viernes, 21 de febrero de 2025

PORMENORES DE UNA SERVIDUMBRE

Cuento por Pedro Peix 

Esta es la historia de un funcionario (en sí no muy honorable) durante la dictadura de Trujillo, que de ser niño mimado de El Jefe cae en desgracia con su régimen, cuyas fuerzas represivas lo hacen vivir una serie de vicisitudes en extremo humillantes y denigrantes, que lo convierten, a él y a su familia, en prácticamente muertos en vida.

FORO PÚBLICO/ ABRIL 28/1959 
SINTONICE LA RADIO, LICENCIADO:  «Resulta sorprendente que el secretario de Estado, Lic. Lotario Montaño y Carvajal, visite antros de venérea disipación, y que pague hospedaje en tugurios donde se ayunta la negrada, y que dispense trato y comparta mesa y provisión con una cofradía de fisgones, calaveras y sablistas...» 

(El lunes por la mañana encontró su carro con las cuatro gomas pinchadas.  Le pareció inexplicable porque su vehículo estaba aparcado dentro de la marquesina, y, sobre todo, desconcertante, porque su carro tenía placa oficial. Ese mismo día por la tarde su madre, alarmada, lo llamó por teléfono, comunicándole que sus hermanos, que laboraban en la administración pública desde hacía más de diez años, habían sido suspendidos, y que a ella misma le habían retenido su pensión.  Por la noche recibió la primera llamada anónima. Cuando levantó el teléfono, escuchó a través del auricular una Marcha Fúnebre; luego una voz siniestra y golosa que le comunicaba la honra que había significado para su esposa haber sido estrenada por el Benefactor. La segunda llamada la recibió una hora después y fue más exhaustiva: le enumeraba los marinovios que ella había tenido por su barrio y los funcionarios menores con los que había salido cuando trabajaba en la Oficina de Correos. Después le relató los dos abortos que se había hecho cuando era soltera, y uno que se había practicado recientemente, mientras él se encontraba en Nueva York, cumpliendo los encargos de una misión oficial. La Voz se despidió recordándole la vieja cicatriz que tenía su esposa en lo alto del muslo, del muslo izquierdo, precisó la Voz.  La tercera llamada la recibió a medianoche. Escuchó la misma Marcha Fúnebre, que parecía provenir de un disco rayado o de una cinta grabada, y a los pocos minutos, la Voz, cada vez más objetiva y convincente: esta vez le informaba el rango, la edad y la filiación del actual amante de su esposa: Capitán del Ejército, 35 años y pariente cercano del Benefactor. Antes de cortar la comunicación, la Voz prometió volver a llamar para describirle las posturas que ella más disfrutaba con el Capitán, y las frases personales que exclamaba mientras gemía. Insistente y ruidosamente el teléfono sonó durante toda la madrugada). 

FORO PÚBLICO /MAYO 5/ 1959 
LA HAN COGIDO CON USTED, LICENCIADO:  «Más que sorprendente, resulta vergonzoso que un alto funcionario como el Lic.  Lotario Montaño y Carvajal haya embargado moralmente su hogar para asentar en clandestina mudanza a una manceba nacida en arrabal y al otro lado del río, criada en brazos de matriarcas disolutas y hecha mujer en zonas por donde sólo transita el celestinaje. La malnombrada Basilia, "La Rompeyeso", goza ahora de la tolerancia y el dispendio de este burócrata escoriado y crapuloso. ¿Qué sanción merece quien atenta contra las buenas costumbres y viola las normas de convivencia de un pueblo cristiano, ultrajando con tanta impiedad como sordidez el tradicional decoro conyugal de la familia dominicana?».

(Cuando abrió la puerta y recibió los trajes que había enviado a la lavandería, comprobó que todos tenían manchas de sangre en los ruedos y materias fecales en los bolsillos. Mientras buscaba la cartera, observó la factura y se dio cuenta de que habían triplicado el valor real del servicio. Sin embargo, pagó sin decir una sola palabra. Al poco rato recibió la visita de un abogado que lo conminaba a vender su casa por una suma irrisoria. 

Le concedía un plazo de treinta días para buscar un nuevo domicilio, y le recordaba que, de no abandonar el inmueble en el tiempo estipulado, seria desalojado por la fuerza pública. De pie y maletín en mano, el abogado examinó con aire inquisidor las paredes de la sala y del comedor: «Realmente —dijo, amonestándolo—, es una insolencia y una deslealtad que usted no tenga en su casa ni un solo retrato del Benefactor». Con gestos de propietario, entró a un pequeño salón convertido en biblioteca.  Al azar, inspeccionó los estantes, dejando que su índice resbalara por los lomos de los libros: «Ya decía yo —exclamó de pronto—, Rojo y negro, La roja Insignia del valor, El gabinete Rojo, ya decía yo... ¿conque encuadernando panfletos, ¿eh?». El abogado miró con desprecio los anaqueles restantes y abandonó la habitación. 

