En 1980, el Premio Cervantes fue concedido al escritor uruguayo Juan
Carlos Onetti (Montevideo, 1909-Madrid, 1994). Y discurre el escritor, en
sus palabras de agradecimiento, por la “forma de humanidad, de amistad, de
cordialidad, de entendimiento” que ha encontrado siempre en España. Se
autodefine como “permanente segundón” y, por este motivo, define de
“quijotesca ocurrencia” la decisión del jurado de premiarle con tan
insigne distinción.
Onetti aprovecha su discurso para opinar sobre la obra cumbre de Miguel
de Cervantes, y destaca, entre sus muchas virtudes, el “ejemplo supremo de
libertad y de ansia de libertad” que, en esencia, es el Quijote.
Discurso íntegro de Juan Carlos Onetti
"Majestades, excelentísimos señores académicos, dignísimas autoridades,
señoras y señores: Yo nunca he sabido hablar ni bien ni regular. La
elocuencia, atributo muy hispánico, me ha sido vedada. Hablo mal en privado,
por eso hablo poco en las pequeñas reuniones de amigos, y hablo peor en
público, por lo cual sería mejor para ustedes que no les dijera nada. Me
resistí siempre a ofrecimientos, insistencias e incredulidades, sin saber que
una fatalidad inexorable me obligaría a hablar públicamente, por primera vez,
en España. Para desilusión de mis oyentes, muchos de ellos magistrales
conversadores, mi torpeza oratoria se vio penosamente confirmada.
Hoy, sin embargo, me presento ante ustedes con temerosa alegría porque, por
una única vez, estoy dispuesto a hablar, no sólo porque debo, sino porque
quiero hacerlo. Porque quiero manifestar de viva voz —o con una voz más o
menos viva— la profundidad de mi gratitud a España.
El viejo Heráclito el Oscuro dejó escritas estas sibilinas palabras:
"Si no esperas, no te sobrevendrá lo inesperado". He descubierto que, sin darme cuenta, hubo algo que esperé a lo largo de mi
vida, y que, inesperadamente, me ha sobrevenido en España. No me refiero al
Premio Cervantes en sí, ni a eso que llaman fama o gloria,
sino a una forma de humanidad, de amistad, de cordialidad, de entendimiento
que he encontrado aquí, y que dudo se prodigue en otra región de la tierra
con tanta generosidad como en ésta.
Digo estas palabras no sólo pensando en mí, sino en miles de hijos de América
que han hallado su nueva patria en la patria de Cervantes.
Que un hombre, a mi edad, se vea rodeado de pronto, sin merecerlas, por tantas
formas de amor y de la comprensión, ya es, en sí mismo, uno de los mejores
dones que el destino puede depararle, un regalo de los dioses, algo que, por
desgracia, sucede muy pocas veces. En mi caso particular tengo más motivos que
la mayoría por estar agradecido:
llegué a España con la convicción de que lo había perdido todo, de que sólo
había cosas que dejaba atrás y nada que me pudiera aguardar en el futuro. De
hecho, ya no me interesaba mi vida como escritor.
Sin embargo, aquí estoy, unos cuantos años después, sobrevivido.
Esta sobrevida es lo primero que debo a los españoles. Estos años de
regalo, en los cuales he vuelto a escribir con ganas, después de mucho
tiempo de no hacerlo.
He creído, gracias a esta tierra generosa, que todavía tenía algo que decir,
un penúltimo grano de arena.
Ya que hablamos de primicias españolas, con relación siempre a mi persona, es
conveniente que se sepa que el jurado del Premio Cervantes
ha tenido en esta ocasión la quijotesca ocurrencia de otorgar esa gran
distinción a alguien que desde su juventud estaba acostumbrado a ser un
perdedor sistemático, a un permanente segundón que hasta entonces sólo había pagado a "placé" —o a colocado, como se dice en
España— y que no tenía ninguna victoria en su palmarés. No dejo de pensar, a
veces, en la irónica y compasiva justicia —o injusticia— de este, para mí,
sorprendente fallo con que me han beneficiado. Cervantinos siempre,
quijotescos, los miembros del jurado transformaron el pasado molino de viento
de mis novelas en un soberbio gigante Briareo de cien brazos.
He leído a Cervantes, y en particular al Quijote, incontables veces.
Era un niño cuando lo descubrí, y espero volver a leerlo una vez más, por lo
menos, antes de morirme. Lo que nunca pude imaginar, ni siquiera en los
momentos más delirantes de mi existencia, es que mi nombre llegara a estar
unido al suyo. Hoy, por méritos que otros me han exagerado, lo está. Les
agradezco su delirio, superior al mío. Para mí, de todos modos, no puede haber
mayor motivo de emoción y de orgullo. Para mí y para todo novelista auténtico.
