi condición de perfecto canalla, integraré las filas del ejército cacófago. Sólo reivindico el mérito de no engañar a nadie. Y esto me hace pensar en la necesidad de inventar previamente algún sistema que permita detectar la canallería en personajes respetables y medirla con exactitud para descontarle a cada individuo la cantidad que merece que se le descuente. Una especie de canallómetro que indique con una aguja la cantidad de mierda producida por el señor X en su vida hasta este Juicio Final, la cantidad a deducir en concepto de sinceridad o de buena disposición, y la cantidad neta que debe tragar, una vez hechas las cuentas. Y después de realizada la medición exacta en cada individuo, el inmenso ejército deberá ponerse en marcha hacia sus establos, donde cada uno de los integrantes consumirá su propia y exacta basura. Operación infinita, como se comprende (y ahí estaría la verdadera broma), porque al defecar, en virtud del Principio de Conservación de los Excrementos, expulsarían la misma cantidad ingerida. Cantidad que vuelta a ser colocada delante de sus hocicos, mediante un movimiento de inversión colectiva a una voz de orden militar, debería ser ingerida nuevamente. Y así, ad infinitum.
XIV
Todavía hube de esperar dos días más. En ese lapso recibí una de esas cartas que se envían en cadena y que normalmente se tiran a la calle. En mi caso, aumentó mi zozobra, ya que mi experiencia me había demostrado que nada, pero lo que se dice NADA podía ser desdeñado en una trama tan fantástica como la que me envolvía. De modo que la leí con cuidado, tratando de encontrar vínculos entre aquellos remotos sucesos con licenciados y generales y mi asunto con los ciegos. Decía: "Esta cadena proviene de Venezuela. Fue escrita por el señor Baldomero Mendoza y tiene que dar la vuelta al mundo. Haga usted 24 copias y repártalas entre sus amigos pero por ningún motivo entre los parientes por lejanos que sean. Aunque no sea supersticioso los hechos le demostrarán su efectividad. Ejemplo: el señor Ezequiel Goiticoa hizo las copias, las envió a sus amigos y a los nueve días recibió 150 mil bolívares. Un señor llamado Barquilla tomó en broma esta cadena y su casa sufrió un incendio que destruyó parte de su familia y por este motivo se volvió loco. En 1904 el General Joaquín Díaz recibió un fuerte golpe del que enfermó gravemente, más tarde localizó esta cadena y ordenó a su secretaria que hiciera las copias y las mandara. Su curación fue rápida y ahora su situación es excelente. Un empleado de Garette, hizo las copias pero se olvidó de enviarlas, a los nueve días tuvo un disgusto y perdió el empleo; después hizo otras copias y las mandó, recobrando el empleo y hasta recibió indemnización. El licenciado Alfonso Mejía Reyes, de México, DF, recibió una copia de esta cadena, se descuidó, perdió la copia, a los nueve días se le cayó una cornisa en la cabeza y murió trágicamente. El ingeniero Delgado rompió la cadena y poco después le descubrieron una malversación de fondos. Por ningún motivo rompa esta cadena. Haga las copias y repártalas. Diciembre de 1954".
XV
Hasta que un día vi que un ciego avanzaba lentamente por la calle Paso, desde Rivadavia hacia Bartolomé Mitre. Mi corazón comenzó a golpear. Mi instinto me dijo que ese hombre alto y rubio tenía algo que ver con el problema Iglesias, pues no avanzaba con esa indiferenciada atención con que alguien camina por una calle cuando su objetivo está lejos. No se detuvo frente al número 57, pero pasó muy lentamente frente a la entrada, y con su bastón blanco parecía como andar reconociendo un territorio en el que más tarde se han de hacer operaciones decisivas. Supuse que era algo así como una avanzada de reconocimiento y desde ese instante redoblé mi atención.
Ese día, sin embargo, no volvió a pasar nada que llamase mi atención. Unos minutos antes de las nueve de la noche subí al séptimo piso, pero tampoco allá había sucedido nada que yo estimase fuera de lo común: soderos, dependientes de almacén, la gente habitual, en fin. Esa noche no pude dormir: me volvía y me revolvía en la cama. Me levanté antes del amanecer y corrí a la calle Paso, temiendo que alguien importante pudiera subir al departamento en el momento en que se abriese la puerta de abajo. Pero nadie entró que me pareciese sospechoso y en todo aquel día no advertí ningún indicio interesante. ¿Habría sido una simple casualidad la aparición de aquel ciego alto y rubio? Ya dije que creo poco en las casualidades y mucho menos en las que se refieren a los ciegos. De modo que esa misma noche, al terminar lo que podría llamarse mi guardia diurna, decidí subir a la pensión y someter a un cerrado interrogatorio a la señora Etchepareborda. En mi ansiedad había descendido hasta la más repelente demagogia. Detesto las mujeres gordas, y la dueña de la pensión era inmensa; metida en un vestido que parecía hecho para una mujer normal, mostrando su papada y su pecho enorme y blanquísimo, semejaba un gigantesco y tembloroso flan: pero un flan con intestinos. Alabé su cutis y le dije que era increíble que tuviera cuarenta y cinco años. También ponderé la salita en que vivía, donde cada mesa, mesita y en general toda superficie horizontal estaba cubierta con una carpeta de macramé. Una suerte de horror vacui le impedía dejar ningún espacio libre sin cubrir o llenar: pierrots de porcelana, elefantes de bronce, cisnes de vidrio, Don Quijotes cromados y un gran Bambi de tamaño casi natural. Sobre un piano que no tocaba, explicó, desde la muerte de su difunto marido, había dos largas carpetas de macramé: una sobre el teclado y otra en la parte superior. En esa, entre unos gauchos y paisanitas de paño lenci, se veía un retrato del señor Etchepareborda, de tres cuartos, con mirada seria y dirigida hacia un enorme elefante de bronce: parecía presidir la teratológica colección. Alabé su detestable marco cromado y ella, contemplando con expresión triste y soñadora el retrato, me explicó que había muerto hacía dos años, cuando apenas tenía cuarenta y ocho, en la flor de la edad y cuando estaba a punto de ver cristalizados sus anhelos, me dijo, de una media jubilación.
—Era segundo jefe de envíos al interior en Los Gobelinos.
Yo, que ardía en mi interior de rabia y nerviosidad, pues hasta ese momento me había resultado imposible iniciar mi interrogatorio, comenté:
—Una casa importante, caramba.
—Así es —confirmó ella con satisfacción.
—Un puesto de confianza —agregué.
—Ya lo creo —me dijo—. No es para desmerecer a otros, pero a mi difunto esposo le tenían una confianza total.
—Hacía honra al apellido —comenté.
—Así es, señor Vidal. Honradez de los Vascos, Flema Británica, Espíritu de Medida de los Franceses, mitos que, como todos los mitos, son invulnerables a los pobres hechos. ¿Qué puede significar, en efecto, coimeros como el ministro Etcheverry, energúmenos como el pirata Morgan o fenómenos como Rabelais? Me resigné a juzgar las fotos que la gorda empezaba a mostrarme en un álbum familiar. En una estaban los dos en Mar del Plata, para las vacaciones de 1948, metidos en el agua.
—Precisamente —comentó, señalando hacia un faro construido con conchillas que se divisaba sobre una carpetita—, ese faro me lo regaló en aquel verano.
Se levantó, lo trajo y me mostró la leyenda: "Recuerdo de Mar del Plata", y más abajo, agregado con tinta, la fecha: 1948. Luego volvió al álbum, mientras yo era devorado por la ansiedad. En otra fotografía el señor Etchepareborda aparecía al lado de su señora en los jardines de Palermo. En otra creo que estaba rodeado por sus sobrinos y por su cuñado, un señor Rabufetti, o algo por el estilo. En otra, celebrando con el personal de Los Gobelinos una fecha íntima, según las palabras de la señora Etchepareborda, en el restaurante El Pescadito, de la Boca. Etcétera. Desfilaron chicos desnudos y acostados mirando la cámara, retratos de casamientos, otras vacaciones, cuñados, primos, amiguitas (así designaba la dueña de la pensión a edificios tan considerables como ella).Vi, feliz, cómo cerraba por fin el álbum y se disponía a guardarlo en el cajón de una cómoda. Encima de este mueble, entre varias estatuillas, estaba colgado un cuadrito provenzal que decía: DA TU CASA DE CORAZÓN
—¿Así que ninguna novedad con respecto al pobre Iglesias? —pregunté.
—No, señor Vidal. Ahí está, el pobrecito, encerrado en su cuarto, sin querer ver a nadie. Le seré sincera, señor Vidal: me parte el corazón.
—Sí, naturalmente. ¿Nadie ha venido a preguntar por él? ¿Nadie se ha interesado por su situación?
—Nadie, señor Vidal. Al menos hasta este momento.
—Curioso, muy curioso —comenté, como para mí. Yo le había dicho que me había puesto en contacto con las sociedades respectivas. Con esa mentira lograba dos resultados, de inestimable valor: paraba cualquier iniciativa personal de ella (iniciativa que, como se comprende, ofrecía el peligro de ser incontrolada); y podía averiguar, mientras tanto, cualquier episodio que se produjera. No debe olvidarse que yo me proponía no sólo servirme de Iglesias para penetrar en el círculo secreto, sino previamente investigar y confirmar algunas de mis presunciones sobre la organización: si sin enterar a nadie sobre la situación del tipógrafo éste era localizado, mi teoría se confirmaba en sus peores extremos y yo debía multiplicar mis precauciones. Pero, por otro lado, esa espera me resultaba peligrosa y aumentaba mi ansiedad, por el temor de no llegar a tiempo. En tanto mantenía la desdichada espera, verificaba la marcha de su transformación en el examen de sus rasgos y maneras. De noche, sobre todo, después que la puerta de abajo era cerrada y, en consecuencia, que no existía peligro de la llegada a la pensión del temido y ansiado mensajero (por nada del mundo la secta debía encontrarme con el tipógrafo), yo entraba en su cuarto y trataba de mantener conversación o, al menos, intentaba hacerle compañía escuchando radio con él. Iglesias, como dije, se fue volviendo cada día más silencioso y resultaba casi visible el aumento de su desconfianza y la aparición de ese rencor helado que caracteriza a los miembros de la casta. También vigilaba los síntomas puramente físicos, y al darle la mano verificaba si ya su piel había comenzado a segregar ese casi imperceptible sudor frío que es uno de los atributos que revelan su parentesco con los sapos y, en general, con los saurios y animales semejantes. Entraba, pues, luego de golpear en su puerta y de oír su Entre prendiendo la luz con la llave que estaba al lado de la jamba izquierda de la puerta. Iglesias, sentado en un rincón, al lado de la radio, cada día más serio y concentrado, me miraba, tal como hacen los ciegos, con expresión vacía y abstracta, rasgo que, según mi experiencia, es el primero que adquieren en su lenta metamorfosis. Los anteojos negros, que estaban únicamente destinados a ocultar sus cuencas quemadas, hacían más impresionante su expresión. Bien sabía yo que detrás de aquellos cristales negros no había nada, pero precisamente era esa NADA lo que en definitiva más me imponía. Y sentía que otros ojos, ojos colocados detrás de su frente, ojos invisibles pero crecientemente implacables y astutos, quedaban fijos sobre mi persona, escrutándome hasta el fondo. Nunca pronunció una palabra desagradable: por el contrario, había acentuado esa cortesía que es frecuente en los naturales de ciertas regiones de España, esa cortesía distante que hace parecer señores a simples campesinos de las ásperas mesetas de Castilla. Pero a medida que fueron transcurriendo los días, en aquella repetida y silenciosa escena en que nos contemplábamos como dos estatuas egipcias, sedentes y frígidas, yo sentía cómo el resentimiento de Iglesias iba adueñándose de cada uno de los rincones de su espíritu. Fumábamos en silencio. Y de pronto, para romper el intolerable silencio, yo decía cualquier cosa que en otro tiempo podía haber tenido interés para el tipógrafo.—La FORA ha declarado una huelga de estibadores. Iglesias murmuraba un monosílabo, chupaba severamente su cigarrillo negro y luego pensaba para sí: Te conozco, canalla. Cuando la situación se hacía insostenible me retiraba. De todos modos, y con toda la incomodidad que esos encuentros tenían, yo lograba mi propósito de vigilar su transformación. Y al salir a la calle realizaba una ronda nocturna: un poco como si estuviera tomando fresco, como si caminara sin ganas, silbando; pero, en realidad, observando cualquier indicio de la presencia del enemigo. Pero durante los dos días que siguieron a la aparición del ciego rubio y alto no advertí nada que pudiera tener significado.
XVI
Al segundo día, en efecto, al entrar en la pensión para mi visita nocturna, advertí un nuevo e inquietante signo. Antes de ir al cuarto de Iglesias yo hacía una visita a la señora Etchepareborda, para escarbar un poco. Esa noche, como de costumbre, me invitó a sentarme y a tomar el café que preparaba para mí. Por aquel entonces pensé que la dueña de la pensión imaginaba que en realidad yo iba a su casa por verla a ella, y que la ceguera de Iglesias era un pretexto. Y, como se dice en la jerga correspondiente, yo alentaba sus ilusiones: un día le ponderaba el vestido, otro me extasiaba ante algún nuevo objeto cromado, otro pedía que me hablara del pensamiento vivo del señor Etchepareborda. Aquella noche, mientras ella preparaba el famoso café, hice mis preguntas habituales. Y ella, como de costumbre, me respondió que nadie se había interesado por la suerte del tipógrafo.—Parece mentira, señor Vidal. Si es como para perder la fe en la humanidad.—Nunca hay que perder las esperanzas —respondí, con una de las frases ilustres del señor Etchepareborda. "Hay que tener Fe en el País", "Así es la Vida", "Hay que confiar en las Reservas de la Nación". Frases que mostraban la jerarquía del extinto segundo jefe de expedición en Los Gobelinos y que, ahora muerto, conmovían a su esposa.—Eso es lo que siempre repetía mi difunto marido —comentó mientras me alcanzaba la azucarera. Luego se refirió al costo de la vida. La culpa de todo la tenía el canalla de Perón. Nunca le había gustado ese hombre, ¿y sabía yo por qué? Por la forma de frotarse las manos y sonreír: parecía un cura. Y a ella nunca le habían gustado los curas, aunque respetaba a todas las religiones, eso sí (con su difunto marido formaban parte de las Escuelas del Hermano Basilio). Finalmente habló del escándalo que significaba el nuevo aumento de la electricidad.
—Esa gente hace lo que quiere —expresó— Por ejemplo, hoy, ¿no viene un hombre de la CADE y se pone a revisar toda la casa para ver si teníamos bien los aparatos, las planchas, los calefones y todo eso? Yo me pregunto, señor Vidal, si hay derecho a que a uno le revisen la casa. Del mismo modo que los caballos se detienen bruscamente y se encabritan ante un objeto sospechoso que han advertido en el suelo, levantando la cabeza y poniendo tiesas y vibrantes las orejas, así yo fui sacudido por sus palabras.
—¿Un empleado de la CADE? —pregunté, casi saltando de mi asiento.
—Sí, de la CADE —respondió con sorpresa.
—¿A qué hora? Hizo memoria y dijo:
—A eso de las tres de la tarde.
—¿Un hombre gordo? ¿Un individuo con traje clarito?
—Sí, gordo sí... —respondió cada vez más perpleja, mirándome como si estuviera enfermo.
—Pero ¿tenía traje clarito o no? —insistí con aspereza.
—Sí... un traje clarito... sí, sería de poplín, de esos que se llevan ahora, uno de esos trajes livianos.
Me observaba con tanto asombro que debía dar alguna explicación razonable: de otro modo quién sabe si mi actitud no resultaba sospechosa hasta para aquella infeliz. Pero ¿qué explicación darle? Traté de inventar algo creíble: hablé de una deuda que aquel individuo tenía conmigo, farfullé una serie de palabras apresuradas, porque comprendí que no había ninguna posibilidad de decir nada que explicara mi alarma. Y mi alarma provenía de que aquella tarde, a las tres, me había llamado la atención un personaje gordo, vestido de poplín claro, con una valijita en la mano, que rondaba en torno del número 57 de la calle Paso. Que aquel individuo me hubiese parecido sospechoso y que ahora, de acuerdo con las palabras de la dueña de la pensión, confirmase mi intuición al contarme que había revisado la pensión, era suficiente para ponerme frenético. Más tarde, revisando los episodios vinculados a mi investigación, pensé que mi atolondramiento y mi actitud con respecto al hombre de la CADE y mis palabras de presunta explicación a la mujer de la pensión fueron temerarias. Habrían bastado para despertar sus sospechas, de haber tenido cierta inteligencia. Pero no iba a ser por aquella grieta que habría de resquebrajarse el trabajoso edificio. Esa noche mi cabeza era un tumulto: sentía que el momento decisivo se aproximaba. Al otro día, como de costumbre, pero ahora con mayor nerviosidad, me instalé desde temprano en mi observatorio. Tomé mi café con leche y desplegué el diario, pero en realidad no quitaba los ojos del número 57. Tenía ya una notable habilidad para este doble juego. Y mientras Juanito me decía no sé qué cosa sobre la huelga de los metalúrgicos, observé, con casi insoportable emoción, que el hombre de la CADE reaparecía en la calle Paso, con la misma valijita y el mismo traje claro del día anterior; pero esta vez acompañado por un señor menudo y bajito de cara muy semejante a la de Pierre Fresnay. Venían conversando entre sí y cuando el gordo le musitaba algo cerca del oído, para lo que debía inclinarse, el otro asentía con la cabeza. Al llegar al número 57, el chiquito entró en la casa de departamentos y el hombre de la CADE se alejó hacia la calle Mitre y finalmente se quedó, esperando, en la esquina: sacó un atado de cigarrillos y se puso a fumar. ¿Bajaría Iglesias con el otro? No me pareció probable, porque no era hombre de aceptar así como así una propuesta o una invitación. Traté de imaginarme la escena allá arriba: ¿qué le diría a Iglesias? ¿Cómo se presentaría? Lo más probable era que el individuo se presentase como miembro de la Biblioteca o del Coro o de cualquiera de esas instituciones: se había enterado de su desgracia, ellos tenían organizada la ayuda, etcétera. Pero, como digo, me pareció difícil que Iglesias accediese a seguirlo en esta primera oportunidad: se había vuelto demasiado desconfiado y, por lo demás, se había acentuado su orgullo, que ya antes de su ceguera era, como en tantos españoles, marcadísimo. Cuando el emisario bajó solo y fue a reunirse con el hombre de la CADE, sentí con satisfacción que mis suposiciones habían sido correctas, lo que me revelaba que tenía una idea exacta de la marcha de los acontecimientos. El hombre de la CADE pareció escuchar con mucho interés el informe del peticito y luego, conversando animadamente, se fueron hacia el lado de la avenida Pueyrredón. Corrí para arriba: era imprescindible averiguar algo cuanto antes, sin despertar, empero, las sospechas de Iglesias. La viuda me recibió con muestras de entusiasmo:
—¡Por fin vinieron de esa sociedad! —exclamó, tomándome la mano derecha con las dos suyas. Traté de calmarla.
—Y sobre todo, señora —le dije—, ni una palabra a Iglesias. No se le vaya a escapar que he sido yo quien interesó a esa gente. Me aseguró que recordaba muy bien mis recomendaciones.
—Perfecto —comenté—. ¿Y qué ha resuelto Iglesias?
—Le han ofrecido trabajo.
—¿Qué clase de trabajo?
—No lo sé. No me ha dicho nada.
—Y él, ¿qué ha respondido?
—Que lo iba a pensar.
—¿Hasta cuándo?
—Hasta esta tarde, porque esta tarde va a volver el señor. Lo quiere presentar.
—¿Presentarlo? ¿Dónde?
—No lo sé, señor Vidal. Me declaré satisfecho con el interrogatorio y me despedí. Ya al salir, pregunté:
—Me olvidaba: ¿A qué hora volverá ese señor?
—A las tres.
—Perfecto.
Las cosas empezaban a andar sobre rieles.
XVII
Como en otras ocasiones, la nerviosidad me produjo un urgente deseo de ir al baño. Entré en la Antigua Perla del Once y me dirigí al excusado. Es curioso que en este país el único lugar donde se habla de Damas y Caballeros sea el lugar donde invariablemente dejan de serlo. A veces pienso que es una de las tantas formas del irónico descreimiento argentino. Mientras me acomodaba en el infecto cuartucho, confirmando mi vieja teoría de que el cuarto de baño es el único sitio filosófico que va quedando en estado puro, empecé a descifrar las enmarañadas inscripciones. Sobre el inevitable y básico VIVA PERÓN alguien había tachado violentamente la palabra VIVA y la había reemplazado por MUERA, palabra que a su turno había sido tachada y reemplazada por un nuevo VIVA, nieto del primigenio, y así alternativamente, en forma de pagoda, o más bien de un temblequeante edificio en construcción. A izquierda y derecha, arriba y abajo, con flechas indicadoras y signos de admiración o dibujos alusivos, aquella expresión original aparecía exornada, enriquecida y comentada (como por una raza de violentos y pornográficos exégetas) con comentarios diversos sobre la madre de Perón, sobre las características sociales y anatómicas de Eva Duarte; sobre lo que haría el comentarista desconocido y defecante si tuviera la dicha de encontrarse con ella en una cama, en un sillón o hasta en el propio baño de la Antigua Perla del Once. Frases y expresiones de deseos que a su vez eran tachados parcial o totalmente, obliterados, tergiversados o enriquecidos por la inclusión de un adverbio perverso o celebratorio, incrementados o atenuados por la intervención de un adjetivo; con lápices y tizas de diversos colores; con dibujos ilustrativos que parecían haber sido ejecutados por un profesor Testut borracho y baboso. Y en diferentes lugares libres, abajo o al costado, a veces (como en el caso de los avisos importantes de los diarios) con marcos orlados, con diversos tipos de letra (ansioso o lánguido, esperanzado o cínico, empecinado o frívolo, caligráfico o grotesco), pedidos y ofrecimientos de teléfonos para hombres que tuvieran tales y cuales atributos, que estuvieran dispuestos a realizar tales o cuales combinaciones o hazañas, artificios o fantasías, atrocidades masoquistas o sádicas. Ofrecimientos y pedidos que a su vez eran modificados por comentarios irónicos o insultantes, agresivos o humorísticos de terceras personas que por algún motivo no estaban dispuestas a intervenir en la combinación precisa, pero que, en algún sentido (y sus comentarios así lo probaban) también deseaban participar, y participaban, de aquella magia lasciva y alucinante. Y en medio de aquel caos, con flechas indicadoras, la respuesta anhelante y esperanzada de alguien que indicaba cómo y cuándo esperaría al Príncipe Cacográfico y Anal, a veces con una acotación tierna y al parecer inadecuada para aquel noticioso de excusado: ESTARÉ CON UNA FLOR EN LA MANO. "El reverso del mundo", pensé. Como en las páginas policiales, ahí parecía revelarse la verdad última de la raza."El amor y los excrementos", pensé. Y mientras me abrochaba, también pensé: "Damas y Caballeros".