Ya se había marchado de la casa cuando a los pocos segundos sonó el timbre de la puerta. Era la hija mayor: tenía quince años de edad, y por debajo del ceñido vestido se podía apreciar la calculada morbidez de su cuerpo. El escote del vestido estaba desgarrado, y se veía que el zípper de la espalda había sido violentado. Sólo el precoz y descomunal abultamiento de los senos mantenía el vestido adherido a su torso. Los largos cabellos, empegotados en la cara por el sudor y el llanto, emanaban un fétido olor a tabaco y alcohol. La muchacha traía los zapatos en las manos, embarrados de lodo, dejándolos colgar por las tirillas del talón. La noche anterior había asistido a un baile en el "Club Unión". Desde entonces no había vuelto a su casa. Era la primera vez que dormía fuera de su hogar. 

Su padre la fulminó con la mirada. 
—Me llevaron... —empezó a decir la muchacha, —me llevaron —repitió con voz quebrada. 
—¿Quiénes? —preguntó él, como si soltara un relámpago por la boca. 
Ella no se atrevió a enfrentar la mirada de su padre. Lloriqueando, ladeó la cara y musitó: 
—Los cadetes. 
Se sentó y se encorvó de golpe, como si los hechos más brutales de la noche anterior hubiesen vuelto a su memoria. 
—Yo no quería ir —farfulló—, halándose los cabellos. Parecía hablar consigo misma, sostener un 
doloroso y oscuro diálogo con su conciencia—... yo no quería ir... 
—¿Adónde?,—aulló su padre— ¿adónde carajo te llevaron? 

Convulsionada, balbuceante, contó que al terminar la fiesta un cadete que había bailado con ella se ofreció para llevarla a su casa. Contó que, al momento de montarse en el carro, aunque solamente había bebido refrescos, se sentía mareada, se sentía ser otra. Contó que en el carro había otros cadetes, pero que no recordaba haber visto a ninguno en la fiesta. Contó que uno de ellos, antes de que la acostaran en el piso del carro, había dicho: "Vamos a la finquita del Mayor". 

—¿Cuántos cadetes eran?  —le preguntó su padre dándole la espalda, avergonzado quizás, pensando él mismo en su juventud libertina, rememorando la sangrienta promiscuidad de su vida de cadete, las causas aberrantes que motivaron su secreta expulsión.
—¿Tenían fustas, espuelas, botellas?... —insistió, aún de espaldas, encendiendo un cigarrillo—. ¿Sólo estaban ellos? 
La muchacha guardó silencio. 
—¿Te vio llegar algún vecino? —preguntó él, acercándose a la ventana. 
—Yo qué sé —gritó ella, irritada, temblando espasmódicamente—. Ya qué me importa —murmuró, arrojando con furia los zapatos.
 
En ese momento entró la madre a la sala. Venia envuelta en una bata negra, transparente, firmemente anudada a la cintura. Aún descalza era más alta que su marido. Poseía la virtud de emanar una carnalidad irresistible a cualquier hora del día. Aunque había dormido casi toda la mañana, no había en su rostro el menor rasgo de pesadilla o remordimiento. Sin preguntar una sola palabra, intuyó todo lo ocurrido.  Se acercó a su hija y la contempló abrumada, con espíritu de venganza. 

—Es tu culpa —le dijo al marido—. Estamos pagando el precio de la asquerosa vida que has llevado. 
Enfurecida por su inercia, se le plantó frente a frente 
—Y ahora, ¿qué vas a hacer? 
—Nada —dijo él—; no se puede hacer nada. 
—Eres un cobarde de mierda —replicó ella: han abusado de tu hija como si fuera una puta de cuartel ¿y dices que no puedes hacer nada? 
Sin verla, sintió la ira en su aliento. 
—Esperar —exclamó, cabizbajo, abatido—, sólo esperar. 
Ella levantó a su hija del asiento. 
—Ni siquiera mereces ser su padre —le dijo. Y luego entre dientes, con silbido cortante: —A lo mejor ni lo eres. 

