miércoles, 5 de marzo de 2025

EL OSO VINO DESDE LA MONTAÑA

Por Alice Munro

Grant y Fiona han estado casados por casi cincuenta años, y aunque naturalmente han enfrentado dificultades (principalmente por las infidelidades de este en su juventud), su unión es sólida. Cuando la demencia de Fiona pone a prueba la fortaleza del matrimonio, Grant debe decidir lo que él está dispuesto a sacrificar para hacerla feliz (incluyendo facilitar el retorno a sus brazos de Aubrey, su amor interrumpido, causa de su profunda depresión).

Fiona vivía en casa de sus padres, en el pueblo donde ella y Grant fueron a la universidad. Era una casa grande con ventanales saledizos, que a Grant le parecía lujosa y desordenada a la vez, con alfombras torcidas en el suelo y manchas de fondos de tazas incrustadas en el barniz de la mesa. Su madre era islandesa, una mujer poderosa con una mata de pelo blanco y una política indignada de extrema izquierda. El padre era un cardiólogo importante, reverenciado en el hospital, pero felizmente servil en casa, donde escuchaba las extrañas diatribas de su esposa con una sonrisa distraída. Fiona tenía su cochecito propio y una pila de suéteres de cachemira, pero no pertenecía a una hermandad, y la actividad política de su madre era probablemente la razón. Y no es que a ella le importara. Las hermandades eran para ella una broma, y también lo era la política, aunque le gustaba tocar en el fonógrafo “Los cuatro generales insurgentes” y, a veces, también “La Internacional”, a todo volumen, si había algún invitado al que creía que podría poner nervioso. Un extranjero de pelo rizado y aspecto sombrío la cortejaba —ella decía que era visigodo—, así como también dos o tres jóvenes pasantes, bastante respetables e inquietos. Se burlaba de todos ellos y también de Grant. Repetía con humor algunas de sus frases pueblerinas. Grant pensó que tal vez estaba bromeando cuando ella le propuso matrimonio, un día frío y soleado en la playa de Port Stanley. La arena les salpicaba la cara y las olas empujaban montones de grava a sus pies.

—¿Crees que sería divertido…? —gritó Fiona—. ¿Crees que sería divertido si nos casáramos? Él aceptó la oferta y gritó que sí, pues no quería separarse nunca de ella. Ella tenía la chispa de la vida.

***

Justo antes de salir de su casa, Fiona notó una marca en el piso de la cocina. Provenía de las zapatillas negras baratas que había estado usando temprano ese mismo día.

—Pensé que dejarían de hacer eso, dijo con un tono ordinario de enojo y perplejidad, frotando la mancha gris que parecía hecha con un crayón grasiento.

Comentó que nunca tendría que volver a hacer eso, ya que no se llevaría esos zapatos. “Supongo que estaré arreglada todo el tiempo”, dijo. “O semiarreglada. Será como estar en un hotel”.

Enjuagó el trapo que había estado usando y lo colgó en el gancho dentro de la puerta, debajo del fregadero. Luego se puso su chaqueta de esquí marrón dorado con cuello de piel, sobre un suéter blanco de cuello alto y pantalones de vestir de color beige. Era una mujer alta, de hombros estrechos, de setenta años, pero todavía erguida y esbelta, con piernas largas y pies largos, muñecas y tobillos delicados y orejas diminutas, casi cómicas. Su cabello, que era tan claro como pelusa de algodoncillo, sin que Grant se diera cuenta exactamente cuándo, de alguna manera había pasado de rubio pálido a blanco, y todavía lo llevaba hasta los hombros, como lo había hecho su madre. (Eso fue lo que alarmó a la madre de Grant, una viuda de un pueblo pequeño que trabajaba como recepcionista de un médico. El pelo largo y blanco de la madre de Fiona, incluso más que el estado de la casa, le había dicho todo lo que necesitaba saber sobre actitudes y política.) Pero por lo demás Fiona, con sus huesos finos y sus pequeños ojos de zafiro, no se parecía en nada a su madre. Tenía una boca ligeramente torcida, que ahora enfatizaba con un lápiz labial rojo, generalmente lo último que hacía antes de salir de casa.

Ese día parecía la misma de siempre: directa y vaga, como en realidad era, dulce e irónica.

***

Hacía más de un año, Grant había empezado a notar que había muchas notitas amarillas pegadas por toda la casa. Eso no era algo del todo nuevo. Fiona siempre había anotado cosas: el título de un libro que había oído mencionar en la radio o las tareas que quería asegurarse de hacer ese día. Incluso su horario matutino estaba anotado. A él le resultaba asombroso y conmovedor por su precisión: “7 a.m. yoga. 7:30-7:45 dientes, cara, pelo. 7:45-8:15 caminata. 8:15 Grant y desayuno”.

Las nuevas notas eran diferentes. Estaban pegadas en las gavetas de la cocina: cubiertos, paños de platos, cuchillos. ¿No podía ella simplemente abrir los cajones y ver qué había dentro?

