miércoles, 19 de febrero de 2020

CUENTO, NOUVELLE Y NOVELA: TRES GÉNEROS NARRATIVOS

Ensayo
Por Mario Benedetti
(Paso de los Toros, Uruguay, 14 de septiembre del 1920 - Montevideo, 17 de mayo de 2009)


La mayor parte de los editores, que no tienen por qué ser demasiado escrupulosos en cuanto a distinciones genéricas, han ido estableciendo entre lectores y críticos la costumbre de ordenar las obras narrativas de un modo casi mecánico, teniendo en cuenta para ello sólo la extensión, el número de páginas. Si una revista literaria publica un relato no mayor de veinte páginas de formato común (unas 6,000 palabras), se trata —claro— de un cuento. Para designar una obra narrativa de 50 a 120 páginas, no tenemos en español una denominación propia (como no sea la inexacta novela breve o la errónea y desagradable novelita) pero en la jerga literaria la voz francesa nouvelle o la inglesa short-story, cumplen generalmente ese cometido. Por otra parte, toda ficción en prosa que sobrepase las 150 páginas (unas 45,000 palabras) pertenece de hecho al territorio de la novela.[1]

En esta nota no se intenta negar tales distinciones. Es evidente que una novela no cabe normalmente en diez páginas, que un cuento no puede ni debe extenderse —salvo alguna monstruosa excepción— a las quinientas. Sólo se pretende sugerir que pueden existir otros caracteres, que, independientemente del número de palabras, permitan individualizar cada género, reconocerlo como tal.

Un cuento no debe ser una novela corta (ni siquiera una novela depurada de ripios, como quería Quiroga), ni una novela, un cuento estirado. Hace más de medio siglo escribía Unamuno en un periódico montevideano:

"Son pues, no pocos cuentos, novelas abortadas, con lo que a menudo ganan. Pero otras veces pierden. Y así un cuento que no sea más que un núcleo de novela, como cuento es imperfecto, como es imperfecta la novela que no sea más que estiramiento de un cuento. No es cuestión de cantidad y extensión tan sólo su diferencia: son dos géneros distintos". [2]

Bien, ¿pero en qué consiste esa distinción? Quiroga, que, como Maupassant, hizo malas novelas y cuentos notables, anotaba:

"El cuentista tiene la capacidad de sugerir más de lo que dice. El novelista, para un efecto igual, requiere mucho más espacio. Si no es del todo exacta la definición de síntesis para la obra del cuentista, y de análisis para el del novelista, nada mejor puede hallarse".[3]

E. M. Forster, autor eficaz de cuentos, novelas y shortstories, cita con entusiasmo[4] la exacta y perogrullesca definición de Abel Chevalley[5] acerca de la novela: une fiction en prose d’une certaine étendue, pero agrega que esa extensión no debe ser menor de 50,000 palabras.

En el estado actual de los géneros narrativos, cualquier definición de tipo retórico se halla destinada al fracaso. Un relato como Le sagouin, de François Mauriac, cuyas dimensiones no alcanzan la mitad de la longitud base reclamada por Forster, es sin embargo una novela. Las ochocientas páginas de Ulysses corresponden en cambio, antes que a una novela, a un cuento de monstruosas proporciones. Drieu, por su parte, ha sostenido que: étendue de la nouvelle coincide avec la durée normale d’une Confession.[6] Al margen de otras objeciones (y sin recurrir a la confesión en quince volúmenes de Marcel Proust), es evidente que Voyage au bout de la nuit, de Céline o, The End of the Affair, de Greene, son confesiones, pero de ningún modo nouvelles sino novelas.

En el presente, los géneros se interpenetran, no existen ya fronteras; por otra parte, el desarrollo actual de la nouvelle ha servido para confundir aún más los rasgos diferenciales. Verdaderamente, si queremos sacar algo en limpio de esta maraña, no podremos ocuparnos de casos fronterizos sino de aquellos poco menos que inconfundibles y que, al destacar las diferencias, resultan por eso mismo ejemplares. De todos modos, y cualesquiera sean las distinciones a que arribemos, estamos seguros de que todo lector regularmente enterado y memorioso podrá fácilmente trastornarlas con el más peregrino, con el más inesperado de los ejemplos.

