Por Luis
Antonio Álvarez Ogando
"Quien a hierro mata, no puede morir a sombrerazos". Dicho popular
El padre de Michael Fouché era zapatero remendón y borrachón empedernido. Él trabajaba en una esquina del mercado público del pueblo y eso lo ubicaba en uno de los niveles más bajos del escalafón social pueblerino. Lo único que le restaba un poco de anonimidad era su habilidad para hacer trampas casi imperceptibles preparando espuelas para gallos de pelea. Esa destreza le permitió encauzar la vida de su único hijo. En una ocasión preparó el gallo preferido del comandante militar de la comarca y a cambio de su servicio pidió que si el gallo ganaba el militar debía facilitar el ingreso de su hijo Michael al ejército. Él había tratado sin éxito de colocar a su hijo como maestro rural, pero carecía de suficientes relaciones a nivel municipal, ya que nunca había mostrado mucho entusiasmo en las actividades que se organizaban para vanagloriar al jefe. El gallo ganó y el militar cumplió.
Michael se convirtió en guardia al inicio de mil novecientos cincuenta y nueve. Su enrolamiento fue relativamente fácil. Además del patrocinio oficial, él era uno de los pocos conscriptos que había completado el ciclo de educación primaria e intermedia. Sus primeros días en el ejército no habían sido tan fáciles, el entrenamiento era sumamente duro y el sargento parecía un enviado del infierno. A todos los trataba peor que a los animales y además la comida era horrorosa. Nunca había él comido tan mal. A pesar de que en su casa la mayoría de las veces que podían comer carne era cuando su papá se aparecía con el gallo perdedor. Él no paraba de soñar con el día en que terminara el entrenamiento y le dieran un fin de semana libre. Junto a tres de sus compañeros tenían planeado gastarse la mayor parte del mísero salario en un día de comilona en el nuevo Restaurant Vizcaya, el cual tenía fama de ser uno de los mejores del país y cuyo dueño era cocinero del jefe.
Pero su sueño tuvo un inesperado despertar. Una mañana de junio de 1959 las trompetas tronaron más fuerte y más temprano de lo usual. En cuanto él y sus compañeros salieron al área de entrenamiento notaron una actividad fuera de lo común. Todos los oficiales lucían nerviosos, agitados, apresurados y gritando órdenes a diestra y siniestra. En sólo minutos todo el grupo estaba a bordo de un camión, salieron del cuartel capitalino a toda velocidad y no pararon hasta llegar al cuartel de Constanza. Ahí tuvieron su primera comida del día, y Michael pensó que era un poco mejor que la de la base militar de San Isidro. Mientras comía, el capitán les informó que eso no era un entrenamiento más y que había llegado la hora de la verdad, la hora de reafirmar el compromiso con la patria y con el generalísimo.
— Hemos sido invadidos por un grupo de comunistas barbudos que quieren destruir nuestra sociedad, quemar las iglesias, violar nuestras mujeres, adoctrinar nuestros niños y matar al jefe y a su familia. Eso no lo podemos permitir. Es preferible morir luchando por la patria que morir en las cámaras de tortura comunista. ¡Que viva el jefe!
Los sonoros aplausos y los “viva el jefe” ocultaron el nerviosismo de muchos de los presentes. Al final de la comida la compañía se internó por las montañas a enfrentar a los invasores.
A la tercera noche en las montañas el frío y la pobre alimentación tenían a Michael agotado física y emocionalmente. Lo que más le afectaba era el frío nocturno porque nunca había sentido un frío así, además dormía en pleno suelo y a cada rato lo despertaban los disparos que se oían en la distancia. Esa noche los disparos eran tan cercanos que el capitán ordenó la movilización de toda la compañía. Se movían en la oscuridad, no querían encender luces que delataran su ubicación. Debido a ello Michael sin darse cuenta se separó de su pelotón y se extravió. Después de deambular por un tiempo sin ver a ninguno de sus compañeros decidió sentarse a descansar en un tronco con el que había chocado minutos antes dispuesto a esperar la luz del nuevo día. Casi se queda dormido cuando una gran balacera se dejó oír. La cercanía de los disparos le hizo presumir que su grupo se estaba enfrentando a los barbudos. De inmediato se llenó de terror, no por miedo al tiroteo sino porque si el capitán notaba su ausencia podía pensar que era un cobarde desertor o peor aún, un traidor. Si eso era así, él podía ser fusilado por sus compañeros y su cuerpo abandonado para que se lo comieran las alimañas. A pesar de su gran preocupación, su sentido común le aconsejó quedarse tranquilo hasta el amanecer en lugar de avanzar en la oscuridad y arriesgarse a caer en manos del enemigo. No pudo dormir el resto de la noche y se mantuvo atento a cualquier ruido o movimiento. Es así que cuando ya comenzaba a clarear se percató de la cercana presencia de un barbudo que se desplazaba con notoria dificultad, usando su fusil a modo de bastón. De inmediato su cerebro procesó la situación y su rostro se iluminó de alegría. Ese guerrillero era el pasaporte a su reivindicación. El comunista estaba tan cansado y maltrecho que no opuso resistencia cuando él ordenó el alto.