Se avecinaban cosas peores. Ella fue a la ciudad y llamó a Grant desde una cabina telefónica para preguntarle cómo guiar de regreso a casa. Salió a dar su paseo habitual por el bosque y volvió a casa guiada por la valla, un camino muy largo. Dijo que siempre había confiado en que las cercas siempre te llevan a algún sitio.

Era difícil de entender. Ella había dicho eso de las vallas como si fuera una broma, pero había recordado el número de teléfono sin ningún problema.

“No creo que sea algo de lo qué preocuparse”, dijo ella. “Supongo que simplemente estoy perdiendo la mente”.

Él le preguntó si ella había estado tomando pastillas para dormir.

“Si estoy, no lo recuerdo”, dijo ella. Luego dijo que lamentaba haber sonado tan frívola. “Estoy segura de que no he estado tomando nada. Tal vez debería hacerlo. Tal vez vitaminas”.

Las vitaminas no la ayudaban. Se quedaba parada en las puertas intentando recordar adónde iba. Se olvidaba de encender el hornillo debajo de las verduras o de poner agua en la cafetera. Le preguntó a Grant cuándo se habían mudado a esa casa.

“¿Fue el año pasado o el anterior?”

“Fue hace doce años”, dijo él.

“Eso es sorprendente”.

—Ella siempre ha sido así —le dijo Grant al médico. Trató de explicarle, sin éxito, que la sorpresa y las disculpas de Fiona ahora parecían de algún modo una cortesía rutinaria, que no ocultaba del todo una diversión privada. Como si ella se hubiera topado con una aventura inesperada o hubiera empezado a jugar a un juego que esperaba él alcanzara a descifrar.

“Sí, bien”, dijo el médico. “Al principio puede ser selectivo. No lo sabemos, ¿no? Hasta que no veamos el patrón del deterioro, no podremos decir con certeza”.

Al cabo de un tiempo, ya casi no importaba qué etiqueta se le pusiera. Fiona, que ya no iba de compras sola, desapareció del supermercado en un descuido de Grant. Un policía la recogió cuando caminaba por el medio de la carretera, a varias cuadras de distancia. Le preguntó su nombre y ella respondió de inmediato. Luego le preguntó el nombre del Primer Ministro.

“Si no sabes eso, jovencito, realmente no deberías estar empleado en un trabajo de tanta responsabilidad”.

Él se rio, pero ella cometió el error de preguntarle si había visto a Boris y a Natasha. Se refería a los perros lobo rusos, ahora muertos, que ella había adoptado hacía muchos años, como un favor a una amiga, y a los que luego se dedicó con devoción por el resto de sus vidas. Su adopción podría haber coincidido con el descubrimiento de que no era probable que pudiera tener hijos. Algo sobre que sus trompas estaban bloqueadas o retorcidas... Grant no podía recordarlo ahora. Él siempre había evitado pensar en todo ese aparato femenino. O podría haber sido después de que la madre de ella muriera. Las patas largas y el pelo sedoso de los perros, sus caras estrechas, amables e intransigentes combinaban perfectamente con ella cuando los sacaba a pasear. O el propio Grant, en aquellos días, al conseguir su primer trabajo en la universidad (el dinero de su suegro era bienvenido allí a pesar del tinte político), podría haber parecido a algunas personas como si hubiera sido elegido por otro de los caprichos excéntricos de Fiona, y cuidado, acicalado y mimado... aunque, afortunadamente, él no lo comprendió hasta mucho después.

***

Había una regla que nadie era admitido en Meadowlake durante el mes de diciembre. La temporada de festividades tenía muchos peligros emocionales. Así que hicieron el viaje de veinte minutos en enero. Antes de llegar a la carretera, el camino rural se adentraba en una hondonada pantanosa que ahora estaba completamente congelada.

Fiona dijo: “Oh, recuerdo”.

Grant dijo: “Yo también estaba pensando en eso”.

“Sólo que fue a la luz de la luna”, dijo ella.

Ella hablaba de la vez que habían salido a esquiar de noche bajo la luna llena y sobre la nieve con rayas negras, en aquel lugar al que sólo se podía acceder en pleno invierno. Habían oído el crujido de las ramas en el frío.

Si podía recordar eso tan vívidamente y con tanta precisión, ¿podía en realidad ser tan grave lo de ella? Lo único que atinó a hacer fue seguir y no conducir de vuelta a casa.

La supervisora le explicó otra regla: no se podía visitar a los nuevos residentes durante los primeros treinta días. La mayoría de la gente necesitaba ese tiempo para instalarse. Antes de que se estableciera esta regla, se oían súplicas, lágrimas y rabietas, incluso de aquellos que habían ingresado voluntariamente. Alrededor del tercer o cuarto día, empezaban a lamentarse y a suplicar que los llevaran a casa. Y algunos familiares podían ser susceptibles a eso, así que había gentes que eran transportadas a casa, donde no mejoraban. Seis meses, o a veces sólo unas semanas después, había que repetir otra vez el engorroso rito de admisión.

