lunes, 26 de febrero de 2024

LA BOTIJA DEL ABUELO

Cuento por
Edwin Disla, Premio Nacional de Novela 2007 y 2022
Dedicado por el autor a Dagoberto Tejada Ortiz

Supersticiones mágicorreligiosas, creencias populares de muertos que hacen su aparición para llamar la atención de vivos con los que desean comunicarse; espíritus que se "montan" en el cerebro de médiums para enviar mensajes desde el más allá; demonio celoso que envía relámpagos y truenos para ahuyentar a los intrusos con pretensiones de hurtar su tesoro, sirven como telón de fondo para desarrollar esta fabulosa historia de avaricia y traición, en la que el presentimiento de una madre se manifiesta con una tragedia de consecuencias irreparables.
***
Acostado sobre la yerba a la orilla del río, rodeado de niebla y oscuridad, recordaba a su madre, contrariada por la decisión de él viajar a Mao ese verano.

Mi hijo —le había dicho—, tengo malos presentimientos, ¿por qué no dejas ese viaje para después.
Ya te lo dije, mamá, si no voy ahora moriré de ansiedad en este edificio sucio y maloliente.
Tú sabes que cuando tengo malos presentimientos, algo lamentable siempre sucede.
Sí, mamá, sé que cuando tiene malos presentimientos por lo menos un muerto hay en la familia.
Unos gritos lo sacaron de sus evocaciones:
¡Ramón, Ramón!, ¿dónde estás?
¡Aquí! —se puso de pie—, ¡aquí! —agitó el brazo derecho.
¡Aquí dónde!
¡Aquí, cerca del río! —Lo alumbraron con un foco.
¡Ah…!
Su tío Ambrosio, seguido de Tito, que apagó el foco, se acercó con parsimonia. Traía al hombro un pico y una pala.
Vámonos —le dijo y dobló hacia su derecha, donde tenía parqueada su Vespa.
¿No encontraste nada?
No. —El hombre, cansado, iba con la cabeza baja—. Aunque sí, encontré muchas hormigas y carbones.
¿Estás seguro que Piro te dijo que era ahí dónde estaba?
Ahora no lo estoy.

Ambrosio, caminando, trataba de recordar el lugar exacto donde debería estar enterrada la botija que le había revelado el espíritu de su abuelo, Piro Reynoso.

A altas horas de la noche, emergía de la nada convertido en sombras, que dejaban vislumbrar su sombrero de Panamá y su revólver de cachas gruesas. Ambrosio lo vio por primera vez una noche de insomnio en que fue a beber agua de la tinaja.  Había encendido el bombillo del comedor y creyó ver algo impreciso que se movía. Quizás los tragos de esa noche lo estaban haciendo ver visiones. Pero la sombra traspasó la puerta y se movió con lentitud hacia el patio. Decidió seguirla, temblando de pies a cabeza y sin pisarse el pulgar del pie izquierdo con el talón del derecho, como hacía cuando le salía un muerto. La sombra, de un negro brillante, desapareció tan pronto él abrió la puerta provocando el bullicio de los gallos. «¡Era mi abuelo!», se dijo temblando aún. «¡Era él, Dios mío!», se hincó persignándose y oró con la cara entre sus manos. Se preguntó, por qué le habría salido.

Ramón disfrutaba de sus vacaciones de verano en la casa de su tío Ambrosio. Su deseo de viajar a Santo Domingo lo alimentaba la presencia en el pueblo de Ana Silvia, jovencita risueña de rostro angelical con quien sostenía unos amores desde pequeño, pese a verse obligado a emigrar hacia Nueva York por decisión de sus padres. Los domingos en la mañana iban al cine, donde lo único que le disgustaba era el público que, a veces, cuando se le cortaba el rollo de la película, iniciaba con los pies un contragolpe sobre el tambor del piso, acompañado por una bulla estruendosa, lanzamientos de escupitajos y hasta botellas desde la segunda planta, algarabía que terminaba en pleito si el encargado no reparaba el rollo de inmediato, hecho que difícilmente ocurría.