I. EL CUENTO

Recurramos, pues, a tres modelos: “Idilio”, de Maupassant; “La tristeza”, de Chéjov; “Antonia”, el más breve de los contes cruels de Villiers de l’Isle Adam.

El primero es una anécdota: un joven y una campesina viajan frente a frente en un tren que va de Ginebra a Marsella. Él va en busca de trabajo; ella, que es casada y tiene tres hijos, va a colocarse de nodriza. El calor es terrible y la mujer experimenta una creciente opresión. Al fin se desabrocha el corpiño y confiesa al muchacho que no ha dado de mamar desde la víspera y está aturdida como si fuera a desmayarse. “Es una desgracia tener tanta leche”, dice. El joven, un poco turbado, se ofrece a aliviarla, y ella, con toda naturalidad, le ofrece la punta oscura de un seno, luego la del otro. Después le dice: “Me ha hecho un enorme servicio. Le agradezco mucho, señor”. Y él responde: “Yo le agradezco a usted, señora. ¡Hacía dos días que no comía nada!”

Este diálogo final establece claramente cuáles son los límites del cuento. El tiempo de la anécdota es el presente. No hay raíces en el pasado ni habrá consecuencia para lo futuro. Maupassant ha elegido un tema de aparentes sobreentendidos y, además, un título ambiguo, casi falso. El lector, que no puede creer en la inocencia de la pareja, se halla hasta el final a la espera de que el desenlace justifique la tácita sensualidad del tema. Pero no pasa nada. Es decir, pasa sólo eso: que él alivia los senos de la campesina. El ansia con que el muchacho rodeaba la cintura de la mujer y la apretaba para acercarla a él, se debía simplemente al hambre atrasada.

En “La tristeza”, uno de los más eficaces cuentos de Chéjov, el cochero Yona, que ha perdido a su hijo, intenta desahogarse con sus clientes, pero nadie lo atiende. Entonces resuelve relatar su pena a su caballo: “Yona, escuchado al fin por un ser viviente, desahoga su corazón contándoselo todo”.

Ya no se trata de una anécdota, sino de un estado de ánimo. Los diversos encuentros están destinados a acentuar la impresión de tristeza. Los seres humanos no escuchan a Yona, lo dejan solo. Lo escucha, en cambio, su caballo (que “sigue comiendo heno” y “exhala un aliento húmedo y cálido”). Pero es todavía más triste que sea ésta la única salida.

En el cuento increíblemente corto de Villiers (ocupa menos de dos páginas) nos enteramos de que Antonia lleva un medallón. Ella abre el cierre de la alhaja. “Una sombría flor de amor, un pensamiento”, dice Villiers en su pomposo estilo finisecular, “dormía allí artísticamente trenzado con cabellos negros”. Los amigos conjeturan acerca del posible amante, del dueño de esos cabellos, pero Antonia revela: “Después de haber consultado mis recuerdos, he escogido uno de mis bucles, y lo llevo... por fidelidad”.

No es, pues, ni una anécdota ni un estado de ánimo. Es, claramente, un retrato. En la confesión de Antonia, Villiers transmite simultáneamente la ironía, el egoísmo y la firmeza de su personaje. Prácticamente lo sabemos todo.

En cualquiera de los tres ejemplos, el cuento es siempre una especie de corte transversal efectuado en la realidad. Ese corte puede mostrar un hecho (una peripecia física), un estado espiritual (una peripecia anímica) o algo aparentemente estático: un rostro, una figura, un paisaje. Pese a la relativa vigencia de este último aspecto, la palabra clave para identificar el género, parecería ser la peripecia. El cuento no se limita a la descripción estática de un personaje; por el contrario, es siempre un retrato activo, o, cuando menos, potencial. La anécdota es el resorte imprescindible del cuento.[7] Aun en el caso del retrato a lo Villiers, la serie de aventuras que el lector desconoce pero que los interlocutores de Antonia no tienen por qué generar, esa peripecia o serie de peripecias es la que valida el episodio del medallón y la respuesta de su dueña. Sin el pasado que ellos saben, la respuesta no sería nada.