XVIII
A las dos de la tarde estaba yo instalado en el café, por las dudas. Pero hasta las tres no apareció el hombrecito que se parecía a Pierre Fresnay. Caminaba ahora sin ninguna vacilación. Cuando llegó cerca de la casa levantó la mirada para verificar la numeración (porque venía caminando con la cabeza gacha, como si mascullara algo para sus adentros) y entró en el número 57. Esperé su salida con los nervios tensos: se acercaba la parte más riesgosa de mi aventura, pues aunque por un momento pensé en la posibilidad más trivial de que lo llevaran a alguna de las sociedades mutuales o de beneficencia, mi intuición me dijo en seguida que no sería de ningún modo así: ya harían eso más adelante. El primer paso debía de consistir en algo mucho menos inocente, conduciéndolo ante alguno de los ciegos de cierta importancia, acaso uno de los vínculos con los jerarcas. ¿En qué me basaba para inclinarme por esta suposición? Pensaba que antes de largar un nuevo ciego a la circulación, por decirlo de este modo, los jerarcas querían conocer a fondo sus características, sus condiciones y sus tareas, su grado de perspicacia o su tontería: un buen jefe de espionaje no da una misión a uno de sus agentes sin un previo examen de sus virtudes y defectos. Y es obvio que no exige las mismas condiciones recorrer los subterráneos para recoger tributos que vigilar junto a un lugar tan importante como el Centro Naval (tal como ese ciego alto de sombrero orión, de unos sesenta años, que permanece eternamente silencioso con sus lápices en la mano y que da toda la impresión de ser un caballero inglés venido a menos por un espantoso azar de la fortuna). Hay, como ya lo he dicho, ciegos y ciegos. Y si bien todos ellos tienen un esencial atributo común, que les confiere ese mínimo de peculiaridades raciales, no debemos simplificar el problema hasta el punto de creer que todos son igualmente sutiles y perspicaces. Hay ciegos que sólo sirven para trabajo de choque; hay entre ellos el equivalente de los estibadores o de los gendarmes; y hay los Kierkegaards y los Prousts. Por lo demás, no se puede saber cómo ha de resultar un humano que entre en la secta sagrada por enfermedad o accidente, pues como en la guerra, se producen increíbles sorpresas; y así como nadie hubiera podido prever que de aquel tímido empleaducho de un banco en Boston iba a salir un héroe de Guadalcanal, tampoco se puede predecir de qué sorprendente manera puede la ceguera elevar la jerarquía de un portero o de un tipógrafo: se dice que uno de los cuatro jerarcas que manejan mundialmente la secta (y que habitan en alguna parte de los Pirineos, en una de las grutas a enorme profundidad que, finalizando en un desastre mortal, un grupo de espeleólogos intentó explorar en 1950) no era ciego de nacimiento y que, y eso es lo más asombroso, en su vida anterior había sido un simple jockey que corría en el hipódromo de Milán, lugar donde perdió la vista en una rodada. Esta es una información de enésima mano, como es de suponer, y aunque creo muy poco probable que un hombre que no sea ciego de nacimiento pertenezca a la jerarquía, repito la historia sólo para mostrar hasta qué punto puede creerse que una persona es susceptible de agrandarse por la pérdida de la vista. El sistema de promoción es tan esotérico, que creo por demás dudoso que nadie pueda conocer jamás la identidad de los Tetrarcas. Lo que pasa es que en el mundo de los ciegos se murmura y se propalan informaciones que no siempre son verdaderas: en parte, acaso, porque conservan esa propensión a la maledicencia y al chismorreo que es propia de los seres humanos incrementada en su raza en proporciones patológicas; en parte, y ésta es una hipótesis mía, porque los jerarcas utilizan las falsas informaciones como uno de los medios para mantener el misterio y el equívoco, dos armas poderosas en cualquier organización de ese género. Pero, sea como fuere, para que una noticia sea verosímil tiene que ser al menos posible en principio, y esto basta para probar, como en el presunto caso del ex jockey, hasta qué punto la ceguera puede multiplicar la personalidad de un individuo corriente. Volviendo a nuestro problema, imaginé que Iglesias no sería conducido en aquella primera salida a una de las sociedades exotéricas, esas instituciones donde los ciegos utilizan a pobres diablos videntes o a señoras de buen corazón y cerebro de mosca, echando mano de los peores y más baratos recursos de la demagogia sentimental. Intuí, por lo tanto, que aquella primera salida de Iglesias podía introducirme de un solo golpe en uno de los reductos secretos, con todos los peligros que eso implicaba, es cierto, pero, asimismo, con todas sus formidables posibilidades. De modo que esa tarde, cuando me senté en el café, había tomado ya todas las medidas que me parecieron inteligentes para el caso de un viaje de tal naturaleza. Se me podrá decir que es fácil tomar determinaciones razonables para un viaje a las sierras de Córdoba, pero no se ve cómo, a menos de estar loco, se pueden tomar medidas razonables para la exploración del universo de los ciegos. Bien: la verdad es que esas famosas medidas fueron dos o tres relativamente lógicas: una linterna eléctrica, algún alimento concentrado y dos o tres cosas similares. Decidí que, tal como lo hacen los nadadores de fondo, lo mejor era llevar, como alimento concentrado, chocolate. Con mi linterna de bolsillo, mi chocolate y un bastón blanco que a último momento se me ocurrió que podía serme útil (como el uniforme del enemigo para una patrulla), esperé, con los nervios en el último grado de tensión, la salida de Iglesias con el hombrecito. Quedaba, es cierto, la posibilidad de que el tipógrafo, en su calidad de español, se negara a acompañar al hombrecillo y decidiera permanecer orgullosamente solitario; en ese caso todo el edificio que había yo erigido se vendría abajo como un castillo de barajas; y mi equipo de chocolate, linterna y bastón blanco quedaría automáticamente convertido en un grotesco equipo para loco. ¡Pero Iglesias bajó! El señor bajito venía conversándole con entusiasmo, y el tipógrafo lo escuchaba con su dignidad de hidalgo miserable que no se ha rebajado ni se rebajará jamás. Se movía con torpeza, y el bastón blanco que el otro le había traído era todavía manejado con timidez, manteniéndolo de pronto en el aire, durante varios pasos, como quien lleva un termo. ¡Cuánto le faltaba aún para completar su aprendizaje! Esta comprobación me renovó los ánimos y salí detrás de ellos con bastante aplomo. En ningún momento el señor bajito dio indicios de sospechar mi persecución y esto también aumentó mi seguridad hasta el punto de despertarme una especie de orgullo porque las cosas estuviesen saliendo tal como las había calculado en tantos años de espera y estudios preliminares. Porque, y no sé si lo dije antes, desde mi frustrada tentativa con el ciego del subterráneo a Palermo, dediqué casi todo el tiempo de mi vida a la observación sistemática y minuciosa de la actividad visible de cuanto ciego encontraba en las calles de Buenos Aires; en ese lapso de tres años compré centenares de revistas inútiles; compré y arrojé ballenitas por docenas de docenas; adquirí miles de lápices y libretitas de todo tamaño; asistí a conciertos de ciegos; aprendí el sistema Braille y permanecí días interminables en la biblioteca. Como se comprende, esta actividad ofrecía peligros inmensos, ya que si se sospechaba de mí, todos mis planes se venían abajo, aparte de que mi propia vida corría peligro; pero era inevitable y, hasta cierto punto, paradójicamente, la única oportunidad de salvación frente a esos mismos peligros: más o menos como el aprendizaje que, con peligro de muerte, hacen los soldados que son entrenados para buscaminas, que en el momento culminante de su entrenamiento deben enfrentarse con los mismos peligros que precisamente están destinados a evitar. No tan disparatado, sin embargo, como para haber enfrentado esos riesgos sin recaudos elementales: cambiaba mi ropa, usaba bigotes o barbas postizos, me ponía anteojos oscuros, cambiaba mi voz. Así investigué muchas cosas en estos tres años. Y gracias a esa árida labor preliminar me fue posible penetrar en el dominio secreto. Y así terminé...Porque en estos días que preceden a mi muerte no tengo ya dudas de que mi destino estaba decidido, acaso desde los comienzos mismos de mi investigación, desde aquel día aciago en que vigilé al ciego del subterráneo a lo largo de varios viajes entre Plaza Mayo y Palermo. Y a veces pienso que cuando más astuto me creí y cuando más fatuamente celebré lo que yo imaginaba mi suprema habilidad, más era vigilado y más iba en busca de mi propia perdición. Hasta el punto de que he llegado a sospechar de la propia viuda de Etchepareborda. ¡Qué tenebrosamente cómica se me aparece ahora la idea de que toda aquella mise-en-scène con bibelots y bambis gigantescos, con fotos trucadas de matrimonio pequeñoburgués en vacaciones, con apacibles cartelitos provenzales; que todo aquello, en fin, que en mi arrogancia me permitía sonreírme para mis adentros, no haya sido más que eso: más que una burda, una tenebrosamente cómica mise-en-scène! Con todo, éstas no son más que suposiciones, aunque sean prácticamente suposiciones. Y me he propuesto hablar de HECHOS. Volvamos, pues, a los acontecimientos tal como pasaron. En los días que precedieron a la salida de Iglesias yo había estudiado, como en una partida de ajedrez, todas las variantes que podía asumir esa salida, ya que debía estar preparado para cada una de ellas. Por ejemplo, podía suceder muy bien que esa gente viniese a buscarlo en un taxi o en un coche particular. Como yo no iba a perder la más brillante oportunidad de mi vida por olvido de una combinación tan groseramente previsible, mantuve estacionada en la cercanía una rural que me facilitó R., uno de mis socios en la falsificación de billetes. Pero cuando aquel día vi llegar de a pie al emisario parecido a Pierre Fresnay, comprendí que mi precaución era inútil. Quedaba, claro, la variante de tomar luego un taxi con Iglesias, y aunque hoy en día en Buenos Aires es tan difícil conseguir un taxi como un mamut, estuve atento a esa posibilidad cuando lo vi bajar. Pero no permanecieron en la puerta, en la actitud de quien espera el paso de uno; por el contrario, y sin siquiera echar un vistazo a derecha e izquierda, el hombrecito llevó del brazo al tipógrafo hacia el lado de Bartolomé Mitre: era ya evidente que irían adonde fuese con los medios comunes de transporte. Quedaba, es cierto, la variante de que el otro, el gordo de la CADE, los estuviese esperando en algún lugar con un coche, pero no me pareció lógico, pues no veía ningún motivo para que no esperase allí mismo en la calle Paso. Por otro lado se me ocurría bastante adecuado el transporte en un ómnibus o colectivo, pues, probablemente, no quieran dar al nuevo ciego la sensación inmediata de que son una secta todopoderosa: la humildad de procedimientos, hasta la pobreza de recursos, son un arma eficaz en medio de una sociedad atroz y egoísta pero propensa al sentimentalismo. Aunque el "pero" debería ser reemplazado por la simple conjunción "y". Los seguí a una distancia prudencial. Al llegar a la esquina doblaron hacia la izquierda y siguieron hacia Pueyrredón. Allí se detuvieron frente a uno de los postes indicadores de transporte. Había una cola de unas cuantas personas, hombres y mujeres; pero, a iniciativa de un señor con portafolio y anteojos, de aspecto honorable, pero que intuí era un implacable sinvergüenza, todos dieron preferencia al "cieguito". Y así se rehízo la fila detrás de nuestros dos hombres. En el poste había marcados tres números, y eran para mí la clave inicial de un gran enigma: ya no eran los números de ómnibus que iban a Retiro y a la Facultad de Derecho, al Hospital de Clínicas o a Belgrano, sino a las puertas de lo Desconocido. Subieron al ómnibus que va a Belgrano y yo detrás de ellos, después de hacer pasar ante mí a un par de personas que debían servirme de aisladores.
Cuando el ómnibus llegó a Cabildo, me empecé a preguntar en qué parte de Belgrano bajarían. El ómnibus siguió sin que el hombrecito diera señales de preocupación. Hasta que al llegar a Virrey del Pino empezó a pedir paso y se acomodaron al lado de la puerta de bajada. Descendieron en la calle Sucre. Por Sucre siguieron hasta Obligado y por esta calle, derecho hacia el norte, hasta Juramento, por ella hasta Cuba, por Cuba nuevamente hacia el norte; al llegar a Monroe volvieron a Obligado y, por esta calle, volvieron a la placita por la que habían pasado antes, esa placita que está en Echeverría y Obligado. Era evidente: se trataba de despistar. Pero ¿a quién? ¿A mí? ¿A cualquier individuo que, como yo, anduviese en la pista? Esa hipótesis no era descartable, pues, como es natural, no he sido yo el primero que ha intentado penetrar en el mundo secreto. Es probable que a lo largo de la historia humana haya habido muchos y, en cualquier caso, sospecho de dos: uno, Strindberg, que pagó con la locura; y el otro, Rimbaud, a quien se empezó a perseguir ya antes del viaje al África, tal como se entrevé en una carta que el poeta mandó a su hermana y que Jacques Rivière interpreta erróneamente. También cabía la suposición de que se tratara de despistar a Iglesias, teniendo presente el finísimo sentido de orientación que adquiere el hombre desde el momento en que pierde la vista. Pero ¿para qué? Sea como fuere, después de aquel recorrido iterativo volvieron a la placita donde está la iglesia de la Inmaculada Concepción. Por un instante creí que entrarían en ella, y vertiginosamente pensé en criptas y en algún secreto pacto entre las dos organizaciones. Pero no: se dirigieron hacia ese curioso rincón de Buenos Aires, formado por una fila de viejas casas de dos pisos, tangentes al círculo de la iglesia. Entraron por una de las puertas que da a los pisos altos y comenzaron a subir la sórdida y vieja escalera de madera.
XIX
Ahí empezaba la etapa más ardua y arriesgada de mi investigación. Me detuve en la plaza a reflexionar sobre los próximos pasos que podría y debería dar. Era obvio que no podía seguirlos inmediatamente, dadas las peligrosas características de la secta. Quedaban dos posibilidades: o esperar a que ellos salieran y luego, una vez alejados, subir a mi turno para indagar lo que pudiera; o subir después de un lapso prudencial, sin esperar la salida de ellos. Aunque esta segunda variante era más riesgosa también ofrecía más perspectivas, con la ventaja de que si no sacaba nada en limpio de mi inspección siempre restaba de cualquier modo la segunda posibilidad de esperar luego su salida, sentado en un banco de la plaza. Esperé unos diez minutos y empecé a subir cautelosamente. Aunque era imaginable que la gestión, o presentación, o lo que fuere, de Iglesias no iba a ser cuestión de minutos sino de horas; o yo tenía una idea totalmente errónea de lo que era aquella organización. La escalera era sucia y gastada, pues pertenece a una de esas antiguas casas que en algún tiempo tuvieron pretensiones pero que ahora, descuidadas y sucias, son por lo general casas de inquilinato: ya son grandes para una sola familia pobre y excesivamente infectas para una familia de cierta posición. Y me hacía esta reflexión porque si la casa era de inquilinato, el problema se me complicaba en forma casi laberíntica: ¿a quién irían a ver y en cuál de los departamentos? Por otra parte se me ocurría muy verosímil que el jerarca, o el informante del jerarca, viviese en forma tan humilde y hasta miserable. Mientras subía la escalera, estos pensamientos me llenaban de incertidumbre y me amargaban, pues era desalentador que después de tantos años de espera pudiese desembocar en la entrada de un laberinto. Felizmente tengo la propensión a imaginar siempre lo peor. Digo "felizmente" porque de ese modo mis preparativos son más fuertes que los problemas que la realidad luego me depara; y aunque dispuesto para lo peor, esa realidad me resulta menos difícil que lo previsto. Así, fue, por lo menos, en lo que se refería al problema inmediato de aquella casa. En cuanto a lo otro, por primera vez en mi vida fue peor de lo que esperaba. Cuando llegué al rellano del primer piso, verifiqué que había una sola puerta y que la escalera moría allí mismo; no había, por lo tanto, ningún altillo ni existía entrada a dos departamentos: con todo, el problema era el más sencillo que podía presentarse. Permanecí cierto tiempo frente a aquella puerta cerrada, con los oídos atentos al menor rumor de pasos y con mis piernas listas para bajar. Arriesgando todo, coloqué mi oído contra la hendidura y traté de recoger cualquier indicio, pero nada oí. Se tenía la impresión de que aquel departamento estaba deshabitado. No quedaba sino esperar en la plaza. Bajé y, sentándome en un banco, decidí aprovechar el tiempo para estudiar todo lo que concernía a aquel sitio. Ya dije que la edificación es extraña, pues se extiende a lo largo de una cuadra y sobre una recta tangente al círculo de la iglesia. La parte central, la que toma contacto con el cuerpo de la iglesia, pertenece seguramente a ella y supongo que alberga la sacristía y algunas dependencias eclesiásticas. Pero el resto de la edificación, a izquierda y derecha, está habitado por familias, como lo demuestran macetas con flores en los balcones y ropas, canarios, etcétera. Sin embargo, no podía pasar inadvertido a mi examen que las ventanas correspondientes al departamento de los ciegos mostraban algunas diferencias: no había ninguno de esos atributos que revela la presencia de gente y, además, estaban cerradas. Se podría argüir que los ciegos no necesitan luz. Pero ¿y el aire? Por otra parte, estos indicios confirmaban los que había recibido escuchando a través de la puerta, allá arriba. Mientras vigilaba la salida seguí cavilando sobre el singular hecho, y después de darle muchas vueltas llegué a una conclusión que me pareció sorprendente pero irrefutable: En aquel departamento no vivía nadie. Y digo sorprendente porque si en él no habitaba nadie, ¿para qué había entrado Iglesias con el hombrecito parecido a Pierre Fresnay? La inferencia era también irrefutable: el departamento sólo servía de entrada a otra cosa. Y me dije "cosa" porque si bien podía ser otro departamento, acaso el departamento vecino al que podía tener acceso por alguna puerta interior, también era posible que fuese "algo" menos imaginable, tratándose, como se trataba, de ciegos. ¿Un pasaje interior y secreto hacia los sótanos? No era improbable. En fin, razoné que en ese momento era inútil seguir exprimiéndome el cerebro, ya que luego, apenas salieran los dos hombres, tendría ocasión para efectuar un examen más a fondo del problema. Yo había previsto que la presentación de Iglesias iba a ser algo complicado y por lo tanto moroso; pero debió de ser más complicado de lo que supuse porque recién salieron a las dos de la madrugada. Hacia la medianoche, después de ocho horas de espera atenta, cuando la oscuridad hacía más misterioso aquel extraño rincón de Buenos Aires, mi corazón fue comprimiéndose como si empezara a sospechar alguna abyecta iniciación en recónditos subterráneos, en húmedos hipogeos, a cargo de algún tenebroso y ciego mistagogo; y como si esas tétricas ceremonias me trajesen la premonición de las jornadas que me esperaban. ¡Las dos de la madrugada! Me pareció que la marcha de Iglesias era más incierta a la entrada y tuve la sensación de que algo enorme agobiaba su espíritu. Pero tal vez todo eso haya sido una pura impresión de mi parte, provocada por el lúgubre conjunto de circunstancias: mis ideas sobre la secta, la mortecina iluminación de la plaza, la inmensa cúpula de aquella iglesia y, sobre todo, la luz equívoca que proyectaba sobre la escalera la sucia lamparita que colgaba en lo alto de la entrada.