“En cambio”, dijo la supervisora, “hemos descubierto que, si se los deja solos el primer mes, generalmente terminan felices como almejas”.

***

De hecho, hacía varios años ellos habían ido a Meadowlake varias veces para visitar al señor Farquhar, el viejo granjero soltero que había sido su vecino. Había vivido solo en una casa de ladrillos a la que no se había hecho modificaciones desde principios de siglo, salvo por la instalación de un refrigerador y un televisor. Ahora, del mismo modo que la casa del señor Farquhar había desaparecido, sustituida por una especie de castillo destartalado que era la residencia de fin de semana de unas personas de Toronto, el viejo Meadowlake también había desaparecido, aunque solo databa de los años cincuenta. El nuevo edificio era un lugar espacioso y abovedado, cuyo aire olía ligera y plácidamente a pino. Una vegetación profusa y genuina brotaba de unos recipientes gigantes en los pasillos.

Sin embargo, fue en el viejo Meadowlake donde Grant se imaginó a Fiona durante el largo mes que tuvo que pasar sin verla. Llamaba todos los días con la esperanza de hablar con la enfermera cuyo nombre era Kristy. A ella le resultaba un poco graciosa su constancia, pero le daba un informe más completo que cualquier otra enfermera con la que se comunicara.

Fiona se había resfriado la primera semana, dijo ella, pero eso no era inusual para los recién llegados. “Como cuando tus niños comienzan la escuela”, dijo Kristy. “Están expuestos a un montón de gérmenes nuevos y durante un tiempo se contagian de todo”.

Luego el resfriado mejoró. Ya no le daban antibióticos y no parecía tan confundida como cuando llegó. (Esta era la primera vez que Grant oía hablar de los antibióticos o de la confusión). Tenía bastante apetito y parecía disfrutar de estar sentada en el solario. Y estaba haciendo algunas amistades, dijo Kristy.

Si alguien llamaba, él dejaba que la contestadora respondiera. Las personas con las que se relacionaban de vez en cuando no eran vecinos cercanos, sino personas que vivían en diferentes partes del país, que estaban jubiladas, como ellos, y quienes a menudo se iban de paseo sin previo aviso. Estos imaginarían que él y Fiona estarían en un viaje de ese tipo en ese momento.

Grant esquiaba para hacer ejercicio. Esquiaba en círculos por el campo que había detrás de la casa mientras el sol se ponía y dejaba el cielo rosado sobre un paisaje que parecía estar delimitado por olas de hielo con bordes azules. Luego volvía a la casa, que se oscurecía, y encendía el televisor mientras preparaba la cena. Normalmente preparaban la cena juntos. Uno de ellos preparaba las bebidas y el otro el fuego, y hablaban de su trabajo (él estaba escribiendo un estudio sobre los legendarios lobos nórdicos y, en particular, sobre el gran lobo Fenrir, que se traga a Odín al final del mundo) y de lo que estuviera leyendo Fiona y de lo que habían estado pensando durante su día, que habían pasado cercanos pero separados. Ése era su momento de intimidad más animado, aunque también había, por supuesto, los cinco o diez minutos de dulzura física justo después de meterse en la cama, algo que no solía terminar en el acto sexual, pero que les aseguraba que el deseo sexual aún seguía vivo.

***

En un sueño, él le mostró una carta a uno de sus colegas. La carta era de la compañera de habitación de una chica en la que no había pensado durante un tiempo y era moralista y hostil, amenazante, en un tono de queja. La chica en sí era alguien de quien se había separado decentemente y parecía poco probable que quisiera armar un escándalo, y mucho menos intentar suicidarse, que era lo que la carta intentaba decirle elaboradamente que ella había hecho.

Había considerado a su colega como un amigo. Era uno de esos maridos que habían sido de los primeros en tirar la corbata y marcharse de casa para pasar todas las noches en un colchón en el suelo con una amante joven y encantadora, llegando a sus oficinas, a sus clases, desaliñado y oliendo a marihuana e incienso. Pero ahora él lo veía con malos ojos.

—Yo no me reiría —le dijo a Grant, que no creía que se estuviese riendo—. Y si yo fuera tú, intentaría preparar a Fiona.

Así que Grant salió a buscar a Fiona a Meadowlake (el viejo Meadowlake), pero en vez entró en una sala de conferencias. Allí todos lo esperaban para que diera su clase. Y sentadas en la última fila, la más alta, había una bandada de mujeres jóvenes de mirada fría, todas vestidas de negro, todas de luto, que nunca apartaban su mirada amarga de él y, deliberadamente, no anotaban nada de lo que él decía ni les importaba.

Fiona estaba en la primera fila, tranquila. “Oh, vaya”, dijo ella. “Las chicas de esa edad siempre andan por ahí hablando de que se van a suicidar”.

Él se despertó del sueño, tomó pastillas y comenzó a separar lo que era real de lo que no lo era.