Las vio caminar abrazadas hasta el dormitorio. Eran idénticas; siempre habían sabido mejor que él dignificarse en la desgracia. Sabían morder la fruta podrida sin escupir la semilla. Angustiado, encendió un cigarrillo y salió a la calle. 

Caminó su barrio cuadra por cuadra y notó que ningún vecino lo saludaba. Era como si pasara un leproso político. Todos miraban para otra parte o se metían en sus casas; incluso se topó con un compadre en la calle y éste desvió la mirada y cruzó de acera rápidamente. Le dio tres vueltas al barrio en completa soledad. De pronto sintió a sus espaldas el ronco zumbido de un motor; era un zumbido inconfundible, con tres hombres vestidos de civil en su interior. «Ahí están —pensó—, agentes del SIM». Eran como pájaros de mal agüero, como espectros sobre ruedas, inconjurables y tétricos. Sin darse cuenta lo habían venido siguiendo por todo el barrio. Espiaban a la zaga, lenta y sigilosamente, y el invariable tenaz zumbido, más que delatarlos, acrecentaba la asechanza y el terror. Se metió las manos en los bolsillos y redobló la marcha hasta su casa. 

Al llegar observó que se habían llevado su vehículo:  apenas una larga mancha de aceite brillaba en la marquesina.  Abrió la puerta sin volver la vista y sintió nuevamente a sus espaldas el torturante zumbido, replegándose en sí mismo, orquestando el aciago silencio, introduciéndose en el aire, renovando el espanto doméstico de los seres. Entró y vio a su esposa y a su hija mayor apostadas en la ventana. Ni siquiera se preocupó en preguntarles quiénes se habían llevado su carro. Se sirvió una copa de brandy y pidió los periódicos: «Están en la basura —dijo su esposa. —Ahora nos lo tiran picados en pedacitos». Apuró su bebida de un solo trago. «También tu correspondencia», añadió ella, pasándole varias cartas y revistas desmenuzadas. 

De repente el macabro zumbido se detuvo, se acercó a la ventana y no vio a nadie en la calle. Al parecer el vehículo del SIM había desaparecido.  Pero a los pocos segundos volvió a escuchar el zumbido, runruneando monótonamente, casi articulándose al ritmo de su propia respiración. Retornó a la ventana y comprobó con el rabillo del ojo que la calle seguía desierta. 

Desconcertado se desplazó por toda la casa, escaló varias veces la azotea, se resguardó en los rincones más apartados del hogar, pero de cualquier modo el zumbido lo perseguía. 

Entonces se convenció de que el zumbido se había apropiado de su memoria. Era como otro tímpano interior. Durante toda la tarde trató de vivir con él, de sincronizarlo a sus recuerdos, de asociarlo mansamente a los ecos ciudadanos, de legitimarlo frente a la incertidumbre o la desdicha. Pero el zumbido no era solamente el ejercicio de un acoso, sino la acometida de una premonición incontenible. Por eso, cuando la sirvienta le entregó un sobre de manila con membrete oficial, supo que la fatalidad volvía a ovillarse en su destino. «Lo tiraron por debajo de la puerta», musitó ella, asustada. Con un gesto la despachó y abrió el sobre. Era una copia de su renuncia a la alta posición burocrática que desempeñaba, firmada por él dos años antes, el mismo día que había aceptado el cargo. Anexo, en términos despectivos, se le enviaba una carta que consignaba su expulsión del «Partido Dominicano». Asimismo, se le remitía una gaceta que registraba la anulación de su exequátur de abogado; adjunto, leyó un oficio en donde sumariamente se le ordenaba entregar su cédula de identidad personal, su carnet proselitista y su licencia de conducir. 

Guardó todos los papeles en el sobre y pensó, con cierto alivio, que ya no había más afrentas que infligirle. Imaginó que el cerco había llegado a su fin. Pero al oscurecer, pasadas las diez de la noche, el teléfono volvió a sonar. Levantó el auricular y escuchó la misma Marcha Fúnebre, ahora con acordes más sombríos que los de la noche anterior. Luego escuchó una voz familiar, femenina, quejumbrosa, una voz que traducía en castigo sus emociones, y que parecía resignada a un placer compulsivo. Apenas le bastó menos de treinta segundos para reconocer la voz de su hija, sus gemidos ambiguos, de clemencia y satisfacción, el tono de ofrenda y a la vez de escarnio que había en sus frases y en sus chillidos.

