jueves, 20 de marzo de 2025

EL DEDO GORDO DEL PIE DERECHO

Cuento por Miriam Mejía Campos
De su libro Color Magenta

En medio de la incomodidad de un atiborrado autobús de transporte público, con la ropa empapada de sudor y una altisonante música que taladra mis oídos, me alegra saber que ya estoy llegando a mi destino, es la playa donde pasé gran parte de mi niñez.  
        La autopista corre a lo largo de la costa permitiendo el disfrute visual de un embravecido mar de aguas espumeantes que en eterno oleaje arriba al hermoso litoral. El autobús hace varias paradas de corto recorrido hasta llegar al final de la ruta. Me desmonto en medio de un bullicioso grupo de jóvenes que se dispersan en distintas direcciones. El autobús retoma su nueva ruta y alcanzo a leer un letrero en la parte trasera del mismo que dice: “Nadie sabe cómo es mejor”.  Sonrío.  
        Es la una de la tarde y el sol tropical cae casi vertical sobre cientos de personas que se esparcen de manera caótica por doquier. Es mi playa de siempre a la que acudo de cuando en vez aprovechando mis esporádicos regresos a la República.     
        Deambulo esquivando cuerpos de bañistas, sillas, mesas, sombrillas playeras y vendedores ambulantes que ofertan mercancías y servicios de todo tipo. A escasos metros la imponencia de un nuevo y moderno hotel para turistas donde se llevará a cabo el cónclave internacional de periodismo sobre tráfico de personas con énfasis en la trata de blancas al que acudo como principal ponente. Decenas de sillas extensibles en réplicas exactas frente al emporio hotelero. Camino hacia el mismo.  Por escasos segundos me detengo ante un letrero que dice “no pase zona privada”. Saco mi libreta de apuntes y garabateo mi molestia.  
        Un mozalbete vendiendo dulces me sigue de cerca, ofertándome su mercancía con un rítmico estribillo:  
        — Hey, hey.  Mire, mire, miiireee usted.  ¡¡¡Cómpreme!!! Cóóóóóómpreme algo.  
        Me detengo. Otra niña vendiendo pulseras de hilos multicolores se nos une. Al tiempo que les pregunto por su edad y si asisten a la escuela sin obtener respuesta alguna, rebusco algún dinero suelto en el bolsillo delantero de mi mochila. Asumo que el niño no ha hecho la primera venta del día.  La bandeja está repleta de dulces. Lo miro manipular las bolas de dulce cubiertas por una delgada capa de almíbar, de color rojo intenso, conformando una endurecida plataforma que se adhiere a la bandeja.  Cada esfera roja con un palillo inserto en la parte superior. De manera diestra y usando la punta de un cuchillo de mesa, el niño procede a despegar varias bolas de dulce.  Pregunto el costo y me responde con un precio que considero alto. De todas maneras, pago. Un guardia de seguridad se acerca, señala con su macana el letrero y hace un gesto de que debemos salir del área. Lo miro con el mismo desagrado que me provoca la señalización. Asumo que siente mi rechazo porque se aleja y trata de detener otro grupo de personas que continúa traspasando los linderos. Termino la transacción y el joven vendedor contento por la venta sale corriendo seguido por la niña. Saboreando uno de los dulces prosigo mi caminata.  
        Con mis viejos tenis en la mochila, camino hundiendo mis liberados pies en la generosa arena que se extiende cual mullido manto blanco tibio y reconfortante. Miro el picado mar de aguas azul turquesa moteado por incontables cuerpos flotantes. Torsos y cabezas humanas que aparecen y desaparecen con cada oleaje. Un poco más adentro veleros y botes multicolores se entrecruzan en diferentes direcciones.  En el firmamento nubes regordetas se desplazan desganadas. Por lo bajo, tarareo la melodía de una vieja canción: “en el mar la vida es más sabrosa, en el mar todo es felicidad”. En la arena parejas acariciándose por doquier. Paso muy cerca de un grupo de mujeres que asolean sus cuerpos mientras unas a otras se pasan la crema bronceadora. Casi me detengo a observar un grupo de niñas que alborozadas excavan arena mientras construyen lo que ellas piensan que construyen. Sonrío ante su intensa laboriosidad. Las pequeñas manos se entrecruzan tratando de amasar al mismo tiempo el montón de arena con pretensiones de escultura. Algunas levantan la cabeza y me miran.  Les sonrío.          Prosigo mi paseo mientras respiro profundo, absorbiendo hasta lo más ignoto de mis pulmones, el agradable olor marino.   