Había llegado una carta y la palabra «rata» en letras negras había aparecido pintada en la puerta de su despacho, y Fiona, al enterarse de que una chica se había enamorado perdidamente de él, había dicho más o menos lo mismo que en el sueño. El colega no había intervenido y nadie se había suicidado. Grant no había caído en desgracia. De hecho, había salido airoso si se pensaba en lo que podría haber ocurrido un par de años después. Pero se corrió la voz. La indiferencia se hizo patente. Recibieron pocas invitaciones de Navidad y pasaron la Nochevieja solos. Grant se emborrachó y, sin que se lo exigieran (y, gracias a Dios, sin cometer el error de una confesión), le prometió a Fiona una nueva vida.

En ningún momento se había reconocido que la vida de un mujeriego (si se le podía llamar así a Grant, él, que no había tenido ni la mitad de conquistas que el hombre que le había reprochado en su sueño) implicaba actos de generosidad, e incluso de sacrificio. Muchas veces él había complacido el orgullo de una mujer, su fragilidad, ofreciéndole más afecto, o una pasión más intensa, de lo que realmente sentía. Todo para que ahora lo acusaran de herir, explotar y destruir autoestimas. Y de engañar a Fiona, como, por supuesto, había hecho. Pero ¿habría sido mejor si hubiera hecho lo que otros habían hecho con sus esposas y la hubiera dejado? Él nunca había pensado en algo así. Él nunca había dejado de hacerle el amor a Fiona. No se había separado de ella ni una sola noche. Nada de inventarse historias elaboradas para pasar un fin de semana en San Francisco o en una tienda de campaña en la isla Manitoulin. Él había dejado de consumir drogas y alcohol y había seguido publicando artículos, formando parte de comités y progresando en su carrera. Nunca había tenido intención de dejar de lado el trabajo y el matrimonio para irse al campo a practicar la carpintería o a criar abejas.

Pero, después de todo, algo así había sucedido. Él se había jubilado anticipadamente con una pensión reducida. El padre de Fiona había muerto, después de pasar un tiempo solo, desconcertado y estoico en la gran casa, y Fiona había heredado tanto esa propiedad como la granja donde su padre se había criado, en el campo cerca de Georgian Bay.

Era una vida nueva. Él y Fiona trabajaban en la casa. Adquirieron esquís de fondo. No eran muy sociables, pero poco a poco hicieron algunos amigos. Ya no había más coqueteos frenéticos. No más pies desnudos de mujer metiéndose debajo de las perneras de los pantalones de un hombre en una cena. No más esposas fáciles.

"Justo a tiempo", pensó Grant, cuando la sensación de injusticia se había disipado. Las feministas y tal vez la misma chica triste y tonta y sus supuestas amigas cobardes lo habían expulsado justo a tiempo. De una vida que, de hecho, se estaba convirtiendo en más problemática de lo que valía la pena. Y que, con el tiempo, podría haberle costado perder a Fiona.

***

La mañana del día en que debía regresar a Meadowlake para su primera visita a Fiona, Grant se despertó temprano. Sentía un hormigueo solemne, como en los viejos tiempos, la mañana en que planeaba su primer encuentro con una mujer nueva. La sensación no era precisamente sexual (más tarde, cuando los encuentros se habían convertido en rutina, no era más que eso). Había una expectativa de descubrimiento, casi una expansión espiritual. También timidez, humildad, alarma.

Había habido un deshielo. Aún quedaba mucha nieve, pero el paisaje deslumbrante y duro del invierno anterior se había desmoronado. Aquellos montones llenos de baches bajo un cielo gris parecían basura en los campos. En el pueblo cercano a Meadowlake encontró una floristería y compró un gran ramo de flores. Nunca antes le había regalado flores a Fiona. Ni a nadie más. Entró en el edificio sintiéndose como un amante sin esperanza o un marido culpable en una caricatura.

—Vaya, Narcisos, en este tiempo —dijo Kristy—. Debe haberle costado una fortuna. —Ella caminó por el pasillo delante de él y encendió la luz de una especie de despensa, donde buscó un jarrón. Era una joven corpulenta que parecía haber renunciado a su apariencia en todos los aspectos, excepto en el pelo, que era rubio y voluminoso. Todo el lujo inflado del estilo de una camarera de cócteles, o de una stripper, encima de un rostro y un cuerpo tan cotidianos.

—Ya está —dijo ella, y le hizo un gesto con la mano para que se alejara por el pasillo—. Su nombre está en la puerta.

Allí estaba, escrito en una placa decorada con pájaros azules. Dudó si tocar, pero lo hizo. Luego abrió la puerta y la llamó por su nombre.

Ella no estaba. La puerta del armario estaba cerrada, la cama estaba arreglada. No había nada en la mesilla de noche, excepto una caja de Kleenex y un vaso de agua. Ni una sola fotografía o imagen de ningún tipo, ni un libro o una revista. Tal vez por regla había que guardarlos en un armario.