Inesperadamente la comunicación se interrumpió y perdió volumen y coherencia. Parecía como si una cinta grabada se hubiese atascado en su bobina. Entonces colgó el teléfono y se dirigió al cuarto de su hija. Comprobó que estaba durmiendo, arropada hasta el cuello. La observó por unos minutos, conmovido, y cerró la puerta sigilosamente. Atravesó el pasillo y escuchó de pronto un tumulto, una vocinglería altisonante, un revuelo de voces y canciones, un rechinar de instrumentos desafinados que intentaban armonizar una melodía. Sorprendido ante el escándalo, atisbó por la ventana frontal de la casa y vio a un grupo de hombres con camisas floreadas, güiras y tamboras, maracas y acordeón instalados en el umbral de la marquesina. Todos tocaban y cantaban al mismo tiempo. Aguzó el oído y oyó que mencionaban su nombre y el de su esposa, los manoseos que a ella le gustaban y los apodos que le habían puesto los hombres que la conocían. Sintió que el corazón le brincaba en el pecho, pero siguió oyendo con los ojos cerrados la letra que entonaban los cantantes, siempre sobre su esposa, describiendo los hemisferios de su sexo y el gajo de carne que le crecía de sólo tentarla; unos y otros declarándoles su amor y preguntando si seguía tan hembra como cuando era soltera y todos la fisgoneaban desde los traspatios de su barrio. Supo entonces que se trataba de una serenata soez, dedicada exclusivamente para su desvelo y mortificación, interpretada por vocalistas de burdel, y programada con un repertorio obcecado en donde las letras de las canciones se volvían cada vez más morbosas y ultrajantes. 

Enervado, se dirigió al dormitorio conyugal. Encontró a su esposa hundida en un sueño de eslabones clandestinos y plácidos. Parecía subastarse en el sueño, adoptando posturas de supina holganza. Dormía como si abrazara sombras o fantasmas. Siempre había sido así, libre de sábanas y ajuares nocturnos y emancipada de toda ternura fetal. Por un momento pensó despertarla, golpearla, patearla, tumbarla de la cama y arrastrarla a empujones hasta la puerta de la calle. Sentía una excitación indignante y vergonzosa, una lascivia derrotada y amarga, un apetito depravado por humillarla y degradarla a sabiendas de que era él mismo quien se estaba vejando. Mientras más la veía, verrionda, despatarrada en la cama, acostada tan sólo con un blumen que se hinchaba entre sus muslos por el peso de un pubis estepario, mayor era su desprecio y al mismo tiempo más acuciante su deseo.  Sin despertarla y ni siquiera desvestirse, la copuló desesperada y brutalmente. Aún medio dormida, ella lo dejó saciarse, y desapercibida del móvil de su ferocidad, se contorneó obscenamente para complacer su desenfreno. En silencio, casi apaciguado, se despegó de aquel cuerpo permeable y trepidante que volvía a vaciarse en el sueño, y salió de la habitación.
 
Caminó hasta la sala y escuchó nuevamente el bullicio de los cantantes. Ahora nombraban a su hija, contando las veces que se había escapado del colegio y lo que solía hacer, doblada en los carros, cuando los novios la llevaban a pasear por la Feria Ganadera. A pleno pulmón la comparaban con su madre, gritando que ya no podían dormir después de haberles visto el boquete. Ya todo el vecindario se había despertado; había luces encendidas en cada casa y gente arremolinada en las ventanas y los balcones. Pero la comparsa seguía tocando y cantando, y bebiendo ron a pico de botella; incluso habían formado un coro grosero que se había trepado a la azotea para propagar con más alharaca las letras prosaicas de su interminable serenata. Preocupado por la malsana temeridad de los músicos, recorrió toda la casa asegurando puertas y pestillos, y cerrando con llave los dormitorios de sus hijos y de su esposa. Fue después de una minuciosa inspección. cuando escuchó el zumbido implacable y sombrío de un Volkswagen. De pie en la ventana, vio el carro estacionado a pocos metros de su casa, solitario y estático, pero vivo como un centinela sanguinario, apadrinando la impunidad de la noche. Casi simultáneamente oyó el timbre del teléfono, sonando imperioso y retumbante, mientras arriba en la azotea, afónicos y desgañitados, los cantantes continuaban tejiendo improperios, reclamando la presencia de su esposa y de su hija, suplicando que se despertaran y que salieran a la calle, así como estaban para olerles los sueños. Vencido por la tensión y la fatiga, se durmió recostado contra la puerta, sin saber los últimos ultrajes que urdieron ni recordar la hora exacta en que se marcharon.
 