El escritor puede referirse a un individuo, sentado en una mesa de café, que mira silenciosamente la calle. Puede describirlo en el más adecuado de los estilos, pero eso solo no constituye un cuento. Es un retrato estático. Bastará sin embargo con que el narrador agregue un pequeño toque, por ejemplo: el hombre está a la espera, para que la descripción se cargue de posibilidades, de anuncios, de futuro. Desde el punto de vista de la técnica del cuento, de su justificativo como tal, no importa demasiado que esté a la espera de una mujer o de su asesino, de un amigo de la infancia o de algún acreedor. Importa sobre todo su actitud, porque en ella hay, para el lector, una peripecia elíptica, una garantía de que, aunque en el relato no pase nada, algo irá a ocurrir cuando esa espera, culmine, más allá del propio final del cuento.

II. LA NOUVELLE

También la nouvelle es una tranche de vie, pero rodeada convenientemente de pormenores, de antecedentes, de consecuencias. Así como la palabra que define el cuento es la peripecia, la que parecería definir la nouvelle es el proceso. Al hecho, al estado de ánimo, al simple retrato, que en el cuento aparecen a modo de instantánea, se les agrega aquí su evolución (parcial, naturalmente, ya que la evolución total sólo cabe en una estructura de novela). Es decir, que cuando la ficción corta efectivamente la realidad, ya estamos enterados (o nos vamos a enterar a renglón seguido) del ambiente, del carácter, de las condiciones especiales en que ese corte se produce. El cuento actúa sobre el lector en función de la sorpresa; la nouvelle recurre a la explicación. Naturalmente, la perspectiva es otra.

Pero elijamos aquí también tres casos ejemplares: Die Verwandlung, de Kafka; La Confession de Minuit, de Duhamel; L’enfance d’un chef, de Sartre. Die Verwandlung[8] relata las consecuencias de un hecho tremendo. “Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto”. Desde ese momento hasta el de su muerte y aún más allá, se examinan con una minunuciosidad casi naturalista (a menudo el ansioso, casi inevitable atractivo de Kafka, se acentúa poderosamente merced al absurdo lenguaje realista, cotidiano, con que se vierten hechos increíbles, merced a la relativa conformidad con que el mundo y los personajes kafkianos aceptan lo descomunal) sus condiciones de suerte y de trabajo, su vida doméstica y de funcionario, pero también, y principalmente, el proceso que un hecho inesperado y absurdo provoca en los alrededores del protagonista (incluida la pubertad de la hermana de Gregorio). Ese proceso, y los símbolos que resume, convierten a este relato burgués, casi balzaciano, en un agobiante testimonio de la absurdidad universal.

La Confession de Minuit es el proceso de un estado de ánimo. En la última página, dice Salavin: “Desde hace tres días ando errante por París, sin objeto, sin refugio. Estoy tranquilo, pero soy muy desgraciado. No busco la muerte. Todavía no me he decidido a morir”. Todo el relato es un intento de explicar cómo puede llegarse, cómo se llega, a esa conmovedora inercia, a ese punto muerto que —aunque de ambas participe— no es la indiferencia, ni siquiera la angustia.