Él regresó a la estación de enfermeras. Kristy dijo: “¿No?” con una sorpresa que a él le pareció superficial. Vaciló, sosteniendo las flores. Ella dijo: “Está bien, está bien, dejemos el ramo aquí”. Suspirando, como si fuera un niño retrasado en su primer día de escuela, la siguió por el pasillo hacia un gran espacio central con tragaluces que parecía ser una zona de reunión general. Algunas personas estaban sentadas a lo largo de las paredes, en sillones, otras en mesas en medio del piso alfombrado. Ninguno de ellos parecía demasiado mal. Viejos, algunos de ellos lo suficientemente incapacitados como para necesitar sillas de ruedas, pero presentables. Habían visto algunas cosas desconcertantes cuando él y Fiona visitaban al señor Farquhar. Pelos en las barbillas de las ancianas, alguien con un ojo abultado como una ciruela podrida. Ancianos babeantes, agitadores de cabeza, parlanchines locos. Ahora parecía como si hubieran eliminado los peores casos.

—¿Ve? —dijo Kristy en voz más baja—. Acérquese y dígale hola e intente no asustarla. Ande, acérquese.

Él vio a Fiona de perfil, sentada cerca de una de las mesas de juego, pero sin jugar. Se la veía un poco hinchada, la flacidez de una mejilla ocultaba la comisura de la boca, algo que no había sucedido antes. Estaba observando el juego del hombre que estaba sentado más cerca de ella. Este sostenía sus cartas inclinadas para que ella pudiera verlas. Cuando Grant se acercó a la mesa, ella levantó la vista. Todos miraron hacia Grant; todos los jugadores de la mesa miraron, con desagrado. Luego, inmediatamente bajaron la mirada a sus cartas, como para evitar cualquier intrusión.

Pero Fiona sonrió con su sonrisa torcida, avergonzada, pícara y encantadora, empujó su silla hacia atrás y se acercó a él, llevándose los dedos a la boca.

—Bridge —susurró ella—. Es algo muy serio. Son bastante fanáticos al respecto. —Lo atrajo hacia la mesa de café, mientras hablaba—. Recuerdo que durante un tiempo fue así en la universidad. Mis amigos y yo nos saltábamos las clases y nos sentábamos en la sala común a fumar y jugar con ferocidad. ¿Quieres algo? ¿Una taza de té? Me temo que el café aquí no es muy bueno.

Grant nunca bebía té.

Él no podía abrazarla. Había algo en su voz y su sonrisa, por familiares que fueran, algo en la forma en que parecía proteger a los jugadores de él (y a él de su disgusto) que lo hacía imposible.

—Te traje unas flores —dijo él—. Pensé que servirían para alegrar tu habitación. Fui a tu habitación, pero no estabas allí.

—No —dijo ella—. Estoy aquí. —y miró hacia la mesa.

Grant dijo: “Tienes un nuevo amigo”. Señaló con la cabeza al hombre a cuyo lado ella había estado sentada. En ese momento, el hombre miró a Fiona y ella se giró, ya sea por lo que Grant había dicho o porque sintió la mirada en su espalda.

“Es solo Aubrey”, dijo ella. “Lo curioso es que lo conocí hace muchos años. Trabajaba en la ferretería donde mi abuelo solía comprar. Él y yo siempre bromeábamos y él no tuvo el valor de invitarme a salir. Hasta el último fin de semana, cuando me llevó a ver un partido de béisbol. Pero cuando terminó, mi abuelo apareció para llevarme a casa. Yo estaba de visita durante el verano. Visitando a mis abuelos, que vivían en una granja”.

—Fiona, yo sé dónde vivían tus abuelos. Es donde vivimos nosotros. Vivíamos.

—¿De verdad? —dijo ella, sin prestarle demasiada atención porque el jugador de cartas le estaba enviando su mirada, que no era de súplica, sino de orden. Era un hombre más o menos de la edad de Grant, o un poco mayor. Un espeso pelo blanco le caía sobre la frente y su piel era curtida como cuero, pero pálida, de un blanco amarillento como un guante de niño, viejo y arrugado. Su rostro alargado era digno y melancólico y tenía algo de la belleza de un caballo viejo, poderoso y desanimado. Pero en lo que se refería a Fiona, él no estaba desanimado.

—Será mejor que me vaya —dijo Fiona, ruborizada en su nuevo engordado rostro—. Él cree que no puede jugar sin que yo esté sentada allí. Es una tontería, ya casi no sé jugar. Si te dejo ahora, ¿puedes entretenerte solo? Todo esto debe parecerte extraño, pero te sorprenderá lo rápido que te acostumbrarás. Llegarás a conocerlos a todos. Excepto que algunos de ellos están bastante bien en las nubes, ¿sabes? No puedes esperar que todos sepan quién eres.

Ella se sentó de nuevo en su silla y le dijo algo al oído a Aubrey. Ella le dio golpecitos con los dedos en el dorso de su mano.

Grant fue a buscar a Kristy y la encontró en el pasillo. Ella empujaba un carrito con jarras de jugo de manzana y jugo de uva.

“¿Y bien?”, dijo ella.