        La niña vendedora de pulseras se me acerca de nuevo. La miro detenidamente. Delgaducha y de tez morena reluciente por el sudor. Adolescencia incipiente asumo. De nuevo le pregunto por la edad.          Hace un mohín con la boca y encogiendo los hombros se reserva la respuesta. Sonríe y me guiña un ojo.  Insiste en que le compre. Ante tanta insistencia le paso unos cuantos billetes. Pregunta por mi nombre.  Repitiéndolo rebusca afanosa entre el montón de coloridas pulseras. No encuentra una con mi nombre y me ofrece otra con la inscripción de un signo zodiacal.  La ayudo señalando el que corresponde a mi fecha de nacimiento. Ella presta lo anuda en mi muñeca izquierda. Con otro guiño de sonrientes ojos me da las gracias y pronta continúa ofertando su mercancía a otras personas.   
        La sigo con la vista. Alcanzo a ver que un poco más lejos se detiene junto a un grupo de hombres que la rodean de forma rápida. Puedo distinguir claramente que comienzan a manosearla. Camino hacia ellos, casi corro. Mis pasos se dificultan en la arena. Nadie presta atención. Llego y le hablo al grupo completo. Todos ríen y se mofan de mi intervención. La niña me pregunta que si quiero otra pulsera o un trago. Me oferta una botella de un ron nacional ya casi vacía. Uno de los hombres me convida a ser parte del grupo. Elevando el tono de mi voz les hago la advertencia de que si no dejan de molestar a la niña llamaré a la policía.  Ríen de buena gana. Ignoro las burlas y ordeno a la jovencita que entregue la botella. Lo hace y ligera se aleja del grupo.  
        Los hombres me rodean. Hacen chistes. Se empujan unos a otros. Me empujan. Forcejeo. Me aprisionan. Jalonean con fuerza mi mochila. Me resisto. Continúan riendo. Hablan al unísono, con palabras sueltas. Vociferan. Un segundo y todo se aclara en mi confusión. A todo pulmón vocifero: 
        — ¡Ladrones! ¡Me están robando!  
        Mi grito se pierde en la algarabía que ellos mantienen. Casi me inmovilizan. Me sacudo fuerte. Mi mochila se abre y todo su contenido salta caótico. Me empujan. Estoy a ras del suelo. Aprisiono un puñado de arena con mi mano derecha. Mi intención se invalida. Un pie pisa mi mano con fuerza salvaje. El dolor me nubla los ojos. Una rabia feroz me gana y empujo con fuerza desconocida. Salen corriendo y se dispersan rápidamente.  
        El asombro me paraliza. Tiemblo y sudo. Abro la boca y trato de decir lo que no puedo. Miro en el vacío. El mismo panorama. Risas. Música. Vendedores. Cuerpos al sol. Soledad en el bullicio. Nadie se ha percatado de lo sucedido. Mi cuerpo inmovilizado ha hecho un cómodo hueco en la arena caliente.  Observo el leve temblor de mis manos. Sé que en situaciones difíciles como esta me paralizan los miedos de mi niñez a los ladrones. Agarroto mis puños y aprieto sin piedad la crujiente arena. Con furia la apelmazo.  Golpeo con las manos abiertas el deforme montículo.  Un niño se acerca sosteniendo un cubo playero de jugar y comienza a llenarlo. Se acuclilla y con sus manitas me acompaña en la tarea.  Observándolo siento que mis crispados músculos comienzan a relajarse. Abro lentamente las manos. El temblor ha disminuido. Respiro profundo. Doy las gracias al niño por su diligente ayuda y pronto este se aleja sonriente. Recojo la mochila. Mentalmente trato de reconstruir lo sucedido.  