L’enfance d’un chef es algo más que un promedio, que una perfecta equidistancia entre existencialismo y psicoanálisis. Es, antes que nada, la formación, el proceso de un retrato. Desde la autoimpresión de Luciano Fleurier con que comienza el relato: “Estoy adorable con mi vestidito de ángel” hasta la decisión con que termina: “Me dejaré crecer el bigote”, cada etapa va completando un rasgo que será esencial. Al término del relato, Luciano es un jefe, por lo menos ya está disponible como tal, y en esa disponibilidad van a tener su parte inevitable, el vestidito de ángel, Caperucita Roja, la madre sentada en el bidet, el hashish, las caricias de Bergére, el tímido amor de Berta, la valentía patotera de los camelots, el odio a los judíos, la posesión de Maud. La nouvelle de Sartre es la gestación de un rostro, de una actitud. Sólo en la última línea el retrato estará completo, Luciano Fleurier será un jefe, podrá en adelante moverse por su cuenta.

La nouvelle es el género de la transformación. A tal punto que no importa demasiado dónde se sitúe el resorte aparente de su trama (a diferencia del cuento y la novela, donde ella es casi siempre un dato esencial). En Die Verwandlung, el hecho, o sea el resorte, se halla al comienzo. En Marjorie Daw, una notable short-story de Thomas Bailey Aldrich, el resorte, que es allí la mentira, se halla recién al final. En Bartleby, de Melville, no existe resorte ni peripecia fundamental; el extraño copista ni siquiera se transforma a lo largo del relato. Pero la transformación (de la sorpresa a la rebeldía, de la rebeldía a la resignación) tiene lugar en el ánimo de quien narra la historia en primera persona; éste es quien se transforma, en tanto que Bartleby permanece incambiado, firme en su absurdidad.

De todos modos, y pese a sus claras diferencias, el cuento y la nouvelle tienen en común su empleo del efecto. La novela también usa y abusa de los efectos, pero tanto la nouvelle como el cuento son efectos en sí mismos. El cuento actúa sobre sus lectores por estupor; la nouvelle, mediante una conveniente preparación. El efecto del cuento es la sorpresa, el asombro, la revelación; el de la nouvelle es una excitación progresiva de la curiosidad o de la sensibilidad del lector, quien, desde su sitial de preferencia, llega a convertirse en el testigo más interesado.

III. LA NOVELA

Por lo demás, tanto el cuento como la nouvelle no pasan de ser versiones deliberadamente limitadas del conflicto humano. Para obtener el todo, la historia completa, debemos recurrir a la novela. En este género (el más representativo, no sólo de la literatura moderna, sino también de la época que la nutre) cada hecho, cada transformación, no aparece aislada del resto, como un solista a quien destacan los reflectores. En la novela la versión es total, se discriminan los hechos, se les ubica inescrupulosamente en la historia y escrupulosamente en la fantasía, se analizan los pensamientos desde fuera y desde dentro, desde el testimonio de quien asiste a su eclosión y desde la mente que los genera; cada peripecia, cada proceso, cada historia, tiene raíces en el pasado, proyecciones en lo venidero, es un mero resorte que, al igual que en la vida, se conecta aquí y allá con otras peripecias, otros procesos, otras historias. Desde sus orígenes hasta el presente, la novela quiere parecerse a la vida, quiere ser vida por sus cuatro costados.[9] De ahí las exageraciones que desembocan en Orlando, en Ulysses, en Á la recherche du temps perdu. La posibilidad de una juventud perenne para Virginia Woolf, el caos mental para Joyce, la memoria voluntaria para Proust, representaban en cada uno de ellos el modo de extender su orbe, la clave para intentar la versión exhaustiva de este mundo del hombre, caótico y sin razón. Orlando, sumergido en el tiempo; Bloom, acosado de pensamientos; Marcelo, circundado de recuerdos, tienden a demostrar que el protagonista de la novela siempre se halla rodeado (aunque sólo sea de su propia soledad), siempre existe en un mundo (aunque ese mundo menosprecie su existencia).

A medida que la vida se vuelve mecánica, apretada, veloz, la novela incorpora procedimientos (del periodismo, del teatro, del cine, del psicoanálisis) que le permiten sostener su impresión de artificio, de simultaneidad, de nervioso vaivén.