Cada Domingo, cuando llegaba de ordeñar las vacas de la parcela de Sabana Grande, casi siempre antes de que su esposa Blanquita regresara de la iglesia, Ambrosio sacaba sus gallos al sol y, previo a echarles maíz, los rociaba en sus estacas. Y en vez de desplumar con tijeras a los de turno y topar y traquear a otros, se vestía con ropas de caqui bien almidonada y planchada para ir a la gallera rebosado de optimismo y deseos de divertirse y, sobre todo, de ganar dinero, mucho dinero. Sin embargo, si perdía, ese optimismo se transformaba en amargura y tormento. Entonces regresaba fumando cachimbo y no hablaba con nadie; únicamente se ocupaba de curar al derrotado con pomada y vitaminas, y si moría lo regalaba en la gallera porque comérselo daba mala suerte. Mas si ganaba, especialmente cuando se trataba del canelo Revolvito, su único gallo invicto, volvía borracho, por lo general acompañado de su compadre Vale Pedro, apodado la Biblia Gallística y, sentados debajo de la enramada de cana del patio de la casa, riendo a mandíbula batiente, rememoraban los episodios más emocionantes de la pelea. Ambos se burlaban del perdedor:
Había que ver la cara que puso Sabá cuando Revolvito le pegó un bolsón a su cenizo.
Eh, eh, ¿tú lo viste, Vale Pedro?
¡Sí! —También reía.
Mira cómo la puso —y abría la boca como un pato con los ojos atónitos.
Entonces la Biblia Gallística se caía de la silla tumbándose el sombrero con las manos, riendo hasta más no poder, y Ambrosio se carcajeaba relinchando como los caballos.
Vale Pedro clamaba, con los ojos llenos de lágrimas:
¡Compadre!, lo que pasa es que Sabá vivía diciendo que Revolvito no era más que una de esas pavas que traían los banilejos que se mandaban ante cualquier adversario.
¡Pero si Revolvito no se mandó ante el gallo de las seiscientas cargas, cómo ahora va a mandarse ante un manilo de gallinero como el cenizo!

Ana Silvia y Ramón volvían a encontrarse en la noche. Esta vez para escuchar la retreta en el parque al igual que un sinnúmero de jóvenes bien vestidos, muchos de los cuales le daban la vuelta al parque en sentido contrario a las enamoradas. Para Ana Silvia y Ramón, que disfrutaban de la música de la banda municipal en la glorieta, esas vueltas les parecían interminables, pues continuaban aun después de concluir el concierto y con una mayor cantidad de personas, ya que se les incorporaban las parejas que compartían sus amores escondidos en el Samoa Bar de la esquina. Entre esas parejas se encontraba Tito, el mejor amigo de Ramón, y su novia Sofía, mestiza hermosísima de cabellos largos y cuerpo escultural, hija de Sijo Almonte, el más próspero hacendado del pueblo. Nadie se explicaba cómo Tito, pobre y feo, apodado el Hurón, había podido «levantarse» a Sofía, desplazando a pretendientes hasta de Santiago y de la capital. Sijo no podía verlo ni en pintura. Por esa razón, Tito planeaba llevarse a Sofía, aun cuando estaba consciente de que podía perder la vida en el intento.

El jueves, Ambrosio esperaba en la cama, a altas horas de la noche, la aparición del espectro de su abuelo, pero se había quedado dormido y había empezado a roncar con más energía que su esposa. Por momentos, los ronquidos iban disminuyendo en volumen y quedaba sumergido en un silencio profundo, hasta que, de pronto, se reanudaban. En medio de ese vaivén, oyó dentro de sí un sonido lejano y reiterativo, ¡tang! Lejano y reiterativo, ¡tang! Despertó. Ahora el sonido se oía desde el comedor, ¡tang! Parecía como de un objeto que chocaba contra la mesa. Fue cuando se dio cuenta que se había quedado dormido mientras esperaba. Se levantó, y ofuscado, dando traspiés, caminó hacia el comedor, donde para su sorpresa encontró a Ramón parado marcialmente, fumando cachimbo y bebiendo ron con los ojos saliéndosele de las órbitas.