FORO PUBLICO/MAYO 12/1959 
QUE YA SEA LO QUE DIOS QUIERA, LICENCIADO: «Quien fuera ayer Secretario de Estado no se limitaba a desplegar una concupiscencia viscosa en litorales de baja fornicación, sino que acostumbraba a chantajear por vía libidinosa a secretarias y empleadas asignadas a su Ministerio, amenazando con despedir a todas las que no accedían a su insana apetencia, e incluso asediando a las subalternas casadas que mantenían con firmeza sus votos de fidelidad, y más aún: para persuadirlas y corromperlas, se  daba a la tarea de concederles favores y privilegios a las que le entregaban su más honda credencial  o a las que sucumbían rápidamente al espeso potaje del adulterio. No hay duda de que esta Desfigura Execrable ha deshonrado de por vida su linaje y descendencia, y ha destruido la estima y confianza que nuestro querido y bienamado Benefactor había depositado en él desde su misma juventud, cuando incondicional y gratuitamente prodigaba discursos por todo el territorio nacional para exaltar Su Magna Obra de Gobierno, y particularmente después, en sus años de madurez, cuando por propia iniciativa había respaldado sus decisiones más enérgicas y se había comprometido en sus acciones más inexorables. ¿A qué precio vil se habrá vendido este Rojo Adefesio para saquear las vituallas de la Democracia y depredar sus cosechas más firmes enraizadas por las Manos Fecundas del Benefactor? ¿A cuántos ciudadanos honrados habrá maleado para conspirar en palenques urbanos y sótanos sacrílegos?  ¿A quién sirve este vocero del terror?  ¿De dónde salen sus panfletos, redactados con el clásico estilo de los inadaptados?». 

(Llevaba tres días en piyama y pantuflas, sentado en la mecedora de la sala. Había dejado de afeitarse, incluso de bañarse. Sobre una mesita tenía dos botellas de brandy, una copa y un amplio cenicero de cristal, atiborrado de colillas de cigarrillos.  El día anterior le habían suspendido la energía eléctrica, le habían cortado el servicio de agua potable y también le habían decomisado el suministro del gas. La sirvienta no había podido encontrar alimentos por ninguna parte. Todos los colmados se negaban a venderle comestibles. Su propia esposa había tratado de conseguir comida en las pulperías más distantes del barrio, en las más modernas y lóbregas, pero en ninguna se atrevían a venderle ni siquiera pan o leche, huevos o café.  Tan sólo le decían: «Esos pesos son falsos, señora».  Cuando salió del último establecimiento fue que se dio cuenta de que un carro del SIM había venido siguiendo todos sus pasos. 

Cansada y desesperada volvió a su casa y encontró llorando a sus hijos menores. Estaban mugrientos, con los uniformes hecho jirones. Le contaron que una banda de chiquillos los había correteado por los pasillos de la escuela, gritándoles que su papá era un traidor y que su mamá y hermana eran un par de cueros que apenas sabían leer y escribir. Contaron que les habían reprobado el curso sin permitirles hacer los exámenes, y que el Director en persona había entrado al aula para expulsarlos públicamente, alegando que eran muy brutos y que habían aprendido muchas costumbres sucias en su casa. Contaron que todos los alumnos de la clase se rieron, y que en el patio les hicieron una rueda junto al afeminado de la clase, y que empezaron a hacer chistes vulgares sobre su familia y principalmente sobre su hermana, y que luego, cuando se montaron en la guagua, los obligaron a sentarse en medio del maricón. Contaron que muchos compañeros les pasaban papelitos para citarse con su hermana, para que les describieran cómo tenía los genitales o para que les regalaran un blumen que ella ya hubiese usado. Contaron que cuando la guagua los dejó en la esquina de la casa, todos los muchachos les cayeron a pescozones, les arrancaron los botones de las camisas, les pegaron chicles en los pantalones y les reventaron bolsas de orines en la cara. 

