jueves, 21 de marzo de 2024

EL CUMPLEAÑOS DEL PATRIARCA

Por Luis Antonio Álvarez Ogando

«Saber lo que debes hacer elimina el miedo» (Rosa Park)

El desalmado y poderoso cacique don Milo, con crueldad inhumana causa la muerte lenta del recién nacido de la negra Ceferina, lo que provoca en esta y en Nicolás, su marido, un sufrimiento impotente indescriptible; sufrimiento que, llegada la oportunidad, ella devuelve multiplicado al siniestro y odioso personaje. 

(En la foto, el autor Luis Álvarez, y el administrador de este blog, Isaías Ferreira Medina)

Los preparativos del cumpleaños habían comenzado dos semanas antes. Don Milo estaba embargado por la emoción. A sus cincuenta años, se sentía completamente realizado. Era dueño de las mejores haciendas y los más prósperos negocios de la región. Todos se inclinaban ante su poder. Quienes no lo respetaban, le temían. El Generalísimo era su amigo y se lo había demostrado regalándole varios caballos de pura raza y bautizándole todos sus hijos, sin importarle que sólo dos de ellos fueran legítimos. Los demás habían sido procreados de forma no muy legal. Al principio, ellas no querían, pero nadie podía decirle que no a don Milo, el gran semental, el compadre preferido del Generalísimo. El contratista exclusivo de todas las obras públicas, que como sublime expresión de su excelsa magnanimidad ordenara el Generalísimo en la región.

Don Milo se sentía orgulloso hasta de su nombre. Don Marco Antonio Romilio Arsenio del Perpetuo Socorro y del Apóstol Santiago Vallelargo Bracamonte Villaverde del Carril, nombre este que reflejaba el alto linaje de un hidalgo caballero de noble prosapia y de su posición e importancia. Claro que no siempre fue así. Él provenía de una familia de mucho abolengo, pero ya sin dinero. 

Su padre, honorable caballero de la orden de Santiago Apóstol, había dilapidado la fortuna familiar debido a su incontrolable afición al vino, las mujeres y las apuestas. Él no podía aceptar la deshonra que le habían causado sus numerosas deudas. Le había sido prohibida la entrada a los más importantes casinos de Europa. Así que decidió abandonar el Viejo Continente. Su ostracismo voluntario era preferible a un pistoletazo en la cabeza. 

Hizo el viaje a caballo desde Sevilla hasta el Puerto de Palos y abordó el primer barco que zarpaba para América. No le importaba a qué país iría a parar. Así llegó a Santo Domingo, a finales de mil novecientos nueve. Al pisar tierra dominicana, sólo trajo consigo su noble corcel, dos baúles repletos de sus elegantes ropas, su escudo, sus títulos inmobiliarios y menos de cien pesetas. 

A los pocos días de llegar a Santo Domingo, se unió a una caravana de arrieros que llevaba mercancías hacia las diferentes provincias. Quería alejarse lo más posible de España y sus acreedores. El padre de don Milo se estableció en una población fronteriza y al cabo de un corto tiempo, apoyándose en su buen parecido y elegantes modales, se casó con una pequeña hacendada, viuda, todavía joven y aquejada por la soledad.

Pero don Milo creció en un ambiente que rozaba los límites de la pobreza. Su padre nunca fue un buen administrador y se pasaba más tiempo hablando de la grandeza de España y de su prestigio familiar que manejando los pocos bienes de su esposa. 

Todo cambió cuando él desposó a la poco agraciada e hija única del anciano general don Isidro Sarraceno, amigo y compadre del Generalísimo. A su pedido, el anciano general le confió la importantísima misión de que la noche de bodas, el excelentísimo invitado amaneciera muy bien acompañado. 

El Generalísimo quedó tan encantado con la compañía nocturna que él le había seleccionado que tres días más tarde le regaló un hermoso caballo de paso fino. En su misiva de agradecimiento por el equino obsequiado, y en honor a su honorable amistad, don Milo le prometió al Generalísimo procrear tantos hijos como años tenía el ilustrísimo prócer desbordando su magnanimidad por el bienestar del país. Claro, siempre y cuando le concediera el sublime honor de bautizarlos a todos. 