Ambrosio, que nunca lo había visto así y menos con esos ojos de serpiente cascabel y ese talle de militar académico, por poco se muere del susto. El muchacho, al depositar el vaso de ron sobre la mesa, daba el golpe, ¡tang!, y enseguida volvía a beber mirando la nada. Al rato, habló con voz gruesa y horrenda:
—Tú, Gugú —Ambrosio tiritando de terror, se dijo: «¡Oh Dios, así era que me decía mi abuelo!»— te has vuelto un disparate de hombre, no eres ni la sombra de lo que esperé de ti. —Manteniendo la firme expresión de su rostro, extrajo humo del cachimbo—. Mírate cómo estás —lo expulsó—: Te has convertido en un alambique sin fondo, bebiendo todos los días, y el poco dinero que ganas lo pierdes en la gallera. Tu irresponsabilidad no tiene límites: sin tener recursos, acabas de mudar dos mujeres, y tu esposa, que para mantenerte tiene que pasarse todo el día cosiendo, ni hijo quiere darte —se dio otro trago de ron, tomó la botella y rellenó el vaso, manteniendo la inmovilidad del rostro—. ¿Y tu padre, Gugú? Ya lo olvidaste, ¿eh? ¿Ya olvidaste al viejo Francisco, que con tanto esfuerzo te crió y te dejó su finca para que la trabajaras y vivieras dignamente y hoy ni lo recuerdas? Ya se te olvidó que está en su rancho, postrado en una cama, abandonado a su propia suerte —bebió largamente y otra vez golpeó la mesa, ¡tang!, apuró el cachimbo y expulsó el humo—. Gugú, ya casi no me quedan fuerzas para seguir hablando, así que solo voy a decirte lo que no puedo ocultar, de lo contrario mi alma seguirá penando. En la mata de mango que está del otro lado del río, en la vereda que conduce a Sabana Grande, donde tú siempre me veías orinar los viernes en la tarde, hay una cruz dibujada en su tronco y a dos pasos de ella se encuentra enterrada una botija que debes sacar. Antes, es preciso que te pongas frente a la cruz para dar los pasos, luego cavarás y la encontrará —se tomó otro trago, temblándole las manos por primera vez, y dejó el vaso sobre la mesa—, Llévate a Ramoncito y a otra persona del pueblo —y al instante se desmayó, cayó bocarriba con los brazos abiertos y el cachimbo rodó por el piso.
Ambrosio lo auxilió.
—¡Ramón! ¡Ramón! —lo inclinó por la espalda —¡Ramón!
El muchacho parecía estar muerto.
—¡Ramón! ¡Ramón! ¡Ramón!
—¿Qué es lo que pasa? —Blanquita se había levantado con la cara roja de preocupación, y al ver al sobrino exclamó—: ¡Y qué le pasó a Ramoncito!
—Ahora te explico. Anda, ve y trae el berró que está en el seibó… Anda, date rápido, ombe.
La mujer obedeció. Pero ni el Bay Rum ni el aguardiente lo harían despertar. Solo volvería en sí al día siguiente y sin recordar nada. Ambrosio, consciente ya del porqué de las apariciones del abuelo, quien se le había «montado» a Ramón para informárselo, de ninguna manera lo diría, ni siquiera a su esposa, a quien consideraba una ambiciosa «deslenguá». De encontrar la botija, le mejoraría sus condiciones de vida, al igual que las de su padre y también ¿por qué no? las de las mujeres que tenía mudadas. Lleno de entusiasmo y con una decisión de acero, empezó a idear la búsqueda de la botija, cumpliendo al pie de la letra los señalamientos del abuelo. A Ramón le mentiría, diciéndole que en sueño Piro Reynoso le había dado la ubicación de una botija:
—Eso sí, no se lo digas a nadie, ¡a na-die!, ¿entendido?
—Despreocúpese, tío, que no se lo diré a nadie —y lo miró fijamente para repetir con su voz de adolescente—: ¡A nadie!, se lo juro por mi madrecita santísima.
Ambrosio le dijo que esa noche iría a desenterrarla y quería que lo acompañara. En cuanto al tercer posible acompañante, pensó en Vale Pedro, pero lo descartó de plano por ser, como Blanquita, extremadamente indiscreto, a tal punto que afirmaba no ser baúl de nadie, y en la práctica convertía la intimidad de los amigos en un secreto a voces y los chismes de los galleros en el obligado comentario del pueblo. Con él pensaba juntarse el domingo en la gallera, y quizás, ¿quién sabe?, también lo gratificaría con dinero de la botija. ¿Quién sería entonces la tercera persona en acompañarlo?
—Ah, eh… —Pensó, luego preguntó—: ¿Tienes un amigo serio y discreto que nos pueda acompañar?
—¡Claro!
—¿Y quién?
—Tito
—¿Tito? ¡Ah!... Tito, el de la vieja Chencha.
—Sí, ese mismo.
—Está bien, aunque no lo conozco a fondo lo creo un buen muchacho. Ahora, eso sí, explícale que no debe decírselo a nadie, ¡a nadie!
—Así será, tío. Él no se lo dirá a nadie, ¡a nadie!
Cuando Ramón se lo dijo, Tito vio el cielo abierto de par en par.
—¡Una botija! —gritó—. ¡Oh…! ¡Seremos ricos, ricos! —y con los brazos hacia el cielo, invocando a Dios, repitió—: ¡Seremos ricos, ricos!