Al terminar de oírlos, ella contuvo las lágrimas. Miró a su esposo, que escanciaba en la copa su botella de brandy, y le espetó, gobernada por la cólera: 
—¿¡Vas a seguir sentado ahí como un pendejo, eh!? ¡Buen maricón!, ¿qué más es lo que vas a esperar? 
Él meditó con la copa entre las manos. 
—Es inútil —afirmó, desconsolado—. Ya te dije que nada se puede hacer. 
—Pues yo no me voy a quedar aquí, ¿me oíste? ¡Me largo ahora mismo con mis hijos! 
—¿A dónde quién vas a ir? —preguntó él, sin alterarse—, ¿contra quién vas a protestar? 
—Algún hombre tiene que haber en este país que no se le ablanden los cojones frente al Generalísimo. 
Él esbozó una sonrisa doliente. 
—Lo malo de todo —trató de explicarle— es que digas lo que digas, nadie te va a creer. 
Ella contrajo la boca en señal de desprecio.  Les ordenó a sus tres hijos que hicieran las maletas y antes de diez minutos todos estaban en la puerta. Entristecidos, vieron a su padre sentado en la mecedora, meciéndose con las piernas cruzadas, cabizbajo, sosteniendo la copa con los brazos caídos, como si fuese un anciano indefenso y desahuciado. Lo contemplaron con una extraña mezcla de indignación y lástima. Sólo la mirada de su esposa reflejaba una repugnancia limpia de toda conmiseración. 
 
—Cuiden a su madre —murmuró él, sin ver a sus hijos, al tiempo que su esposa cerraba la puerta con gesto desdeñoso y violento.

Pasó toda la tarde bebiendo brandy. Al llegar la noche entró en un sopor alucinante. Con la casa a oscuras, escuchó el teléfono y el zumbido de un motor alternándose en su delirio. Impertérrito, ni siquiera se molestó en levantar el teléfono o en personarse a la puerta. Entonces se sumió en un insomnio vegetal, en un letargo onírico que lo hizo sentirse como un ángel sin cielo colgado del pomo de la noche. 

Al día siguiente fue sacudido bruscamente por la sirvienta. Alarmada, le dijo que habían amontonado toda la basura del barrio en la puerta de la casa, y que habían embardunado los muros y las paredes con letreros prosaicos, y que habían colocado un inmenso cartelón en la cornisa que contenía consignas insultantes en contra de los traidores y los conspiradores. Con una curiosidad desganada, se asomó a la ventana y observó el suelo de la marquesina salpicado de preservativos inflados. A sus espaldas, sonrojada y púdica, la cocinera le explicó que una turba de prostitutas se había aglomerado en la calle y había estado yendo y viniendo por el frente de la casa, levantándose las faldas y meneando las caderas con alaridos procaces. Dijo que en la madrugada algunas habían entrado a la marquesina y se habían hurgado y besado debajo de las enaguas, y que otras habían tocado el timbre incansablemente, demandando a eco de improperios que les abrieran la puerta para desvestirse y terminar de encamarse, vociferando que ellas sabían lo que al dueño de la casa le gustaba hacer con las preñadas. 

Sin prestar atención a la sirvienta, que seguía contando que ya los vecinos más cercanos del barrio se habían mudado, se dirigió a la mecedora y volvió a servirse de la botella, sin entusiasmo, sin ansiedad. Sintió deseos de fumarse un cigarrillo, pero comprobó que la cajetilla estaba vacía. Experimentó una leve irritación, convencido de que eran los últimos que le quedaban. Trató por unos minutos de fugarse hacia el esplendor de sus mejores años, cuando fumaba Lucky Strike y bailaba con Eva Garza en los jardines del Hotel Jaragua, cuando gozaba de la admiración del Benefactor y del respeto de militares y burócratas, cuando la brillantez de su carrera jurídica empezaba a eclipsar las atrocidades de su juventud silenciosa, cuando todavía los secretos descensos a los escondrijos del crimen no hedían en su memoria, cuando aún la silla eléctrica era un cadalso remoto, una fantasía de verdugos. 

Transportado a una plácida atmósfera de éxito y dignidad, a una época en que su esposa todavía no había crecido lo suficiente para ser desnudada en la cama del Benefactor; boyando en las aguas de un tiempo perdido, cuando hacía el amor y entraba en la vagina de cualquier mujer sin sentir el estrépito de la ratonera, cuando en cada hombre podía descubrir virtudes y talentos sin interponer reparos y mezquindades, cuando no necesitaba de la lisonja asordinada ni de la adulación escrita para subir las gradas del Palacio Nacional, cuando podía salir del Salón de Las Cariátides sin transmitir en el pañuelo de su smoking el vaho pusilánime de la intriga y la delación, cuando, finalmente, el fardo de los remordimientos comenzaba a instilar sus primeras gotas de pus en el auge de sus recuerdos, se quedó  profundamente dormido, inmóvil en la mecedora, con la copa vacía, aún tintineando en el piso.