Las líneas que hemos trazado a través del cuento y la nouvelle pueden ser prolongadas hasta tres novelas verdaderamene ejemplares: Absalom, Absalom!, de Faulkner; The Heart of the Matter, de Green; Mrs. Dalloway, de Virginia Woolf.

En Absalom, Absalom!, Faulkner perfora el tiempo a partir de una peripecia que se nos da desde el comienzo. Como ya he señalado con anterioridad,[10] toda la novela consiste en una inmersión en el pasado —en los distintos pasados de cada personaje— gracias a la cual la anécdota se ilumina, adquiere sentido, recorre su propia fatalidad. Al promediar la narración, al lector le parece increíble que el novelista pueda extraer doscientas páginas más del mismo acontecimiento crucial, pero Faulkner lo sigue recorriendo incansablemente, observándolo y haciéndolo observar desde imprevistos ángulos, repitiéndolo una y otra vez con otros agregados, con nuevos antecedentes aclaratorios. Esta búsqueda agotadora del verdadero nudo de la acción, de las capas psicológicas de un destino, termina por fascinar al lector, por exigirle el máximo esfuerzo a fin de superar la barrera de imposibilidades que estorban aun su conocimiento cabal de la peripecia.

Pero si en la novela de Faulkner, los estados de ánimo de los personajes se hallan rigurosamente subordinados a los hechos, más aún, a una sola peripecia capital, en The Heart of the Matter, en cambio, cada peripecia se halla subordinada al estado de ánimo del protagonista. La carta del capitán, la muerte de Alí, el episodio de Helen, el suicidio de Scobie, son tan sólo etapas hacia su estado final de blasfemia, de piedad y de culpa, elementos no demasiado afines que componen su inevitable conciencia de cristiano.

En Mrs. Dalloway se cuenta una sola jornada de la protagonista. Verdaderamente, en esa jornada sucede poca cosa. Clarisa Dalloway sólo prepara un baile; pero la autora ha construido magistralmente su narración. Este retrato no requiere un proceso (como en L’enfance d’un chef) sino un mundo. Cada pormenor trivial, cada recuerdo, cada nuevo encuentro, brinda ese ámbito que, en definitiva, pertenece el retrato de Clarisa y lo valida literalmente.

No es preciso exhumar ejemplos disparatados para reconocer que la peripecia y sus transformaciones sólo tienen cabida en la novela como integrantes de una historia mayor, como subordinados al mundo que el novelista pretende abarcar y en el que trata de incluir las vidas de sus criaturas. Ya se refiera a la trayectoria de una existencia en particular (Jean-Christophe) o de toda la familia (Buddenbrooks), de unas pocas horas (To the Lighthouse) o de varios siglos (Tous les hommes sont mortels), de un solo episodio histórico (Trafalgar) o de la aventura del universo todo (L’Île des Pingouins) el tema siempre se inscribe en un mundo y es ese contorno el que enriquece la ficción, la convierte en creíble.

IV. LA ACTITUD DEL CREADOR

Es interesante examinar el problema también desde el punto de vista del creador. No parece totalmente eficaz definir al cuentista única y exclusivamente como un narrador de poco aliento; ni, por otra parte, al novelista, como uno que escribe largo y tendido. Tal vez sea posible establecer otras distinciones: las que tienen que ver con su actitud.

Es indudable que el cuentista maneja un género que se caracteriza por sus elementos estrechos apretados. Cada palabra tiene su color, vale por sí misma, y el lector tiene derecho a someterla a un análisis exigente, microscópico. El cuento se sostiene paticularmente en el detalle; de ahí que el narrador lleve al máximo su rigor estilístico y procure mantener de principio a fin una tensión indeclinable. En su traslado a la vida real, el cuento tiene aproximadamente el valor de un instante, y como en éste, cada partícula de espacio y de tiempo asume proporciones monstruosas, desusadas. (Borges sostiene que en el cuento “cada pormenor existe en función del argumento general; esa rigurosa evolución puede ser necesaria y admirable en un texto breve, pero resulta fatigosa en una novela, género que para no parecer demasiado artificial o mecánico requiere una discreta adición de rasgos independientes”.)[11]

El autor de nouvelles depende aún grandemente de la palabra, del detalle formal, pero la actitud que asume ante su materia narrable es fundamentalmente otra. El autor de nouvelles narra un proceso, una transformación completa en sí misma, aunque no siempre inserta en su mundo como haría un novelista.