Esperé que se fueran, observé cómo se alejaban hacia el lado de Cabildo y, cuando estuve seguro de que ya no volverían, corrí hacia la casa. En el silencio de la madrugada, el ruido de mis pasos parecía estruendoso y cada chirrido de aquellos escalones descolados me hacía echar una mirada a mis espaldas. Cuando llegué al rellano me esperaba la más grande sorpresa que había tenido hasta ese momento: ¡la puerta tenía candado! Esto sí que en ningún momento lo había previsto. El desaliento me aplastó y hube de sentarme en el primer escalón de aquella maldita escalera. Así permanecí un buen tiempo, anonadado. Pero pronto empezó a funcionar mi cabeza y mi imaginación me fue ofreciendo una serie de hipótesis: Ellos acababan de salir y después nadie más lo había hecho, de modo que el candado fue quitado al entrar y puesto al salir por el hombre que se parecía a Pierre Fresnay. Por lo tanto, si en aquella casa había algún género de habitantes o si daba, mediante un pasaje secreto, a "algo" habitado, en cualquier forma esos seres no salían ni entraban por la puerta que ahora tenía ante mis ojos. Ese "algo", pues, ese departamento o casa o cueva o lo que fuere, tenía otra salida o varias salidas más, acaso a otras zonas del barrio o de la ciudad. ¿La puerta con candado estaba entonces reservada para el mensajero o intermediario bajito? Bueno, sí: para él o para otros individuos que desempeñasen tareas semejantes, a cada uno de los cuales había que suponer provisto de una llave idéntica. Esta primera serie de razonamientos me confirmó en la presunción que tuve al observar la casa desde la placita: allí no vivía nadie. Desde ya podía dar por segura, pues, una conclusión de importancia para mis etapas siguientes: aquel departamento era meramente un pasaje HACIA OTRA PARTE. ¿Qué podía ser aquella "otra parte"? Eso no lo podía imaginar, y lo único que cabía era la audaz tentativa de violar aquel candado, entrar en la casa misteriosa y ver una vez en ella, adónde podía conducir. Para eso me era necesario una ganzúa o, simplemente, romper aquello con tenaza o cualquier medio violento parecido. Mi impaciencia ahora era tanta que no podía esperar otro día. Descarté la idea de romper el candado por el ruido que produciría la operación, y pensé que lo mejor era recurrir a la ayuda de uno de mis conocidos. Bajé, fui hasta Cabildo y esperé el paso de un taxi, que a esas horas de la madrugada no faltaban. La suerte parecía estar de mi lado: a los pocos minutos pude tomar uno y le ordené me llevara hasta la calle Paso. Allí subí a la rural y con ella me dirigí a la casa de Floresta donde vive F. Le expliqué a gritos (es famoso por su sueño pesado) que necesitaba abrir un candado esa misma noche. Cuando se despejó y cuando se enteró de qué clase de cerradura se trataba, casi se echa de nuevo en la cama, tan indignado estaba; despertarlo a él para abrir un candado era como consultarlo a Stavisky para una estafa de mil francos. Lo sacudí, lo amenacé y finalmente lo arrastré a mi camioneta; corriendo como si la organización fuera a derrumbarse aquella misma noche, llegué en poco más de media hora hasta la placita de Belgrano. Detuve el auto en la calle Echeverría y, después de verificar que ninguna persona se encontraba en los alrededores, descendimos con F. y caminamos hacia nuestra casa. La operación de abrir el candado le llevó cosa de medio minuto, después de lo cual le dije que tendría que volverse solo a Floresta, porque yo tardaría mucho en aquella casa. Eso lo puso más furioso aún, pero lo convencí de que se trataba de algo de gran importancia para mí y que, en todo caso, en Cabildo era fácil encontrar taxis. Rechazó con dignidad el dinero que intenté darle para el taxi y se retiró sin saludarme. Debo decir que mientras iba en mi coche hacia la calle Paso me asaltó una pregunta: ¿Por qué cuando yo subí por primera vez no había candado? Bueno, era lógico que no lo hubiera ya que los dos hombres habían entrado y no podían volver a colocar un candado por la parte de afuera. Pero si aquella entrada era tan importante, como todo lo hacía suponer, ¿cómo se explicaba que la dejasen abierta a cualquier intruso? Pensé que todo eso se explicaba si al entrar el hombrecito corría un cerrojo o ponía una tranca desde el interior. Tal como era de esperar, en el interior reinaba la más completa oscuridad y un silencio de muerte. La puerta se abrió con una serie de ruidos que me parecieron estruendosos. Con mi linterna iluminé la parte posterior de la puerta y vi, con satisfacción, que tenía un pasador y que ese pasador, de bronce, no estaba oxidado, lo que revelaba su uso. Mi presunción sobre el cierre interior se confirmaba y con ella la hipótesis (temible) de que aquella puerta no podía quedar abierta en ningún momento. Mucho tiempo después, reflexionando sobre estos hechos, me pregunté por qué si era tan importante estaba cerrada con un candado que F. podía violar en poco más de medio minuto. El hecho, bastante llamativo, tenía una sola explicación: hacerla parecer una casa cualquiera, una casa que por un motivo o por otro está desocupada. Si bien yo venía con la convicción de que allí no había ninguna clase de habitantes, entré con cuidado y empecé a iluminar las paredes de la primera pieza. No soy cobarde, pero cualquiera en mi situación habría sentido el mismo temor que yo en aquellos momentos al recorrer, lenta y cuidadosamente, aquel desmantelado y vacío departamento sumido en las tinieblas. Y, hecho significativo, ¡golpeando las paredes con mi bastón blanco, como un auténtico ciego! No había reflexionado hasta ahora en ese inquietante signo, aunque siempre pensé que no se puede luchar durante años contra un poderoso enemigo sin terminar por parecerse a él; ya que si el enemigo inventa la ametralladora, tarde o temprano, si no queremos desaparecer, también hay que inventarla y utilizarla y lo que vale para un hecho burdo y físico como un arma de guerra, vale, y con más profundos y sutiles motivos, para las armas psicológicas y espirituales: las muecas, las sonrisas, las maneras de moverse y de traicionar, los giros de conversación y la forma de sentir y vivir; razón por la cual es tan frecuente que marido y mujer terminen por parecerse. Sí: poco a poco yo había ido adquiriendo muchos de los defectos y virtudes de la raza maldita. Y, como casi siempre sucede, la exploración de su universo había sido, también lo empiezo a vislumbrar ahora, la exploración de mi propio y tenebroso mundo. La luz de mi linterna me reveló pronto que en aquella primera pieza no había nada: ni un mueble, ni siquiera un trasto olvidado; todo era polvo, pisos agujereados y paredes desconchadas, con restos podridos y colgantes de antiguos y prestigiosos empapelados. Este examen me tranquilizó bastante porque me hacía suponer lo que ya había previsto desde la placita: que la casa estaba deshabitada. Recorrí entonces con mayor firmeza y rapidez el resto de las dependencias y fui poco a poco completando y confirmando esa primera impresión. Y entonces comprendí por qué era innecesario tomar con la puerta de entrada medidas de excesiva precaución; ya que si por azar algún ladrón violaba el candado habría de salir muy pronto desilusionado. Para mí era distinto, porque sabía que esa casa fantasmal no era un fin sino un medio. De otro modo había que suponer que el hombrecito insignificante que había ido en busca de Iglesias era una especie de chiflado que había traído al español hasta semejante antro, donde, en una oscuridad absoluta y sin tener ni siquiera donde sentarse, le había hablado durante diez horas de algo que, por terrible que fuese, le habría podido contar en la propia pieza del tipógrafo. Se imponía buscar salida a otra parte. Lo primero y más sencillo era pensar en una puerta, visible o secreta, que diese a la casa de al lado; lo segundo y menos sencillo (pero no por eso menos probable, ya que ¿por qué ha de ser sencillo algo referente a seres tan monstruosos?), lo segundo era suponer que esa puerta visible o secreta daba a un pasadizo que llevase a sótanos o a lugares más distantes y peligrosos. En cualquier caso mi tarea consistía ahora en buscar la puerta secreta. Verifiqué en primer lugar todas las puertas visibles: sin excepción eran de comunicación entre las diferentes habitaciones y dependencias. La puerta era, como por otra parte se debía presumir, invisible, o, por lo menos, invisible a primera vista. Recordé situaciones que había visto en películas o leído en libros de aventuras: cualquier recuadro o marco de un retrato podía ser la puerta disimulada. Como no había ningún retrato en la casa abandonada no era necesario perder tiempo en eso. Recorrí, pieza por pieza, las paredes desconchadas para ver si en algún rincón o cornisa o zócalo disimulaban botones eléctricos o cualquier otra clase de mecanismo semejante. Nada. Con mayor atención examiné las dos dependencias que, por su naturaleza, ofrecen más particularidades: el baño y la cocina. Aunque destartalados, presentaban, en efecto, ricas posibilidades que no podían encontrarse en los otros cuartos. El inodoro, sin tapa, no ofrecía mayores perspectivas, no obstante lo cual traté de hacer girar los viejos goznes de la tapa inexistente; luego tiré la cadena, destapé el tanque, apreté o traté de hacer rotar toda clase de canillas, intenté levantar la vieja bañadera, etcétera. Un análisis parecido hice en la cocina, sin resultado. El examen fue tan reiterado y cuidadoso que si no hubiese sabido que aquellos dos hombres habían estado esa misma tarde allí habría abandonado la empresa. Me senté, desalentado, sobre la vieja cocina de gas. Por experiencias anteriores sabía que llegado a un punto no vale la pena repetir los mismos razonamientos porque se forma una huella mental que impide salidas laterales. Me encontré de pronto comiendo chocolatines, lo que hubiera sido comiquísimo para cualquier espectador escondido por ahí e invisible para mí. Y estaba casi riéndome para mis adentros de esa escena imaginaria cuando casi me muero de la impresión: ¿quién me garantizaba que, en efecto, ALGUIEN no estaba observándome desde un lugar invisible? Había techos agujereados, había paredes desconchadas que podían ocultar orificios por los que se podía vigilar desde la casa vecina. Nuevamente me poseyó el terror y por unos minutos apagué la linterna, como si esa precaución tardía pudiese serme de alguna utilidad. En medio de las tinieblas, tratando de adivinar el sentido del más mínimo crujido, tuve sin embargo la suficiente lucidez para comprender que mi precaución era no sólo idiota por lo inútil sino casi contraproducente, ya que sin luz era más indefenso que con ella. Encendí, pues, nuevamente mi previsora linterna y, aunque más nervioso que antes, traté de pensar en el secreto que debía esclarecer. Obsesionado con la idea de los agujeros de vigilancia, empecé a examinar con el haz de luz los techos de la casa abandonada: eran esos cielos rasos de yeso, construidos sobre una trama de madera, y, en efecto, presentaban grandes pedazos caídos, molduras rotas. Por supuesto, era posible, a través de semejantes boquetes, la vigilancia de una o varias personas, pero en todo caso tampoco en los techos se advertía algo que se pareciese a una entrada o acceso. Además en tal caso se necesitaría una escalera y no la había en ninguna parte del departamento. A menos que la escalera fuese retirada desde arriba una vez cumplida su misión: una de esas escalerillas de cuerda. Y estaba mirando los techos y pensando en esta variante cuando se me ocurrió por fin la solución: ¡los pisos! Era lo más simple y, como muchas veces sucede, lo último que se nos ocurre.
XX
Con tensión nerviosa creciente empecé a iluminar cada pedazo de piso hasta que hallé lo que era inevitable: una imperceptible ranura en forma de cuadro marcaba, sin lugar a dudas, una tapa de las que dan acceso a los sótanos. Claro, ¿a quién podía ocurrírsele que en un departamento de un primer piso pudiera haber una entrada de sótano? En cierto modo venía a confirmarse mi idea primitiva de que la casa se comunicaba con una casa vecina por medio de una puerta invisible; pero ¿quién iba a imaginar que la casa sería la de abajo? En aquel momento, tanta era mi agitación, no reflexioné en algo que acaso me habría hecho huir despavorido: el ruido de mis pisadas. ¿Cómo podían haber pasado inadvertidas para ciegos, nada menos que para ciegos, que habitasen en el piso inferior? Esta irreflexión mía, este error, me permitió seguir adelante con la búsqueda; pues no siempre es la verdad la que nos lleva a realizar un gran descubrimiento. Y esto lo digo, además, para que se vea un ejemplo típico de las tantas equivocaciones y fallas que cometí en la investigación, a pesar de tener mi cabeza en constante y afiebrado funcionamiento. Ahora creo que en este tipo de búsquedas hay algo más poderoso que nos guía, una oscura pero infalible intuición tan inexplicable, pero tan segura, como esa vista que tienen los sonámbulos y que les permite marchar directamente a sus objetivos. A sus inexplicables objetivos. El cierre era tan hermético que no había ni que pensar en extraer aquella tapa sin la ayuda de un instrumento filoso y fuerte; era evidente que se abría desde abajo y que deberían abrirla a una hora convenida con el emisario. Me desesperé pensando que la operación debía hacerla esa misma noche, pues al otro día alguien advertiría la violación del candado y todo sería más difícil, si no imposible. ¿Qué hacer? No tenía nada que pudiese ayudarme. Recorrí mentalmente lo que tenía a mano: sólo en la cocina y en el baño podía haber algo que sirviese a mis fines. Volé a la cocina y no hallé nada útil. Fui en seguida al baño y, finalmente, concluí que el brazo del flotador era un instrumento más o menos eficaz. Quité el flotador, forcé el brazo hasta desoldarlo y corrí a la pieza donde había descubierto la abertura. Trabajando durante más de una hora logré carcomer lo bastante uno de los bordes, aprovechando los irregulares filos que había dejado el resto de la soldadura. Por allí metí finalmente el brazo de hierro y, con cuidado, hice palanca. Después de algunos intentos fallidos, que aumentaron mi desesperación, pude finalmente levantar la tapa lo suficiente para meter los dedos y completar la operación con mis manos. Quité con el mayor sigilo la tapa, la puse a un lado y con mi linterna proyecté un haz de luz sobre el interior: la abertura no daba, como había pensado, al departamento de abajo sino a una larga escalera descendente y tubular por la que comencé a bajar. Así llegué a un antiguo sótano, colocado por debajo del departamento inferior; sótano que acaso había pertenecido, como era lógico, al departamento de la planta baja y que, por algún arreglo de los dueños primitivos de uno y otro departamento pasó a formar parte del superior, mediante aquella anormal e imprevisible escalera. El sótano era un típico sótano de tantas casas de Buenos Aires, pero completamente vacío y tan abandonado como la misma casa a que pertenecía. ¿Me habría equivocado? ¿Había encontrado, con gran trabajo, una salida que no conducía a ninguna parte? No obstante, era preciso que lo revisara con cuidado, con tanto cuidado como había revisado toda la casa. No había mucho que revisar, sin embargo: sus paredes de cemento eran lisas y no ofrecían muchas perspectivas interesantes. Había una rejilla que daba, como es frecuente en esta clase de edificación, a la calle: por ella se distinguía la luminosidad de la placita. Luego el sótano hacía una esquina (tenía una planta en forma de L) y, al recorrer con mi linterna aquel rincón invisible a primera vista, vi otra rejilla, pero ésta más grande, que daba ¿a dónde podía dar? ¿Al sótano de la casa vecina? Como no había otra salida ni otra combinación posible, pensé que acaso esa rejilla era removible y que fuese, por fin, la famosa salida. Tomé con mis dos manos dos barrotes de los extremos y vi que, en efecto, cedía con facilidad: mi corazón empezó a latir nuevamente con violencia. Dejé la falsa rejilla a un lado e iluminé con mi linterna: no había tal sótano de casa vecina sino un pasaje que, hasta donde alcanzaba mi linterna, no tenía fin. Pero, naturalmente, atribuí ese hecho al alcance limitado de su luz. El pasadizo torcía hacia la derecha después de un trayecto que calculé sería de unos doscientos metros y en ese codo empezaba a subirse por una escalera que tenía doce escalones (los conté con la intención de calcular cuánto subía), y estaba absorbido en esa operación cuando, con sorpresa, vi que el rellano en que terminaba la escalera daba a una puerta, más bien a una portezuela, por la que habría que entrar agachado. No sólo experimenté sorpresa sino contrariedad al suponer que aquella puerta me clausuraba por esa noche la entrada al reducto clave, y decir por esa noche era decir quizá para siempre, ya que, después de todo lo que había hecho en el departamento falso, los ciegos tomarían al otro día medidas de seguridad que harían imposible mi retorno. Maldije mi eterna impaciencia y el haber despachado antes de tiempo a F., porque si bien era cierto que yo no podía hacerlo partícipe de mi plan (que seguramente él habría considerado obra de un loco), podría haberle pedido que me acompañara hasta donde las circunstancias mostrasen que no me era ya imprescindible. Ahora, por ejemplo, ¿cómo diablos iba yo a abrir aquella puerta? Me quedé en el rellano, meditando en silencio: ¿sería la entrada a la casa o departamento que había previsto en la placita? Doce escalones, a razón de unos veinte centímetros, hacían un total aproximado de tres metros. De modo que el departamento estaba situado al mismo nivel de la calle, y casi con seguridad tendría una entrada normal por alguna de las calles cercanas; era posible que fuese un local de comercio cualquiera. No sé por qué se me ocurrió que podía ser la casa de una costurera o modista. ¿Quién sospecharía, en efecto, que el taller de una modista pudiera ser la entrada al gran laberinto? Que el hombrecito parecido a Pierre Fresnay no hubiese sin embargo entrado por la entrada normal era lógico: ¿qué podían hacer dos hombres, de los cuales uno era ciego, en la casa de una modista? Quizá una vez la visita podía hacerse sin llamar la atención. Pero, al repetirse, la gente empezaría a imaginar algo más significativo, y no creo que la logia desdeñase la posibilidad de que entre "la gente" se encontrarse un individuo como yo. Por lo tanto, el mantenimiento de una casa desocupada que sirviera de entrada era un hecho razonable. Todo esto cavilé mientras esperaba frente a la portezuela misteriosa. No se oía ruido alguno, pues, dada la hora, la modista estaba entregada al sueño: eran las cuatro y media de la madrugada. Todo terminaba en la nada. Y así como cuando un golpe de Estado fracasa los revolucionarios son calificados de bandoleros y cubiertos de ridículo, yo mismo me veía ahora a la luz más irrisoria: miré mi bastón blanco y pensé, para mí mismo: "¡Qué inmenso y pintoresco idiota soy!". Un hombre grande, una persona que ha leído a Hegel y ha participado en el asalto a un banco, ahora estaba en un sótano de Buenos Aires, a las cuatro y media de la madrugada, frente a una puertita donde suponía que habitaba una seudomodista al servicio de una logia secreta. ¿No era disparatado? Y el bastón blanco, que volvía a contemplar dirigiendo la luz de mi linterna sobre él, con esa especie de tortuoso placer que nos proporciona apretarnos ciertas regiones doloridas, daba un cariz más extravagante a mi situación."Bueno —me dije—, esto terminó." E iba a recorrer el incómodo camino de vuelta cuando se me ocurrió pensar que tal vez la puerta no estuviese cerrada con llave; idea que me despertó una nueva y esperanzada agitación, pues no imaginé en ese momento la conclusión que podía extraerse de esa circunstancia aparentemente favorable: la conclusión, atroz, de que me esperaban. Volví hacia la puertita e iluminándola me quedé un instante en dudas. "No, no es posible —me dije—. Esta puerta sólo debe ser abierta cuando se espera a uno de los ciegos con el emisario."Sin embargo, un tembloroso presentimiento condujo mi mano hasta el picaporte. Lo hice girar y empujé. ¡La puerta estaba sin llave!
XXI
Me encorvé lo suficiente para atravesar aquella portezuela y penetré en la pieza. Luego, incorporándome, levanté la linterna para ver dónde me encontraba. Una helada corriente eléctrica sacudió mi cuerpo: el haz de luz iluminó ante mí una cara. Una ciega me observaba. Era como una aparición infernal pero proveniente de un infierno helado y negro. Era evidente que no había acudido ante aquella pequeña puerta secreta alarmada por los pequeños ruidos que mi entrada podía haber producido. No: estaba vestida y era obvio que me había estado ESPERANDO. Ignoro el tiempo que, antes de desmayarme, permanecí petrificado por la mirada pavorosa y gélida de aquella medusa. Nunca antes había sufrido un desmayo, y más tarde me pregunté si aquél fue provocado por el pavor o por los poderes mágicos de la ciega, ya que, como ahora me parece evidente, aquella hierofántida tenía la facultad de desatar o convocar fuerzas demoníacas. En rigor, no fue desmayo total, en que yo perdiera el conocimiento, sino que, al caer al suelo (aunque más apropiado sería decir "al derrumbarme") comenzó a apoderarse de mí un sopor, un cansancio que dominó rápidamente mis músculos en la misma forma y con las mismas características que en el curso de un ataque violento de gripe. Recuerdo el latido crecientemente intenso de mis sienes, hasta que en un momento tuve la sensación de que mi cabeza podía estallar como una caldera cargada a miles de atmósferas. Una especie de fiebre iba subiendo en mi cuerpo como un líquido hirviente en una vasija, al mismo tiempo que un resplandor fosforescente iba haciendo a la Ciega cada vez más visible en medio de las tinieblas. Hasta que un estallido pareció romper mis tímpanos y caí o, como ya dije, me derrumbé sin sentido en el suelo de aquella habitación.