Grant preguntó: “¿Sabe ella siquiera quién soy yo?” No podía decidirse. Ella podría haber estado gastándole una broma. No sería raro en ella. Se había delatado con esa pequeña farsa al final, hablándole como si ella pensara que tal vez él era un nuevo residente. Si en verdad fue un fingimiento.

Kristy dijo: “La pilló en un mal momento. Involucrada en el juego”.

“Ella ni siquiera está jugando”, dijo él.

—Bien, pero su amigo está jugando. Aubrey.

—Pero, ¿quién es Aubrey?

—Ese mismo. Aubrey. Su amigo. ¿Quiere un jugo? —Grant negó con la cabeza. —Oh, mire —dijo Kristy—. Se encariñan. Eso se apodera de ellos por un tiempo. Es como si fueran los mejores amigos. Es como una etapa.

—¿Quiere decir que tal vez ella realmente no sepa quién soy yo?

—Puede que no. Hoy no. Quizás mañana sí. Nunca se sabe, ¿no? Ya verá cómo es cuando lleve un tiempo viniendo. Aprenderá a no tomárselo tan en serio. Aprenda a tomarlo día a día.

***

Día a día. Pero las cosas no cambiaban hacia atrás o hacia adelante y él no se acostumbraba a lo que estaba sucediendo. Fiona era la que parecía acostumbrarse a él, pero sólo como un visitante persistente que se interesaba especialmente por ella. O quizá incluso como una molestia a la que había que impedir, según sus antiguas reglas de cortesía, que se diera cuenta de que él era una de ellas. Lo trataba con una especie de amabilidad distraída y social que lograba evitar que él le hiciera la pregunta más obvia, la más necesaria: ¿lo recordaba como su marido durante casi cincuenta años? Le dio la impresión de que se sentiría avergonzada por esa pregunta; no por ella misma, sino por él.

Kristy le dijo que Aubrey había sido el representante local de una empresa que vendía herbicidas “y todo ese tipo de cosas” a los agricultores. Y entonces, no siendo aún muy mayor o sin siquiera estar jubilado, dijo ella, él había sufrido algún tipo de daño inusual.

“Su esposa es la que lo cuida, generalmente en casa. Ella lo dejó aquí temporalmente para poder descansar. Su hermana quería que ella se fuera a Florida. Verá, ella lo pasó muy mal, nunca hubiera esperado que un hombre como él... se fueron de vacaciones a algún lugar y él se contagió de algo, al parecer un virus que le provocó una fiebre muy alta. Y cayó en coma, y lo dejó en la condición que está ahora”.

La mayoría de las tardes, la pareja estaba sentada a la mesa de juego. Aubrey tenía manos grandes, de dedos gruesos. A él le resultaba difícil manejar las cartas. Fiona barajaba y repartía por él y, a veces, se movía rápidamente para enderezar una carta que parecía escapársele de las manos. Grant observaba desde el otro lado de la habitación su rápido movimiento y su rápida disculpa entre risas. Pudo ver el ceño fruncido de Aubrey, cuando un mechón del cabello de ella le tocó la mejilla. Aubrey prefería ignorarla, siempre y cuando ella se mantuviera cerca.

Pero si ella le sonreía a Grant para saludarlo, si empujaba hacia atrás su silla y se levantaba para ofrecerle té —mostrando que había aceptado su derecho a estar allí—, el rostro de Aubrey adquiría una expresión de sombría consternación. Dejaba que las cartas se les resbalaran de las manos y cayeran al suelo, arruinando así la partida. Y entonces Fiona tenía que poner manos a la obra y arreglar las cosas.

Si Fiona y Aubrey no estaban en la mesa de bridge, lo más probable era que estuvieran caminando por los pasillos, Aubrey agarrado a la barandilla con una mano y agarrando el brazo o el hombro de Fiona con la otra. Las enfermeras pensaron que era una maravilla la forma en que ella lo había sacado de la silla de ruedas. Aunque para los viajes más largos —al invernadero en un extremo del edificio o a la sala de televisión en el otro—, era necesaria la silla de ruedas.

En el invernadero, la pareja se sentaba entre las plantas de aspecto tropical más frondosas y tupidas; una glorieta, por así decirlo. Grant se quedaba cerca, de vez en cuando, al otro lado de la vegetación, escuchando. Entre el susurro de las hojas y el sonido del agua que salpicaba se mezclaban la suave conversación de Fiona y su risa. Luego, una especie de carcajada. Aubrey podía hablar, aunque su voz probablemente no sonara como antes. Parecía decir algo ahora: un par de sílabas gruesas.

— Cuídate. Él está aquí. Mi amor.

Grant hizo un esfuerzo y redujo sus visitas a miércoles y sábados. Los sábados eran los días festivos de mayor ajetreo y tensión. Las familias llegaban en grupos. Las madres solían estar a cargo; eran ellas las que mantenían viva la conversación. Los hombres parecían intimidados; los adolescentes ofendidos. Ningún niño o nieto parecía visitar a Aubrey, y como no podían jugar a las cartas —las mesas estaban ocupadas por las fiestas de helados—, él y Fiona se mantenían alejados de las actividades del sábado. El invernadero era demasiado popular entonces para cualquiera de sus conversaciones íntimas. Esas podrían estar sucediendo, por supuesto, detrás de la puerta cerrada de Fiona. Grant no se animaba a tocar cuando la encontraba cerrada, aunque se quedaba allí un rato mirando la placa de identificación estilo Disney con una intensa, verdadera aversión maligna.