Al salir el sol y después de maniatar a su prisionero, trepó a un pino para tratar de ubicar a sus compañeros y cuando creyó haberlo logrado disparó varias veces en una secuencia previamente acordada y al recibir la respuesta esperada se dirigió a su encuentro. El trayecto fue muy lento. El prisionero apenas podía caminar, pero no paraba de hablar en contra del jefe y su familia y de las bondades del socialismo. Para hacerlo callar tuvo que amenazarlo con su bayoneta. Cuando al fin se reunió con su compañía casi lloró de la emoción que le produjeron los sonoros aplausos con que fue recibido por sus compañeros y la felicitación del teniente y el capitán.
El enfrentamiento con los invasores duró casi tres semanas. El gobierno triunfó. La mayoría de los guerrilleros fueron eliminados, varios más fueron apresados y luego fusilados. Una semana después de haber regresado a la Base Área de San Isidro, el capitán le informó que, por orden directa del jefe, él sería ascendido al rango de cabo. Michael se atrevió a señalarle a su superior que como el barbudo que él apresó tenía rango de teniente, a él le correspondía el mismo rango. La respuesta del oficial no fue lo que él esperaba cuando este le dijo:
— Pedazo de pendejo, si tú querías un rango más alto tenías que matar al comunista. ¿Quién carajo te dijo que lo hicieras prisionero? ¿Quién carajo te crees que eres? ¿Hijo de un general o de un miserable zapatero borrachón y tramposo? Dichoso tú que eres guardia con ese jodío apellido de haitiano que tienes y ahora eres cabo antes de cumplir los 19.
Casi dos años más tarde mientras disfrutaba de una semana de asueto en su pueblo natal, se enteró de la muerte del jefe y de inmediato se presentó al cuartel militar local donde permaneció acuartelado por tres semanas. Durante ese período no paraba de contar con orgullo a todo aquel que pudiese oírlo, como el Jefe lo había ascendido a cabo antes de cumplir sus 19 años de edad. Siempre terminaba su historia señalando que él se merecía el rango de teniente.
El 28 de diciembre de 1962 Michael pasó a formar parte de la brigada que estuvo al frente de la masacre de Palma Sola, una comunidad rural perteneciente al Municipio de Las Matas de Farfán en la Provincia de San Juan de la Maguana y que fue el lugar de concentración de miles de creyentes seguidores del extinto mesías criollo Liborio. Ellos estaban dirigidos por dos hermanos conocidos como “Los Mellizos de Palma Sola” quienes proclamaban la inminente resurrección de su ídolo junto a Jesucristo. Ese movimiento masivo de carácter social y religioso causaba honda preocupación en las altas esferas sociales, en la iglesia y en el aún inestable gobierno. Así que con la participación de lo medios de comunicación todavía bajo control oficial y de las diferentes denominaciones religiosas, manipularon y atemorizaron a la población para que apoyara su eliminación.
Allí Michael aprendió a matar. Se empeñó en que su capitán pudiera ver su accionar, aunque esas muertes no ameritaban una promoción, el “enemigo” no era más que un grupo de campesinos ignorantes, idólatras, fanáticos y para colmo desarmados, sólo unos cuantos portaban cuchillos o machetes y casi la mitad eran mujeres. ¡No había suerte, tanto matar para seguir siendo cabo! Dijo para si.
También le falló la suerte un año después cuando se produjo el alzamiento de Manolo Tavares Justo en Las Manaclas. Los insurrectos fueron capturados y casi todos fusilados. Por su “ejemplar labor” algunos de sus compañeros fueron ascendidos de rango, pero no él. Michael no participó en el crimen legal porque estaba convaleciente de una urgente cirugía de apendicitis.
Cuando estalló la revolución de abril de 1965 él estaba asignado a la guarnición de Santiago y por más que insistiera no logró que lo enviaran a la capital a matar comunistas. En reconocimiento a su insistencia, semanas más tarde se le permitió participar en el grupo que realizó el asalto al Hotel Matún. Ahí se encontraban reunidos varios destacados militares constitucionalistas. A pesar del asalto por sorpresa y de su superioridad numérica, ellos no pudieron eliminar ni apresar a ninguno de los militares rebeldes. ¡No había suerte! Esta era la tercera oportunidad que perdía de acumular méritos para su muy anhelado ascenso.