FORO PUBLICO/MAYO 18/1959 
NO HAY MAL QUE DURE CIEN AÑOS, LICENCIADO, NI CUERPO QUE LO AGUANTE:  
«En su infinita y fehaciente generosidad, el Benefactor siempre ha sabido recompensar la lealtad de sus funcionarios. Pero esta inefable prenda del espíritu, exige de una templanza nazarena, de pacientes desvelos, de arduas pruebas e insospechados sacrificios. Y es en la mansedumbre y estoicismo de esta imperiosa expectativa, donde se forja la adhesión absoluta a la obra predestinada y luminosa del Benefactor. Precisamente el licenciado Lotario Montaño y Carvajal es un paradigma de lealtad inquebrantable y de solidaridad integral. No en vano, nuestro Magnánimo Estadista, abriendo las alforjas de sus prodigiosos dones, ha decidido retribuir la vocación de servicio del licenciado Lotario Montaño y Carvajal, designándolo Diputado al Congreso, honrosa investidura para quienes arcillan las leyes que en su visionaria y helénica sapiencia irradia el Benefactor y Padre de la Patria Nueva». 

(Se encaminó al baño arrastrando las pantuflas.  Se afeitó lentamente frente al espejo del botiquín con una virilidad desprovista de toda estima y vanidad.  Encontró su rostro ceniciento y flácido, prostituido por el desamor y la abyección. Despojándose del piyama, vio a retazos su cuerpo desnudo, adiposo e informe, indeseable ya a la vida y al éxtasis. Entró vacilante y frágil a la ducha, y mientras se enjabonaba la piel sin vigor ni complacencia, sintió su sexo entre las manos como una protuberancia inválida y torpe, sorda a cualquier emoción o añoranza. Salió del baño con la convicción de que la caída y la decrepitud de la carne no tenía compensación posible con ninguno de los atributos y conquistas de la madurez. Aunque secretamente experimentaba un sentimiento de autocompasión, se vistió con cierta ceremonia, disfrutando de los emblemas, las prendas, la fragancia y los abalorios que había cultivado en los protocolos del régimen. Animado quizás por esa pulcritud en el atuendo que mitigaba o encubría momentáneamente sus excrecencias físicas y distendía su pellejo moral, contempló con delectación en el espejo del armario los pliegues perfectos de su traje dril Presidente, el botón militante en el ojal de la solapa y el ala insigne de su sombrero canotier. 

Cuando salió a la sala, envuelto su continente en el aroma oficial que emanaba el «Imperial de Guerlain», vio venir a sus hijos, solemnes y tímidos, pero con un fulgor colectivo en la mirada de velada admiración. Detrás de ellos vio a su esposa: estaba impasible, reticente y cáustica, dispuesta a una reconciliación altanera. «Llamó tu familia —dijo con expresa displicencia. —Y también tus amigos y compadres. Dicen que cuándo es la fiesta». 

Afuera lo esperaba su carro, ya con placa de Diputado. El chofer le abrió la puerta y le entregó un sobre lacrado. Sin abrirlo, supo de antemano que había vuelto a ser un ciudadano viviente, que habían reconstruido su identidad. Por la ventana del vehículo vio algunos vecinos que lo saludaban afablemente desde puertas y ventanas.  Durante todo el trayecto, de trecho en trecho, escuchó el zumbido de motores que ahora le parecían anodinos y rutinarios, sumisos a su inmunidad.
 
Al llegar al Congreso se vio rodeado por sus nuevos colegas de hemiciclo. Como si estuviera en medio de un criadero de larvas, se dejó devorar por sus melifluos halagos. Todos lo abrazaron teatralmente, lo felicitaron con cinismo y fingieron envidiarle su elegante porte y su saludable semblante. Tal vez en los ojos de algunos de ellos se filtraba cierto morbo satisfecho por el catálogo de ultrajes que había divulgado el Foro Público en perjuicio de su persona y de su familia. Pero ninguno tenía honor y dignidad suficientes para mofarse de su desventura; ni siquiera para desairarlo con un gesto o una risa mordaz, porque todos estaban conscientes de exhalar una peste interior y de haber lamido tras largos azotes el lomo de su pasado; porque todos alguna vez habían sido víctimas purulentas del Foro Público, y habían tenido que tragarse en seco el espasmo arrinconado de adulterios inconfesos; porque todos habían crecido y engordado mordiendo el cebo de los esbirros, y genuflexos ante las mucosidades de sus oficios, habían tenido que soportar una vida canalla y artera como si fuesen cómplices de una misma camada cervical y melosa; porque todos, en el maloliente tráfico de sus pasiones y flaquezas, conocían las intimidades humillantes y enfermizas que corrían por los desaguaderos de sus hogares. Y, por último: porque durante casi treinta años de tiranía, todos por igual —aunque siempre blancos y almidonados— habían bajado el cuello huroneado y sarmentoso de la servidumbre para seguir medrando en los forrajes del poder. 

