lunes, 10 de febrero de 2020

LA CANCIÓN DE JOHN - ANNA

Por César Sánchez Beras

Decía llamarse John-Anna y puedo jurar que más de una vez vi la sombra de Dios bailar en su sonrisa y la inquina del diablo salirle por los ojos. "Primero muerto que sencillo" decía a veces y en otras "primero muerta que desarreglada" sentenciaba.

Era la burla de quienes lo vieron crecer entre un harén de barbies reparadas y vuelta a romper, en la impronta de la pobreza que lo consumía en el vecindario Bradford. Era el hazme reír la de quienes le matizaban la pasa africana que trajo de herencia y que el Clayrol no pudo colorear felizmente y el alisado de miel y leche traído de República Dominicana, tampoco pudo darle el carácter lacio que el buscaba para que fuera perfecta su imitación de Lucero y de Paulina Rubio.

Terminó conformándose con un cabello de textura mixta y de color casi berrendo, que, si bien no lo asociaba con las divas mexicanas, le permitía salir a flote, cuando imitaba a Guadalupe Reymond y su grito de guerra, su alarido de hembra-hombre en celo, para decir que era la Lupe y Javier Solís en un mismo quejido desgarrado.

Dejó de ser mi alumno de literatura, pero seguimos siendo amigos/amigas, porque además de respetar su condición de hermafrodita, en el fondo, nos unía la misma soledad y el espanto de no sabernos amado por lo que somos, sino por una suerte de performance que tenemos que realizar para subirnos a la carroza de la fiesta de los otros.

A veces nos cruzábamos en la Broadway y ella/él, saludaba con resquemor, como queriendo respetar mi condición de heterosexual, como evitando involucrarme ante los ojos del mundo en el exilio y desarraigo en que él/ella transitaba.

"No es ser mujer, sino saber serlo", aseguraba cuando alguna niña rica le quería quitar el puesto de reina por un día... Tú no sabes lo que te pierde por presumir de macho" argumentaba cuando enfrentaba la homofobía dominicana y boricua que lo acorralaba en su doble sexualidad...

Siempre la vida nos reunió de alguna forma desde que salió de mi salón de clase. A veces yo desandaba la noche buscando un café con el que mitigar mi abulia y él/ella venía "por la encendida calle antillana" rasgándose la vestidura, atravesando la noche con su vestido de brillo, su peluca rubia, sus tacones altos y una autoestima invencible.

Otras veces era yo el que atravesaba la noche buscando un amor de ocasión, una ternura insospechada, una caricia fortuita, que me devolviera la fe en mí mismo. Ella/él, venia roto/rota, con la cruz doble de no ser amada ni amado, con el delirio quebrado de no ser ni odiado ni aborrecida, sino un doble maniquí en donde nadie colgaba la loca vestidura de la comprensión.

Entonces nos mirábamos de nuevo sin reconocernos, como dos despojos que coinciden en la misma tumba, pero que vienen de distintas muertes. Su saludo displicente con la mano casi extendida y sin ninguna expresión de alegría, era contestado por mi saludo tímido, envuelto en mi tristeza y en la tristeza ajena de saberlo sin hogar, en una ubicuidad espantosa.

La penúltima vez que lo vi, coincidimos en un bar donde la gente canta leyendo las letras de las canciones en una pantalla, mientras un aparato amplifica la melodía de la canción elegida. Yo garabateé en una servilleta unas estrofas que me dictaban su pena de verlo reír para un mundo, mientras lloraba arrodillado en su interior de niño/niña triste. Le di la servilleta como quien descarga un barco viejo después de muchas leguas de viaje.

La última vez que lo vi, por coincidencia en el mismo bar, parecía más resuelto, resuelta, vestía elegante y su orgullo rivalizaba con la sonrisa de triunfo, con sus tacones altos, con su vestido largo y con sus uñas exquisitamente arregladas. Pidió una canción para hacerla al estilo karaoke, pero solo dejó que la melodía corriera, mientras entre tristeza y valentía, entonaba a capella, las estrofas que yo le escribiera y que ella/él hizo canción. Estas fueron las estrofas que le hiciera, pero nadie la cantará como ella, estoy seguro, nadie la cantará como él...

…Yo conozco una niña que le miente a su sombra
que no mira su rostro cuando mira al espejo,
que se llena de dudas cuando el deseo la nombra
con el nuevo pecado del pecado más viejo.

Yo conozco una niña que ha fingido ser rubia
que se finge mulata, que se finge morena,
que vende a sobreprecios sus palabras de lluvia
porque a ella la vida le fingió que era buena.

También sé de un muchacho de carácter muy rudo
con chaleco de cueros y zapatos gastados,
y toca a la guitarra cual si fuera un escudo
las canciones de Silvio de los años dorados.

Y comparten el cuerpo que le prestó la vida
como dos pasajeros en el vagón de un tren,
y se juntan a veces al igual que una herida
y hay heridas que nunca cicatrizan muy bien.

Yo conozco un fantasma que se viste de estrella
que idolatra un revólver que es su amigo más fiel,
porque muchos lo tocan preguntando por ella
porque muchos lo tocan preguntado por él…



César Sánchez Beras es un escritor oriundo de San Pedro de Macorís; al presente reside en Lawrence, Massachusetts, Estados Unidos. César es ante todo poeta y decimero, como él mismo afirma, pero también escribe obras infantiles y de teatro y, por supuesto, cuentos. Su obra, El Sapito Azul, ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil (2004). Ese mismo año, su obra Días de Carne ganó el Premio Nacional de Poesía Salomé Ureña de Henríquez, en la República Dominicana. César es poeta laureado de Cambridge College, de Cambridge, Massachusetts.

Biografía de César Sánchez Beras

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