XXII
No vi más, pero parecí despertar a una realidad que me pareció, o ahora me parece, más intensa que la otra, una realidad que tenía esa fuerza un poco ansiosa de las alucinaciones que se producen durante la fiebre. Estaba yo sobre una barca y la barca se deslizaba sobre un inmenso lago de aguas quietas, negras e insondables. El silencio era abrumador y al mismo tiempo inquietante, porque sospechaba que en aquella penumbra (no había luz solar sino la equívoca y fantasmal luminosidad que provenía del sol nocturno) no estaba solo sino que era vigilado y contemplado por seres que no podía divisar, pero que seguramente habitaban más allá del alcance de mi ambigua visión. ¿Qué esperaban de mí, y, sobre todo, qué me esperaba en aquella desolada extensión de aguas estancadas y lúgubres? Mas no podía pensar, aunque mantenía una especie de vaga conciencia y de pesada memoria de mi infancia. Pájaros a quienes yo había arrancado los ojos en aquellos años sangrientos parecían volar en las alturas, planeando sobre mí como si vigilaran mi viaje; porque, sin pensarlo, ya que estaba como desprovisto de pensamiento, yo remaba en una dirección que parecía ser la dirección en que aquel sol nocturno se pondría horas o siglos después. Me parecía oír el batir pesado de sus grandes alas, como si aquellos pájaros de mi niñez se hubiesen convertido ahora en enormes pterodáctilos o en murciélagos gigantescos. Arriba y a mis espaldas, es decir, a lo que sería el Este de aquel inmenso piélago negro, presentía un anciano, que lleno de resentimiento, también vigilaba mi marcha: tenía un solo y enorme ojo en la frente, como un cíclope, y sus dimensiones eran tales que su cabeza estaba más o menos en el cenit mientras su cuerpo descendía hasta el horizonte. Su presencia, que yo sentía en forma casi intolerable, hasta el punto de que podría describir la expresión horrible de su rostro, me impedía volverme hacia atrás y mantenía no sólo mi cuerpo sino hasta mi cara en la dirección opuesta."Todo será que pueda alcanzar la orilla antes de la puesta del sol", me encontré pensando o diciendo. Hacia allá remé, pero mi avance era tan lento como en las pesadillas. Los remos se hundían en aquellas aguas negras y fangosas y yo sentía su pesado chapoteo. Grandes hojas flotantes y flores semejantes a las victorias regias, pero lúgubres y podridas, se apartaban a cada golpe de remo. Yo trataba de concentrarme en mi dura tarea, no queriendo ni imaginar la forma y el horror de los monstruos que, estaba seguro, poblaban aquellas aguas abismales e infectas: con la mirada puesta en el poniente, o en lo que yo suponía el poniente, me limitaba con miedo y empecinamiento a remar en aquella dirección, tratando de llegar antes de que aquel sol se pusiese. La navegación era angustiosamente difícil y lenta. El sol descendía con la misma lentitud hacia el Oeste, y el fulgor con que movía yo los remos pesados y lentísimos estaba dirigido por un solo y anhelante pensamiento: llegar antes del ocaso. Ya aquel astro estaba cercano al horizonte cuando sentí que mi barca tocaba fondo. Abandoné los remos y me precipité hacia la proa. Me lancé fuera de la barca y, con el agua fangosa llegándome hasta las rodillas, marché hacia la costa, que ya divisaba en medio de aquella semioscuridad. Pronto sentí que estaba sobre lo que podría llamarse tierra firme, pero que en realidad era un pantano, en el que la marcha era tan difícil como la navegación en la barca: había que hacer un inmenso esfuerzo para sacar cada pie y poder avanzar. Pero con todo, tal era mi desesperación, fui avanzando, lenta pero progresivamente. Y así como antes mi idea era que debía llegar hasta tierra firme, ahora me animaba la idea de que debía llegar a una montaña que apenas se vislumbraba, siempre hacia el Oeste. "Allí está la gruta", recuerdo que pensé. ¿Qué gruta? ¿Y por qué yo había de llegar hasta ella? Ninguna de esas preguntas me hice en aquel momento y a ninguna de ellas podría ahora responder. Sólo sabía que debía llegar y que, costase lo que costare, debía penetrar en ella. Debo decir que se mantenía la presencia colosal del desconocido a mis espaldas. Con su único ojo, abierto sin descanso, fulgurante de odio, parecía vigilar y hasta dirigir, como un pérfido oficial de ruta, mi marcha hacia el Oeste. Sus brazos, abiertos, abarcaban todo el cielo a mis espaldas y parecían apoyarse con sus manos hacia el Norte y hacia el Sur, ocupando de ese modo toda la mitad posterior de aquella bóveda. Mi situación era tal que no tenía otra solución que marchar hacia el poniente, y dentro de aquella realidad demencial yo veía eso como una lógica y razonable conclusión. La idea era: huir de su mirada, meterme en la gruta donde yo sabía que su mirada tendría por fin que ser impotente. Así caminé durante un tiempo que me pareció de un año. El astro seguía bajando y, si bien la montaña estaba más cerca, todavía la distancia era aterradora. El último trayecto lo hice luchando contra el cansancio, el miedo y la desesperanza. A mis espaldas sentía la sonrisa siniestra del Hombre. Sobre mí sentía el vuelo pesado de los pterodáctilos, que planeaban y a veces hasta me rozaban con sus alas. Mi temor provenía no sólo de su contacto gelatinoso y frío sino de la posibilidad de que con sus picos dentados finalmente se precipitasen sobre mí y me arrancasen los ojos. Sospechaba que me dejaban agotar en un esfuerzo inútil, durante años de estúpida y agotadora marcha, para, cuando yo creyera que el fin estaba ante mis manos, arrancarme con los ojos la desatinada esperanza. Esa sensación empecé a tenerla en el tramo final de mi marcha como si todo hubiese sido planeado para hacerme el mayor mal posible. "Porque —pensaba yo con razonable lucidez— si me hubiesen arrancado los ojos al comienzo mismo yo no hubiera tenido ninguna esperanza y no hubiera intentado esta penosísima marcha a través de mares ignotos e inmundos pantanos."Sentí que el rostro del Anciano irradiaba una especie de feroz alegría al hacerme yo estas reflexiones. Comprendí que todo era verdad y que ahora me esperaba la peor de las calamidades de aquella marcha. No quise sin embargo mirar hacia arriba, pero tampoco era necesario: mis oídos me revelaban que los pájaros, con picos enormes y filosos, empezaban a planear cada vez más cerca de mi cabeza; percibía el aleteo pesado de su alas, alas que debían de tener un par de metros, y sentía una y otra vez su leve pero asqueante contacto fugacísimo sobre mis mejillas y sobre mi pelo. Faltaba poco, muy poco, para llegar a la gruta que ya entreveía en una penumbra fosforescente. Mi cuerpo estaba cubierto de aquel cieno pegajoso y me arrastraba sobre mis cuatro extremidades. Mis manos tocaban y apartaban con repugnancia culebras que en grandes cantidades se agitaban en el dilatado pantano, pero era tanto mi pavor por lo que sabía ahora que me esperaba, que aquello casi era desdeñable. Mi cansancio pudo por fin más que mi desesperación y caí. Traté de mantener mi cabeza fuera del barro, levantando mi frente hacia la gruta, mientras el resto de mi cuerpo se hundía en aquellas aguas nauseabundas."Debo respirar", pensé. Pero también pensé: "Así mantengo mis ojos a su alcance". Y lo pensé como si estuviera maldito y condenado a la horrible operación, como si me prestara yo mismo a aquel rito atroz y al parecer ineluctable. Hundido en el barro, con el corazón latiendo agitadamente en medio de aquella inmundicia que me envolvía, con mis ojos hacia adelante y arriba, vi cómo los grandes pájaros planeaban lentamente sobre mi cabeza. Advertí a uno de ellos que bajaba desde atrás, lo vi recortarse, gigantesco y cercano, sobre el ocaso, volviendo luego hacia mí, y posarse con un hueco chasquido sobre el barro, frente mismo a mi cabeza. El pico era filoso como un estilete, su expresión tenía esa mirada abstracta que tienen los ciegos, porque no tenía ojos: podía yo distinguir sus cuencas vacías. Parecía una antigua divinidad en el momento que precede al sacrificio. Sentí que aquel pico entraba en mi ojo izquierdo, y por un instante percibí la resistencia elástica de mi pupila, y luego cómo el pico entraba áspera y dolorosamente, mientras sentía cómo empezaba a bajar el líquido por mi mejilla. En virtud de un mecanismo que no alcanzo todavía a comprender por su falta de lógica, yo mantenía mi cabeza siempre en la misma posición, como si quisiera facilitar la perversa tarea, como, aunque sufrimos, mantenemos la boca y la cabeza ante el dentista. Y mientras sentía que el agua de mi ojo y la sangre bajaban por mi mejilla izquierda, pensaba: "Ahora tendré que soportar en el otro ojo". Con calma, creo que sin odio, lo que recuerdo me asombró, el gran pájaro terminó su trabajo con el ojo izquierdo y luego, retrocediendo un poco, su pico repitió la misma operación con el ojo derecho. Y volví a percibir aquella leve y fugacísima resistencia elástica de mi ojo y luego la penetración áspera y dolorosa y, una vez más, el deslizarse hacia mi mejilla del líquido cristalino y de la sangre: líquidos que perfectamente diferenciaba por ser el cristalino tenue y helado y el otro, la sangre, caliente y viscoso. Luego el gran pájaro levantó vuelo y sus compañeros se fueron tras él, pues oí cómo sus pesados aleteos se iniciaban y luego se alejaban de mí. "Lo peor ha pasado", pensé. Nada veía ahora, pero, con el inmenso dolor y la curiosa repugnancia que sentía ahora por mí mismo, no cejé en mi propósito de arrastrarme hacia la gruta. Así lo hice penosamente. Poco a poco mi esfuerzo fue premiado: el pantano había ido desapareciendo bajo mis pies y manos, y pronto esa especie de singular silencio, esa sensación de cerrazón y también de seguridad, me reveló que por fin había entrado en la gran gruta. Y me derrumbé hacia el sueño.
XXIII
Cuando volví a mi conciencia, un formidable cansancio dominaba a mi cuerpo, como si en sueños hubiese llevado a cabo trabajos colosales. Yacía en el piso y no atinaba a comprender dónde me encontraba. Con la cabeza pesada, miraba el suelo a mi alrededor, tratando de hacer memoria: supuse que, como en alguna otra ocasión, habría llegado borracho a mi cuarto y había caído inconsciente. Una débil luminosidad de amanecer entraba en la pieza por alguna parte. Traté de levantar mi cabeza y recorrí entonces, lenta y pesadamente, el espacio que me rodeaba. Casi salto a pesar de mi cansancio: ¡la Ciega! Vertiginosamente hice conciencia de los episodios: Iglesias, el individuo parecido a Pierre Fresnay, la placita de Belgrano, el pasadizo secreto. Semi incorporado, haciendo esfuerzos sobrehumanos para levantarme del todo, recorría a una fantástica velocidad mi situación y la forma de salir de ella. Logré ponerme de pie. La Ciega permanecía en la misma actitud hierática en que la había visto por primera vez, al levantar la luz de mi linterna en la oscuridad. ¿Habría sufrido una pura e instantánea ilusión? ¿Mi pesadilla había empezado al derrumbarme desmayado? En la luminosidad del amanecer traté de levantar un rápido croquis de lo que me rodeaba: era una habitación normal, con una cama, una mesa (¿de trabajo?), alguna silla, un sofá, un combinado musical. Advertí que no había cuadros ni fotografías, lo que me confirmaba la ceguera de sus habitantes. La puerta por la que entraba la luz de la madrugada daba seguramente a una habitación de calle, que podía ser lo que en mis cavilaciones previas yo supuse un taller de costuras. Había otra puerta lateral, que acaso diera a un baño. Miré hacia atrás: sí, ahí estaba la puertita. Casi hubiera deseado que no existiese, hasta tal punto aquella entrada absurda y enana me producía pavor. Todo este censo habrá durado unos segundos. La Ciega permanecía en silencio, delante de mí. Dos hechos contribuyeron a acentuar mi ansiedad: el hecho, que ahora recordaba con aterradora lucidez, de que ella me hubiese estado esperando frente a la puertita cerrada por donde yo entré, y este otro e inconcebible de su inmovilidad, enigmática y amenazante. Me pregunté qué podía hacer y qué palabras podía pronunciar, las menos disparatadas, las más creíbles.
—Perdóneme —farfullé—, entré para robar, me desmayé al verla...
Mientras hablaba comprendía hasta qué punto eran absurdas aquellas palabras. Tal vez habrían podido convencer al habitante normal de una casa normal, pero ¿cómo con semejante disparate podía persuadir a la Ciega? ¿A una ciega que evidentemente había estado ESPERÁNDOME? Me pareció advertir en su rostro una expresión de ironía. Luego se fue, desapareciendo por la puerta que estaba abierta. La cerró tras de sí y oí el ruido de la llave. Quedé a oscuras. A tientas, desesperado, corrí hasta la puerta e hice girar inútilmente el picaporte. Luego, tanteando las paredes, me llegué hasta la otra puerta, que estaba a la derecha, también inútilmente, pues, como era fácil presumir, también estaba cerrada con llave. Quedé apoyado contra la pared, abatido y dominado por el miedo y la incertidumbre. Un caos de ideas agitaba mi mente: Había caído en una trampa de la que no podría escapar. La Ciega había ido en busca de los Otros: ahora decidirían mi destino. La Ciega me había estado esperando; por lo tanto sabían de mi llegada, ¿desde cuándo? Lo sabían desde el día anterior: un control eléctrico les permitía vigilar a distancia el movimiento de la puerta con candado. Lo sabían desde el momento en que Iglesias adquirió los poderes sobrenaturales de la logia, y en consecuencia, desde el momento en que pudo penetrar en mis designios secretos. Lo sabían desde antes: recién advertía una enorme grieta en mis construcciones anteriores, pues por un inexplicable olvido (¿olvido?) no tuve presente que, en el momento de ser dado de baja en el hospital, Iglesias fue llevado a una pensión que indicó un enfermero español, donde, según dijo, lo cuidaría muy bien. Fue en ese momento de lucidez cuando tuve la certeza a la vez atroz y grotesca de que cuando más fatalmente celebraba yo mi astucia más de cerca estaba vigilado por la secta ¡y nada menos que por la cómica señora de Etchepareborda! ¡Qué burlesca se me apareció entonces la idea de que aquellos bibelots baratos, aquellos cartelitos provenzales y las fotografías trucadas del matrimonio Etchepareborda no habían sido más que una portentosa puesta en escena! Con vergüenza, pensé que ni siquiera habrían considerado engañarme con algo más sutil; o quizá, además de engañarme quisieron de paso herir mi orgullo, engañándome con algo que más tarde suscitara mi propia ironía.
XXIV
No sé cuántas horas permanecí en aquella prisión, a oscuras, en medio de la incertidumbre. Para colmo empezó a parecerme que me faltaba aire, como por otra parte era natural, ya que aquella pieza maldita no tenía más ventilación que la que le podían proporcionar las rendijas: podía verificarse que alguna debilísima corriente de aire entraba, al menos en la puerta que daba a la primera habitación. ¿Bastaría para renovar el oxígeno de la pieza? No lo parecía, pues la sensación que yo tenía era de creciente ahogo. Aunque bien podía deberse, pensé, a causas psicológicas. Pero ¿y si la idea de la secta era la de enterrarme vivo en aquella pieza encerrada? Recordé de pronto una de las historias que había descubierto en mi larga investigación. En la casa de Echagüe en la calle Guido, cuando todavía vivía el viejo, una mucama era explotada por un ciego que en los días francos la hacía trabajar en el Parque Retiro. En el año 1935 entró de portero un español joven y violento, que se enamoró de la muchacha y logró, finalmente, que se alejara del macró. La muchacha vivió durante meses en medio del terror, hasta que poco a poco, y tal como el portero trataba de hacérselo entender, vio que los castigos que podía inferirle el explotador eran puramente teóricos. Pasaron dos años. El primero de enero de 1937, la familia Echagüe levantaba la casa para irse a la estancia donde pasarían los meses de verano. Ya todos habían salido de la cama menos el portero y la mucama, que vivían arriba; pero el viejo mucamo Juan, que hacía las veces de mayordomo, creyendo que ya habían salido, cortó la corriente eléctrica y luego salió, cerrando con llave la gran puerta de entrada. Ahora bien, en el momento en que Juan cortaba la corriente eléctrica, el portero y su mujer venían bajando en el ascensor. Cuando tres meses después volvió la familia Echagüe, encontraron en el ascensor los esqueletos del portero y la mucama que se había convenido permanecerían en Buenos Aires durante las vacaciones. En el momento en que Echagüe me contó la historia, yo todavía estaba lejos de imaginar que un día iba a empezar esta investigación sobre ciegos. Años después, haciendo un examen retrospectivo de todas las informaciones que de una manera u otra tuvieran que ver con esta secta, recordé al macró ciego y tuve la convicción de que aquel episodio, aparentemente debido a un azar, era obra concienzuda y planeada de la secta. ¿Cómo podía jamás averiguarse, sin embargo? Hablé con Echagüe y lo hice partícipe de mis sospechas. Me miró con asombro y, creí advertirlo, con cierta ironía en sus ojitos mongólicos. No obstante, en apariencia admitió la posibilidad y me dijo:
—¿Y cómo te parece que podríamos averiguar algo?
—¿Sabes dónde vive Juan?—Se puede saber por González. Creo que se mantiene en contacto con él.
—Bueno, y recordá lo que te he dicho: ese hombre tiene mucho que ver. El sabía que los otros dos estaban arriba. Y más: vigiló el momento en que ponían en marcha el ascensor, y cuando calculó que estaban entre dos pisos (todo había sido previsto, reloj en mano, en experiencias anteriores) cortó la corriente, o dio orden con un grito o un ademán al otro que seguramente estaba ya con la mano en la llave.
—¿Al otro? ¿Qué otro?
—¿Cómo querés que lo sepa? A otro, a cualquier otro miembro de la banda, no necesariamente a un mucamo de tu casa. Aunque pudiera ser ese González.
—¿Así que vos pensás que Juan formaba parte de una banda, de una banda vinculada o manejada por ciegos?
—No tengo la menor duda. Averiguá algo sobre él y verás. Volvió a mirarme con recóndita ironía, pero no dijo nada más; excepto que iba a hacer las indagaciones.
Un tiempo después lo llamé por teléfono y le pregunté si tenía alguna novedad. Me dijo que quería verme y nos encontramos en un bar. Cuando llegó, su expresión no era la de antes: me miraba con estupor.
—¿Y el famoso Juan? —pregunté.
—González seguía en contacto con él. Le expliqué que quería encontrarlo a Juan. En forma que me pareció un poco sospechosa, dijo que hacía mucho tiempo que no lo veía, pero que trataría de encontrarlo en un domicilio que, no estaba seguro, le parecía que iba a dejar. Me preguntó si era algo importante o urgente. Tuve la impresión de que me lo preguntaba con alguna inquietud. Eso no lo advertí en ese momento, sino después, al repasar un poco la escena. Fui bastante desprevenido, porque dije que siempre había tenido ganas de dejar bien establecidas las condiciones en que había sucedido aquello del ascensor y pensaba que acaso Juan podría completar un poco la información. González me escuchó con cara impenetrable, cómo te diría... un poco cara de póker. Es decir, me pareció que su cara era excesivamente impasible. Eso también lo pensé después. Desgraciadamente. Porque si lo pienso en ese momento, me lo llevo a un lugar tranquilo, me lo agarro de las solapas y con dos o tres trompadas le saco todo. Bueno, es inútil que te cuente el final.
—¿Cuál es el final? Echagüe revolvió el resto del café, y agregó:
—Nada, que jamás lo volví a ver a González. Desapareció de la confitería donde trabajaba. Claro que, si tenés interés, podemos iniciar una investigación con la policía, localizarlo y tratar de encontrar a los dos.
—Ni se te ocurra. Eso es todo lo que quería saber. El resto me lo imagino.
Ahora volvía a recordar aquello. Y, por esa tendencia que tengo a imaginar cosas horribles, pensaba en los detalles del episodio. Primero, una pequeña sorpresa del portero al ver que el ascensor se detenía. Aprieta el botón una y varias veces, abre y cierra la puerta de fuelle. Luego grita para abajo, para que Juan cierre la puerta inferior, si es que la ha abierto. Nadie le responde. Grita más fuerte (sabe que Juan está abajo, esperando que salgan todos) y nadie le responde. Grita varias veces más, con mayor energía y finalmente con miedo. Pasa un rato, se miran mientras tanto con la mujer, como preguntándole qué pasa. Luego vuelve a gritar, y también ella, y los dos juntos. Esperan un tiempo, después de consultarse: "Ha ido al baño, está afuera charlando con Dombrowski (el portero polaco de la casa de al lado), ha ido a revisar la casa, por si queda algo, etcétera". Pasan quince minutos y vuelven a gritar: nada. Gritan durante cinco o diez minutos: nada. Esperan, ahora con mayor inquietud, durante otro lapso, mientras se miran con ansiedad y miedo crecientes. Ninguno de ellos quiere decir algo desesperante, pero ya comienzan a pensar que tal vez se hayan ido todos y hayan cortado la corriente. Entonces empiezan a gritar uno, otro y los dos juntos: primero con enorme fuerza, luego dando alaridos de terror, después emitiendo aullidos de animales enloquecidos y acorralados por las fieras. Esos aullidos se prolongan durante horas, hasta que poco a poco empiezan a debilitarse: están roncos, están agotados por el esfuerzo físico y por el horror. Ahora emiten gemidos cada vez más débiles, lloran y golpean con debilidad creciente el bloque macizo del entrepiso. Se pueden imaginar varias escenas posteriores: puede haber sucedido un lapso de estupor, en que ambos, en la oscuridad, hayan quedado callados y atontados. Luego pueden hablar ellos, cambiarse ideas y hasta pequeñas esperanzas: Juan volverá, ha ido a la esquina a tomar una copa; Juan se ha olvidado de algo en la casa y vuelve a entrar: al llamar el ascensor para subir se encuentra con ellos, que lo reciben llorando y le dicen: "Si supieras, Juan, qué susto pasamos". Y luego los tres, comentando la pesadilla, salen y ríen por cualquier zoncera que sucede en la calle, tanta es su felicidad. Pero Juan no vuelve, ni ha ido al boliche de la esquina, ni se ha demorado con el portero polaco de al lado: lo cierto es que pasan las horas y nada sucede en aquella silenciosa mansión abandonada. Mientras tanto han recuperado cierta energía y empiezan los gritos, luego nuevamente los alaridos, seguidos por los aullidos, para terminar, como es de presumir, en gemidos cada vez más insignificantes. Es probable que para entonces estén caídos en el piso del ascensor y que mediten en la imposibilidad de que semejante horror pueda suceder: eso es muy típico de los seres humanos, cuando pasa algo espantoso. Se dicen: "¡Esto no puede ser, no puede ser!". Pero está siendo y el horror empieza de nuevo a devorarlos. Es probable que entonces comience una nueva tanda de gritos y aullidos. Pero ¿para qué pueden servir? Juan ahora está en viaje a la estancia, pues él va con los patrones, el tren sale a las diez de la noche. Para nada sirven los gritos, pero así y todo hay en los hombres cierta confianza desatinada en los gritos y aullidos, está probado en muchas catástrofes; así que, dentro de las escasas energías que restan, vuelven a gritar y gruñir, para terminar en gemidos, como siempre. Esto, claro, no puede seguir: llega un momento en que ya se abandona toda esperanza y entonces, y aunque esto parezca grotesco, se piensa en comer. ¿Comer para qué? ¿Para prolongar el suplicio? En aquel cuchitril, en las tinieblas, tirados en el suelo (se sienten, se tocan) ambos piensan en la misma y horrible cosa: ¿qué comerán cuando el hambre sea insufrible? El tiempo pasa y también piensan en la muerte, que en pocos días tendrá que llegarles. ¿Cómo será? ¿Cómo es la muerte por hambre? Piensan en cosas pasadas, vienen a la memoria recuerdos de tiempos felices. A ella ahora le parece hermoso aquel tiempo en que hacía el yiro en Parque Retiro: había sol, los muchachos marineros o conscriptos a veces eran buenos y tiernos; en fin, esas cosas de la vida, que siempre parecen tan maravillosas en el momento de morir, aunque hayan sido sórdidas. El debe recordar cosas de su infancia, en alguna ría de Galicia, recordará canciones, bailes de su aldea. ¡Qué lejos está todo! Nuevamente él o ella o los dos juntos, vuelven a pensar: "¡Pero si no es posible!". Esas cosas, en efecto, no suceden. ¿Cómo podría suceder? Es probable que así se inicie una nueva serie de gritos, pero que son menos enérgicos y duran menos que las series anteriores. Luego vuelven a sus pensamientos y recuerdos, a Galicia y a la feliz época de la prostitución. Bueno, en fin, ¿para qué seguir con la descripción minuciosa? Cualquiera puede reconstruirla, a poco que tenga alguna imaginación: hambre creciente, sospechas mutuas, peleas, recriminaciones por cosas pasadas. Acaso él quiere comerse a la mucama y para tener la conciencia tranquila empiece a recriminarle la época de la prostitución: ¿no le daba vergüenza? ¿No se le ocurría que todo eso era inmundo?, etcétera. Mientras piensa (eso después de un día o dos de hambre) en que, por lo menos, podría comerse, aun sin matarla del todo, una parte de su cuerpo: podría arrancarle aunque sea un par de dedos, o comerle una oreja. No debe olvidar el que quiera reconstruir este episodio que, además, esos dos seres humanos deben hacer allí sus necesidades, de modo que la escena se hace cada vez más sucia, más sórdida y abominable. Pero, así y todo, hay sed y hambre crecientes. La sed puede apagarse con orines, que se recogerán en la mano para luego tomarlos, como también está comprobado. Pero ¿y el hambre? También está comprobado que nadie come sus propios miembros, si está cerca de otro ser humano. ¿Recuerdan el encierro del Conde Ugolino con sus propios hijos? En fin, es probable, qué digo: es seguro, que al cabo de cuatro días, quizá menos, de encierro hediondo y salvaje, con rencores mutuos y crecientes, el más fuerte come al más débil. En este caso, el portero come a la mucama, quizá primero en forma parcial, empezando por sus dedos, después de darle algún golpe en la cabeza o de golpeársela contra las paredes del ascensor, hasta que la come íntegra. Dos detalles confirman mi reconstrucción: la ropa de ella, arrancada a jirones, aparecía por el suelo, entre la inmundicia; muchos de sus huesos, también, como si hubieran sido arrojados uno después de otro por el mucamo caníbal. Mientras que el cuerpo podrido y parcialmente esquelético de él estaba a un costado, pero íntegro. Ya en la pendiente de mi desesperación, fui más lejos e imaginé que tal vez mi suerte estaba decidida desde la aventura con el ciego de las ballenitas; y que durante más de tres años yo había creído estar siguiendo a los ciegos, cuando en realidad habían sido ellos los que me habían perseguido. Imaginé que la búsqueda que yo había llevado a término no había sido deliberada, producto de mi famosa libertad, sino fatal, y que yo estaba destinado a ir en pos de los hombres de la secta para de ese modo ir en pos de mi muerte, o de algo peor que mi muerte. ¿Qué sabía, en efecto, sobre lo que me esperaba? ¿No sería la pesadilla que acababa de sufrir una premonición? ¿No me arrancarían los ojos? ¿No serían los grandes pájaros símbolos de la feroz y efectiva operación que me aguardaba? Y, finalmente, ¿no había recordado en la pesadilla aquellas extracciones de ojos que en mi infancia yo había perpetrado sobre gatos y pájaros? ¿No estaría yo condenado desde mi infancia?
