Frente a la computadora, Juan Manuel estaba inmerso en la página 89 de su novela con el ímpetu de quien persigue una idea esquiva. Después de la medianoche, un ruido raro interrumpió su concentración. Se detuvo, miró alrededor, pero decidió ignorarlo, y siguió paseando en su historia. Sin embargo, el sonido volvió, insistente como un conflicto no resuelto. La tercera vez ya fue demasiado. Molesto, se levantó y revisó la cocina; a veces el abanico del congelador hace esa clase de sonido cuando tiene hielo acumulado. Pero el refrigerador permanecía en silencio, como si a esa hora ya estuviera dormido.
Regresó a su lugar de trabajo, decidido a continuar. Pero el ruido persistía, y esta vez se incomodó, sintiendo que sus nervios se tensaban. El ruido se repitió, y esta vez, la interrupción lo llevó hasta la habitación. “¿Escuchaste algo?”, preguntó a su esposa, que estaba absorta en su tableta.
“¿Algo como qué?”, preguntó ella sin desviar la vista de la pantalla.
“Un ruido raro”, replicó él, escaneando toda la habitación con la mirada.
“Yo no he escuchado nada”, le confirmó ella con un gesto casi de asombro; y, quien ahora contagiada por Juan Manuel, también empezó a mirar por todas partes.
“¡Qué raro!”, dijo él, y salió de la habitación, pero se devolvió para donde su esposa. Ella, al verlo de nuevo preguntó con cierto fastidio, “¿Y ahora qué?”
“Oye, ¿no crees que a lo mejor ese ruido raro salga del humidificador o del radiador de la calefacción?”
“¿Cómo voy yo a saber si no he escuchado nada por aquí? Anda, regresa a tu novela y deja de preocuparte por tonterías”.
Juan Manuel intentó seguir escribiendo, pero ya no iba a ser lo mismo. Como un cazador al acecho de su presa, permaneció en guardia frente a la computadora, seguro de que el sonido volvería por más de sus nervios. Y volvió. Molesto, ahora fue al cuarto de baño. Pero en aquel lugar solamente encontró una dentadura que, desde un frasco de vidrio, se reía de él. “Esto se está volviendo ridículo”, murmuró, regresando a su escritorio con el rostro amargado.
Entonces, si consideraba otras posibilidades, hubiera llegado a pensar en un muerto. Pero él no creía en eso; al contrario, él siempre decía que le gustaría que uno de esos le saliera, para que le dijera cómo era la vaina, ya que nadie ha regresado para contar nada.
Agotado por las interrupciones y convencido de que necesitaba ayuda profesional, acudió a un psicólogo.
El día de la cita, al entrar al consultorio, encontró al terapeuta saltando en una rayuela improvisada, tendida como un muñeco en el piso.
“Ay, madre mía, ¿dónde vine yo a caer?”, pensó él, quien ya había escuchado que los sicólogos y los siquiatras no son normales.
El terapeuta, después de hacerle una rápida revisión visual, en vez de decirle que se sentara, le ordenó, “¡Salte!”
“No hombre no, qué voy yo a ponerme a saltar con este problema que tengo”, le contestó Juan Manuel.
“Salte, hombre, que esta terapia ayuda a relajarse antes de empezar”.
“Y bueno”, pensó el paciente, “cada maestro tiene su librito; si este es su método, él sabrá lo que hace”. Y se puso a saltar del 1 al 10, de casilla en casilla.
Luego empezó el interrogatorio. Juan Manuel le confesó su problema. La sesión se tornó incómoda. Las preguntas del psicoanalista parecían más personales que relevantes.
“¿Su madre le dio el seno?”
“No señor, me dijeron que no; yo vine a ver un seno la primera vez que salí con una mujer”.
“¡Anjá!, ya empezamos bien”, dijo el sicoanalista, anotando en una libreta esa observación, o poniéndose un punto por su acierto.
“¿Qué tienen que ver los senos de mi madre con el ruido raro?”, quiso saber Juan Manuel, intrigado.
“Mucho, la lactancia juega un papel esencial en el desarrollo emocional de un niño”.
“¿Tuvo un hogar feliz?”, siguió atacando despiadadamente el sicoanalista.
“No señor, mis padres se separaron siendo yo todavía un niño”, contestó él con cierto dejo de tristeza ante algunos recuerdos de su niñez.
“¡Anjá!”, volvió a exclamar el terapeuta, anotándose otro punto en su libreta.
Y ya Juan Manuel empezó a dudar si era que aquel sujeto se estaba alegrando de su tragedia. Lo que sí estaba logrando era hacerlo sentir peor al hacerle traer de nuevo a su mente esos dolorosos recuerdos.