En el año mil novecientos sesenta y seis solicitó y logró que lo trasladaran a su pueblo natal y allí completó el ciclo de educación secundaria. Había decidido, ya que no tenía cuñas, acumular otros méritos que produjeran su promoción. Durante su estadía en el pequeño pueblo fue asignado a labores de inteligencia. Él conocía prácticamente a todo el mundo y se convirtió en el azote de los pobladores, principalmente de los más jóvenes. Pero nunca pudo lograr una información que lo hiciera meritorio de un ascenso. Para colmo, su comandante era demasiado hosco, de los que no sonríen, aunque se saquen la lotería y quien nunca mostró aprecio por el trabajo de Michael. En el pueblo se popularizó una corta décima que un estudiante improvisó y que reza así:
Ahí viene a jodé
el cabo Fouché
escóndete pronto
no te dejes ve'
si él te atrapa
tú va a sabé
lo malo que es
el Cabo Fouché.
Los profesores del liceo
le temen también
por eso lo pasan
sin importarle quién
le sople en el examen
para quedar bien.
Los estudiantes tampoco
lo quieren bien
desean que muy pronto
al Cabo Fouché
le canten su réquiem.
En el mil novecientos setenta y uno regresó a la capital e ingresó a la universidad, quería ser abogado. Soñaba con llegar a ser consultor jurídico de las fuerzas armadas. Su labor de inteligencia en el centro académico fue la razón que usó para que le autorizaran el ingreso.
En 1973 formó parte del regimiento que se enfrentó a los invasores de Playa Caracoles. De nuevo se sentía en sus aguas, su antiguo capitán ahora era general. Los invasores era pocos, apenas ocho, de los cuales él mató dos. Su objetivo había sido logrado, a las pocas semanas, lo ascendieron a sargento. Se había pasado tantos años siendo cabo que todavía en su pueblo le siguen llamando Cabo Fouché. De esa operación él sólo lamentaba que no fue él quien apresó al coronel. Si le hubiese tocado esa suerte le habría economizado a su general el tener que pedirle autorización al presidente para fusilarlo. Realmente no entendía cómo era posible que los hijos de dos de los generales más destacados de la era del Jefe habían traicionado a sus padres. Ya los dos eran coroneles y a un paso de convertirse en generales y en cambio prefirieron convertirse en comunistas. A uno lo mataron en el 65 frente al palacio y el otro ocho años después casi cae en sus manos, por lo menos ayudó a cavar su fosa. ¡Bien muertos están! Decía Michael con suficiencia. Un año más tarde el general le informó que cuando el presidente se enteró de que él era casi abogado ordenó que para el 16 de agosto lo ascendieran a teniente.
A finales de 1975 obtuvo su título de abogado y al poco tiempo lo asignaron al departamento jurídico del ejército. Meses después le autorizaron a trabajar en el ámbito civil. Sus sueños se estaban haciendo realidad, ya veía su objetivo al alcance de sus manos. Pero su ambición no era sólo de rango sino también de dinero. Su amor al dinero surgió en el 59 cuando vio que el gobierno ofrecía mil pesos a cualquier civil que denunciara, atrapara o matara un barbudo. En cambio, él sólo ganaba $17.50 mensuales y por capturar un teniente barbudo apenas lo premiaron con un rango de cabo y el aumento de $10.00 y meses después otros diez cuando se hizo mecanógrafo y telegrafista.
Pasaron muchos años antes de que Fouché viera mil pesos juntos a pesar de la gran cantidad de jóvenes que apresó con el único objetivo de cobrar para liberarlos. Así que decidió trabajar para quienes mejor podían pagar, los mafiosos extranjeros que se pasaban de confiados y caían en manos de las autoridades. Se concentró tanto en la fructífera actividad que descuidó un poco el cultivo de buenas relaciones en el ambiente oficial. Así le sorprendió la derrota electoral del régimen en 1978. El nuevo gobierno liberó a todos los comunistas presos y les permitió actuar libremente. ¡Que vergüenza! Decía Fouché. Ya no era posible lograr ascenso matando rusos y por si fuera poco, el nuevo jefe de las fuerzas armadas movía cada seis meses a los oficiales de puestos. Así era muy difícil crear relaciones y acumular méritos. De tal manera que cada seis meses tenía que volver a pagar para que le permitieran seguir ejerciendo como abogado.