He dicho que soy desde la infancia
un inveterado y ferviente lector de Cervantes. Todos los novelistas, sea
cual sea el idioma en que escribamos, somos deudores de aquel hombre
desdichado y de su mejor novela, que es la primera y también la mejor novela
que se ha escrito.
Una novela en la que todos hemos entrado a saco, durante siglos, y que, a
pesar de nosotros y de tan repetida depredación, se mantiene, como el primer
día, intocada, misteriosa, transparente y pura.
A pesar de que hay en este recinto muchas personas más cultas y talentosas que
yo, y a pesar de provenir, como provengo, de un lejano suburbio de la lengua
española, me atreveré a dar una tímida opinión personal sobre uno de los
incontables valores de la obra de Cervantes y, en especial, del
Quijote.
El planteamiento del libro, su esencial libertad creativa e imaginativa marcan
la pauta, conquistan el terreno sin límites en el que germinará y se
desarrollará toda la novelística posterior. El maravilloso entramado de la más
cruda realidad y la fantasía más exaltada, la magia prodigiosa de dar vida
permanente a todo lo que su mano, como al descuido, va tocando, son virtudes
que ya han sido, y siempre serán, alabadas, aplaudidas y comentadas.
Yo no voy a referirme en este caso a la estética, a la técnica narrativa ni a
la creación novelística de Cervantes, sino a otro sustantivo, tan inmediato
siempre a la verdadera poesía y que yo he mencionado al pasar: la libertad.
Porque el Quijote es, entre otras cosas, un ejemplo supremo de
libertad y de ansia de libertad.
Mi entrañable amigo, el gran poeta Luis Rosales, tuvo el acierto de titular a
uno de sus libros exactamente así: Cervantes y la libertad. Un enorme
acierto, una enorme verdad. Porque la libertad ha sido siempre una principal
preocupación, y también una causa principal, para todos los hombres sensibles
e inteligentes. Esta libertad que hoy respiramos, sencillamente, sin esfuerzo,
como sin darnos cuenta. Esta libertad que a muchos parece trivial, aburrida,
insignificante. Yo, que he conocido la libertad, y también su escasez y su
ausencia, puedo pedir que siga siendo siempre así. Un aire habitual, sin
perfumes exóticos, que se respira junto con el oxígeno, sin pensarlo, pero
conscientes de que existe.
Amparándome en esta comprensión, en este sentido del humor (que no es un
invento exclusivamente británico, sino también y principalmente español),
protegido de esta forma, me permito declarar que yo, si tuviera el poder
suficiente, que nunca tendré, hacia un solo cercenamiento a la libertad
individual: decretaría, universalmente, la lectura obligatoria del
Quijote.
Dijo Flaubert, quizá con excesiva ingenuidad, que si los gobernantes de su
tiempo hubieran leído La educación sentimental, la guerra
franco-prusiana jamás se habría producido.
Por mi parte les pediría que leyeran a Cervantes, al Quijote. Confío en que
si lo hicieran, nuestro mundo sería un poco mejor, menos ciego y menos
egoísta.
Esta Libertad que yo le debo a España se la debo también, como todos los
españoles y no españoles que vivimos sobre este suelo, principalmente a su
Rey. Yo, que sufrí amargamente años atrás la derrota de un gobierno legítimo
español, y que he sido toda la vida un demócrata convencido, nunca imaginé que
me llegaría el día de hacer un elogio público y sincero a un Rey, a un monarca
en cuanto tal, es decir: por el hecho mismo de ejercer la jefatura del Estado.
Hoy lo hago fervorosamente, y querría que todas las repúblicas de América se
enteraran de ello. El fantasma de aquel manco desvalido, preso por deudas,
vigila y sabe que no miento, que he dicho la verdad, honestamente.
Pido permiso a los señores académicos para citar una vieja frase latina:
"Ubi Libertas lbi Patri" (*). Gracias, Majestad; gracias, España.
(*) La frase latina "Ubi libertas ibi patria" se traduce al español
como: "Donde hay libertad, allí está la patria". Esta frase sugiere que
la verdadera patria no se define por un lugar físico, sino por el lugar donde
uno puede disfrutar de la libertad.
Fuentes:
RTVE, España
Lista de todos los premiados con el Premio Miguel Cervantes, con descripción
biográfica del (o la) galardonado (a), sus obras y el discurso de aceptación del
premio, Ministerio de Cultura, España
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