XXV
Estas imaginaciones ocuparon, junto a otros recuerdos referentes a mis pesquisas sobre los ciegos, aquella jornada. Cada cierto tiempo volvía a pensar en la Ciega, en su desaparición y en el encierro consiguiente. Cavilando en el drama del ascensor, en algún momento llegué a pensar que mi castigo podría consistir en la muerte por hambre en aquel cuarto desconocido; pero en seguida comprendí que ese castigo sería llamativamente benévolo al lado del castigo impuesto a aquellos dos infelices. ¿Morirse de hambre en la oscuridad? ¡Vamos! Casi me reí de mi esperanza. En un momento de meditación, en medio del silencio, me pareció oír voces apagadas a través de una de las puertas. Me levanté con sigilo y, caminando sin zapatos, me acerqué a la puerta aquélla, puerta que presumiblemente daba a la habitación anterior. Con delicadeza puse mi oído sobre la hendidura: nada. Luego, tanteando sobre las paredes, llegué hasta la otra puerta y repetí la operación: me pareció que, en efecto, los que estaban hablando se detenían en el momento mismo en que yo coloqué mi oído. Sin duda habían percibido mis movimientos a pesar de mi cuidado. No obstante, permanecí largo rato con el oído atento sobre la ranura. Pero me fue imposible sentir el más leve rumor de voces o movimientos. Supuse que del otro lado, el Consejo de Ciegos estaba reunido y paralizado, esperando que yo desistiera de mi necio propósito. Comprendiendo que nada ganaría con mi espionaje, fuera de irritar todavía más a aquella gente, volví sobre mis pasos, esta vez con menor cuidado, ya que de todos modos presumí que me habían reconocido. Me eché sobre la cama y decidí fumar. ¿Qué otra cosa podía hacer? De cualquier manera, estaba seguro de que aquel conciliábulo anunciaba alguna próxima decisión sobre mí. Hasta ese momento había resistido mi deseo, para no consumir los recursos de oxígeno, que según mis cálculos, me proporcionaba la débil corriente de aire a través de las rendijas. Pero, pensé, ¿qué otra cosa mejor podía sucederme, a esa altura de los acontecimientos, que morir asfixiado con humo de cigarrillo? Desde ese instante, empecé a fumar como una chimenea, con el resultado de que el ambiente se fue enrareciendo más y más. Pensaba, recordaba. Sobre todo venganzas de la Secta. Y volví entonces a analizar el caso Castel, caso que no sólo fue muy notorio por la gente implicada sino por la crónica que desde el manicomio hizo llegar el asesino a una editorial. Me interesó poderosamente por dos motivos: había conocido a María Iribarne y sabía que su marido era ciego. Es fácil imaginar el interés que tuve en conocer a Castel, pero también es fácil presumir el temor que me impidió hacerlo, pues equivalía a meterse en la boca del lobo. ¿Qué otro recurso me quedaba que el de leer, el de estudiar minuciosamente su crónica? "Siempre tuve prevención por los ciegos", confiesa. Cuando por primera vez leí aquel documento, literalmente me asusté, pues hablaba de la piel fría, de las manos acuosas y de otras características de la raza que yo también había observado y que me obsesionaban, como la tendencia a vivir en cuevas o lugares oscuros. Hasta el título de la crónica me estremeció, por lo significativo: "El túnel". Mi primer impulso fue el de correr al manicomio y ver al pintor para averiguar hasta dónde había llegado en sus investigaciones. Pero en seguida comprendí que mi idea era tan peligrosa como la de investigar un polvorín a oscuras encendiendo un fósforo. Sin ninguna clase de dudas, el crimen de Castel era el resultado inexorable de una venganza de la Secta. Pero ¿cuál fue exactamente el mecanismo empleado? Durante años intenté desmontarlo y analizarlo, pero nunca pude superar esa ambigüedad que típicamente domina en cualquier acto planeado por los ciegos. Expongo aquí mis conclusiones, conclusiones que de pronto se ramifican como los corredores de un laberinto: Castel era un hombre muy conocido en el ambiente intelectual de Buenos Aires, y por lo tanto sus opiniones sobre cualquier cosa también debían de ser notorias. Es casi imposible que una obsesión tan profunda como la que tenía con respecto a los ciegos no la hubiese manifestado. La Secta, mediante Allende, marido de María Iribarne, decide castigarlo. Allende ordena a su propia mujer ir a la galería donde Castel expone sus últimos cuadros, demuestra gran interés por uno de ellos, permanece delante, en actitud estática, el tiempo suficiente para que Castel la advierta y la estudie, y luego desaparece. Desaparece... Es una manera de decir. Como siempre sucede con la Secta, el persecutor se hace en realidad perseguir, pero procediendo de tal manera que tarde o temprano la víctima cae en sus manos. Castel reencuentra por fin a María, se enamora perdidamente de ella, como loco (y como tonto) la "persigue" a sol y sombra y hasta va a su casa, donde el propio marido le entrega una carta amorosa de María. Este hecho es clave: ¿cómo explicar semejante actitud en el marido sino por el fin siniestro que la Secta se proponía? Recuerden que Castel se atormenta con ese hecho inexplicable. Lo que sigue no vale la pena repetirlo aquí: baste recordar que Castel es enloquecido de celos, mata finalmente a María y es encerrado en un manicomio, el lugar más adecuado para que el plan de la Secta quede clausurado en forma impecable y para siempre fuera de todo peligro de aclaración. ¿Quién va a creer en los argumentos de un loco? Todo esto es clarísimo. La ambigüedad y el laberinto empiezan ahora, pues se abren las siguientes combinaciones posibles:
1º La muerte de María estaba decidida, como forma de condenar al encierro a Castel, pero era un plan ignorado por Allende, que realmente quería y necesitaba a su mujer. De ahí la palabra "insensato" y la desesperación de ese hombre en la escena final.
2º La muerte de María estaba decidida y Allende conocía esa decisión. Aquí se abren dos subposibilidades:
A. Era aceptada con resignación, porque quería a su mujer pero debía pagar alguna culpa anterior a su ceguera, culpa que ignoramos y que parcialmente ya había pagado al ser enceguecido por la Secta.
B. Era recibida con satisfacción por Allende, que no sólo no quería a su mujer sino que la odiaba y esperaba así vengarse de sus numerosos engaños. ¿Cómo conciliar esta variante con la desesperación final de Allende? Muy sencillo: teatro para la galería, e incluso teatro impuesto por la Secta para borrar los rastros de la retorcida venganza.
Hay todavía algunas variantes de las variantes, que no vale la pena que yo describa pues cada uno de ustedes puede fácilmente ensayar como ejercicio; ejercicio por otra parte útil pues nunca se sabe cuándo y cómo puede caerse en alguno de los ambiguos mecanismos de la Secta. En lo que a mí se refiere, aquel episodio, que sucedió al poco tiempo de mi aventura con el hombre de las ballenitas, terminó por asustarme. Quedé aterrado y decidí despistar poniendo no sólo tiempo sino espacio de por medio: me fui del país. Medida que para muchos de los que lean estas memorias podrá parecer exagerada. Siempre me ha hecho reír la falta de imaginación de esos señores que creen que para acertar con una verdad hay que darles a los hechos "las debidas proporciones". Esos enanos imaginan (también ellos tienen imaginación, claro, pero una imaginación enana) que la realidad no sobrepasa su estatura, ni tiene más complejidad que su cerebro de mosca. Esos individuos que a sí mismos se califican de "realistas", porque no son capaces de ver más allá de sus narices, confundiendo la Realidad con un Círculo-de-Dos-Metros-de-Diámetro con centro en su modesta cabeza. Provincianos que se ríen de lo que no pueden comprender y descreen de lo que está fuera de su famoso círculo. Con la típica astucia de los campesinos, rechazan invariablemente a los locos que les vienen con planes para descubrir América, pero compran un buzón en cuanto bajan a la ciudad. Y tienden a considerar lógico (¡otra palabrita que les gusta!) lo que simplemente es psicológico. Lo familiar se convierte así en lo razonable, mecanismo mediante el cual al lapón le parece razonable ofrecer su mujer al caminante, mientras que al europeo le parece más bien una locura. Esa clase de pícaros sucesivamente rechazó la existencia de los antípodas, la ametralladora, los microbios, las ondas hertzianas. Realistas que se peculiarizan por rechazar (generalmente con risas, con energía, hasta con cárcel y manicomio) futuras realidades. Para no decir nada del otro aforismo supremo: "las debidas proporciones". Como si hubiera habido algo importante en la historia de la humanidad que no haya sido exagerado, desde el Imperio Romano hasta Dostoievsky. En fin, dejémonos de zonceras y volvamos al único tema que debería interesar a la humanidad. Decidí irme del país, y aunque primero pensé hacerlo por el Delta, en alguna de las lanchas de contrabandistas relacionadas con F., después reflexioné que de ese modo me sería imposible alejarme más allá del Uruguay. No había otro recurso, pues, que conseguir un pasaporte falso. Lo localicé al llamado Turquito Nassif y obtuve un pasaporte a nombre de Federico Ferrari Hardoy, pasaporte que, entre otros muchos robados por la banda del Turquito, esperaba destino definitivo. Elegí ése porque en un tiempo tuve un inconveniente con Ferrari Hardoy y se me presentaba la oportunidad de cometer algunas fechorías en su nombre. No obstante tener el documento, creí preferible ir primero a Montevideo por el Delta, en alguna lancha de contrabandista. Fui hasta el Carmelo y de ahí, en ómnibus, hasta Colonia. En otro ómnibus, finalmente, llegué a Montevideo. Hice visar mi pasaporte en el consulado argentino y conseguí un pasaje por la Air France para dos días después. ¿Qué hacer en esos dos días de espera? Estaba nervioso, inquieto. Caminé por 18 de Julio, entré en una librería, tomé varios cafés y varios coñacs para combatir el intenso frío. Pero el día transcurría con una lentitud desesperante: no veía el momento de poner un océano por medio con el hombre de las ballenitas. No quería ver a ningún conocido, lógico. Pero, por desgracia (no por azar, sino por desgracia, por descuido, ya que debía haber pasado aquellos dos días en alguna parte de Montevideo en que no hubiera la menor posibilidad de ver gente conocida), en el café Tupi-Nambá advirtieron mi presencia Bayce y una muchacha rubia, pintora, que también había conocido en Montevideo en otro tiempo. Los acompañaba una tercera persona, con blue-jeans y unos zapatones muy extraños: era un hombre joven y flaco, de tipo muy intelectual, que yo creía conocer de alguna parte. Era inevitable: Bayce se acercó y me llevó a su mesa, donde saludé a Lily y entablé conversación con el hombre de los zapatones. Le dije que creía conocerlo. ¿No había estado nunca en Valparaíso? ¿No era arquitecto? Sí, era arquitecto, pero no había estado jamás en Valparaíso. Me quedé intrigado. Como se comprende, era un hecho sospechoso, parecía demasiada casualidad: no sólo me parecía conocido sino que le había acertado su profesión. ¿Negaría lo de Valparaíso para evitar conclusiones peligrosas de mi parte? Era tanta mi preocupación e inquietud (piénsese que lo de las ballenitas habrá sucedido apenas unos días antes) que me fue imposible seguir con coherencia la conversación de aquella gente. Hablaron de Perón (cuándo no), de arquitectura, de no sé qué teoría y de arte moderno. El arquitecto llevaba consigo un ejemplar de Domus. Elogiaron una especie de gallo de cerámica que, en medio de mi zozobra, me vi obligado a ver: era de un italiano llamado Durelli o Fratelli (¿qué importancia tiene?), que a su vez seguramente lo había plagiado de un alemán llamado Staudt, que a su vez lo había plagiado de Picasso, que a su vez lo había plagiado de algún negrito africano, que era el único que no habla ganado dólares con el gallo. Yo seguía atormentado con el arquitecto: lo miraba y más confirmaba mi idea de haberlo conocido. Se llamaba Capurro. Pero ¿sería su verdadero apellido? Bueno, sí, qué disparate: era de Montevideo, Bayce y Lily eran sus amigos; ¿cómo podía haberme dado un apellido falso? Bueno, eso no tenía importancia: su apellido podía, y seguramente debía, ser correcto, pero ¿era mentira que nunca hubiera estado en Valparaíso? ¿Qué ocultaba, en tal caso? Traté de recordar vertiginosamente si en aquel grupo de Valparaíso había alguien que de manera directa o indirecta hubiese mencionado algo referente a ciegos. Era significativo, por ejemplo, que ese hombre se fijase particularmente en gallos, ya que lo inevitable de los gallos de riña es la ceguera. No, no recordaba nada. Y de pronto se me ocurrió que quizá no era en Valparaíso donde yo había visto a aquel hombre sino en Tucumán.
—¿No estuvo usted nunca en Tucumán?
—pregunté a boca de jarro.
—¿En Tucumán? No, tampoco. He estado muchas veces en Buenos Aires, claro, pero nunca en Tucumán. ¿Por qué?
—Nada, por nada. Es que me resulta conocido y estoy pensando de dónde lo conozco.
—¡Hombre, lo más probable es que lo hayas visto aquí en Montevideo, en otro momento! —dijo Bayce, riéndose por mi empeño.
Hice un gesto negativo y volví a sumirme en mis cavilaciones mientras ellos seguían hablando del gallo. Me separé con un pretexto y me fui a otro café mientras seguía dando vueltas en mi cabeza al problema del arquitecto. Traté de reconstruir mi contacto con la gente de Tucumán, gente que, como siempre, utilizaba para despistar mis verdaderas actividades. Es natural: no iba a frecuentar falsificadores autóctonos o hacerme ver en compañía de asaltantes de la provincia. Llamé por teléfono a una muchacha de arquitectura con la que en otro tiempo me había acostado. Fui a verla. Había progresado, enseñando en la facultad y colaboraba con un grupo de arquitectos jóvenes que estaban haciendo en Tucumán algo que después me mostró: una fábrica o escuela, o sanatorio. No sé, todo es igual, ya se sabe: en esos edificios tanto se puede instalar mañana un torno como una maternidad. Es lo que ellos llaman funcionalismo. Como digo, mi amiga había prosperado. Ya no vivía, como en Buenos Aires, en un cuartucho de estudiante. Ahora vivía en un departamento moderno y adecuado a su personalidad. En el momento en que la mucama me abrió la puerta casi me voy, pues pensaba que allí no vivía nadie. Recién al bajar la vista tropecé con el mobiliario: todo a ras del suelo, como para cocodrilos. De cincuenta centímetros para arriba el departamento estaba totalmente inhabitado. Sin embargo, cuando entré, vi que en una gigantesca pared había un cuadro, un solo cuadro de algún amigo de Gabriela: sobre un fondo liso y gris acero había, trazado con tiralíneas, una recta azul vertical, y a unos cincuenta centímetros hacia su derecha, un pequeño circulito ocre. Nos tiramos en el suelo, incomodísimos; Gabriela se arrastró hasta una mesita de veinte centímetros de alto para servir un café en unas tacitas de cerámica sin asas. Mientras me quemaba los dedos pensé que sin media docena de whiskies me sería imposible alcanzar en aquella frigidaire la temperatura adecuada para volver a acostarme con Gabriela. Ya me había resignado a mi suerte cuando aparecieron sus amigos. Al acercarse advertí que uno de ellos era mujer, aunque también vestía blue-jeans. Los otros dos restantes eran arquitectos: uno, el marido de la mujer de pantalones y el otro, al parecer, amigo o amante de Gabriela. Todos vestidos con aquel equipo de blue-jeans y de unos raros zapatones tipo Patria, de esos que antes llevaban nuestros conscriptos pero que ahora deben de ser hechos seguramente a medida para abastecer a la Facultad de Arquitectura. Conversaron un buen rato en su jerga, jerga que por momentos hibridaba con la psicoanalítica, de modo que parecían por igual extasiarse ante una espiral logarítmica de Max Bill como ante el sadismo anobucal de un amigo que en ese momento se analizaba. También se habló de un proyecto de Clorindo Testa para realizar comisarías modelos en el territorio de Misiones. ¿Con picanas electrónicas? Y entonces, en aquella reconstrucción, se me hizo la luz. No, seguramente mi obsesión me había llevado a pensar que había visto a Capurro antes, en Valparaíso o Tucumán. Lo que pasaba es que toda aquella gente se parecía, y era muy difícil ver las diferencias, sobre todo si uno los ve de lejos, o en la penumbra o, como me pasaba a mí, en momentos de emoción violenta. Tranquilizado en lo referente a Capurro, permanecí con más agrado durante el tiempo que me restaba: entré a un cine, luego a un bar de suburbio y finalmente me encerré en el hotel. Y al otro día, cuando el avión de la Air France despegó de Carrasco empecé a respirar en paz. Llegué a Orly con un calor depresivo (estábamos en agosto). Sudaba, resoplaba. Uno de los funcionarios que revisaba mi pasaporte, uno de esos franceses que gesticulan con esa exuberancia que ellos atribuyen a los latinoamericanos, me dijo, con una mezcla de ironía y condescendencia:
—Pero ustedes allá deben de estar acostumbrados a cosas peores, ¿no? Ya se sabe: los franceses son muy lógicos y el mecanismo mental de aquel Descartes del Servicio Aduanero era imbatible; Marsella está al sur y hace calor; Buenos Aires está mucho más al sur y, por lo tanto, debe hacer un calor infernal. Lo que demuestra la clase de demencia que favorece la lógica: un buen razonamiento puede abolir el Polo Sur. Lo tranquilicé (lo halagué) confirmándole su sabiduría. Le dije que en Buenos Aires andamos permanentemente con taparrabos y al vestirnos sufrimos cualquier exceso de temperatura. Con lo cual el sujeto me puso de buena gana el sello y me lo entregó con una sonrisa: Allez-y! ¡A civilizarse un poco! No tenía planes precisos para París, pero me pareció prudente tomar dos determinaciones: primero, ponerme en contacto con los amigos de F., por si escaseaba mi dinero; segundo, despistar, como siempre, frecuentando a mis amigos (?) de Montparnasse y del Barrio: a ese conjunto de catalanes, italianos, judíos polacos y judíos rumanos que constituyen la Escuela de París. Fui a vivir a una Maison Meublée de la calle Du Sommerard, donde había estado antes de la guerra. Pero Madame Pinard no era más la dueña. Alguna otra gorda se encargaría en su lugar de vigilar, desde la Conciergerie, la entrada y salida de estudiantes, artistas fracasados y macrós que constituyen no sólo la población de aquella casa sino la materia inextinguible de la Murmuración y la Filosofía de la Existencia de la portera. Alquilé una piecita en el tercer piso. Luego salí a buscar a mis conocidos. Me dirigí al Dôme. No vi a nadie. Me dijeron que la gente había emigrado hacia otros cafés. Me dieron datos sobre Domínguez. Lo fui a buscar a su taller, que ahora estaba en la Grande Chaumière. Pero está visto que yo no puedo hacer nada que a la larga no me lleve al Dominio Prohibido; más, todavía: parece que un olfato infalible me conduce ineluctablemente hacia él. "Esto", me dijo Domínguez, mostrándome una tela, "es el retrato de una modelo ciega". Se rió. A él le gustaban ciertas perversidades. Me tuve que sentar.