O tal vez estuvieran en la habitación de Aubrey, pero él no sabía dónde quedaba esta. Cuanto más exploraba ese lugar, más pasillos, asientos y rampas descubría, y en su deambular todavía era probable que se perdiera. Un sábado miró por una ventana y vio a Fiona —tenía que ser ella— llevando a Aubrey en su silla de ruedas por uno de los senderos pavimentados que ahora estaban libres de nieve y hielo. Llevaba un ridículo gorro de lana y una chaqueta con remolinos de azul y violeta, el tipo de ropa que había visto en las mujeres del lugar en el supermercado. Debía ser que no se molestaran en ordenar los guardarropas de las mujeres que eran más o menos de la misma talla y contaban con que ellas no reconocerían su propia ropa de todos modos. También le habían cortado el pelo. Le habían quitado su aureola angelical.

Un miércoles, cuando todo era más normal y se habían reanudado los juegos a las cartas y las mujeres de la sala de manualidades estaban haciendo flores de seda o muñecas con vestuarios —y cuando Aubrey y Fiona volvieron a estar presentes, de modo que Grant pudo tener una de sus breves, amistosas y enloquecedoras conversaciones con su esposa— le dijo: “¿Por qué te cortaron el pelo?”.

Fiona se llevó las manos a la cabeza para comprobarlo.

—Ah, pues nunca lo eché de menos —dijo ella.

***

Cuando Grant empezó a enseñar literatura anglosajona y nórdica, sus clases se componían de los alumnos tradicionales, pero al cabo de unos años notó un cambio: mujeres casadas habían empezado a volver a la escuela, no con la idea de preparase para conseguir trabajo, sino simplemente para tener algo más interesante en qué pensar que sus habituales tareas domésticas y aficiones; para enriquecer sus vidas. Y quizá se dedujo de forma natural que los hombres que les enseñaban esas cosas formaran parte del enriquecimiento, que esos hombres les parecieran a esas mujeres más misteriosos y deseables que los hombres para los que todavía cocinaban en la casa y con quienes compartían la cama.

Quienes se registraban en los cursos de Grant puede que tuvieran antecedentes escandinavos o haber aprendido algo sobre la mitología nórdica a través de Wagner o de novelas históricas. También había algunas que pensaban que él estaba enseñando una lengua celta y para quienes todo lo celta tenía un encanto místico. Él hablaba a estas aspirantes con bastante rudeza desde su lado del escritorio.

“Si quiere aprender un idioma bonito, aprenda español. Luego podrá usarlo cuando vaya a México”.

Algunas tomaron nota de su advertencia y se alejaron. Otras parecieron conmovidas personalmente por su tono exigente. Estas trabajaron con voluntad y llevaron a su oficina, a su vida regulada y satisfactoria, el sorprendente florecimiento de su madura sumisión femenina, su trémula esperanza de aprobación.

Él eligió a una mujer llamada Jacqui Adams. Era todo lo contrario de Fiona: bajita, regordeta, de ojos oscuros y efusiva. No conocía la ironía. La relación duró un año, hasta que trasladaron a su marido. Cuando se estaban despidiendo en el coche, ella empezó a temblar sin control. Era como si tuviera hipotermia. Ella le escribió varias veces, pero a él el tono de sus cartas le pareció exagerado y no sabía cómo responder. Dejó que se le escapara el tiempo para responder mientras se involucraba mágica e inesperadamente con una chica que era lo bastante joven como para ser la hija de Jacqui.

Mientras estaba ocupado con Jacqui, se había producido otro acontecimiento aún más vertiginoso: unas jovencitas de pelo largo y sandalias entraban en su despacho y prácticamente se declaraban listas para tener sexo. Los acercamientos cautelosos y las tiernas insinuaciones de sentimientos requeridos para con Jacqui habían quedado atrás. Un torbellino le azotó, como a muchos otros. Los escándalos estallaron abiertamente, con un dramatismo intenso y doloroso por todas partes, pero con la sensación de que, de algún modo, era mejor así. Hubo represalias, hubo despidos, pero los despedidos se marcharon a dar clases en universidades más pequeñas y tolerantes o en centros de aprendizaje abierto, y muchas esposas que se quedaron atrás se sobrepusieron al shock y adoptaron las costumbres, la despreocupación sexual de las chicas que habían tentado a sus maridos. Las fiestas académicas, que solían ser tan predecibles, se convirtieron en un campo minado. Había estallado una epidemia que se extendía como la gripe española. Sólo que esta vez la gente corría en busca del contagio, y pocas entre los dieciséis y los sesenta años de edad parecían dispuestas a quedarse al margen.