Asumiendo con solemnidad su destino, entró al hemiciclo y se sentó en su curul. El presidente de la Cámara abrió la sesión, y a los pocos segundos, un diputado presentó una moción para otorgarle un nuevo título al Benefactor. Distraído, viendo la deslumbrante arquitectura interior de la Asamblea, no escuchó la proposición de su colega. De pronto, volviendo en sí, vio a todos los diputados con el brazo derecho levantado, casi enhiestos como un saludo hitleriano. Entonces, mudo y perplejo, impresionado ante un nuevo ámbito de la servidumbre, se sintió soberbio por su honrosa jerarquía de tribuno. Absorto, sin alzar la diestra para corroborar la moción parlamentaria, permaneció embalsamado en su curul hasta el momento justo en que concluyó la sesión. 

FORO PÚBLICO/ MAYO 25/1959 
SINTONICE LA RADIO, LICENCIADO —oyó que le decía su viejo chofer, abriéndole la puerta del carro: «El licenciado Lotario Montaño y Carvajal. quien fuera ayer Diputado al Congreso, solía incumplir con crasa desidia sus obligaciones parlamentarias y desde el propio seno de la más alta Asamblea Nacional, aviesamente urdía la conspiración del silencio…

Cuento incluido en la Antología del Cuento Dominicano, de Diógenes Céspedes.

De PORMENORES DE UNA SERVIDUMBRE dicen:

Diógenes Céspedes en su Antología del Cuento Dominicano:
“A nivel de la ficción, la burocraci trujillista media y alta, con su sicología, sus intereses raigales por sobrevivir contra viento y marea, no había sido tratada con tan minucioso detalle como en este cuento de Peix. En el plano del discurso histórico hay estudios ricos como el de Jesús Galíndez, pero la dimensión del personaje (licenciado antepuesto como era de rigor bajo la dictadura) Lotario Montaño y Carvajal (con la conjunción y de la nostalgia de la nobleza española) es toda una apoteosis de la estrategia del éxito en medio de la abyección. Las dictaduras tienen una teoría y una práctica de la rehabilitación burocrática para desleales, descarriados, metedores de pata, imprudentes, necios, impertinentes y hasta para los sabios. La humillación y la indignidad del sujeto están en el centro de la estrategia a seguir para lograr la rehabilitación. Cuando de ha alcanzado este éxito negativo, ya el sujeto que se arrastra como sierpe ha llegado a la escala más baja de la dignidad y los valores humanos. Morir o vivir le da lo mismo. Esta sicología explica la reincidencia en el crimen, algo que a menudo el sentido común encuentra inexplicable. En el logro de esta forma-sentido reside el valor del cuento, que es permanente para todo tipo de burocracia, totalitaria o no."

Máximo Vega en Pedro Peix, sus cuentos:
[…] en 1984, apareció un texto que lo cambió todo. El escritor tenía 32 años. Ganador del primer premio del Concurso de Casa de Teatro, en cuyo libro de cuentos premiados lo leí por primera vez, “Pormenores de una servidumbre” constituye un hito en la literatura dominicana, un antes y un después, un final (en el sentido de que todavía presenta una estructura experimental en desuso hoy día, el collage y la documentación que interrumpen el texto), pero al mismo tiempo un comienzo, el principio de algo que podríamos llamar, sin dudarlo, mi propia generación. Con un lenguaje barroco, signo de la literatura posterior de Peix; con un amplio conocimiento del alma dominicana, construye un texto que dramatiza la dictadura de Trujillo, repleto de ironías, de brutalidad, de agobios y de angustias, con tintes puramente kafkianos que podrían representar cualquier totalitarismo en el resto del mundo, pasado o futuro. 
[…]
La historia del funcionario que cae en desgracia con el sátrapa y vive una serie de vicisitudes esperpénticas puede ser leído aún hoy día sin perder su actualidad temática, si cambiamos la figura del dictador por la del Partido Político, y variamos también un poco la tragedia personal y familiar, la violencia física por la violencia económica y jurídica. La corrupción, el peculado, el tráfico de influencias. Pero el cuidado excepcional de ese lenguaje inmenso, excesivo, la cruel ironía que es característica de una literatura de la violencia continuada por el autor en posteriores textos (Los muchachos del Memphis, Pasión y oprobio, Por debajo de la noche), convierten a este cuento en un clásico de nuestra literatura”. 
[…]

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