miércoles, 20 de noviembre de 2019

JUAN RULFO EN 1928

Por Eduardo Galeano

La madre le tapó los ojos para que no viera al abuelo colgado de los pies. Y, después, las manos de la madre no lo dejaron ver al padre agujereado por los balazos, ni a los tíos balanceándose, al soplo del aire, allá en lo alto de los postes de telégrafo. Ahora ya no hay madre que le defienda los ojos. Sentado en la cerca de piedra que culebrea por las lomas, Juan Rulfo mira su tierra áspera. Ve a los jinetes de la rebelión cristera emergiendo del humo, allá lejos, al galope la inmensa cruz de palo, y tras ellos el incendio. Ve la hilera de los ahorcados, pura ropa en jirones vaciada por los buitres, y ve una procesión de mujeres vestidas de negro. Juan Rulfo es un niño rodeado de fantasmas que se le parecen. Aquí no hay viviente. Los que parecen vivos, son muertos que disimulan. No hay más voces que los aullidos de los coyotes, ni más aire que el negro viento que sube, en tremolina, desde el fondo del barranco donde le mataron al padre. Juan no tiene más de diez años, pero sabe que las ánimas seguirán penando, pobres vagabundas de estos llanos de Jalisco, hasta que el silencio encuentre la palabra que busca.

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