viernes, 7 de febrero de 2020

MOJIGANGA DE NADIE

Minificción por Isaías Ferreira

"Mi primer día en la guardería para adultos mayores, en la que mi familia me quería descargar como si fuera un párvulo, dizque porque "asociarme con gente de mi edad sería bueno para mi salud mental", fue también mi último. Yo, que nunca, desde niño, he podido jugar bien con otros, solo accedí a ir para que vieran que soy un hombre razonable y no un dictador, tozudo y difícil, como dicen ellos —insinuando que soy el culpable de que los ayudantes ineptos que me envían no puedan hacer el trabajo y decidan irse antes del mes—, no es verdad que me iba a acostumbrar a estar con una de viejos desdentados, en estado zómbico casi todos, que lo que iban a hacer era contribuir a enfermarme y volverme dundo como ellos y contagiarme lo disparatoso que son.

Odio que me traten con rudeza, como si fuera yo un pedazo de carne con ojos, pero más odio la condescendencia hipócrita hacia el viejito pendejo y ruin con que la sociedad trata a los que han alcanzado lo que ellos llaman la tercera edad, término estúpido como todo lo que pretende definir como monolítico a un grupo heterogéneo, de individuos tan diferentes entre sí como los dedos de las manos.

Cierto, a lo mejor no somos tan flexibles y hemos perdido fuerza y facilidad de movimiento físico, pero no somos vegetales, incapaces de pensar por nosotros mismos. Debajo de esa piel ajada, hay una personalidad propia. Me niego a contribuir a ser desechado como una bolsa vieja, a sufrir pasivamente que traten de manipularme, maniatarme y dominarme. Por eso decidí poner en marcha el plan que había preparado antes de ingresar a esa antesala del conformismo, el arrinconamiento y la regimentación asfixiante, de donde se desciende en picada hacia la inutilidad total y en última instancia a la deshumanización.

Como a las once de la mañana, casi tres horas después de estar allí y comprobar todo lo que me había imaginado, entré al baño, prendí fuego a una pila de servilletas y papel sanitario que había amontonado, y no tardó el detector de humo en dispararse y la alarma de fuego en comenzar a sonar; yo mismo contribuí a que cundiera el pánico cuando salí gritando como un loco “¡fuego!, ¡fuego!, ¡me quemo!”, por lo que se armó un brete-brete de todos los demonios. Había que ver cómo se movían esos vejestorios, generalmente anestesiados con la cantidad de pastillas que les recetan los médicos, que más que mejorarlos los envenenan sin prisa pero seguro. Hasta los inválidos corrieron. Creo que una vieja se rompió un tobillo y un viejo se lesionó la cadera. Quedaron los andadores, sillas de ruedas, los bastones y pelucas abandonados por todos lados. Aquello parecía un campo por donde había pasado un ciclón. No sé, ni me importa saberlo, a cuánto ascendió la pérdida económica, pero con el tiempo le hice una donación cuantiosa a la institución, pues todo cuesta y hay que pagar su cuota de lo que uno es responsable, para que no lo acusen a uno de tacaño, y menos de parásito.

Entre bomberos, policías y ambulancias, cuando todo se calmó, de buena gana y voluntariamente, confesé mi “crimen”. Amenazaron con someterme a la justicia, pero mi abogado, siguiendo mis instrucciones, le dijo a la plana directiva que si me sometían iba a revelar un secreto de muy mal gusto que involucraba al director, la subdirectora y la secretaria, lo que de seguro les alertó a no mover la mierda, y decidieron mejor expulsarme de ese maldito lugar, con la recomendación por escrito de, "por ser un riesgo para la seguridad de los demás", nunca poder ingresar a ninguna de las guarderías y asilos, privados o públicos, de todo el país durante el resto de mi vida, que era lo que yo perseguía.

La declaración oficial fue que no iban a acusarme formalmente ante la justicia debido a mi tendencia a la depresión y mi avanzada edad. Según ellos, cualquier sentencia carcelaria o no, por leve que fuera, para un octogenario presuntuoso como yo —aunque no usaron esa palabra, sé que fue lo que insinuaron—, sería una condena a muerte; lo cual trajo una sonrisa a mis labios. En cuanto a mi familia, están todos como el diablo conmigo, no me hablan, ¡y yo feliz!, pero no hay nada que puedan hacerme, esa manada de infelices, inútiles y malnacidos; mucho menos ahora que saben que he consultado con mi abogado para revisar mi testamento, del que temen quedar fuera", terminó diciendo Genarito con una risa sarcástica estruendosa, casi cruel, lo que selló con un guiño, como señal de triunfo y satisfacción.

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