Su situación mejoró a partir de 1982. Los nuevos jefes militares eran más flexibles y después de pagar una buena suma de dinero en 1983 lo ascendieron a capitán y lo reasignaron al departamento jurídico. ¡Los métodos habían cambiado! Ya no era necesario matar comunistas, el dinero abría todas las puertas, sólo había que saber tocar.
En agosto de 1986 el pupilo del jefe retornó al poder y con la ayuda de su antiguo general y un montón de billetes en febrero del 87 lo ascendieron a mayor, ya estaba a un paso de su meta. Su clientela aumentó, a los mafiosos extranjeros se sumaron los traficantes dominicanos.
Los cada vez más frecuentes enfrentamientos entre grupos rivales no sólo producían muertos y titulares en los periódicos, sino también jugosas negociaciones en los tribunales, donde su accionar se facilitaba más a medida que ascendía de rango. Su negocio iba viento en popa, ya él compraba casi todo lo que estaba en venta en su pueblo. Hacía años que su papá ya no remendaba zapatos, ahora estaba al frente de sus numerosas propiedades. Poco a poco se estaba convirtiendo en el principal propietario del pequeño pueblo. Su ascenso de rango propulsaba su ascenso económico y social. A pesar de los envidiosos que nunca faltaban, decía él, ya no era simplemente el Cabo Fouché. Ahora era el próspero licenciado Fouché, mayor del ejército nacional y orador asiduo en las reuniones del principal club social local. El futuro le sonreía.
La rivalidad entre los numerosos grupos de narcotraficantes tenía diversas modalidades. A veces un grupo asaltaba otro (le daban un tumbe) para robarle la indigna mercancía y otras veces sobornaban a las autoridades para que persiguieran y sacaran de circulación al grupo rival. Gustosos los oficiales del gobierno se prestaban a esa trama. Mataban varios pájaros de un solo tiro; cobraban para fastidiar al grupo rival, le robaban todo cuanto podían, dinero propiedades, drogas, vehículos y a veces hasta sus harenes. Además, hacían creer a la opinión pública que ellos estaban combatiendo el narcotráfico.
El licenciado Fouché siempre estaba disponible para representar ante la justicia al narco de turno en desgracia. Así consiguió a mediados de 1991 su cliente más reciente., al cual logró liberar por “falta de pruebas” a pesar de que las autoridades desenterraron del patio de su casa 25 cubos con capacidad de cinco galones cada uno, llenos de cocaína. Su genial argumento fue que su cliente no era responsable de esa droga porque la casa en la que residía no era suya sino de su exesposa.
A finales del 91 participó en una gran fiesta del club de oficiales de las fuerzas armadas para celebrar la caída del régimen soviético. Para él esa fiesta tenía doble significado, ya que también iba a atar los pocos cabos sueltos que quedaban para que en febrero del 92 lo ascendieran a coronel. ¡Se jodió el comunismo, abajo los rusos! Gritaban todos a coro y copas en alto. Nunca fue muy aficionado a la bebida, prefería el dinero y las mujeres, pero esa era una ocasión doblemente especial y se pasó de tragos.
Al regreso a casa iba tan bebido y contento (ya se veía coronel) que no se percató de que hacía un buen rato otro auto lo había estado siguiendo. A poca distancia de su casa el otro auto le dio alcance y desde la ventanilla trasera le lanzaron una lluvia de balas que lo envió sin escala al infierno. Los sicarios, al servicio del rival de su más reciente cliente, se alejaron a toda velocidad y no se sabe si por deficiencia o por indiferencia nunca fueron apresados.
Al fin al Cabo Fouché
le cantaron réquiem
muy pocos lloraron por él
muy pocos dijeron que él era
un hombre de bien
fueron los que como él
viven haciendo el mal
para ellos vivir bien
Relato 20 de “Veinticinco relatos y un recuerdo”,
el segundo libro de Luis Antonio Álvarez Ogando.
Luis Antonio Álvarez Ogando nació el 26 de febrero de 1952, en Las Matas de Farfán, municipio de
la provincia San Juan de la Maguana, de la República Dominicana. Se graduó de
ingeniero electromecánico en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD).
Desde 1984 reside en Nueva York. Trabajó por 20 años para la Autoridad Metropolitana
de Tránsito de la ciudad, donde se le reconoció por su dedicación e integridad
en el trabajo. Incursionó en la literatura con su libro de cuentos para niños y
niñas Las aventuras de la niña Sofía y sus amigas Thalía y Lucía (2021),
el cual está ilustrado con dibujos de su nieta Eleanor (Ellie) Luna
Marfil Álvarez, nacida el 17 de febrero de 2015. Veinticinco
relatos y un recuerdo (2022) es su segundo libro de cuentos.
Luis Álvarez es
el esposo de la también escritora, Miriam Mejía Campos.
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