Antes del primer aniversario de bodas, su esposa le dio dos mellizos; la promesa al Generalísimo iba por buen camino. Pero un capricho de la naturaleza amenazaba el futuro de sus vástagos. Las glándulas mamarias de la señora se negaban a suministrar el flujo vital. Sin alimento, sus descendientes no vivirían veinticuatro horas. Pero ahí no terminaban las malas noticias: según el médico, el parto había sido tan difícil que la señora no podría tener más hijos. La promesa al Generalísimo estaba en peligro. Sus dos hijos tenían que sobrevivir a cualquier precio. Necesitaban leche materna y él la conseguiría, aunque tuviera que subir al cielo a buscarla. No tuvo que ir tan lejos. En los confines de una de las fincas de su suegro vivía la gorda Ceferina, una morena rotunda que tres semanas antes había traído al mundo a un hermoso niño de tez tan negra como una noche cerrada.

Seguido por dos de sus principales sirvientes, don Milo cabalgó hasta la casucha de Ceferina y el negro Nicolás. Sin desmontarse del brioso y hermoso alazán que el Generalísimo le había regalado, le exigió a voz en cuello a Ceferina que montara enseguida en la mula que ellos habían traído. No había tiempo que perder, sus hijos necesitaban la leche materna. 

De nada sirvieron la negativa de Nicolás ni los ruegos y lamentos de Ceferina: 
—¡Por el amor de Dios y su santísima madre, por lo menos déjenme llevarme a mi pobre hijito! ¡Sin mí no sobrevivirá! ¡Entiéndame, se lo ruego! Usted también tiene hijos —imploraba desesperada la angustiada madre. 

Varios culatazos bien colocados y un cartuchazo en la cabeza del fiel Bocanegra zanjaron la discusión. 

Un año y medio estuvo Ceferina encerrada en la gran casona, amantando los mellizos de don Milo. Dos meses duró el retoño de Ceferina al cuidado del negro Nicolás. 

Un mes estuvo Nicolás llorando la pérdida de su prole. Su profunda pena fue el pasaporte que los volvió a reunir. 

Cuando don Milo se enteró del destino del hijo de Ceferina, comentó con desdén: 
—Ese jodío negrito pasa hambre salió más duro de la cuenta. ¡Quién lo diría! ¡Ya quisiera yo que mis hijos fueran tan resistentes como ese negrito del carajo! 

Luego, al enterarse del fallecimiento de Nicolás, comentó con sorna: 
—Así que el papá resultó más flojo que el hijo. Estos negros del carajo no sirven para nada. Bien hizo el Generalísimo en mandar para Haití a todos los que no sabían decir «perejil». ¡Había que limpiar la patria!

El Generalísimo satisfizo los deseos de don Milo. Le bautizó los mellizos y le regaló dos purasangres. Al año siguiente, «el paladín de la libertad» regresó a bautizar los dos hijos que don Milo procreó con dos de las doncellas que él había seleccionado el año anterior para que le hicieran compañía al «Ilustrísimo». Y al igual que el año anterior, el Generalísimo le regaló un caballo por cada uno de los hijos bautizados. 

Don Milo solía decir con jactancia que la alta calidad de su extensa caballeriza sólo podía compararse con la selecta caballeriza del insigne «benefactor y padre de la patria nueva».

 Realmente no entendía la malquerencia de la gente. «Orgullosas debían sentirse esas familias de que sus hijas fueran iniciadas por los dos hombres más poderosos del país. La verdad es que la ingratitud de la gente no tiene límites», decía con enojo. 

Ceferina no regresó a su casucha. Allá nadie la esperaba. Su querido hijo, su amoroso Nicolás y su fiel Bocanegra, ya no estaban en este lado de la vida. Nunca se quejó. Nunca nadie la vio llorar. Nunca habló con nadie de sus tres amores, pero todas las noches hablaba con ellos. Nunca perdió la sonrisa ni la sutil voluptuosidad de su lento caminar. Sus penas eran demasiado profundas para que se pudieran ver a flor de piel. 

La cocina fue el refugio de Ceferina. Todo su amor se manifestaba en la elaboración de deliciosos manjares. Las familias más prominentes se disputaban sus servicios culinarios. Con los pocos ahorros acumulados, después de trabajar varios años en casas de alcurnia, Ceferina instaló su propio negocio, donde se dedicó casi exclusivamente a elaborar el manjar más reclamado por sus numerosos admiradores: un crujiente chicharrón tan sabroso y oloroso que quien lo probaba, no podía resistirse a lamerse los dedos.

