César Sánchez Beras (*)
Bolero 38
Negra sombra, sombra negra
tragaluz de mi desdicha,
vestido de mis miserias.
Sombra negra, negra sombra
vendaval de lluvia gris
acechando por las venas.
Negra sombra, sombra negra
mar adentro en la nostalgia
con el ruido que envenena.
Y ese no sentir el cuerpo.
Y ese no encontrar el alma.
Y ese podrirse en silencio.
Y ese morirse en el alba.
Sombra negra, negra sombra
esa que sale del vino
que despeina, que desgarra.
La que se enreda en las cuerdas
del cuello de las guitarras
esa que sabe los nombres
de los dolores antiguos,
esa que sale del brazo
de toditas las navajas.
Negra sombra, sombra negra
la que cuando tú te vas,
viene a sacarme los ojos
viene a acostarse en mi cama.
Que se me esconde en los párpados
y que me escupe a la cara,
sombra negra, negra sombra
la de no verte en la casa.
Bolero 39
Todo el mar de Grecia va en su sangre.
Un aguacero de flechas innombrables,
emigra de su lengua que se incendia,
y hace diana en el pubis y en la ingle.
Todo el cielo de Esparta ahora es su cielo.
Todo el galope del imperio es su caballo,
todo el Danubio su pupila acalorada.
Afuera el mundo resbala en una daga.
La muerte sabe el nombre de todos los guerreros,
los que van a morir y los que mueren,
tienen la marca febril de los que han muerto.
Sólo ellos sobreviven a la horda,
una es la brecha entre la eternidad y el infortunio,
lleva el deleite,
la llave azul que abre con su conjuro,
la puerta de todas las tragedias.
Todo el asombro de los dioses va en un seno.
En su saliva se descarrila el vértigo,
sólo Afrodita conoce esta batalla.
Bolero 50
De esta página al éter
se extinguen las palabras.
Cada símbolo tiene las alas pavorosas
el aire suspendido en las fauces del miedo.
Cómo atrapar su sombra,
la huida de ese búho que naciendo se muere,
la música terrible de los pasos del sueño,
el momento terrible en que caen los cristales.
De esta página al éter
voy perdiendo los miembros.
Se calcinan los ojos
ni siquiera son mías estas manos crispadas
se atragantan de luz las vísceras que hierven.
De esta página al éter,
tuve la vida larga de ese breve segundo,
en el que toda mi sangre se quema en el poema.
Bolero 51
Réquiem para un amor inútil,
para esta calle oscura
que desemboca siempre frente al lecho del mar,
debajo de un balcón que escupe sus jazmines,
enigma inagotable de los pies de la espuma.
Quiero una nueva tumba de velas y salitre
para esta soledad que enturbia los espejos.
La cruz fosforescente que ilumine los puertos,
cuando el barco se hunda a leguas de la orilla.
Denme una oración
que profane esta sombra que hurga en mis papeles
el líquido puñal que se cuela en mis párpados
cuando el dolor se adentra debajo de los surcos
donde tiene su siembra la mueca y sus navajas.
Réquiem para este amor podrido
que solo engulle carne laceradas al odio,
que se jacta en beber la cicuta del sueño,
cuando corta mis venas con su música insomne.
requiescat in pace para un amor inútil
que ya se está muriendo.
Bolero 52
Cada cuerpo
es una nueva Babel y no lo sabe.
Miles de voces superpuestas
aguijoneando la carne destruida,
hasta encontrar la multitud del eco.
Río subterráneo,
que subiendo a todos los dinteles,
atraviesa las puertas ilusorias,
rompiendo los goznes del deseo
desvencijando los relojes del miedo.
Todo cuerpo
es una nueva Babel y no lo sabe.
Otra boca que pide su sitio en el abismo.
Bolero 54
Tengo una mujer acostada de espaldas
Justo donde comienza el lecho de las uñas.
Allí donde los ojos son rumores de incendio,
donde el búho más antiguo desviste las luciérnagas,
las locas velloneras de los amaneceres.
Quizás alguien la ha visto arrastrando su sombra
bajo el alero inicuo de todos los balcones,
destejiendo sus trenzas llenas de caracolas,
dándome a beber las algas de su río,
para luego dejarme buscándola en la niebla.
Hay una mujer a mitad de la noche
que aguijonea su pecho con un viejo conjuro.
Ningún duende se atreve
a desandar el filo del borde de sus senos,
esa música torpe que despiden las piernas
quitando los cerrojos amarillos del tiempo.
Solo yo entré desnudo,
a repicar el címbalo que aloca sus altares
avivando mi nada con la llama incesante,
de tener en el lecho de las uñas su nombre.
(*) César Sánchez Beras es un escritor oriundo de San Pedro de Macorís; al presente reside en Lawrence, Massachusetts, Estados Unidos. César es ante todo poeta y decimero, como él mismo afirma, pero también escribe obras infantiles y de teatro y, por supuesto, cuentos. Su obra, El Sapito Azul, ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil (2004). Ese mismo año, su obra Días de Carne ganó el Premio Nacional de Poesía Salomé Ureña de Henríquez, en la República Dominicana. César es poeta laureado de Cambridge College, de Cambridge, Massachusetts.
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