Por Marcio Veloz Maggiolo
1. Piso veintitrés
El hombre —sombrero verdinegro, camisa de rayas, pantalón gris ratón— entró hacia el elevador con los ojos acuosos y profundos. Lucía un clavel encarnado en la solapa. El ascensorista le miró con indiferencia: ruidos de motor y elevador que asciende: “dos”, “cinco”, “ocho”.
— Voy al veintitrés.
— No hay veintitrés, señor, este es un edificio de quince.
— Pues déjeme en el quince, subiré a pie a los demás.
— No hay “demás” señor, solo tenemos quince.
— ¡Cúmplame las órdenes!
— Bien, señor.
El hombre salió a la azotea sombrero verdinegro, camisa de rayas, pantalón gris ratón. Realmente no había más pisos. Las horas pasaron, y, por fin, convencido de que no podía ascender más, decidió bajar de aquel enorme mástil de bandera en el que se había encaramado buscando un piso veintitrés disuelto en el espacio y el futuro.
2. Verbo
Le crecía la lengua a razón de pulgada y media por minuto. Pronto la misma, fina y espumosa, le llegó al suelo. Quiso guardarla en uno de los bolsillos de la americana. No pudo. Su movimiento impedía cualquier intento de aprisionarla. Nadie sabe, nadie se imagina, cómo pudo el señor Jantipo hacer un nudo y ahorcarse con sus propias palabras.
3. El soldado
Había perdido en la guerra brazos y piernas. Y allí estaba, colocado dentro de una bolsa con solo la cabeza fuera. Los del hospital para veteranos le compadecían, mientras él, en su bolsa, pendía del techo y oscilaba como un péndulo medidor de tragedias. Pidió que lo declarasen muerto y su familia recibió, un mal día, el telegrama del Army: “Sargento James Tracy, Viet-Nam. Murió en combate”.
El padre lloró amargamente y pensó para sí: “Hubiera yo preferido parirlo sin brazos ni piernas: así jamás habría tenido que ir a un campo de batalla”.
4. Animal de raza
La perra se comió ayer sus once cachorros. Se relamía. El señor de la casa me ha externado su preocupación. Está tristísimo. La perra es un buen animal de raza. “Un ejemplar”, según las severas y firmes palabras de mi patrón. La costumbre hace hábitos, dice el señor. Le he dicho que sí. El señor es sentimental. Si la perra muriera, ¡ay de él!, la pena le acabaría y tal vez perdería yo mi trabajo. Le he dicho que sí, que es posible que a partir de hoy el animal no quiera comer otra cosa. Así que, desde mañana —el señor así lo decidió y nunca me opongo a sus decisiones— salgo con mi canasto de mercado, a recoger —a cualquier precio— los más frescos y sonrosados cachorros del vecindario.
5. El escritor
El escritor decidió, de un tirón, escribir sus obras completas. Sentóse ante la máquina de escribir y comenzó a teclear. Su poderosa rapidez hacía que el papel casi se quebrara. Durante veinte siglos, el escritor escribió y escribió. Al fin, viejo, con aspecto de Matusalén y olor de polillas futuristas, puso punto final. Dejó lista la última frase. Le dolían los riñones y la espalda. ¡Tantos siglos sentado! Al levantarse del asiento se dio cuenta de un gran error: Había olvidado ponerle cinta a la maquinilla.
Con aire agotador caminó lentamente hacia el pequeño armario. Encendió su agria pipa. Tomó la cinta y la colocó en la máquina…
Cartagena, Aida. Narradores Dominicanos - Antología. 1969. Caracas, Venezuela: Monte Avila Editores.
jueves, 16 de agosto de 2018
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