Además de las mujeres jóvenes, el buen vino y los caballos purasangres, la otra debilidad de don Milo era la buena comida. No le interesaban las apuestas, él no era tonto, había aprendido de los errores de su papá. Para su cincuenta aniversario, él quería lo mejor de lo mejor. Así que además de contratar la mejor orquesta del país para que tocara los merengues que le gustaban al Generalísimo, requirió los servicios de Ceferina. 

Esta vez no fueron necesarios ni las amenazas ni los culatazos. Exhibiendo su sonrisa perpetua, Ceferina aceptó de muy buenas ganas volver a trabajar para don Milo. Por lo menos esta vez le iban a pagar. 

Este cumpleaños era muy especial, no sólo porque era el número cincuenta, sino también porque coincidía con el primer cumpleaños de su hijo número treinta y uno, el cual, al igual que don Milo, había nacido un día treinta y uno. Además, ese mismo día su vástago sería bautizado por el Generalísimo y, por tanto, él recibiría su purasangre correspondiente. 

Había otra razón más por la cual el día treinta y uno era memorable para don Milo. Fue un día treinta y uno cuando el Generalísimo le pidió que lo acompañara en su primer viaje a Europa. Allende los mares, don Milo tuvo el inolvidable honor de conocer al otro generalísimo. Al «caudillo de España por la gracia de Dios» o «por la gracia de Hitler», a decir de muchos. De ese viaje, don Milo regresó caminando sobre las nubes, pues se consideraba el más prominente de un exclusivo grupo de menos de diez dominicanos que conocían a los dos generalísimos. Y él era el único que se había tomado una foto con los dos grandes. Esa foto, en tamaño natural, ocupaba un lugar preferencial en la gran sala de su mansión. El prolífico semental mostraba con orgullo esa foto a sus invitados, diciéndoles que ahí estaba reflejado su origen y su desarrollo, su pasado y su futuro.

Don Milo inició su fiesta de cumpleaños dos días antes con una comida acompañado por sus treinta y un hijos. Todos estaban sentados en una larga mesa en la cual el plato principal consistía en seis cerditos enteros, hechos chicharrón por las prodigiosas manos de Ceferina.

Todos degustaron el delicioso y crujiente chicharrón, menos don Milo, a quien su médico se lo había prohibido, y él, que se proponía vivir por lo menos cien años, obedecía al pie de la letra las indicaciones del galeno. De hecho, él decía con orgullo y a voz en cuello, como era su costumbre hablar, que en este mundo sólo había dos personas a las que obedecía órdenes: al Generalísimo y a su médico. Alzando una gran copa de vino ordenó a su numerosa prole que comenzaran a comer. Apenas resistiendo la tentación a darle un mordisco, don Milo tomó un pedazo de chicharrón y lo puso en la boca del más pequeño de sus retoños. Ellos podían disfrutar lo que a él le estaba prohibido. 

Mientras los descendientes del patriarca disfrutaban del crujiente manjar, en la cocina, la gorda Ceferina tomaba un descanso de su tarea culinaria, tomándose una gran taza de café a la que había agregado una cucharada del mismo polvo matarratas usado para sazonar los seis cerditos. Con una sonrisa más amplia que nunca, Ceferina dijo a las demás cocineras: 
—Muchachas, les aseguro que este veintinueve de mayo de mil novecientos sesenta y uno será realmente inolvidable.

Relato 2 de “Veinticinco relatos y un recuerdo”, el segundo libro de Luis Antonio Álvarez Ogando.


Luis Antonio Álvarez Ogando
nació el 26 de febrero de 1952, en Las Matas de Farfán, municipio de la provincia San Juan de la Maguana, de la República Dominicana. Se graduó de ingeniero electromecánico en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD). Desde 1984 reside en Nueva York. Trabajó por 20 años para la Autoridad Metropolitana de Tránsito de la ciudad, donde se le reconoció por su dedicación e integridad en el trabajo. Incursionó en la literatura con su libro de cuentos para niños y niñas Las aventuras de la niña Sofía y sus amigas Thalía y Lucía (2021), el cual está ilustrado con dibujos de su nieta Eleanor (Ellie) Luna Marfil Álvarez, nacida el 17 de febrero de 2015. Veinticinco relatos y un recuerdo (2022) es su segundo libro de cuentos.

Luis Álvarez es el esposo de la también escritora, Miriam Mejía Campos.

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