—¿Qué te pasa? —me dijo—. Te has puesto pálido. Me trajo coñac.
—Ando mal del estómago —expliqué. Salí dispuesto a no volver por el taller. Pero al otro día comprendí que era lo peor que podía hacer, tal como lo demuestra la siguiente cadena: 1. Domínguez se sorprendería de mi desaparición. 2. Buscaría en su memoria algún hecho que pudiera explicarla. El único: mi casi desmayo al mostrarme la tela de la ciega. 3. Era tan llamativo que terminaría por comentarlo, incluso, y sobre todo, con la ciega. Paso bien posible. Espantosamente posible, pues de él se derivarían los siguientes: 4. Pregunta de la ciega sobre mi persona. 5. Averiguación de mi nombre, apellido, origen, etcétera. 6. Inmediata comunicación a la Secta. Lo demás es obvio: mi vida volvería a peligrar y tendría que fugarme de París, quizá hacia el África o Groenlandia. Mi decisión fue la que ustedes ya habrán imaginado, la que puede suponer cualquier persona inteligente: no existía otra forma de disimulo que volver al taller de Domínguez como si nada hubiera pasado y arriesgar la posibilidad de enfrentarme con la ciega. Después de un largo y costoso viaje, volvía a encontrarme con mi Destino.
XXVI
Asombrosa lucidez la que tengo en estos momentos que preceden a mi muerte. Anoto rápidamente puntos que quería analizar, si me dan tiempo: Ciegos leprosos. Asunto Clichy, espionaje en la librería. Túnel entre la cripta de Saint-Julien Le Pauvre y el cementerio de Père Lachaise, Jean-Pierre, ojo.
XXVII
¡Delirio de persecución! Siempre los realistas, los famosos sujetos de las "debidas proporciones". Cuando por fin me quemen, recién entonces se convencerán; como si hubiera que medir con un metro el diámetro del sol, para creer lo que afirman los astrofísicos. Estos papeles servirán de testimonio. ¿Vanidad post mortem? Tal vez: la vanidad es tan fantástica, tan poco "realista" que hasta nos induce a preocuparnos de lo que pensarán de nosotros una vez muertos y enterrados. ¿Una especie de prueba de la inmortalidad del alma?
XXVIII
Verdaderamente ¡qué manga de canallas! Que para creer necesiten que a uno lo quemen.
XXIX
Volví, pues, al taller. Ahora que lo había decidido, me empujaba una especie de desaforada ansiedad. Apenas llegué, le pedí que me hablara de la ciega. Pero Domínguez estaba borracho y empezó a insultarme, como era peculiar en él cuando perdía el control. Encorvado, torvo, enorme, con el alcohol se convertía en un terrible monstruo. Al otro día pintaba apaciblemente, con aquel aire bovino. Le pregunté sobre la ciega, le dije que tenía curiosidad por observarla, pero sin que ella se enterase. Volvía, pues, a la investigación, pero mucho antes de lo previsto, ya que, de todos modos, una distancia de quince mil kilómetros equivale a un par de años. Esto es lo que tontamente pensé en aquellos momentos. Inútil aclarar que nada dije a Domínguez de estas reflexiones secretas. Aduje simple curiosidad, curiosidad morbosa. Me dijo que podía instalarme arriba y escuchar y mirar todo lo que se me antojase. Supongo que conocerán la estructura de los talleres de pintor: una especie de galpón, bastante alto, en cuya parte inferior el artista tiene el caballete, los armarios de pintura, algún camastro para la modelo, mesas y sillas para estar o comer, etcétera; y a un costado, a unos dos metros de altura, un entarimado con la cama para dormir. Aquél sería mi observatorio: ni construido a propósito podía ser más adecuado para mi tarea. Entusiasmado con la perspectiva, conversé con Domínguez de viejos amigos, a la espera de la ciega. Recordamos a Matta, que estaba en Nueva York, a Esteban Francés, a Bretón, a Tristan Tzara, a Péret. ¿Qué hacía Marcelle Ferry?(*) Hasta que los golpes en la puerta anunciaron la llegada de la modelo. Corrí al entarimado, donde Domínguez tenía su cama, revuelta y sucia como siempre. Desde mi puesto, en silencio, me dispuse a presenciar cosas singulares, pues ya Domínguez me había previsto que a veces "no tenía más remedio" que hacerle el amor, tan libidinosa era la ciega. Un estremecimiento helado erizó mi piel apenas vi la mujer en el vano de la puerta. ¡Dios mío, nunca pude habituarme a ver sin estremecimiento la aparición de un ciego! Era de mediana estatura, más bien menuda, pero en sus movimientos se revelaba una especie de gata en celo. Su cuerpo era atrayente, mórbido, pero sobre todo eran sus movimientos felinos lo que atraía. Domínguez pintaba y ella hablaba pestes de su marido, lo que no me pareció de particular interés hasta el momento en que comprendí que su marido era también ciego: ¡una de las grietas que siempre buscaba! Una nación enemiga ofrece vista de lejos un aspecto duro y sin fisuras, un bloque compacto donde nos parece que jamás podemos penetrar. Pero allá dentro hay odios, hay resentimientos, hay deseos de venganza; de otro modo el espionaje sería casi imposible y el colaboracionismo en los países ocupados casi impracticable. Naturalmente, no me precipité con alegría sobre aquella grieta. Antes era necesario averiguar: a) Si realmente aquella mujer ignoraba mi existencia y mi presencia; b) Si realmente odiaba a su marido (podía ser una treta para pescar espías);c) Si realmente su marido era también ciego. El tumulto que en mi cabeza se produjo con la revelación de aquel odio se mezcló al que en mis sentidos se desencadenó con la escena que se produjo más tarde. Perverso y sádico como era, Domínguez le hacía mil porquerías a aquella mujer, aprovechando su ceguera, de modo que ella lo buscaba, tanteando. Hasta me hizo gestos Domínguez para que colaborara, pero como yo necesitaba cuidar aquella oportunidad como un tesoro, no iba a desperdiciarla por una mera satisfacción sexual. Siguió la comedia que luego fue degenerando en sombría y casi aterradora lucha sexual entre dos endemoniados que gritaban, mordían y arañaban. No, no me cabía duda de que ella era auténtica. Hecho importante para la investigación ulterior. Y aunque sé que una mujer es capaz de mentir fríamente hasta en los momentos más apasionados, me sentía inclinado a pensar que también era auténtica en sus referencias al ciego. Pero había que asegurarse. Cuando aquella gente se fue calmando, en medio del caos del taller (porque no sólo gritaban y aullaban: también Domínguez se hacía perseguir, a tumbos, por la ciega, incitándola con insultos, con referencias descomunales), quedaron un largo tiempo sin hablar. Luego ella se vistió y dijo "Hasta mañana", como una oficinista que se retira. Domínguez ni siquiera contestó, permaneciendo desnudo y amodorrado en el camastro. Yo, un poco grotescamente, seguía en mi observatorio. Por fin me decidí a bajar. Le pregunté si era cierto que el marido fuese ciego, si él lo había visto alguna vez. Y si también era cierto que ella lo odiase de la manera que parecía odiarlo. Domínguez, como toda respuesta, me explicó que una de las torturas que aquella mujer había ideado era llevarle sus amantes a la pieza donde vivía con el individuo y acostarse delante de él. Como yo no entendiera la posibilidad, me explicó que la combinación era posible porque el tipo no sólo era ciego sino paralítico. Desde una silla de ruedas asistía a la tortura organizada por ella.
—¿Pero, cómo? —interrogué— ¿No se mueve al menos con la silla? ¿No los persigue por la pieza? Domínguez, bostezando con su boca de rinoceronte hizo un gesto negativo. No: el ciego era totalmente paralítico, y todas sus posibilidades se reducían a mover un poco un par de dedos de la mano derecha y a farfullar quejidos. Cuando la escena llegaba a sus momentos culminantes, el ciego, enloquecido, lograba mover algunas falanges y revolver una lengua pastosa para emitir algunos grititos. ¿Por qué lo odiaba tanto? Domínguez no lo sabía.(*) Recuerdo perfectamente que no le pregunté entonces por Víctor Brauner: ¡el Destino nos ciega!
XXX
Pero volvamos a la modelo. Todavía ahora me estremece recordar aquella fugaz relación con la ciega, pues nunca estuve más cerca del abismo que en ese momento. ¡Cuánta reserva de imprevisión y de estupidez había aún en mi espíritu! Pensar que yo me consideraba como un lince, que creía no dar un paso sin examinar previamente el terreno, que me consideraba un razonador potente y casi infalible. Pobre de mí. No me fue difícil entrar en relaciones con la ciega. (Como quien dijera, pedazo de idiota, "no me fue difícil lograr que me estafaran".) La encontré en el taller de Domínguez, salimos juntos, conversamos del tiempo, de la Argentina, de Domínguez. Ella ignoraba, claro, que yo los había presenciado desde el observatorio, el día anterior. Me dijo:—Es un gran tipo. Lo quiero como a un hermano. Lo que me probó dos cosas: primera, que ignoraba mi presencia en el observatorio; y segunda, que era una mentirosa. Conclusión ésta que me alertaba sobre sus futuras confesiones: todo debía ser examinado y expurgado. Había de pasar un tiempo, corto en dimensión pero considerable en cuanto a calidad, para comenzar a sospechar que la primera conclusión era dudosa. ¿Por intuición de ella, por ese sexto sentido que les permite adivinar la presencia de alguien? ¿Por complicidad con Domínguez? Ya lo diré. Déjenme seguir ahora con la historia de los hechos. Soy tan despiadado conmigo mismo como con el resto de la humanidad. Todavía hoy me pregunto si únicamente mi obsesión por la Secta me llevó a aquella aventura con Louise. Me pregunto, por ejemplo, si hubiera llegado a acostarme con una ciega horrible. ¡Eso habría sido auténtico espíritu científico! Como el de esos astrónomos que, tiritando de frío bajo las cúpulas, pasan largas noches de invierno tomando nota de las posiciones estelares, acostados sobre camillas de madera. Ya que se dormirían si fuesen confortables, y el objeto que ellos persiguen no es el sueño sino la verdad. Mientras que yo, imperfecto y lúbrico, me dejé arrastrar a situaciones donde el peligro me acechaba a cada instante, desatendiendo los grandes y trascendentes objetivos que durante años tenía señalados. Me es imposible, sin embargo, discernir lo que entonces hubo de genuino espíritu de investigación y de complacencia morbosa. Porque también me digo que aquella complacencia era igualmente útil para ahondar en el misterio de la Secta. Ya que si ella domina el mundo mediante las fuerzas de las tinieblas, ¿qué mejor que hundirse en las atrocidades de la carne y del espíritu para estudiar los límites, los contornos, los alcances de esas fuerzas? No estoy diciendo algo de lo que en este momento esté absolutamente seguro, estoy reflexionando conmigo mismo y tratando de saber, sin complacencia para mis debilidades, hasta qué punto en aquellos días cedí a esas debilidades, y hasta qué punto tuve la intrepidez y el coraje de acercarme y hasta hundirme en la fosa de la verdad. No vale la pena que dé detalles del asqueroso comercio que tuve con la ciega, ya que no agregarán nada importante al Informe que quiero dejar a los futuros investigadores. Informe que deseo tenga con ese género de descripciones la misma relación que una geografía sociológica del África Central con la descripción de un acto de canibalismo. Sólo diré que en el caso de vivir cinco mil años, me sería imposible olvidar hasta mi muerte aquellas siestas de verano: con aquella hembra anónima, múltiple como un pulpo, lenta y minuciosa como una babosa, flexible y perversa como una gran víbora, eléctrica y delirante como una gata nocturna. Mientras el otro en su silla de paralítico, impotente y patético, agitaba aquellos dos dedos de la mano derecha y con su lengua de trapo farfullaba vaya a saber qué blasfemias, qué turbias (e inútiles) amenazas. Hasta que aquel vampiro, después de chupar toda mi sangre, me abandonaba convertido en un molusco asqueroso y amorfo. Dejemos, pues, ese aspecto de la cuestión y examinemos los hechos que interesan para el Informe, los atisbos que pude echar al universo prohibido. Mi primera tarea era, evidentemente, averiguar la naturaleza y la profundidad del aborrecimiento de la ciega por su marido, ya que esa grieta, como dije, era una de las posibilidades que yo siempre había buscado. De más está aclarar que esa indagación no la realicé preguntándole directamente a Louise, ya que semejante interrogatorio habría suscitado la atención y la sospecha; fue el producto de largas conversaciones sobre la vida en general, y el análisis posterior, en el silencio de mi cuarto, de sus respuestas, de sus comentarios y de sus silencios o reticencias. De ese modo inferí, con bases que juzgué sólidas, que el individuo aquel era realmente su marido y que el encono era tan profundo como verdaderamente lo manifestaba aquella perversa idea de cohabitar en su presencia. Y he dicho "como verdaderamente lo manifestaba" porque, por supuesto, la primera sospecha que me asaltó fue la de una comedia para atraparme, según el esquema: a) odio al marido b) odio a los ciegos en general c) ¡apertura de mi corazón! Mi experiencia me prevenía contra una trampa tan ingeniosa, y la única forma de asegurarse era investigando la autenticidad de aquel resentimiento. El elemento que consideré más convincente fue su tipo de ceguera: el hombre había perdido la vista de grande, mientras que Louise era ciega de nacimiento; y ya expliqué que hay una implacable execración de los ciegos por los recién venidos. La historia había sido así: se conocieron en la Biblioteca para Ciegos, se enamoraron, se fueron a vivir juntos; luego empezó una serie de discusiones por los celos de él que culminaron en insultos y peleas. Según Louise, esos celos eran infundados, pues ella estaba enamorada de Gastón: hombre muy buen mozo y capaz. Pero los celos de él llegaron a ser tan descabellados que un día decidió vengarse atando a la ciega a la cama, trayendo una mujer y haciendo el amor en su presencia. Louise, en medio del tormento, juró vengarse y unos días después, en el momento en que salían juntos de la pieza (vivían en un cuarto piso, y ya se sabe que en esos hoteluchos de París el ascensor sólo se usa para subir), al enfrentar la escalera, ella lo empujó. Gastón cayó a tumbos hasta el piso inferior, y como consecuencia de aquella caída quedó paralítico. Cuando se recuperó, lo único que conservaba intacto era su extraordinario sentido del oído. Incomunicado hacia fuera, no pudiendo hablar ni escribir, nadie jamás pudo enterarse de la verdad y todos creyeron a Louise la versión de la caída, tan posible en un ciego. Devorado por la impotencia de transmitir la verdad y por la tortura de aquellas escenas que Louise ejecutaba como venganza, Gastón parecía emparedado dentro de un caparazón rígido, mientras un ejército de hormigas carniceras devoraban sus carnes vivas cada vez que la ciega aullaba en la cama con sus amantes. Confirmada la autenticidad del odio, quise averiguar algo más sobre Gastón, pues una noche, mientras meditaba sobre los hechos del día, me asaltó de pronto una sospecha; ¿y si aquel hombre, antes de enceguecer, había sido uno de los individuos que desde hace miles de años, anónimos y audaces, lúcidos e implacables, intentan penetrar en el mundo prohibido? ¿No era posible que enceguecido por la Secta, como primer paso del castigo, fuese entregado luego a la atroz y perpetua venganza de aquella ciega, luego de haberlo hecho enamorar? Me imaginé, por un instante, emparedado vivo en aquel caparazón, mi inteligencia intacta, mis deseos acaso exacerbados, mis oídos refinadísimos, oyendo a la mujer que en un tiempo me enloqueció, gemir y aullar con sus sucesivos amantes. Sólo esa gente podía inventar una tortura semejante. Me levanté, agitado. Esa noche ya no pude dormir, y durante horas di vueltas en mi habitación, fumando y pensando. Era preciso indagar de algún modo esa posibilidad. Pero esa investigación era la más peligrosa que hubiera emprendido con respecto a la Secta. ¡Se trataba de ver hasta qué punto aquel mártir era mi propia figuración! Cuando amaneció, mi cabeza daba vueltas. Me bañé para dar un poco más de nitidez a mis imaginaciones. Me dije, más tranquilo: si aquel individuo está siendo castigado por la Secta, ¿con qué motivo la ciega me había dado aquella información que podía despertar en mí, precisamente, ese género de sospechas? ¿Por qué me había explicado que ella lo castigaba? Podía y debía haber ocultado ese hecho, de querer hacerme caer en una trampa. Yo, por mi lado, nunca podría averiguarlo sin su ayuda, pues sólo gracias a su información yo sabía que aquel individuo oía y sufría. Más, todavía: si el propósito de la Secta era cazarme en la trampa de la ciega, ¿qué necesidad había de mostrarme al ciego en aquella situación equívoca y en todo caso sospechosa para mí? Por lo demás, pensé, también Domínguez se acostaba con aquella mujer en las mismas condiciones, y eso lo revelaba como algo ajeno a mi propia investigación. Me tranquilicé, pero decidí extremar mi cautela. Ese mismo día puse en práctica un recurso que ya tenía pensado pero que hasta ese momento no lo había utilizado: escuchar a través de la puerta. Si aquel aborrecimiento era auténtico, era probable que en momentos de soledad ella le gritase también insultos. Subí hasta el quinto piso con el ascensor y luego bajé con cuidado hasta el cuarto, dejando pasar cinco minutos en cada escalón. Así logré acercarme a la pieza y poner mi oído contra la puerta. Oí las voces de la conversación entre Louise y un hombre. Me llamó la atención porque, aunque una hora más tarde, ella me esperaba. ¿Sería capaz de tener otro hombre hasta casi el momento mismo de mi llegada? Quedaba el recurso de esperar. Caminé suavemente por el pasillo y en un rincón esperé, pensando: si alguien viene o pasa por aquí, caminaré más hacia abajo y no podrá sospecharse nada. Por suerte, a aquella hora el movimiento era nulo y pude así esperar hasta la hora convenida con Louise sin que aquel individuo saliese de la pieza. Pensé entonces que cualquier otro amigo o conocido había estado conversando con la ciega a la espera de mi llegada. Sea como fuere, era la hora convenida. Así que me acerqué y golpeé. Me abrió y entré en la habitación. ¡Casi me desmayo! En la habitación no había nadie. Fuera, claro está, de la ciega y del paralítico en su silla. Vertiginosamente me imaginé la siniestra comedia: un ciego presuntamente paralítico y mudo, colocado por la Secta como marido de la otra canalla, para que yo cayese en la trampa del famoso odio, de la famosa grieta y de la inevitable confesión. Salí corriendo, pues mi mente, lúcida y exacta como pocas veces, me recordaba que, astutamente, no había dado mi dirección a nadie, ni el propio Domínguez la conocía; y que, paralítico o no, la ceguera de aquel bufón tenebroso le impediría perseguirme escaleras abajo. Atravesé como una exhalación el boulevard y entré al Jardín de Luxemburgo, y siempre corriendo salí por el otro extremo. Allí tomé un taxi y sin pérdida de tiempo pensé en ir hasta mi hotel a buscar mi valija para fugarme de París. Pero mientras pensaba a empellones, en el viaje, se me ocurrió que si bien yo no había confiado mi domicilio a nadie era muy probable (qué digo: seguro) que la Secta me hubiese seguido hasta allá, previendo precisamente cualquier fuga precipitada. ¿Qué diablos importaba mi valija? Mi pasaporte y mi dinero los llevaba siempre conmigo. Más aún: sin saber lo que podía sucederme exactamente, mi larga experiencia en aquella investigación me había hecho tomar una medida que ahora juzgaba genial: tener el pasaporte visado por dos o tres países. Porque, piénsese que apenas producido el episodio de la calle Gay Lussac, la Secta destacaría en el acto una guardia en el consulado argentino para seguir mi pista. Una vez más me poseyó, en medio de mi agitación, una notable sensación de fuerza proveniente de mi previsión y de mi talento. Fui a los Grands Boulevards y le indiqué al chofer que me llevara a una agencia cualquiera de viajes. Saqué pasaje para el primer avión. También pensé en la vigilancia hacia el aeródromo; pero me pareció que la Secta se iba a despistar esperándome primero en el consulado. Así salí para Roma.
XXXI
¡Cuántas estupideces cometemos con aire de riguroso razonamiento! Claro, razonamos bien, razonamos magníficamente sobre las premisas A, B y C. Sólo que no habíamos tenido en cuenta la premisa D. Y la E, y la F. Y todo el abecedario latino más el ruso. Mecanismo en virtud del cual esos astutos inquisidores del psicoanálisis se quedan muy tranquilos después de haber sacado conclusiones correctísimas de bases esqueléticas. ¡Cuántas amargas reflexiones me hice en aquel viaje a Roma! Traté de ordenar mis ideas, mis teorías, los hechos que había vivido. Ya que sólo es posible acertar con el porvenir si tratamos de descubrir las leyes del pasado. ¡Cuántas fallas en ese pasado! ¡Cuántas inadvertencias! ¡Cuántas ingenuidades, todavía! En aquel momento advertí el papel equívoco de Domínguez, recordando lo de Víctor Brauner. Ahora, años después, confirmo mi hipótesis: Domínguez empujado al manicomio y al suicidio. Sí, en el viaje recordé el extraño suceso de Víctor Brauner y también recordé que al encontrarme con Domínguez le pregunté por todos; por Bretón, por Péret, por Esteban Francés, por Matta, por Marcelle Ferry. Menos por Víctor Brauner. ¡Significativo "olvido"!Relato, por si no lo conocen, el episodio. Este pintor tenía la obsesión de la ceguera y en varios cuadros pintó retratos de hombres con un ojo pinchado o saltado. E incluso un autorretrato en que uno de sus ojos aparecía vaciado. Ahora bien: un poco antes de la guerra, en una orgía en el taller de uno de los pintores del grupo surrealista, Domínguez, borracho, arroja un vaso contra alguien; éste se aparta y el vaso arranca un ojo de Víctor Brauner. Vean ustedes ahora si se puede hablar de casualidad, si la casualidad tiene el menor sentido entre los seres humanos. Los hombres, por el contrario, se mueven como sonámbulos hacia fines que muchas veces intuyen oscuramente, pero a los que son atraídos como la mariposa hacia la llama. Así Brauner fue hacia el vaso de Domínguez y su ceguera; y así yo fui hacia Domínguez en 1953, sin saber que nuevamente iba en demanda de mi destino. De todas las personas que yo hubiera podido ver en aquel verano de 1953, sólo se me ocurrió acudir al hombre que en cierto modo estaba al servicio de la Secta. Lo demás es obvio: el cuadro que llamó mi atención y mi miedo, la ciega modelo (modelo para esa única ocasión), la farsa de aquella cohabitación con Domínguez, mi estúpida vigilancia desde el observatorio, mi contacto con la ciega, la comedia del paralítico, etcétera. Aviso a los ingenuos:
¡NO HAY CASUALIDADES!