Juan Manuel cayó en el paréntesis de un silencio, esperando su diagnóstico con ansiedad. Estaba desesperado, por esa manía o método que tenía aquel profesional de mirarlo fijamente por un largo rato sin decir nada, creo que para ver si yo desabrochaba la lengua y empezaba a decir cualquier cosa que le diera a él un motivo para poder descodificarme. Como yo no decía nada, por fin el especialista decidió hablar: “Mire, señor, sin dudas usted viene arrastrando severos traumas de su niñez, y eso ha provocado ciertos daños en su salud mental. Así es que, lo voy a remitir a un psiquiatra para que le aplique el tratamiento que usted necesita.”
“Gracias señor, por decirme que me falta un tornillo en el cerebro”.
“¿Le gustaría echarse otra rayuela antes de marcharse?”
“Ese fue un buen intento”, dijo Juan Manuel sonriendo, y salió de aquel lugar apresuradamente.
Por culpa de aquel ruido raro, que él seguía escuchando de vez en cuando, decidió pasar a otro nivel acudiendo al psiquiatra. Cuando entró en el despacho del médico, lo encontró orinando en una botella.
“Disculpe, es que tengo la próstata agrandada, y tengo que estar orinando con demasiada frecuencia”.
“Lo entiendo, yo tenía ese problema, y en mi lugar de trabajo, también hacía lo mismo”, le confesó el paciente. “Pero, después de una intervención, no he vuelto a sufrir molestias; ahora todo está normal”.
“¡No me diga! ¡Qué coincidencia!, dijo el médico, alegrándose de aquel encuentro. A partir de ese momento, se estableció una comunicación de próstatas entre ellos.
“Ahora, con su permiso, tengo que volver a orinar”, dijo el doctor y, retirándose a un rincón del consultorio, echó unas cuantas gotas más de orina en la botella.
“Pobre hombre”, pensó Juan Manuel.
Luego de que él le dijera al doctor del ruido raro y de su consulta con el psicólogo, el médico llamó a una asistente para que viniera a reclutarlo y le hicieran unas cinco pruebas diferentes con equipos modernos.
“Espere aquí, el doctor vendrá a hablarle luego de que él examine los resultados de las pruebas”, le dijo una rubia quien se hubiera visto mejor bailando en frente de un grupo de musical.
Cuando el doctor entró con unos papeles, Juan Manuel pensó: “Ojalá que ya haya orinado”. El médico llegó, se sentó frente al paciente, y le anunció: “Pues, en las pruebas no se vislumbra ningún daño cerebral”.
“Entonces, doctor, ¿y el ruido raro?”
“Tengo que diagnosticar un caso de ansiedad. Dígame algo, ¿cómo duerme usted?”
“No sé, nunca me he visto durmiendo”, dijo Juan Manuel sin querer burlarse, sino porque no entendió la pregunta.
“Quiero saber si duerme profundamente y las horas necesarias.”
“No doctor, en eso soy un desastre; paso la noche escribiendo y me acuesto en la madrugada; y como vivo al revés de casi toda la gente, muchas veces no puedo dormir lo suficiente, teniendo que dormir siestas alargadas durante la tarde.
“¡Anjá!, exclamó el médico, como si hubiera dado en el clavo.
“¿Éste también me va a salir con la misma vaina?”, pensó Juan Manuel, recordando que el psicólogo también reaccionaba de esa misma manera.
“Muy bien; esto es lo que vamos a hacer”, dijo el médico sacando un recetario y echando mano de un lapicero. “Le voy a recetar unas pastillas para reducir esa ansiedad lo más que se pueda. Pero también hay que trabajar en su ciclo circadiano”.
Antes de que Juan Manuel le preguntara qué era eso, él se adelantó y dijo: “El ciclo circadiano es un ritmo natural del cuerpo que dura 24 horas y regula funciones vitales como el sueño entre otras funciones. Usted tiene que dormir de noche y estar despierto de día como al cuerpo humano necesita.”
Aunque amable, el psiquiatra no resolvió el misterio.
Desesperado, Juan Manuel visitó a un brujo que, según decían, no fallaba. Fue en busca del hechicero quien vivía en un barrio precario. Las casuchas ya estaban registradas en la lista de las que iban a caerse en la próxima ventolera que se asomara a ese arrabal. Eran viviendas porque adentro vivía gente; cuando las pararon quizás fueron pintadas, pero ahora lucían descoloridas y en un estado deplorable. En tiempo de lluvia sus habitantes tenían que ir sacando el agua que caía adentro y el lodo que se metía sin pedir permiso. Transitar por sus callejones en tiempo de lluvia era una misión enlodada.
Con la ayuda de un guía se fue acercando al lugar deseado, saltando pozos de agua para caer en otros. Llevaban un paraguas, pero se mojaban porque el fuerte viento se lo invertía de cóncavo a convexo. Por fin llegaron y tocaron en la puerta. “¡Un momento!”, gritó alguien desde adentro. En más o menos un minuto un personaje que parecía haber sido sacado de una comedia misteriosa, abrió lentamente la puerta, agarrándola para que no se cayera. “Pueden pasar, sean bienvenidos”.