        Miro de nuevo a todos lados, nadie conocido. En la rapidez de la acción no puedo recordar ningún rasgo particular. Alguna señal que me ayude a reconstruir la fisonomía de los integrantes del grupo de asaltantes. Solo aquel pie que pisó con fuerza brutal arropando mis falanges, dorso, muñeca y el comienzo del antebrazo. Un pie inmenso, de pisar despiadado. De tendones fuertes que sobresalían bajo la piel. Dedos garfios, cuatro en total. ¡Sí, cuatro dedos, no cinco!  Un pie con sólo cuatro dedos y aquel muñón en el lugar del dedo gordo.    
        Sacudo la mochila. Siento su ligereza. Mi computadora portátil, mi teléfono celular y libreta de apuntes han desaparecido. El viento dispersa la arena. Una niña restregándose los ojos protesta mi imprudencia. Le pido excusas y lentamente procedo a recoger mis escasas pertenencias. Me palpo el pecho y compruebo que el minúsculo dispositivo de memoria aún sigue colgando de un cordón. No todo está perdido. Enfilo hacia el hotel.  
        Camino lento. Pensamientos obtusos se apoderan de mi mente. La persistencia del debí aflora sin piedad. Lo cierto es que debí reaccionar más rápido. Debí gritar más fuerte. Debí empujarlos y salir del círculo en que me encerraron. Debí… debí… Debí… ¡Coooooñoo!  La palabra sale con fuerza desde lo más profundo de mis cuerdas vocales y cual dardo filoso desinfla mis culpabilidades.  
        Una pareja dispareja pasa por mi lado casi rosando mi cuerpo. Ella, una mujer joven con cara de adolescente se deja acariciar de manera obscena por las manos del turista de cuerpo fofo y carnes descolgadas por los años. De nuevo me gana la sensación de rabia interior. Apresuro mis pasos y sigo de manera mecánica un angosto y serpenteante sendero de piedras colocadas en hermoso diseño geométrico que conduce a la entrada del hotel. Entro al edificio y al pisar el piso de mármol siento el frío penetrar en las plantas de mis pies. ¡Ladrones baratos mira que llevarse también mis tenis!   
        Letreros ubicados estratégicamente en el área del vestíbulo dan la bienvenida a las personas que serán parte del conclave periodístico. Pregunto por la mesa de registración. El guardia de seguridad me mira con recelo, pero me provee la información de donde se encuentra ubicada la misma. Subo de dos en dos las escalinatas que conducen a la segunda planta. Ya frente a la mesa de registración, doy mi nombre y pido la carpeta contentiva del programa. La persona que me atiende me mira desconfiada y me pide algún tipo de identificación. Instante mismo en que llega un nutrido grupo de periodistas. Me miran y al unísono sueltan una risotada colectiva. Me saludan con entusiasmo. Uno comenta eufórico:
        — Estamos entusiasmados por escuchar lo que será tu presentación. Como ya falta poco para la misma, asígnanos trabajo para ayudarte a agilizar este proceso. ¿Dónde tienes tu computadora?
        Aprovecho el curso de la animada conversación y les comparto lo que me acababa de suceder. Me escuchan con gestos de sorpresa. Alguien dice:
        — ¡Lamentablemente así anda este país! Yo me encargo de que te asignen una computadora.
        De inmediato le habla a la persona de la recepción quien ha estado atenta a nuestra interacción y quien es obvio que ha cambiado su actitud y ahora me atiende con rostro sonriente. De inmediato me pide que la siga y me conduce a una sala contigua. Le doy las gracias tanto a ella como al grupo de periodistas que se ha mantenido vigilante.  
        Me acomodo y tecleando frenéticamente añado notas al texto de mi exposición. Termino. Releo.  Me satisface el nuevo contenido. Guardo la información en la memoria portátil. Entonces dedico tiempo para entrar en la cuenta de mi teléfono celular. Activo la aplicación “encontrar” … espero… y aparece el indicador de que el aparato se encuentra justo en el área del hotel, muy cerca de mi ubicación.  Mentalmente me digo que todo comienza a encajar.    