Y, sobre todo, aviso para los que después de mí y leyendo este Informe decidan emprender la búsqueda y llegar un poco más lejos que yo. Tan desdichado precursor como Maupassant (que lo pagó con la locura), como Rimbaud (que no obstante su fuga al África, terminó también con el delirio y la gangrena) y como tantos otros anónimos héroes que no conocemos y que han de haber concluido sus días, sin que nadie lo sepa, entre las paredes del manicomio, en la tortura de las policías políticas, asfixiados en pozos ciegos, tragados por ciénagas, comidos por las hormigas carniceras en el África, devorados por los tiburones, castrados y vendidos a sultanes de Oriente, o, como yo mismo, destinados a la muerte por el fuego. De Roma hui al Egipto, desde allí viajé en barco hasta la India. Como si el Destino me precediera y esperara, en Bomhay me encontré de pronto en un prostíbulo de ciegas. Aterrado, hui hacia la China y desde allí pasé a San Francisco. Permanecí quieto varios meses en la pensión de una italiana llamada Giovanna. Hasta que decidí volver a la Argentina, cuando me pareció que no sucedía nada sospechoso. Una vez aquí, ya aleccionado, me mantuve a la expectativa, esperando adherirme a un allegado o conocido que encegueciera por algún accidente. Ya saben lo que sucedió después: el tipógrafo Celestino Iglesias, la espera, el accidente, nuevamente la espera, el departamento de Belgrano y finalmente la pieza hermética donde creí que encontraría mi destino definitivo.
XXXII
No sé si como consecuencia del cansancio, la tensión de la espera durante tantas horas o el aire impuro, lo cierto es que empezó a dominarme una modorra creciente y por fin caí, o ahora me parece haber caído, en un entresueño turbio y agitado: pesadillas que no terminan nunca de configurarse, mezcladas o alimentadas de recuerdos semejantes a la historia del ascensor, o la de Louise. Recuerdo que en cierto momento creí que me asfixiaba y, desesperado, me levanté, corrí hasta las puertas y me puse a golpearlas con furia. Luego me quité el saco y más tarde la camisa, porque todo me pesaba y me ahogaba. Hasta ahí recuerdo todo con nitidez. No sé, en cambio, si fue a raíz de mis golpes y de mis gritos que abrieron la puerta y apareció la Ciega. La veo aún, recortada sobre el vano de la puerta, en medio de una luminosidad que me pareció algo fosforescente: hierática. Había en ella majestad, y emanaba de su actitud y sobre todo de su rostro una invencible fascinación. Como si en el vano de la puerta hubiera, enhiesta y silenciosa, una serpiente con sus ojos clavados en mí. Hice un esfuerzo para romper el hechizo que me paralizaba: tenía el propósito (seguramente desatinado, pero casi lógico si se tiene en cuenta mi falta de esperanza en cualquier otra cosa) de lanzarme contra ella, derribarla si era preciso y correr buscando una salida hacia la calle. Pero la verdad es que apenas podía mantenerme en pie: un sopor, un gran cansancio se fue apoderando de mis músculos, un cansancio enfermizo como el que se siente en los grandes accesos de fiebre. Y, en efecto, mis sienes me latían con creciente intensidad, hasta que en un momento dado pareció que mi cabeza iba a estallar como un gasómetro. Un resto de conciencia me decía, no obstante, que si no aprovechaba esa oportunidad para salvarme, nunca más podría hacerlo. Junté con tensa voluntad todas las fuerzas de que disponía y me precipité sobre la Ciega. La aparté con violencia y me lancé a la otra habitación.
XXXIII
Tropezando en aquella penumbra busqué una salida cualquiera. Abrí una puerta y me encontré en otra habitación más oscura que la anterior, donde nuevamente me llevé por delante, en mi desesperación, mesas y sillas. Tanteando en las paredes, busqué otra puerta, la abrí y una nueva oscuridad, pero más intensa que la anterior, me recibió. Recuerdo que en medio de mi caos pensé: "estoy perdido". Y como si hubiese gastado el resto de mis energías me dejé caer, sin esperanzas: seguramente estaba atrapado en un laberíntica construcción de donde jamás saldría. Así habré permanecido algunos minutos, jadeando y sudando. "No debo perder mi lucidez", pensé. Traté de aclarar mis ideas y recién entonces recordé que llevaba un encendedor. Lo encendí y verifiqué que aquel cuarto estaba vacío y que tenía otra puerta, fui hasta ella y la abrí: daba a un pasillo cuyo fin no se alcanzaba a distinguir. Pero ¿qué podía hacer sino lanzarme por aquella única posibilidad que me quedaba? Además, un poco de reflexión me bastó para comprender que mi idea anterior de estar perdido en un laberinto tenía que ser errónea, ya que la Secta en cualquier caso no me condenaría a una muerte tan confortable. Fui avanzando, pues, por el pasadizo. Con ansiedad, pero con lentitud, pues la luz de mi encendedor era precaria y por lo demás sólo la usaba de tanto en tanto, para no agotar el combustible prematuramente. Al cabo de unos treinta pasos, el pasadizo desembocaba en un escalera descendente, parecida a la que me había conducido del departamento inicial al sótano, es decir, entubada. Seguramente pasaba a través de los departamentos o casas hacia los sótanos y subterráneos de Buenos Aires. Después de unos diez metros, la escalera dejaba de estar entubada y pasaba por grandes espacios abiertos pero completamente a oscuras, que podían ser sótanos o depósitos, aunque a la débil luz de mi encendedor me era imposible ver muy lejos.
XXXIV
A medida que iba descendiendo sentía el peculiar rumor del agua que corre y eso me indujo a creer que me acercaba a alguno de los canales subterráneos que en Buenos Aires forman una inmensa y laberíntica red cloacal, de miles y miles de kilómetros. En efecto, pronto desemboqué en uno de aquellos fétidos túneles, al fondo del cual corría un arroyo impetuoso de aguas malolientes. Una lejana luminosidad indicaba que hacia el lado donde corrían las aguas habría una de las llamadas "bocas de tormenta", o un tragaluz que daría a una calle o acaso la desembocadura a uno de los canales maestros. Decidí encaminarme hacia allá. Había que marchar con cuidado sobre el estrecho sendero que hay al borde de estos túneles, pues resbalar ahí puede ser no sólo fatal sino indeciblemente asqueroso. Todo era hediondo y pegajoso. Las paredes o muros de aquel túnel eran asimismo húmedas y por ellas corrían hilillos de agua, seguramente filtraciones de las capas superiores del terreno. Más de una vez en mi vida había meditado en la existencia de aquella red subterránea, sin duda por mi tendencia a cavilar sobre sótanos, pozos, túneles, cuevas, cavernas y todo lo que de una manera o de otra está vinculado a esa realidad subterránea y enigmática: lagartos, serpientes, ratas, cucarachas, comadrejas y ciegos. ¡Abominables cloacas de Buenos Aires! ¡Mundo inferior y horrendo, patria de la inmundicia! Imaginaba arriba, en salones brillantes, a mujeres hermosas y delicadísimas, a gerentes de banco correctos y ponderados, a maestros de escuela diciendo que no se deben escribir malas palabras sobre las paredes; imaginaba guardapolvos blancos y almidonados, vestidos de noche con tules o gasas vaporosas, frases poéticas a la amada, discursos conmovedores sobre las virtudes patricias. Mientras por ahí abajo, en obsceno y pestilente tumulto, corrían mezclados las menstruaciones de aquellas amadas románticas, los excrementos de las vaporosas jóvenes vestidas de gasa, los preservativos usados por correctos gerentes, los destrozados fetos de miles de abortos, los restos de comidas de millones de casas y restaurantes, la inmensa, la innumerable Basura de Buenos Aires. Y todo marchaba hacia la Nada del océano mediante conductos subterráneos y secretos, como si Aquellos de Arriba se quisiesen olvidar, como si intentaran hacerse los desentendidos sobre esta parte de su verdad. Y como si héroes al revés, como yo, estuvieran destinados al trabajo infernal y maldito de dar cuenta de esa realidad. ¡Exploradores de la Inmundicia, testimonios de la Basura y de los Malos Pensamientos! Sí, de pronto me sentí una especie de héroe, de héroe al revés, héroe negro y repugnante, pero héroe. Una especie de Sigfrido de las tinieblas, avanzando en la oscuridad y la fetidez con mi negro pabellón restallante, agitado por los huracanes infernales. ¿Pero avanzando hacia qué? Eso es lo que no alcanzaba a discernir y que aun ahora, en estos momentos que preceden a mi muerte, tampoco llego a comprender. Llegué por fin a lo que había imaginado sería una boca de tormenta, pues desde allí venía aquella débil luminosidad que me había ayudado a marchar por el canal. Era, en efecto, la desembocadura de mi canal en otro más grande y casi rugiente. Allá, muy arriba, había una pequeña abertura lateral, que calculé tendría casi un metro de largo por unos veinte centímetros de alto. Era imposible pensar siquiera en salir por ahí, dada su estrechez y, sobre todo, su inaccesibilidad. Desalentado, tomé, pues, a mi derecha, para seguir el curso del nuevo y más vasto canal, imaginando que de ese modo, tarde o temprano, tendría que dar en la desembocadura general si es que antes la atmósfera pesada y mefítica no me desmayaba y me precipitaba en la inmunda correntada. Pero no había marchado cien pasos cuando, con inmensa alegría, vi que desde mi estrecho sendero salía hacia arriba una escalerilla de piedra o cemento. Era sin lugar a dudas, una de las salidas o entradas que utilizaban los obreros que de cuando en cuando se ven obligados a penetrar en esos antros. Animado por la perspectiva, subí por la escalerilla. Después de unos seis o siete escalones doblaba hacia la derecha. Seguí mi ascenso durante un tramo más o menos igual al primero y así llegué a un rellano desde donde se entraba en un nuevo pasadizo. Empecé a caminar por él, llegando por fin a otra escalerilla semejante a las anteriores, pero, para mi gran sorpresa, descendente. Vacilé unos momentos, perplejo. ¿Qué debería hacer? ¿Volver para atrás, al canal grande y seguir mi marcha hasta encontrar una escalera ascendente? Me extrañaba que hubiese nuevamente que bajar, cuando lo lógico era subir. Imaginé, sin embargo, que la escalerilla anterior, el pasadizo que acababa de recorrer y esta nueva escalerilla descendente, constituían algo así como un puente sobre un canal transversal; tal como sucede en las estaciones de subterráneos donde hay combinación para otra línea. Pensé que siguiendo en la misma dirección de todos modos, no podía sino salir finalmente a la superficie de una manera o de otra. Así que reinicié la marcha: descendí por la nueva escalera y luego proseguí por otro pasaje que se abría a su término.
XXXV
A medida que fui internándome, aquel pasadizo se iba convirtiendo en una galería semejante a la de una mina carbonífera. Empecé a sentir un frío húmedo y entonces advertí que hacía rato estaba caminado sobre un suelo mojado, a causa, seguramente, de los hilillos de agua que silenciosamente descendían por los muros cada vez más irregulares y agrietados; pues ya no eran las paredes de cemento de un pasadizo construido por ingenieros sino, al parecer, los muros de una galería excavada en la tierra misma, por debajo de la ciudad de Buenos Aires. El aire se volvía más y más enrarecido, o acaso era una impresión subjetiva debida a la oscuridad y al encierro de aquel túnel, que parecía ser interminable. Noté, asimismo, que el piso no era ya horizontal sino que iba paulatinamente descendiendo, aunque sin ninguna regularidad, como si la galería hubiese sido excavada siguiendo las facilidades del terreno. En otras palabras, ya no era algo planeado y construido por ingenieros con la ayuda de máquinas adecuadas; más bien se tenía la impresión de estar en una sórdida galería subterránea cavada por hombres o animales prehistóricos, aprovechando o quizá ensanchando grietas naturales y cauces de arroyos subterráneos. Y así lo confirmaba el agua cada vez más abundante y molesta. Por momentos se chapoteaba en el barro, hasta que se salía a partes más duras y rocosas. Por los muros el agua se filtraba con mayor intensidad. La galería se agrandaba, hasta que de pronto observé que desembocaba en una cavidad que debía ser inmensa, porque mis pasos resonaban como si yo estuviera bajo una bóveda gigantesca. Lamentablemente, no me era posible vislumbrar siquiera sus límites a la escasísima luz que me daba mi encendedor. También noté una bruma formada no por vapor de agua sino tal vez, como me lo parecía revelar un intenso olor, producido por la combustión espontánea y lenta de alguna leña o madera podrida. Yo me había detenido, creo que intimidado por la indistinta y monstruosa gruta o bóveda. Bajo mis pies sentía el piso cubierto de agua, pero esa agua no estaba estancada sino que corría en una dirección que yo imaginé conduciría a alguno de esos lagos subterráneos que exploraran los espeléologos. La soledad absoluta, la imposibilidad de distinguir los límites de la caverna en que me hallaba y la extensión de aquellas aguas que se me ocurría inmensa, el vapor o humo que me mareaba, todo aquello aumentaba mi ansiedad hasta un límite intolerable. Me creí solo en el mundo y atravesó mi espíritu, como un relámpago, la idea de que había descendido hasta sus orígenes. Me sentí grandioso e insignificante. Temí que aquellos vapores terminaran por emborracharme y hacerme caer en el agua, muriendo ahogado en momentos en que estaba a punto de descubrir el misterio central de la existencia. A partir de ese instante ya no sé discernir entre lo que sucedió y lo que soñé o me hicieron soñar, hasta el punto que de nada estoy ya seguro; ni siquiera de lo que creo que pasó en los años y hasta en los días precedentes. Y hasta dudaría hoy del episodio Iglesias si no me constase que perdió la vista en un accidente al que yo asistí. Pero todo lo demás, desde ese accidente, lo recuerdo con lucidez febril, como si se tratara de una larga y horrenda pesadilla: la pensión de la calle Paso, la señora Etchepareborda, el hombre de la CADE, el emisario parecido a Pierre Fresnay, la entrada en la casa de Belgrano, la Ciega, el encierro a la espera del veredicto. Mi cabeza comenzaba a enturbiarse y ante la certeza de que tarde o temprano caería sin conocimiento tuve sin embargo el tino de retroceder hacia un lugar en que el nivel del agua era menos alto, y allí, ya sin fuerzas, me derrumbé. Sentí entonces, supongo que en sueños, el rumor del arroyo Las Mojarras al golpear sobre las toscas, en la desembocadura del río Arrecifes, en la estancia de Capitán Olmos. Yo estaba de espaldas sobre el pasto, en un atardecer de verano, mientras oía a lo lejos, como si estuviera a una distancia remotísíma, la voz de mi madre que, como ésa era su costumbre, canturreaba algo mientras se bañaba en el arroyo. Ese canto que ahora oía parecía ser alegre, al comienzo, pero luego se fue haciendo para mí cada vez más angustioso: deseaba entenderlo y a pesar de mis esfuerzos no lo lograba, y así mi angustia se hacía más insufrible por la idea de que las palabras eran decisivas: cosa de vida o muerte. Me desperté gritando: "¡No puedo entender! ¡No puedo entender!".Como suele sucedernos al despertar de una pesadilla, intenté hacer conciencia del lugar en que estaba y de mi real situación. Muchas veces, ya de grande, me sucedió que creía despertar en el cuarto de mi infancia, allá en Capitán Olmos, y tardaba largos y espantosos minutos en ir reconstruyendo la realidad, el verdadero cuarto en que estaba, la verdadera época: a manotones de alguien que se ahoga, de alguien que teme ser arrastrado de nuevo por el rio violento y tenebroso del que a duras penas ha comenzado a salvarse agarrándose a los bordes de la realidad. Y en aquel instante, cuando la zozobra de aquel canto o gemido había llegado a su punto más angustioso, volvía a sentir esa extraña sensación e intenté asirme desesperadamente a los bordes de la verdadera circunstancia en que despertaba. Sólo que ahora la realidad era todavía peor, como si estuviera despertando a una pesadilla al revés. Y mis gritos, devueltos en apagados ecos en la gigantesca bóveda de la gruta, me llamaron a la verdad. En medio del silencio hueco y tenebroso (mi encendedor había desaparecido en el agua, al caerme) se repetían hasta apagarse en la lejanía y en la oscuridad las palabras de mi despertar. Cuando el último eco de mis gritos murió en el silencio, quedé anonadado por largo tiempo: recién entonces parecía tener plena conciencia de mi soledad y de las poderosas tinieblas que me rodeaban. Hasta ese momento, o, mejor dicho, hasta el momento que precedió al sueño de la infancia, yo había estado viviendo en el vértigo de mi investigación y sentía como si hubiera sido arrastrado en medio de una loca inconsciencia; y los temores y hasta el espanto sentidos hasta ese instante no habían sido capaces de dominarme; todo mi ser parecía lanzado en una demencial carrera hacia el abismo, que nada podía detener. Sólo en ese momento, sentado sobre el barro, en el centro de una cavidad subterránea cuyos límites ni siquiera podría sospechar, sumergido en la tiniebla, empecé a tener clara conciencia de mi absoluta y cruel soledad. Como si aquello perteneciera a una ilusión, recordaba ahora el tumulto de arriba, del otro mundo, el Buenos Aires caótico de frenéticos muñecos con cuerda: todo se me ocurría una infantil fantasmagoría, sin peso ni realidad. La realidad era esta otra. Y solo, en aquel vértice del universo, como ya expliqué, me sentía grandioso e insignificante. Ignoro el tiempo que transcurrió en aquella especie de estupor. Pero el silencio no era un silencio liso y abstracto, sino que poco a poco fue adquiriendo esa complejidad que adquiere cuando se lo vive un tiempo largo y anhelante. Y entonces se advierte que está poblado de pequeñas irregularidades, de sonidos al principio imperceptibles, de apagados rumores, de misteriosos crujidos. Y así como mirando pacientemente las manchas de una pared húmeda empiezan a vislumbrarse los contornos de rostros, de animales, de monstruos mitológicos; así, en el gran silencio de aquella caverna, el oído atento iba descubriendo estructuras y dibujando figuras que adquirían poco a poco un sentido: el característico rumor de una cascada lejana; las apagadas voces de hombres cautelosos; el cuchicheo de seres acaso muy próximos; enigmáticos y entrecortados rezos; chillidos de aves nocturnas. Infinidad de rumores e indicios, en fin, que engendraban nuevos pavores o desatinadas esperanzas. Porque, así como en las manchas de humedad Leonardo no inventaba rostros y seres monstruosos sino que los descubría en esos laberínticos reductos, así tampoco debe creerse que mi imaginación ansiosa y mi pavor me hacían oír rumores significativos de apagadas voces, de ruegos, de aleteo o chillido de grandes pájaros. No, mi ansiedad, mi imaginación, mi largo y pavoroso aprendizaje sobre la Secta, el afinamiento de mis sentidos y mi inteligencia durante largos años de búsqueda, me permitían descubrir voces y estructuras malignas que para un hombre corriente habrían pasado inadvertidas. Ya en mi primera infancia tuve las primeras prefiguraciones de aquel mundo perverso en mis pesadillas y alucinaciones. Todo lo que luego hice o vi en mi vida estuvo de una manera o de otra vinculado a aquella trama secreta, y hechos que para la gente común no significaban nada, saltaban a mi vista con sus contornos exactos, del mismo modo que en esos dibujos infantiles donde debe encontrarse un dragón disimulado entre árboles y arroyuelos. Y así, mientras los otros muchachos pasaban de largo, aburridos, obligados por los profesores, por las páginas de Homero, yo, que había pinchado ojos de pájaros, sentí mi primer estremecimiento cuando aquel hombre describe, con aterradora fuerza y precisión casi mecánica, con perversidad de conocedor y vengativo sadismo, el momento en que Ulises y sus compañeros hienden y hacen hervir el gran ojo del Cíclope con un palo ardiente. ¿No era Homero ciego? Y otro día, abriendo al azar el gran volumen de mitología de mi madre leí: "Y yo, Tiresias, como castigo por haber visto y deseado a Atenas mientras se bañaba, fui enceguecido; pero apiadada la Diosa me concedió el don de comprender el lenguaje de los pájaros proféticos; y por eso te digo que tú, Edipo, aunque no lo sabes eres el hombre que mató a su padre y desposó a la madre, y por eso has de ser castigado". Y como nunca creí en la casualidad, ni aun de niño, aquel juego, aquello que creí hacer por juego, me pareció un presagio. Y ya nunca pude apartar de mi mente el fin de Edipo, pinchándose los ojos con un alfiler después de oír aquellas palabras de Tiresias y de asistir al ahorcamiento de su madre. Como tampoco ya pude apartar de mi espíritu la convicción, cada vez más fuerte y fundada, de que los ciegos manejaban el mundo: mediante las pesadillas y las alucinaciones, las pestes y las brujas, los adivinos y los pájaros, las serpientes, y en general, todos los monstruos de las tinieblas y de las cavernas. Así fui advirtiendo detrás de las apariencias el mundo abominable. Y así fui preparando mis sentidos, exacerbándolos por la pasión y la ansiedad, por la espera y el temor, para ver finalmente las grandes fuerzas de las tinieblas como los místicos alcanzan a ver al dios de la luz y de la bondad. Y yo, místico de la Basura y del Infierno, puedo y debo decir: ¡CREED EN MÍ! Así, pues, en aquella vasta caverna, entreveía por fin los suburbios del mundo prohibido, mundo al que, fuera de los ciegos, pocos mortales deben de haber tenido acceso, y cuyo descubrimiento se paga con terribles castigos y cuyo testimonio nunca hasta hoy ha llegado inequívocamente a manos de los hombres que allá arriba siguen viviendo su candoroso sueño; desdeñándolo o encogiéndose de hombros ante los signos que deberían despertarlos: algún sueño, alguna fugaz visión, el relato de algún niño o un loco. Y leyendo como simple pasatiempo los relatos truncados de algunos de los que acaso llegaron a penetrar en el mundo prohibido, escritores que terminaron también como locos o como suicidas (como Artaud, como Lautréamont, como Rimbaud) y que, por lo tanto, sólo merecieron la condescendiente mezcla de admiración y desdén que las personas grandes sienten por los niños. Sentía, pues, a seres invisibles que se movían en las tinieblas, manadas de grandes reptiles, serpientes amontonadas en el barro como gusanos en el cuerpo podrido de un gigantesco animal muerto; enormes murciélagos, especie de pterodáctilos, cuyas grandes alas ahora oía batir sordamente y que, en ocasiones, me rozaban con asquerosa levedad el cuerpo y hasta la cara; y hombres que habían dejado de ser propiamente humanos, ya sea por el contacto perpetuo con aquellos monstruos subterráneos, ya por la misma necesidad de moverse sobre terrenos pantanosos; de manera que más bien se arrastran en medio del barro y de la basura que en aquellos antros se acumulan. Detalles que aunque no pueda decir que los haya verificado con mis ojos (dada la oscuridad que domina) los he presentido por mil indicios que nunca nos dejan equivocar: un jadeo, una manera de gruñir, una forma de chapotear. Durante mucho tiempo permanecí quieto, presintiendo aquella existencia asquerosa y apagada. Cuando me incorporé, sentí como si las circunvoluciones de mi cerebro estuvieran rellenas de tierra y enredadas en telarañas. Durante un largo tiempo permanecí de pie, tambaleante, sin saber qué decisión tomar. Hasta que por fin comprendí que debía marchar hacia la región en que parecía advertir cierta tenue luminosidad. Entonces comprendí hasta qué punto las palabras luz y esperanza deben de estar vinculadas en la lengua del hombre primitivo. El suelo por el que realicé aquella marcha era irregular: por momentos el agua me llegaba hasta las rodillas y en otros apenas empapaba el suelo, que me parecía idéntico al fondo de las lagunas pampeanas de mi infancia: limoso y elástico. Cuando el nivel del agua aumentaba, torcía mi marcha hacia el lado en que disminuía, para volver a seguir la dirección que me conducía hacia aquella remota luminiscencia.