En lo adelante, no volverían a hablar de otro tema que no fuera el del posible hallazgo de la botija, del futuro luminoso que se les avecinaba, de la vida de ricos que se darían, y todo gracias al oro, al oro de metal, a las morocotas de oro de la botija, oro, oro… Seguro aparecerán más de mil libras de oro, seguro.

Sin embargo, cuando aquella noche cavaron en el lugar indicado, no encontraron nada. Aunque sí, Ambrosio encontró muchas hormigas y carbones. Esa noche él no pegó los ojos tratando de precisar dónde se había equivocado, dónde. Intentando memorizar, repasaba una y otra vez el número y la dirección de pasos que le había dicho el abuelo. Por mucho que repetía la escena en su cabeza, no alcanzaba a darse cuenta dónde estaba el error. ¿Por qué la botija no apareció a dos pasos de la cruz de la mata de mango? ¿Por qué?

En la siguiente noche, después de las doce, volvió a intentarlo. Esta vez, Tito, además del foco, llevó una pala y un pico, y en una motocicleta Honda que tomó prestada siguió la Vespa de Ambrosio, donde también iba Ramón. Tito, incumpliendo la promesa de discreción, ya le había informado a Sofía lo de la botija, y que, si la encontraba, se iba a convertir en ganadero y antes de casarse haría las paces con Sijo. Ramón, por igual, había hablado con Ana Silvia para casarse con el dinero de la botija. Ambas parejas pensaban juntarse en el Samoa Bar a celebrar el hallazgo.

Durante el trayecto no tuvieron dificultades en salvar las largas calles sin asfaltar, mientras dejaban atrás las gotas amarillentas de los pocos bombillos encendidos en los portales de las casitas de madera. La ansiedad de riquezas y fortunas entrelazaba el pensamiento de los tres y hacía brillar sus caras. En menos de media hora alcanzaron el río, el cual cruzaron zigzagueando entre las piedras de la parte seca. Después, subieron una lomita de yerbas, donde se detuvieron, no muy distante de la mata de mango. Esta era gigantesca y frondosa, con el tronco de más de un metro de diámetro.

Ambrosio extrañó la ausencia del zumbido de los grillos y, con calma, caminó hacia el árbol. Le pidió a Tito que le alumbrara con el foco la cruz seca y envejecida del tronco.
—Ya, apágalo.

A punto de dar los dos pasos, cayó en cuenta del error: su abuelo había especificado que era de frente a la cruz y él los había dado de espalda. Algo nervioso, marcó los dos pasos según lo indicado, y prácticamente se detuvo en el mismo sitio hoyado, el cual había sido tapado y apisonado, y lo marcó con una raya hecha con el pie derecho. Le pidió a Ramón el pico y la pala, y volvió a extrañar el zumbido de los grillos, el cual le restaba tensión a su alma ansiosa. Oteando los alrededores entre los árboles, que en medio de la oscuridad parecían personas impávidas, divisó una silueta brillante sobre el terraplén que delimitaba el río. El blanco resplandor dejaba ver un sombrero de Panamá y un revólver. Un poco asustado, dedujo que era el espíritu del abuelo, esperando hoy librarse de la pena.

