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Cuenta la leyenda urbana, que no la leyenda negra, que Ulises es uno de los libros que más gente con ánimo de parecer culta dice haber leído, sin haberlo hecho. Y dice esa misma leyenda que, de aquellos que lo intentaron, apenas unos pocos pasaron de la página 55, para terminar, explicando que a unos y a otros se les reconoce porque alaban las virtudes de la obra como si la hubieran comprendido perfectamente, cuando una de sus virtudes es su complejidad. También dicen que tiene una parte sin signos de puntuación, pero eso es algo completamente cierto, ya que Joyce expresó así de forma escrita lo que sucede en la mente de Molly cuando se ve arrollada por sus pensamientos. Del resto de la leyenda y de su veracidad no puedo opinar.
El caso es que este año se cumple un siglo de la inmortal obra de Joyce, que narra un día en la vida de Leopold Bloom y su mujer Molly, así como del joven Dedalus, residentes en Dublín. Y comienza, como no podía ser de otro modo, con el desayuno un 16 de junio de 1904. O para ser más exactos, con un cuenco listo con los útiles de afeitar. A partir de este momento tenemos, ahora sí, el famoso desayuno con riñones (nunca un protagonista tuvo una primera frase tan gráfica, desapacible y brutal como la de Leopold Bloom), seguimos al protagonista hasta la farmacia, a un entierro y a su trabajo como comercial. Llega la hora del almuerzo y aparece Dedalus, hay un paseo, un burdel… nada relevante. Como decía, un día más.
Ulises es una novela épica en la que la gesta es pasar un día como otro cualquiera, o tal vez la gesta sea la propia lectura, sobre todo si se realiza por primera vez. No significa esto que sea necesario releerlo para comprenderlo, pero es cierto que haber visto la relación entre sus personajes ayuda a que nos situemos y produce una sensación de seguridad. Ya sabemos que Dedalus y Bloom se van a encontrar, ya tenemos mimbres sobre los que armar la lectura. Y es, a pesar de su intrincada apariencia, una visión más simple de momentos cercanos que muchas veces los eruditos se han empeñado en explicar de forma compleja. Y es que Ulises no se puede leer como si fuera una novela. Un lector no puede abrir el libro con la intención de enfrentarse a él. Ni a este ni a ningún otro. Pero este en particular es un libro para leer despacio, una lectura para paladear y dejarse invadir por los sonidos y por las palabras. Para olvidar todo aquello que nos contaron y, parafraseando al autor, descubrir que “no se trata de eso, sino de lo que hay detrás”. Para sorprenderse porque las escaleras se suben a medida que vamos viendo aparecer o desaparecer a una persona y las sirenas solo ocultan sus piernas; para ver que hay mucho de provocación y que ese elevado lenguaje habla también de pedos, como si el propio autor supiera lo que iba a pasar con su obra en determinados círculos en los que hoy se jactan de no leerlo dándole el mismo valor sin saberlo que aquellos que presumen de haberlo leído.
Ulises además dibuja Dublín, pero lo hace desde una ciudad que trasciende los nombres de las calles a los de las personas, los ambientes y las conversaciones. Ese es el verdadero retrato de una ciudad que ha inmortalizado y que ahora ella le rinde tributo anualmente a la obra y su autor la misma mañana en la que Leopold Bloom se levantó. Joyce juega con el lenguaje, coloca las palabras para generar tanto caos como belleza, y los lectores más leídos hallan en su obra ecos de grandes clásicos, mientras que quienes se acerquen antes de haber pasado por ellos, será Bloom quien los deslumbre sin necesidad de acudir a nada. Y en los momentos en los que uno se sienta perdido, recuerde que todo sigue y que uno lee para disfrutar, y este título, como cualquier otro, se abre y se lee sin ánimo de estudio o de obtener una cátedra por haberlo terminado. Se trata, simplemente, de disfrutar del camino.
Tomado de Zenda
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