miércoles, 6 de noviembre de 2024

SU NOMBRE, JULIA

Por René Rodríguez Soriano

René Rodríguez Soriano (Constanza, RD, 22 de septiembre de 1950 – Houston, Texas, EUA, 31 de marzo de 2020) fue un escritor, editor y docente universitario dominicano

Te quedas fijamente mirando a esa niña que tiene sus mismos ojos, la misma boca, y acaba de decirte que la esperes, que ella te recibirá en unos minutos, que tiene varios días indispuesta y ahí, en ese instante, mirando su foto en la pared, es cuando compruebas el parecido entre las dos y piensas que tal vez esa pueda ser la razón por la que no la ves desde aquella tarde en que venías por la avenida Charles de Gaulle y, debajo de un almendro, encuentras a esta muchacha delgada, alta, ojos de un negro casi tirando a café, boca pronunciada con una sonrisa entre mordaz y triste. Detienes el auto y te ofreces a llevarla. Ella se monta, te sonríe y te dice que su nombre es Julia y tú la miras, piensas que has visto ese rostro otras veces, algo muy hondo te remueve esa mujer y su perfume. Desandas de un tirón lejanos momentos de tu vida, tratando de encontrarla y encontrarte junto a ella en algún lugar de tu pasado. Su voz te suena familiar y ese mohín que te arroba, los dos hoyuelos en los pómulos canela de esa Julia que acaba de llenarte el auto y los sentidos con su mágica presencia, cautivándote. Reduces un poco la velocidad, das paso a ese grupo de niños que salen del colegio. Arrancas de nuevo, miras a esa mujer que ha invadido de forma brutal y tan tranquila, como si nada pasara, el auto y todo tu ser y es entonces cuando se te ocurre la idea de prolongar el momento, de estar más tiempo junto a ella y acudes a ensayar tu mejor sonrisa. La tosecita afirma y busca dar seguridad a la suave y delicada proposición de invitarla a dar una vuelta, a conversar un rato y ella que accede y te sonríe y sus ojos cortan la tarde y el mohín y el aroma y tú, torpe, atolondrado que no sabes hacia dónde dirigir la marcha, detenido ante el semáforo y la luz verde y el camionero maldiciendo atrás y tú, comprándole flores a la niña de los bucles doradísimos y descuidada y Julia, agradecida, que te desarma con su sonrisa austral, sin transparencias. Ahora ruedan lentamente por el malecón de Villa Duarte, el mar luce la misma calma que los ojos de Julia, y Julia, parca, como ida, orlada de un angélico misterio y tú, que te aguzas, pones el tema del calor, la maravilla del encuentro, la necesidad de seguir conversando y las cervezas y ella que, bueno, ni niega ni afirma, que se transmuta, se ilumina, sonríe y, otra vez, sientes el raro pálpito, la sensación de haber visto otra vez, muchas veces la misma sonrisa. Quieres poseerla, hacerla tuya, ahí mismo y para siempre. Pero ella propone —quilla el sonido con su voz de contralto, dulcísima, afinada— visitar las ruinas del Hospital San Nicolás de Bari y tú, conocedor, arrobado, la complaces y, mientras cruzan el puentecito de Villa Duarte, le haces creer que miras las chimeneas de El Timbeque para, sin mucho disimulo, meterte entre sus ojos, escrutar el horizonte desde allí y soñar, volar por entre el brillo que se expande. Te vas y el tráfico que te pita y repita, por haber doblado hacia la izquierda en la Vicente Noble, pero ya es tarde. Logras burlarlo y ya están en la Ciudad Colonial y luego a la derecha, Hostos y el muchacho que se ofrece a cuidarte el carro y las palomas, las palomas que se quedan mansas y tiernas a su paso, se le posan sobre el hombro y ella, busca miguitas en el bolso y llegan más y más palomas, tantas que casi te pierdes en un árbol de plumas que se mueve junto a ti. Te arriesgas un poco más. Entras a ese terreno peligroso. Preguntas. Insinúas. Atacas. Retrocedes y contraatacas: que te hable de Julia, de dónde viene, qué hace y, ya no aguantas más, la has visto antes, estás seguro, se conocían, que la memoria te está jugando una trastada, que si fue en la universidad, en el bachillerato, en algún campamento, donde trabaja, si estudia y ella te mira, sonríe otra