—Mire, tío —Ramón le pasó el pico y la pala.
Tito le pidió:
—Ambrosio, antes de empezar es necesario que invoquemos a Dios.
—¿Qué invoquemos a Dios? —Plegó la cara—. ¿Y para qué?
—Para que aleje de aquí las fuerzas del mal.
—Bueno —se rascó la cabeza calva—, empieza tú.
—Hinquémonos y formemos una ronda.
Tito prendió una vela con un fósforo, la invirtió para que escurriera cera y la colocó en medio de la ronda. La luz chisporroteaba en sus caras. El muchacho cerró los ojos para exclamar:
—Oh, Dios de las alturas, hoy te invocamos a nombre de nuestra Virgen Santísima para que nos proteja de Satanás y nos ayudes a liberar de la pena a los espíritus guardianes de la botija. Te lo pedimos en nombre de tu hijo, nuestro señor Jesucristo, que vino al mundo para liberarnos de la esclavitud de los pecados. Con Él y en Él, con su honor y gloria, ¡amén!...
—Amén —repitieron.
Ambrosio, que no creía necesaria la invocación, se levantó con rapidez y le pidió a Tito:
—Prende el foco y alúmbrame aquí —señaló con la pala el área marcada con su pie.
Cuando Tito intentó localizarla con la luz, repitió:
—Aquí —y añadió—: Bien, apaga el foco y déjamelo ahí, cerca. Empecemos de una vez.
Miró hacia donde estaba la silueta del abuelo, y como no la vio supuso que se había ido con la seguridad de que sería liberado de su condena. No volvió a aparecer. Tito y Ambrosio tuvieron el cuidado de colocarse en los extremos del área que había sido hoyada para evitar que en medio de la oscuridad se golpearan con las herramientas mientras Ramón permanecía de pie a corta distancia.

Al rato, un rayo estridente que partió en dos un árbol a tres metros de la mata de mango, derribó a Ramón.
—¿Te pasó algo? —le preguntó Tito con la pala llena de tierra.
—¡No —se levantó con agilidad—, no me pasó nada!

Tito volvió a trabajar concentrado en el oro, seguro que aparecerían más de mil libras, seguro…
A Ramón empezaron a temblarle las piernas y por momentos el pecho y después las manos… las piernas, el pecho y las manos. Eran los efectos de una inestabilidad muscular que padecía, la cual calmaba con una pastilla que había olvidado en la casa. De su interior emanó una sensación enigmática, desesperante. Otro rayo estridente abrió el cielo y él, aunque no se desplomó, perdió más fuerzas en sus piernas. A partir de ese instante dejó de interesarle la botija, pues necesitaba con urgencia regresar a la casa y beber la pastilla, de lo contrario hasta podría perder el conocimiento.

Comenzó a relampaguear en todas direcciones; el cielo parecía una malla fluorescente. Ramón sintió la necesidad de sentarse y lo intentó sobre un toconcito cercano, pero no pudo, las piernas no le respondían. Giró su cara desfallecida hacia los que cavaban, pensando pedir ayuda, mas su organismo se había paralizado por completo. Por tercera vez, un rayo ensordecedor cayó en los alrededores, y Ramon se desplomó de nuevo como un árbol talado. En esos precisos momentos Ambrosio le daba el primer picazo a una vasija y Tito a otra.