Éste es, entre los narradores, quien dispone de mayor espacio para enfocar su tema. El novelista tiene grandes ambiciones; quiere, por lo común, transmitir su concepto del mundo, su metafísica particular, su esperanza en los hombres, su desconfianza ante Dios; quiere abarcar la realidad y la fantasía, dar una versión integral del problema humano, enfocándolo desde todos los ángulos y sin menospreciar ninguna objeción, ningún argumento.

Para el novelista no pierden importancia ni la palabra (Joyce representa el colmo del vocabulismo) ni el estilo (ya Flaubert había trabajado sus frases hasta grados inverosímiles), pero el máximo rigor debe consagrarlo a la estructura, a la construcción de su relato.[12] Por hábilmente armado que resulte un cuento, siempre debe dar —aunque ello suponga un nuevo artificio— una impresión de espontaneidad. (“Luché porque el cuento —escribe Quiroga— tuviera una sola línea, trazada por una mano sin temblor desde el principio al fin. Ningún obstáculo, adorno o digresión, debía acudir a aflojar la tensión de su hilo”.)[13]

La novela, aunque pueda derivar excepcionalmente de una improvisación, de un chispazo genial, por lo común representa un orden, permite al lector que una última instancia rescate su plan. Aun las novelas aparentemente menos congruentes suelen responder a la estructura más rigurosa. (Recordemos —además del fatigado Ulysses— Das Schloss,[14] USA, Le sursis.)[15] Desde el momento que el escritor decide novelar el caos, debe incurrir en la paradoja de planificarlo, a fin de saber —aunque sólo sea para sí mismo— cómo emprender su tarea.

La vivacidad, el coraje del cuentista, se relacionan especialmente con su actitud. El cuentista no tiene por qué adherir a una metafísica, ni está forzado a englobar su relato en un ámbito especial. Por el contrario, suele dejar deliberadamente en la sombra aquellos elementos que rodean su tema. Su propósito no va más allá de destacar una situación pero en ese propósito pone toda la eficacia, toda la habilidad de que dispone. El novelista, en cambio, posee amplias libertades, pero asume también la responsabilidad enorme de crear un mundo adecuado a sus criaturas. Necesariamente, no puede detenerse demasiado en el detalle, pero el lector tampoco se detendrá. El poder concentrado de un cuento puede depender de un solo adjetivo, pero en la novela cada palabra es una aguja en un pajar. Aunque el estilo reclama un gran esmero del novelista hay algo más importante y es la gran aventura que se cuenta, la intriga que pretende semejar a la vida.[16]

Es cierto que en la actitud del novelista interviene además la presión que ejerce sobre el lector (o sea lo que Caillois denomina la voluntad de influir).[17] El novelista siempre arrastra al lector (de no conseguirlo, su indispensable don de contar habrá fracasado) en la dirección que se propone, sea para convencerlo de algo, sea para arrancarle toda convicción. Otros, los que no abandonan jamás el plano estético, también intentan influir, un poco a su pesar, pero en otro sentido menos directo.

Finalmente, habría que examinar el ritmo particular que el escritor impone a su creación. Por lo general, el ritmo del cuentista es tajante, incisivo, el relato se mueve a presión. El autor de nouvelles, en cambio, tiende a lograr una tensión paulatina. El novelista, por último, obedece a un ritmo necesariamente más lento; aquí y allá aparecen temas complementarios, figuras anexas, rellenos descriptivos, sumarios de ideas, pero todo ingresa en el cauce principal, se incorpora a su ritmo.[18] Los mismos personajes suelen evolucionar en rítmica progresión hacia su incómoda conciencia.