XXXVI
Mientras fui avanzando, aquella claridad aumentaba, hasta que comprendí que la caverna en que creí haber estado era un gigantesco anfiteatro que se levantaba sobre una planicie bañada por una luminiscencia entre rojiza y violácea de un astro muchísimo más grande que nuestro sol, pero cuyo desfalleciente brillo indicaba que estaba cercano a su fin. Uno de esos astros que, con los últimos restos de su energía, bañan frígidos y abandonados planetas, con una luminosidad semejante a la que, en la oscuridad de una gran sala silenciosa, produce una chimenea cuyos leños se han casi consumido y en la que escasamente perduran brasas casi apagadas por las cenizas; misterioso resplandor que, en el silencio de la noche, nos sume en pensamientos nostálgicos y enigmáticos: vueltos hacia lo más profundo de nuestro ser, cavilamos sobre el pasado, sobre leyendas y países remotos, sobre el sentido de la vida y de la muerte, hasta que, ya casi totalmente adormecidos, parecemos flotar a la deriva en una balsa sobre aguas apenas vivientes. ¡Comarca de melancolía! Abrumado por la desolación y el silencio, quedé largo tiempo inmóvil. Hacia el poniente, sobre el crepúsculo de un cielo tormentoso pero paralizado, como si una tempestad hubiese sido cristalizada por un signo, contra un cielo de nubes de desgarrados algodones empapados en sangre, se recortaban unas torres derruidas por los milenios y acaso por la misma catástrofe que había desolado aquel fúnebre continente. Esqueletos de altas hayas, cuyas siluetas cenicientas contrastaban sobre los rojos violáceos de las nubes, hacían suponer que todo habría comenzado o terminado por un incendio planetario. Entre las torres se levantaba una estatua tan alta como ellas. Y en su ombligo brillaba un faro fosforescente que parecía parpadear, si la muerte que reinaba en aquella comarca no indicara que ese parpadeo no era más que una ilusión de mis sentidos. Tuve la certeza que allí acabaría mi largo peregrinaje y que, tal vez, en aquel aciago reducto encontraría por fin el sentido de mi existencia. Hacia el septentrión, el páramo terminaba en una cordillera lunar, como la esquina dorsal de un monstruoso dragón. Hacia el borde meridional, en cambio, sobresalían cráteres apagados, que probablemente eran los restos de volcanes que en otro tiempo calcinaron esa comarca con sus torrentes de lava. El Ojo Fosforescente parecía llamarme y de pronto sentí que estaba destinado a marchar hacia la gran estatua. Pero mi corazón parecía haber entrado en una existencia latente, como la de los reptiles en los largos meses de invierno: apenas latía, y tuve la sensación de que se hubiese encogido y endurecido. Ningún sonido, ninguna voz, ningún rumor ni crujido se oía en aquel imperio, y una melancolía se levantaba como una bruma en el fúnebre territorio. Volví a contemplar las torres, preguntándome sobre su misión, antes del cataclismo. ¿Podrían haber sido el reducto de feroces y misántropos gigantes? Durante un tiempo que me es imposible computar, porque el astro permanecía fijo en el firmamento, marché hacia ellas, y cuanto más me acercaba mayor era su majestad y su misterio. Las conté: eran veintiuna, dispuestas sobre un polígono que debía tener un perímetro tan grande como el de una enorme ciudad. Estaban construidas en piedra negra, destacándose más así sobre aquel firmamento desgarrado por las deshilachadas nubes rojizas. En el centro de aquel colosal polígono distinguía ya con nitidez la estatua de la Gran Deidad, terrible y nocturna, con poder sobre la vida y la muerte. Las torres hacían guardia en torno de ella. Estaba hecha con piedra ocre, su cuerpo era de mujer, pero tenía alas y cabeza de vampiro, en brillante basalto. Sus manos y sus pies terminaban en garras. No tenía rostro. La fosforescencia del Ojo se debía, tal vez, al reflejo de un fuego interior, porque ya era intenso, ya vacilaba o disminuía. La gran planicie que la rodeaba mostraba restos calcinados, como un estático museo del horror: ídolos de ojos amarillos en mansiones abandonadas, diosas de piel veteada como las cebras, imágenes de una taciturna idolatría con indescifrables inscripciones. Era una comarca donde sólo parecía celebrarse una sola ceremonia de la muerte. Me sentí de pronto tan desamparado que grité. Y mi grito se perdió en aquel silencio absoluto. Proseguí mi marcha, porque el Ojo me llamaba inequívocamente, hasta llegar a la muralla poligonal donde guardaba a la Deidad. Calculé que tenían la altura de una catedral gótica. Pero las torres eran muchísimo más altas. YO SABÍA que debía haber una entrada para que yo pudiese pasar, y quizá sólo para eso. En ese momento mi espíritu estaba dominado por la certeza de que todo aquello (las torres, la desolada comarca, muralla, el astro declinante) había estado esperando mi llegada y que únicamente por eso no se había derrumbado ya hacia la nada. De modo que una vez que yo lograra penetrar en el Ojo todo se desvanecería como un milenario simulacro. Después de marchar durante agotadoras jornadas di finalmente con la puerta. En ella se iniciaba una escalinata de piedra que seguramente conducía al Ojo. Miles de escalones habría de subir. Temí que el vértigo y la fatiga pudieran vencerme, pero el fanatismo y la desesperación me poseían y así inicié el ascenso. Durante un tiempo que no podía precisarse, porque el astro permanecía siempre en el mismo lugar, mis pies destrozados y mi corazón midieron, en cambio, aquel esfuerzo inhumano, en medio del silencio. Nadie me ayudaba con sus plegarias, ni siquiera con su odio: era una lucha que yo solo debía librar. Muchas veces desfallecí y hasta perdí el conocimiento, pero al despertar reemprendía el ascenso. El Ojo aumentaba su tamaño y eso me daba ánimos y a la vez pavor. Y cuando por fin llegué ante El, caí de rodillas, y permanecí de ese modo largo rato. Hasta que una Voz que salía o parecía salir de aquel Ojo, dijo estas palabras: "Ahora entra. Este es tu comienzo y tu fin". Me incorporé y, ya enceguecido por el resplandor, entré. El fulgor intenso pero equívoco, como es característico de la luz fosforescente, que diluye y hace vibrar los contornos, bañaba un largo y estrechísimo túnel de carne, en que me fue preciso trepar reptando sobre mi vientre. Tuve la impresión de que aquel fulgor provenía de lo alto, que adivinaba como una gruta submarina. Fulgor acaso producido por algas, semejante al que en las noches de los trópicos, navegando en el mar de los Sargazos, había entrevisto mirando hacia las profundidades oceánicas; combustión fluorescente que en el silencio de esas fosas alumbra regiones pobladas de monstruos, que no salen a la superficie sino en ocasiones, propagando la consternación entre los tripulantes de los barcos que tienen la fatalidad de pasar en sus cercanías; sucediendo que esos hombres enloquecen y se arrojan al agua, de modo que esos barcos, abandonados a su suerte, como mudos testigos de la calamidad, navegando durante décadas a la deriva, fantasmas, llevados y traídos al azar por las corrientes marinas y por los vientos, hasta que las lluvias, los tifones, el sol de los trópicos y el tiempo pudren y desgarran sus cascos y sus mástiles, para concluir carcomidos por la sal y por el yodo, por los hongos y los peces, desapareciendo finalmente en las profundidades. Algo me sucedió a medida que ascendía en aquel resbaladizo y sofocante túnel de carne: mi cuerpo se iba convirtiendo en pez, mis extremidades se transformaban repugnantemente en aletas, mi piel se cubría de escamas. El resplandor que provenía de lo alto se hacía más y más intenso. Y en el silencio creía oír nuevamente aquel quejido o llamado, algo que me recordaba, como en un sueño, hechos remotísimos que no podía precisar. Mi cuerpo-pez apenas podía ya deslizarse por aquel agujero y ya no subía por mi propio esfuerzo, pues me era imposible mover las aletas: eran las contracciones de aquella carne que me apretaban las que me succionaban hacia lo alto. En aquel último tramo de mi ascenso pasaron ante mí rostros que parecían contemplarme, escenas de infancia, ratas en un granero de Capitán Olmos, sombríos prostíbulos, locos que gritaban palabras incomprensibles, mujeres que me mostraban su sexo abierto con sus manos, cuervos merodeando sobre caballos muertos en la pampa, un molino de viento en la estancia de mis padres, borrachos que hurgaban en tachos de basura, pájaros vengativos que se lanzaban sobre mis ojos con sus picos. Hasta que entré en la caverna, hundiéndome en un líquido caliente y gelatinoso. Entonces perdí el conocimiento.
XXXVII
Ignoro el tiempo que permanecí sin sentido. Cuando poco a poco desperté, no comprendí dónde me hallaba, ni recordaba mi peregrinaje, ni los episodios que lo habían precedido. De espaldas en una cama, mi cabeza me pesaba corno si estuviera rellena de plomo y mis ojos apenas podían ver: sólo alcanzaba a advertir esa fosforescencia que era la misma que había en el cuarto de la Ciega antes de mi fuga. Mis músculos no podían moverse. Paulatinamente mi memoria comenzó a reorganizarse, como una central de comunicaciones después de un terremoto, y empezaron a reaparecer fragmentos de mi vida anterior: Celestino Iglesias, la entrada en el departamento de Belgrano, los pasadizos subterráneos, la aparición de la Ciega, el encierro en el cuarto, la fuga y, finalmente, la marcha hacia la Deidad. Sólo entonces comprendí que la fosforescencia que dominaba aquella habitación era idéntica a la de la gruta o vientre de la gran estatua; a medida que mis ojos iban vislumbrando el techo y las paredes, sospeché que me encontraba en el mismo cuarto del que creía haber escapado. Aunque no me atrevía a volver mi mirada hacia la puerta, tuve la sensación de que allí estaba la Ciega. De manera que todo mi peregrinaje por los subterráneos y cloacas de Buenos Aires, mi marcha por aquella planicie planetaria y mi ascenso final hacia el vientre de la Deidad habían sido una fantasmagoría desencadenada por las artes mágicas de la Ciega, por órdenes de la Secta. Y sin embargo yo me resistía a admitirlo, porque todo aquello tenía la fuerza y la precisión carnal de algo que realmente había vivido. En aquel momento no tenía ni la lucidez suficiente ni la calma para analizarlo, pero ahora tengo la certeza de que el viaje hacia la Deidad lo había vivido, y que, aun en el caso de que mi cuerpo no hubiese salido del cuarto de la Ciega, mi alma había recorrido verdaderamente aquella asombrosa región. Sentí que aquella mujer se acercaba a mi cama. Más que sus pasos, que no alcanzaba a oír, como si estuviera descalza, eran mis sentidos exacerbados y mi instinto que me lo anunciaban. Inmóvil, casi petrificado, mirando hacia el techo, tenía la certeza de su aproximación. Cerré los ojos como si quisiera así evitar lo que había de producirse, hasta que la sentí a los pies de mi cama observándome. Hecho curioso: pensé que había llegado hasta mí en virtud de un incomprensible pero tenaz llamamiento de mí mismo. Todavía ahora, con los plenos poderes de mi mente, no sé cómo explicarlo: era verdad que yo era prisionero de la Secta y que aquella mujer, con la que tendría el más tenebroso de los ayuntamientos, era parte del castigo que la Secta me tenía destinado, pero, también, el punto final de una persecución que yo, por mi propia voluntad, había convocado a lo largo de años y años. Una compleja sensación me paralizaba y me incitaba a la vez, una mezcla de miedo y ansiedad, de náusea y de maligna sensualidad. Y cuando por fin pude abrir los ojos vi que estaba desnuda ante mí: de su cuerpo irradiaba un fluido que llegaba hasta mis vísceras y desataba mi lujuria. Con esperanza que debería llamar negra —la que debe de existir en el infierno—, comprendí que aquella serpiente se echaría sobre mí. En la oscuridad de las noches tropicales había visto desprenderse de los mástiles los espectrales fuegos de San Telmo; de ese modo veía ahora cómo aquella fluorescencia que bañaba el cuarto se desprendía de la punta de sus dedos, de sus cabellos electrizados, de sus pestañas, de sus pezones anhelosos como brújulas de carne ante la cercanía del poderoso imán que la había atraído a través de territorios delirantes. Porque en un relámpago tuve la revelación: ¡era Ella! Aquel universo de Ciegos resultaba ser un instrumento para satisfacer nuestra pasión y, finalmente, para ejecutar su venganza. Inmóvil, quieto como un pájaro bajo la mirada paralizadora de una serpiente, vi cómo se acercaba lenta y lascivamente. Y cuando sus dedos tocaron mi piel, fue como la descarga de la Gran Raya Negra que dicen habita en las fosas submarinas. Luego perdí el sentido de lo cotidiano, el recuerdo de mi vida real y la conciencia que establece las grandes y decisivas divisiones en que el hombre debe vivir: el cielo y el infierno, el bien y el mal, la carne y el espíritu. Y también el tiempo y la eternidad; porque lo ignoro, y nunca lo sabré, cuánto duró aquel ayuntamiento, pues en aquel antro no había ni día ni noche, todo fue una sola pero infinita jornada. Asistí a catástrofes y torturas, vi mi pasado y mi futuro (mi muerte), tuve edades geológicas, creo recordar un turbulento paisaje con arcaicos helechos recorrido por pterodáctilos. Una luna turbia iluminaba pantanos fétidos entre ardientes arenales. Como una bestia en celo corrí hacia una mujer de piel negra y ojos violetas, que me esperaba aullando. Sobre su cuerpo sudoroso veo todavía su sexo abierto, entré con furia en aquel volcán de carne, que me devoró. Luego salí y ya sus fauces sangrientas ansiaban un nuevo ataque. Corrí hacia ella como un unicornio lúbrico, atravesando pantanos en que a mi paso se levantaban cuervos que chillaban, y entré nuevamente en aquella cueva. Sucesivamente, fui serpiente, pez-espada, pulpo con tentáculos que entraban uno después de otro y vampiro vengativo para ser siempre devorado. En medio de una tempestad, entre relámpagos, fue prostituta, caverna y pozo, pitonisa. El aire electrizado se llenó de alaridos y debí satisfacer una y otra vez su voracidad como rata fálica, como mástiles de carne. La tempestad se hacía cada vez más terrible y confusa: bestias cohabitaban con la mujer, hasta su sexo fue cavado por ratas. Sacudido por los rayos, temblaba aquel territorio arcaico. Por fin la luna estalló en pedazos, que incendiaron los inmensos bosques, desencadenando la destrucción total. La tierra se abrió y se hundió entre cangrejales. Seres mutilados corrían entre las ruinas, cabezas sin ojos buscaban a tientas, intestinos se enredaban como lianas inmundas, fetos eran pisoteados en medio de la bazofia. El Universo entero se derrumbó sobre nosotros.
XXXVIII
Nada puedo saber ahora sobre el tiempo que duró aquella jornada. En el momento en que desperté (por decirlo de alguna manera) sentí que abismos infranqueables me separaban para siempre de aquel universo nocturno: abismos de espacio y de tiempo. Enceguecido y sordo, como un hombre emerge de las profundidades del mar, fui surgiendo nuevamente a la realidad de todos los días. Realidad que me pregunto si al fin es la verdadera. Porque cuando mi conciencia diurna fue recobrando su fuerza y mis ojos pudieron ir delineando los contornos del mundo que me rodeaba, advirtiendo así que me encontraba en mi cuarto de Villa Devoto, en mi única y conocida pieza de Villa Devoto, pensé, con pavor, que acaso una nueva y más incomprensible pesadilla comenzaba para mí. Una pesadilla que sé ha de terminar con mi muerte, porque recuerdo el porvenir de sangre y fuego que me fue dado contemplar en aquella furiosa magia. Cosa singular: nadie parece ahora perseguirme. Terminó la pesadilla del departamento de Belgrano. No sé cómo estoy libre, estoy en mi propia habitación, nadie (aparentemente) me vigila. La Secta debe estar a distancias inconmensurables. ¿Cómo llegué nuevamente hasta mi casa? ¿Cómo los ciegos me dejaron salir de aquel cuarto rodeado por un laberinto? No lo sé. Pero sé que todo aquello sucedió, punto por punto. Incluso, ¡y sobre todo!, la tenebrosa jornada final. También sé que mi tiempo es limitado y que mi muerte me espera. Y cosa singular y para mí mismo incomprensible, que esa muerte me espera en cierto modo por mi propia voluntad, porque nadie vendrá a buscarme hasta aquí y seré yo mismo quien vaya, quien deba ir, hasta el lugar donde tendrá que cumplirse el vaticinio. La astucia, el deseo de vivir, la desesperación, me han hecho imaginar mil fugas, mil formas de escapar a la fatalidad. Pero ¿cómo nadie puede escapar a su propia fatalidad? Aquí termino, pues, mi Informe, que guardo en un lugar en que la Secta no pueda hallarlo. Son las doce de la noche. Voy hacia allá. Sé que ella estará esperándome.
(*) Marcelle Ferry (1904-1985) fue un escritor y poeta francés.
ERNESTO SÁBATO
Nació en Rojas, provincia de Buenos Aires ( 1912 ). Fue enviado a realizar sus estudios secundarios en el Colegio Nacional de La Plata. Se doctoró en física en la Universidad de La Plata. Fue becado ese año para perfeccionarse en radiaciones en el Laboratorio Curie, de París, por la Asociación Argentina para el Progreso de la Ciencia. Trabajó en ese centro de investigaciones y luego prosiguió sus estudios sobre rayos cósmicos en el Massachusetts Institute of Technology de los Estados Unidos. Sábato era un físico de gran porvenir, cuando un día decidió romper con la ciencia y entregarse a la literatura. El autor se ha lamentado de no haber tenido una formación clásica sistemática y de los años gastados en el ejercicio de la ciencia. Trabajó como profesor de Física en la Universidad Nacional de La Plata y en el Instituto Superior del Profesorado, y colaboró en la revista Sur, el diario La Nación y otras publicaciones. Actuó entonces como asesor de editoriales, asistente en París y Roma del comité ejecutivo de la Unesco, director de la revista Mundo Argentino y director de relaciones culturales del Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto. En mayo de 1984, Sábato recibió en Madrid, de manos del rey Juan Carlos de España, el Premio Miguel de Cervantes. Ha escrito varios libros de ensayos sobre el hombre en la crisis de nuestro tiempo y sobre el sentido de la actividad literaria. Entró después en el campo de la ficción, Sobre héroes y tumbas( 1961 ), su segunda novela, le granjeó consideración internacional. Luego de la guerra de Malvinas , el final de la dictadura y la elección democrática del gobierno, Ernesto Sábato es nombrado Presidente de la Comisión Nacional de Desaparecidos. Fruto de las tareas de dicha comisión, nace el libro Nunca más, conocido como Informe Sábato. Actualmente vive en Buenos Aires.
Para seguir leyendo: El túnel (1945 ); Uno y el Universo ( 1946); Hombres y engranajes (1950 ); Heterodoxia (1953); El escritor y sus fantasmas (1963); Abadón el exterminador (1974 ); Apologías y rechazos (1979); Páginas de Ernesto Sábato (1983); Antes del fin (1999); La resistencia (2000); España en los diarios de mi vejez (2004).
Ernesto Sábato (Rojas, 24 de junio de 1911-Santos Lugares, 30 de abril de 2011)
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