—¡Alto, un momento! —ordenó Ambrosio, sospechando el hallazgo—. ¡Tito, coge el foco y alumbra aquí!
El muchacho obedeció con rapidez y, al enfocar la luz en las vasijas partidas, vio asombrado las morocotas de oro dispersas por doquier.
—¡La encontramos —gritó Tito—, la encontramos, encontramos la botija! ¡Encontramos la botija!
—¡Y eran más de una! ¡Ni cuánto oro, Dios mío! —Ambrosio estaba en el límite de su alegría—, ¡ni cuánto! —y empezó a recogerlo con las manos y a ponerlo al borde del hoyo. Tito dejó el foco sobre la superficie para hacer lo mismo.
Ramón, en el suelo, ajeno a todo, muriendo de ansiedad, pudo gritar con sollozos ahogados:
—¡Auxilio, auxilio, ayúdenme!
A Tito le pareció oírlo, y lo alumbró con el foco.
—¡Oh, ¿qué le pasó a Ramón?! —corrió hacia él. Lo mismo hizo Ambrosio, exclamando:
—¿Qué te sucedió, Ramón?
Tito intentó levantarlo.
—Tengo que beberme una pastilla —masculló con la cara llena de tierra.
«Yo sé lo que le pasa», se dijo Tito soltándolo, y miró a Ambrosio, que también intentaba levantarlo.
—Llévenme a la casa —susurró. Su tío logró levantarlo, tambaleante.
—¡Ramón, Ramón! —lo hamaqueaba—. ¿Y qué es lo que te pasa, Dios mío?
Entretanto, Tito, con su diestra, sacó disimuladamente un revólver que guardaba debajo de la camisa y, sin pensarlo dos veces, le disparó en la frente a Ambrosio, que cayó muerto al instante, y con él sus ilusiones de riqueza ya cuando el oro había aparecido. Ramón, conmocionado por el crimen, recobró fuerzas en el acto.
—¡Qué diablos hiciste, maldito Jurón! —exclamó, con los ojos desorbitados.
—Lo maté.
—¡Y por qué lo mataste, coño! —seguía recobrándose, aunque un poco tambaleante.
—¡Pa’ salvarte a ti!
—Pero tú si eres desgraciado —amagó con irle encima, pero el otro le pegó la luz del foco en la cara y le apuntó con el revólver.
—Óyeme bien, Ramón —le habló con firmeza—. Ya desenterramos la botija, y por si tú no lo sabías uno de nosotros tenía que morir como pago al demonio —hablaba apretando los dientes—. Aparentemente el elegido fuiste tú y para evitar eso maté a Ambrosio. ¡Lo maté para que el elegido fuera él y no tú! ¿Me entendiste?
—¡No entendí na’ maldito loco! —el muchacho se disponía a atacarlo.
—Psss —con el índice en medio de los labios, le ordenó que se callara—. Psss —apagó el foco—. Cállate —susurró—. ¿No oyes galopes de caballos?
—¡Yo no oigo na’ maldito Jurón del diablo! —le lanzó una trompada al tiempo que el otro se echaba a un lado. Ramón estuvo a punto de caerse.
—Cálmate, muchacho del demonio. Baja la voz, coño —masculló, porque en efecto por la vereda venían bajando dos hombres a todo galope, cuyos trotes ya se escuchaban claramente—. Tú, ve y escóndete allá, rápido —conminó a Ramón, señalando unos matorrales del frente, mientras él corrió hacia el lado opuesto.
Los hombres de a caballo se detuvieron al llegar, jadeantes. El más gordo ladeó su sombrero y dijo:
—Alcalde, pero aquí no hay nadie.
—¡Eh!... —se bajó del caballo y bebió el último trago del cuartillo de ron que cargaba—. Cuncún, te he dicho que nunca dudes de mis palabras. Si yo te digo que en este lugar hay alguien, porque vi una luz prendida, hay alguien —botó la botella—. Y además oí un tiro. 
—¡Mmmm! —también se apeó—. Yo lo que oí fueron rayos.
—Cuncún, ¿vas a seguir dudando de mis palabras?
—…
Los hombres iniciaron la búsqueda de ese alguien, y caminaron cada uno por su lado bordeando lomitas cubiertas de matorrales y matas de coco.
—¡Alcalde, aquí hay un motor y una Vespa!
—Sigue buscando.
—¡Y un hombre! —había tropezado con el muerto.
—¡Te dije que había alguien!, ¿no?
El alcalde, frente al occiso se agachó, y cerca de la cara prendió un encendedor.
—¡Pero es Ambrosio Reynoso, el de Francisco!
—¡Sí! y tiene la frente llena de sangre. Seguro vino en su Vespa, la que está ahí parqueada.
—Sin duda, y está muerto —se le apagó el encendedor—. Y el motor que está al lado de la Vespa ¿de quién será? —Del suelo recogió un paquete de pencas secas de coco y les pegó fuego. Volvió a agacharse, a examinar el rostro—. Tiene un balazo en la frente.
El otro alzó la vista y vio el tumulto de tierra alrededor del hoyo. Musitó:
—Alcalde, ¿y qué es aquello que se ve allá? —lo señaló.
—Vamos a ver.
Llevando las pencas encendidas, inmerso en interrogantes, caminaba contrarrestando lo resbaladizo del suelo. Llegó al canto de la abertura y alumbró.
—¡Pero…, es una botija! —exclamó abriendo más los ojos, y Cuncún se tiró en el hoyo.
—Así parece —empezó a recoger las morocotas de oro diciendo—: ¡Aquí si hay oro, Dios mío!
Los caballos relincharon.
—Me pregunto si la muerte de Ambrosio tuvo que ver con esto —se le apagaron las pencas.
—No importa, alcalde, vamos a llevarnos el oro y cuando amanezca lo investigaremos.
Volvieron a relinchar los caballos.
—Déjame buscar un saco que tengo en la silla para que lo eches ahí.
Cuncún empezó a llenarse los bolsillos de morocotas, algunas de ellas sucias de tierra mojada, era la parte que no pensaba compartir con el alcalde.