En ese momento, a Juan Manuel, quien había sido una persona congruente hasta que apareció ese ruido raro en su vida, no le pareció lógico que una persona con poderes sobrenaturales viviera en aquellas condiciones. Así se lo hizo saber a su acompañante, pero éste le dijo: “Según los brujos, ellos no pueden usar su poder para su propio beneficio, sino para ‘ayudar’ a otras personas; parece una ironía, ¿no?”
Juan Manuel encogió los hombros y comentó: “Si me quita el ruido raro, no me importa lo que él haga de su oficio”.
Lo primero que ellos notaron fue que, a pesar de ser una habitación vulnerable a la lluvia como las demás, allí todo estaba seco, las velas bien encendidas y un humo con un olor desconocido.
Había imágenes relacionadas al vudú y objectos que, siendo normales en cualquier otro escenario, en aquel ambiente adquirían aspectos misteriosos. Un extraño pájaro negro andaba repitiendo la invocación a una entidad escondida detrás de lo real.
“¿A cuál de los dos atiendo?”, preguntó el brujo en un tono serio, porque él era un hechicero, no un payaso.
“A él”, respondió el acompañante de Juan Manuel, porque parece que el afectado no se atrevía a decir nada.
“Entonces, usted tiene que salir de aquí”, le ordenó el espiritualista al acompañante de su cliente.
“Afuera está lloviendo mucho”, protestó el aludido.
“Lo siento, aquí no puede quedarse”.
“Bueno”, dijo; cogió el paraguas y salió.
Luego de que Juan Manuel le dijo al brujo cuál era su problema, éste realizó un ritual que empezó con un temblor del hechicero mientras aferraba ambas manos del cliente, y terminó con un despojo con varias hojas y un soplo en ambos oídos con humo de su cigarro.
Otro fracaso. Juan Manuel siguió escuchando el ruido raro algunas veces. Entonces, en un último intento, acudió al cura de la parroquia de su comunidad. “¿Cuánto hace que no se confiesa y comulga?”, preguntó el párroco con un gesto piadoso.
“Ya ni me acuerdo”, contestó Juan Manuel, fijando su vista en el piso un poco avergonzado.
“Tiene que confesarse primero; eso que tiene puede ser consecuencia de sus pecados no confesados ni perdonados”, explicó el sacerdote.
“No tengo nada que confesar, padre”.
“¿Cómo de que no? Todos vivimos pecando“, dijo el cura, ahora un poco menos indulgente.
“Entonces no sé cómo hacerlo”, admitió el acusado.
“Yo le diré cómo. Pero primero, dígame, ¿conoce los diez mandamientos?”, preguntó el sacerdote mirando fijamente los ojos del investigado para que ni intentara mentirle.
“No, no los conozco”, admitió el civil con pena y ya un poco nervioso por la presión a la cual estaba siendo sometido.
“¡Anjá!”, exclamó el cura.
“No puede ser, ¿este también?”, pensó Juan Manuel altamente sorprendido.
“¿Hizo la Primera Comunión?”, continuó preguntando el párroco.
“Creo que no, padre”, dijo Juan Manuel algo asustado porque ya había oído hablar de la Santa Inquisición.
“¿Se casó por la iglesia católica?”, inquirió el sacerdote con un brillo de esperanza bailándole en los ojos.
“Sí, pero no recuerdo bien cómo fue porque yo estaba borracho”.
“¡Ave María Purísima!”
“Sin pecado concebida, padre”, dijo Juan Manuel, tratando de cubrirse para que no le cayera un castigo inmediato.
“Le voy a dar una lista con los diez mandamientos de la ley de Dios. Usted la estudia. Cada una de esas ordenanzas que haya violado, es un pecado que debe confesar. Regrese mañana cuando esté preparado y arrepentido”.
Desde luego que Juan Manuel no regresó a la iglesia a confesarse. “Qué voy yo a decirle mis intimidades a un hombre igual que yo”, pensó y, aunque continuó escuchando el ruido raro, se sintió satisfecho por no haberse delatado.
Juan Manuel continuó con el mismo drama hasta que su esposa, cansada de escuchar sus quejas, le dijo: “Déjate ya de dar tantas vueltas inútiles. Lo que necesitas es dejar que nuestro médico te examine; si él no encuentra el origen de tu ruido raro, te va a referir a un especialista. Y esperemos que lo que sea no se contagie, porque ya contigo tengo suficiente”.
El médico, luego de escuchar el síntoma del ruido raro, sin siquiera tener que examinarlo, le dijo: “Lo que usted tiene se llama Tinnitus, es una condición común, un zumbido en los oídos. Como en su caso no es algo fijo, esa molestia podría desaparecer por sí sola”.
Cuando Juan Manuel le contó a su esposa lo que el médico le había dicho, ella exclamó: “¡Anjá!
FIN
No hay comentarios.:
Publicar un comentario