vez y salen, en tropel de sus ojos, como bandadas de palomas, unos rayos de luz que cobran sonido, diciéndote que desde niña acostumbraba, con su abuelita, llevarle de comer a las palomas, se pasaba horas y más horas jugando con ellas y oyendo a la abuela contarle historias, leerle libros y soñar, juntas. Sientes que de nuevo te has ido, como que flotas y de repente, baja la luz, cobran un tono gris sus ojos y hay menos decibelios en su voz; te cuenta que había pasado mucho tiempo sin volver a ese lugar y, al través de sus lágrimas, intentas viajar a ese pequeño mundo que te pinta; te agradece en el alma el momento, esa cerveza intacta que parece, por momentos, como si flotara en el aire poblado de palomas, y todos tus halagos y atenciones, te hace saber que jamás había sido tan feliz como esa tarde. Se seca las lágrimas, mohín, sonrisa y la luz que vuelve de repente, se refleja en las plumas de las palomas el brillo de esos ojos tan negros y perfectos y ella, te dice que es tarde, que es hora de regresar que has sido muy gentil, que qué bueno haberte encontrado, no sabes la dicha que le has dado y tú, de una sola pieza, embrujado, bobo, tratando de decir algo que no logras coordinar, triste y feliz, ofreciéndote a acompañarla y ella, cortés, que lo rechaza y tú, que no es molestia, es un placer y al fin acepta, sólo hasta la esquina. Aquí es donde me quedo —te dice— y la ves partir, decirte adiós y tú, que apenas aciertas a articular la ansiada pregunta que no sabes si ella oyó o no quiso responder. Al fin y al cabo, que piensas volver mañana al mismo sitio, a la misma hora y pasas y vuelves y pasas y ya has vuelto tres veces y has dado infinidad de vueltas por el sector y la esquina donde la dejaste aquel martes 13 de agosto, pero no te atreves a preguntar por Julia. No quieres romper el encanto. Quieres, sueñas, ansías encontrarla como aquella primera vez, de repente, que parezca casual y ya has pensado mil cosas qué decirle, qué contarle y has vuelto tantas veces por las ruinas; pero las palomas sólo te miran y se van, no acuden a ti como lo hacían con ella. Se quedan indiferentes. Nada, tomas la decisión de encontrarla, de llegar hasta donde ella está y le has regalado cinco pesos al niño que, primero se quedó mirándote de arriba a abajo y luego, sin decir nada, sin preguntar te trajo hasta aquí a esta casita humilde y bien arregladita —como de muñecas, piensas— pintadita de azul y rosado, techo a dos aguas, jardincito a la entrada y esta hermosa niña, angelical y dulce que te abre la puerta, te recibe con muy buenas maneras y la sonrisa que ya conoces y te invita a pasar y tú, un poco confundido, extraño y corto, le encuentras un extraordinario parecido con ella y le dices a quién buscas y te dice que sí que vive allí, que te sientes y esperes y entra un momentito por un pasillo de la casa y, miras todo, hurgas por las paredes, los muebles, el piso; contabilizas los minutos, silencios, sonidos, todo. Hasta que aparece de nuevo la niña, con la misma sonrisa que conoces y te dice que ella te va a recibir, que la esperes y no puedes aguantarte más y le preguntas su nombre y parentesco y, juguetona, se te acerca y te dice que Luisa, que estudia ballet y piano, que le gustaría cantar como Yuri; pero que ahora está muy triste y apenada por las dolencias y recaída de su abuelita Julia, esa de la foto en la pared, la que en la última semana, precisamente desde el martes pasado, ha dado muestras de mejoría y se pasa las horas cantando, leyéndole historias y hablándole de unas palomas, de unas ruinas y tú, ya estás traspasando la puerta de la calle, oyendo la voz de la niña que se funde con aquella voz que te ayudó a soñar y a construir la tarde más hermosa de tus días y miras el reloj y te das cuenta que a esta hora, precisamente, las tres de la tarde de este martes, debes volver por la avenida Charles de Gaulle a ver si te encuentras de nuevo con Julia, debajo del almendro.

Del libro Su nombre, Julia, 1991

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