Este, en cambio, avanzaba preocupado. «Y el motor que está al lado de la Vespa, ¿de quién será? ¿Quién mataría a Ambrosio? ¿Y el hoyo? ¿Quién lo cavaría y dejaría dentro el tesoro…?» Y cómo que no creía o no quería creer lo de la botija: «No es posible que de una manera tan fácil nos hagamos ricos, no es posible».

Recogió mucho más pencas, las depositó al lado del hoyo y les pegó fuego. El entorno se aclaró. Le lanzó el saco a Cuncún.

—Ten —le dijo—, espero que lo llenes  —y al observar las morocotas que estaban del otro lado del borde agregó—: detrás de ti hay más onzas de oro.
Cuncún se volteó, y feliz las introdujo en el saco. Entretanto, Tito se acercó con sumo cuidado, aguantando la respiración y con el arma firme en su mano. A corta distancia, le disparó a Cuncún, quien sintió el impacto de la bala en su vientre como si fuera una picada de avispa, y cayó.
Tito, sin perder tiempo, le disparó al alcalde, y le voló el sombrero. Este, como un relámpago, sacó su revólver de cañón largo, y aprovechando que Tito erraba el tercer disparo, le perforó el pecho con dos proyectiles. Tito se desplomó cerca del hoyo.
—¡Alcalde, estoy herido! —gimió Cuncún en el suelo—. ¡Venga, sáqueme de aquí rápido!
El alcalde, hirviendo de coraje, tomó del piso una de las pencas encendidas y fue a ver al que le había disparado.
—¡Alcalde, me muero! ¡Por favor, venga, sáqueme de aquí pronto!
Se agachó para alumbrarle la cara: «¿Y quién será este muchacho?», se preguntó.
—¡Alcalde…!
«¡Qué maldita vaina!», se levantó y se le apagó la penca. «Déjame ir a ayudar a Cuncún», la soltó.
Ramón, aterrorizado, aprovechó el momento para intentar huir, dando traspiés, en dirección al río, pero el alcalde, que oyó los pasos, lo siguió. Aunque no lo visualizaba con claridad, le disparó y, cuando la bala penetró por su espalda, Ramón cayó, aparentemente muerto.
—¡Alcalde…!
El hombre, transpirando, se detuvo frente al jovencito. Se agachó, prendió el encendedor y trató de identificarlo. «¿Quién será este otro muchacho?»
—¡Alcalde…!
«¡Andaaa laaa mieeerda!», se levantó. «Déjame ir a ayudar a la gallina de Cuncún». Regresó dubitativo, pensando que quizás no debió dispararle a ese otro muchacho, ¿quién sabe el problema que todo esto le traerá? Al no ver los caballos, supuso que habían huido despavoridos.

Cerca del hoyo, quiso recoger más pencas, pues el fuego estaba muy debilitado, pero optó por ayudar a su amigo.
—¡Alcalde, me muero —seguía Cuncún—: me muero, alcalde!
Lo levantó con esfuerzo, y del bolsillo de Cuncún salieron cinco morocotas.
—Tú no te vas a morir —lo mantuvo de pie—. ¿Y dónde fue que te hirieron?
—Aquí —se quitó la mano ensangrentada de la cintura.
—No parece grave —mintió, porque no podía distinguir la magnitud de la herida.
Intentó subirlo a la superficie.
—¡Ay, ay, me duele!, me duele la herida, alcalde.
—¡Vamos, Cuncún, déjate de ñoñerías que tú eres un hombre, coño!
Casi lo cargó para terminar de sacarlo del hoyo, mientras seguía manando sangre y cayendo morocotas de los bolsillos.
—Alcalde —continuó, ahora tratando de pisar firme sobre la tierra—, recoja usted el oro antes de irnos.
—Pero tengo que llevarte urgente al hospital —lo agarró mejor.
—Olvídese del hospital por ahora y vaya, recoja el oro, por favor.
—Está bien —lo soltó—. ¿Puedes mantenerte de pie?
—Sí, creo que sí.
—Bueno…

Recogió más pencas secas y las lanzó al fuego preguntándose «cómo terminará toda esta maldita vaina». Regresó al hoyo y empezó a introducir las morocotas restantes en el saco, algunas de las cuales estaban embarradas de tierra mojada. 