De todos modos, conviene recordar que es el escritor quien impone su ritmo al relato, quien fija su propia actitud. Las dimensiones formales de su obra sólo representan un corolario de esa elección, una mera consecuencia de la posición que adopta ante la materia narrable.

Notas del autor

[1]. Existen, además, zonas intermedias. Los relatos de 20 a 50 páginas son a veces cuentos y a veces nouvelles; los de 120 a 150 pueden ser nouvelles o novelas, según el gusto o la comodidad de editores, autores y críticos.

[2]. “Cuentos y novelas” (El Siglo, Montevideo, 9 de febrero de 1900), incluido en De esto y aquello, Buenos Aires, Ed. Sudaméricana, 1951, tomo II, pp. 107-109.

[3]. “La crisis del cuento nacional”, incluido en Cuentos, tomo XIII, p. 37.

[4]. En Aspects of the Novel, Londres, 1927, F. Arnold & Co.

[5]. Abel Chevalley, Le roman anglais de notre temps, Londres, Milford, 1921.

[6]. Cit. por René Lalou, Le roman français depuis 1900, Presses Universitaires, París, 1947, p. 112.

[7]. Para Quiroga, el cuento literario “consta de los mismos elementos sucintos que el cuento oral, y es como éste el relato de una historia bastante interesante y suficientemente breve para que absorba toda nuestra atención. Pero no es indispensable (...) que el tema a contar constituya una historia con principio, medio y fin. Una escena trunca, un incidente, una simple situación sentimental, moral o espiritual, poseen elementos de sobra para realizar con ellos un cuento”. (Cuentos, tomo XIII, p. 111.)

[8]. La metamorfosis.

[9]. Anota Mariano Baquero Goyanes: “La novela parece, pues, el género literario más ligado a la vida, por cuanto trata de reflejarla con mayor exactitud que los restantes, y por cuanto aspira a influir sobre ella con suficiente intensidad”. (Problemas de la novela contemporánea, Madrid, 1951.) François Mauriac, por su parte, opina aproximadamente lo contrario: “La lógica humana que rige el destino de los héroes de novela apenas tiene nada que ver con las leyes oscuras de la vida verdadera”. (Le romancier et ses personnages.)

[10]. En Número 10-11, 1950, p. 564.

[11]. Para apreciar en su justo valor esta observación de Borges, basta con imaginar el sacrificio que representaría la lectura de una novela de quinientas páginas, que mantuviera de principio a fin el rigor verbal, la compleja estructura y los sobreentendidos metafísicos de, pongamos por caso, “Las ruinas circulares” o “El jardín de senderos que se bifurcan”.

[12]. Pío Baroja, por ejemplo, sostiene que una novela es posible sin argumento, sin arquitectura y sin composición, pero no echa por la borda ninguno de estos tres elementos cuando se trata de sus propias novelas.

[13]. Cuentos, tomo XIII, p. 55.

[14]. El castillo, de Kafka.

[15]. El aplazamiento, de Jean Paul Sartre.

[16]. Puede resultar útil la confrontación de un mismo tema tratado en los tres géneros. Por ejemplo, el mundo adulto visto por un niño, que sirve de asunto a “Espía”, de Graham Greene, “Sería espléndido”, de Faulkner, y Huracán en Jamaica, de Richard Hughes, primera acepción: seria así la descripción de una conciencia que tiene conciencia de sí misma, aunque no la tenga cabalmente de su Marcel Proust, 1903-1922, París, Amint-Dumônt, 1948, p. 120.

[17]. En Sociología de la novela, Sur, Buenos Aires, 1942, p. 53.

[18]. Algunos narradores han efectuado relatos en serie (v. gr.: Los desterrados, de Quiroga; Memoirs of my Dead Life, de Moore; las Sonatas, de Valle Inclán) sobre un tema común y encarados con la misma actitud.



Sobre artes y oficios: ensayo. Montevideo: Editorial Alfa, 1968, pág. 14 y siguientes



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