        En ese momento, se anunció que el presidente de la república acababa de hacer su arribo a la conferencia. Toda la atención se volcó a ese nuevo objeto de noticias.  
        Salgo al pasillo y me dirijo al salón de conferencias. Me abro paso entre el tumulto de militares de la escolta y los asistentes al cónclave. Entro a la repleta sala. Camino el corto trayecto que conduce a la mesa presidencial. Mis pies descalzos provocan un ligero murmullo. Unos pasos más y con ligereza paso a ocupar el asiento contiguo al del presidente de la nación.     
        Mientras transcurría el espacio para las presentaciones protocolares y el monótono discurso presidencial dejo correr mi vista a lo largo y ancho del repleto salón. De pronto alcancé a distinguir a la niña que vendía pulseras junto a un grupo de militares. Rápido hice una disimulada seña a una persona de la prensa que desarrollaba su labor muy cerca de la mesa directiva. Tan pronto estuvo a mi lado le expliqué brevemente la ayuda que necesitaba. Seguida de varias personas con cámaras, caminó hacia el extremo del salón señalado. Otros periodistas se les unieron de inmediato al darse cuenta de la posibilidad de alguna noticia de último minuto.  
        Fue el momento exacto del inicio de mi presentación. Activé la computadora y en las pantallas en grandes letras se proyectó el título de esta:  Tráfico humano, trata de blancas y prostitución de menores en el Caribe. Y comencé diciendo:
        — En aquella esquina se encuentra presente una niña que está siendo prostituida. La persona responsable de ese delito le falta el dedo gordo del pie derecho. Pido al grupo de periodistas que ya cubre esa noticia que verifique si esa persona se encuentra presente.
        El personal de prensa se agolpó alrededor del grupo señalado. Las imágenes no se hicieron esperar. Apareció en primer plano el rostro de un militar joven asediado a preguntas por los reporteros. Luego su pie derecho con un muñón en lugar del dedo gordo. El revuelo era enorme. El presidente hizo señas a su personal de seguridad y pidió excusas por tener que ausentarse en ese momento.
        Mientras esperaba que se aquietara el tumulto provocado por la inesperada salida del presidente y su comitiva, readecué el título de mi ponencia: Tráfico humano, trata de blancas y prostitución de menores en el Caribe, con el apoyo de militares. Sabía que la noticia ya recorría el mundo.  
        Miré la hinchazón de mi mano izquierda, flexioné los dedos, dolían. Recordé el letrero de la guagua y sonreí.

LA AUTORA

Miriam Mejía Campos. Escritora dominicana residente en Nueva York, desde hace varias décadas. Estudió Estadísticas y Sociología en la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Ha publicado: Crisálida (cuentos, 1997); De Fantasmas interiores y otras complejidades (cuentos, 2004); Garabatos en púrpura (2007); Piel de agua (2008). Textos suyos aparecen en las antologías Di aroma di cafe (2006); Antología de cuentistas dominicanas (2007); Voces de la Inmigración: Historias y testimonios de mujeres inmigrantes Dominicanas (2007). Aristas ancestrales (2010) es su segundo libro de poesías. Son también de su autoría: Mujeres en claves (compilación, 2009); ...y la imagen se hizo verso: Libro fotográfico a color (2013); Aletear de libélulas. Colección de Haikus (2016); ExtraOrdinarias y GranDiosas. Heroínas de la cotidianidad (Cocompiladora, 2018); Bitácora del encierro (2021); Cuentecillos y nanas para dormir a JaviEllie (2022); Haikus y flores (2023), y, su más reciente: Color magenta (2023).

Miriam nació en Mao, Valverde, República Dominicana, y dice que, a pesar de estar lejos, nunca ha perdido contacto con sus gentes y siempre lleva a Mao en su corazón.

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