Seguía preguntándose, por qué intentaría huir el último muchacho. ¿Sería de los que desenterraron la botija? ¿Y a Ambrosio, quién lo mataría…?

Tito, que había aparentado estar muerto, abrió los ojos, y con un dolor intenso en el pecho giró el cuerpo lentamente lo más que pudo hacia el alcalde. Creyó recobrar fuerzas, y con el revólver aún en la mano le disparó. El soplo del proyectil traspasó el pecho del alcalde, quien cayó herido de muerte. Tito, sin disponer de más fuerza, murió antes que el alcalde.

Cuncún, con expresión enajenada y en extremo débil, balbuceó:
—Alcalde, ¿qué pasó? —Veía borroso, y al no recibir respuesta, a duras penas se esforzó en caminar para acercarse al cuerpo. Sangrando en abundancia de la herida, cayó desmayado dentro de la fosa, encima del cuerpo agonizante del alcalde. Moriría antes de que salieran los primeros rayos del sol.
 
Reinó un silencio profundo roto solo por el quiebre de las pencas encendidas. Ramón, vivo aún pero no por mucho tiempo, y acostado sobre las yerbas de la orilla del río, evocaba la conversación con su madre: 
—Mi hijo, tengo malos presentimientos, ¿por qué no dejas ese viaje para después?
—Ya te lo dije mamá: si no voy ahora moriré de ansiedad en este edificio sucio y maloliente.
—Tú sabes que cuando tengo malos presentimientos algo lamentable siempre sucede. 
—Sí, mamá, yo sé que cuando tienes malos presentimientos por lo menos un muerto hay en la familia.

Uno de los relatos de la obra “Sobre la peste y otros relatos”, de Edwin Disla. 2022.

SOBRE EDWIN DISLA

Edwin Disla nació en Mao, provincia Valverde, República Dominicana, el 3 de mayo de 1961. Narrador, ensayista e ingeniero. Hijo de Evaristo Disla y Lourdes Rojas. Se graduó de ingeniero civil por la Universidad Autónoma de Santo Domingo, en 1986. Se reveló como escritor en 1988 con la publicación del ensayo Historia de la Revolución Nicaragüense, considerada como la obra más acabada que sobre Nicaragua y sus luchas ha escrito un dominicano. A este ensayo le siguieron tres novelas: Un Período de Sombras (1993), la cual le pareció excelente a la Biblioteca Popular Domingo F. Sarmiento de Argentina, “por la naturaleza de su tema, difícil y conflictivo, que da como resultado un vasto fresco de una época de triunfos y fracasos evocados con objetividad, y con un ameno estilo narrativo”; Vida de un Tormento (1997), que fue llevada al teatro en el año 2000 por el grupo Los Rinocerontes; El Universo de los Poetas Muertos (2004) y la novela histórica, Manolo (2007), basada en la vida de Manolo Tavárez Justo, que fue galardonada con el Premio Nacional de Novela Manuel de Jesús Galván del año 2007, la más alta distinción narrativa del país. En el 2011 publicó Dioses de cuello blanco, considerada una de las obras mejor estructurada e intensa de la literatura dominicana; su sexta novela, Jesús de la tierra, fue publicada en el 2017.

Edwin Disla obtuvo el Premio Anual de Novela Manuel de Jesús Galván, por segunda vez, en 2022, por su libro Los que comulgaron con el corazón limpio (2020), sobre el devenir histórico de Amaury Germán Aristy.

Del 2022 es su libro de cuentos Sobre la peste y otros relatos.

Enlace a todo lo publicado bajo la etiqueta Edwin Disla, en Cauce Literario

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Entradas populares