Eso era una exageración, por supuesto. Fiona estaba más que dispuesta a mirar para otro lado. Y el propio Grant no se excedió. Lo que sintió fue principalmente un aumento gigantesco en su bienestar. Desapareció una tendencia a la gordura que había tenido desde los doce años. Subía corriendo los escalones de dos en dos. Apreciaba como nunca antes un espectáculo de nubes rasgadas y puestas de sol invernales vistas desde la ventana de su oficina, el encanto de las lámparas antiguas brillando entre las cortinas del salón de sus vecinos, los gritos de los niños en el parque al anochecer, que no querían abandonar la colina donde habían estado haciendo trineo. Cuando llegó el verano, aprendió los nombres de las flores. En su clase, después de recibir instrucciones de su suegra casi muda (su aflicción era un cáncer de garganta), se arriesgó a recitar la majestuosa y sangrienta oda islandesa, el Höfudlausn, compuesta en honor al rey Erik Bloodaxe, por el escaldo a quien ese rey había condenado a muerte.

Fiona nunca había aprendido islandés y nunca había mostrado mucho respeto por las historias que conservaban, las historias que Grant había enseñado y sobre las que había escrito. Se refería a sus héroes como “el viejo Njal” o “el viejo Snorri”. Pero en los últimos años había desarrollado un interés por el país en sí y miraba guías de viaje. Leyó sobre el viaje de William Morris y el de Auden. En realidad, no planeaba viajar allí. Decía que debería haber un lugar en el que pensaras y del que supieras, y tal vez anhelaras conocer, pero que nunca llegaras a visitar.

De todas maneras, la siguiente vez que fue a Meadowlake, Grant le llevó a Fiona un libro que había encontrado con acuarelas del siglo XIX hechas por una mujer que había viajado a Islandia. Era miércoles. Él fue a buscarla a las mesas de juego, pero no la vio. Una mujer le dijo: “Ella no está aquí. Está enferma”.

Su voz sonaba presuntuosa y emocionada, satisfecha consigo misma por haberlo reconocido, aunque él no sabía nada sobre ella. Tal vez también satisfecha con todo lo que sabía sobre Fiona, sobre la vida de Fiona allí, pensando que tal vez era más de lo que él sabía.

“Él tampoco está aquí”, añadió ella.

Grant fue en busca de Kristy, quien no tenía mucho tiempo para dedicarle. Esta estaba consolando a una mujer llorosa que parecía ser nueva.

“Nada, en realidad”, dijo ella cuando él le preguntó qué le pasaba a Fiona. “Hoy está pasando el día en cama, está un poco molesta”.

Fiona estaba sentada erguida en la cama. Las pocas veces que había estado en esa habitación, él no se había dado cuenta de que se trataba de una cama de hospital y que podía levantarse de esa manera. Llevaba uno de sus vestidos de doncella de cuello alto y su rostro tenía una palidez que parecía masa de harina.

Aubrey estaba a su lado en su silla de ruedas, lo más cerca posible de la cama. En lugar de las anodinas camisas de cuello abierto que solía llevar, llevaba una chaqueta y una corbata. Su elegante sombrero de tweed descansaba sobre la cama. Parecía que había salido a cumplir un asunto importante.

Fuera lo que fuese que estuviera haciendo, parecía agotado. Él también tenía el rostro gris.

Ambos miraron a Grant con una aprensión profunda y dolorosa que se transformó en alivio, aunque no en bienvenida, cuando vieron quién era, y no quién habían pensado que sería. Se aferraban el uno al otro de la mano y no se soltaban.

El sombrero sobre la cama. La chaqueta y la corbata.

No era que Aubrey hubiera estado fuera. No era una cuestión de dónde había estado o a quién había ido a ver. Era adónde iba.

Grant dejó el libro en la cama, junto a la mano libre de Fiona.

“Es sobre Islandia”, dijo. “Pensé que tal vez te gustaría verlo”.

—Bien, gracias —dijo Fiona, sin mirar el libro.

“Islandia”, dijo él.

—Islandia —dijo ella. La primera sílaba logró mantener un matiz de interés, pero la segunda sonó apagada. De todos modos, ella tuvo que volver a prestar atención a Aubrey, que estaba retirando su gran mano gruesa de la de ella. —¿Qué pasa? —dijo—. ¿Qué pasa, corazón querido? Grant nunca la había oído usar esa expresión florida antes.

—Está bien —dijo ella—. Ah, toma. —Y sacó un puñado de kleenex de la caja que había junto a su cama. Aubrey había empezado a llorar.

—Toma, toma —dijo ella, y él agarró el kleenex lo mejor que pudo y se lo pasó con torpeza, pero con suerte, por la cara. Mientras él estaba ocupado, Fiona se volvió hacia Grant.

—Por casualidad, ¿tienes alguna influencia aquí? —dijo ella en un susurro—. Te he visto hablando con ellos...

Aubrey emitió un sonido de protesta, de cansancio o de disgusto. Luego, su torso se inclinó hacia adelante como si quisiera arrojarse sobre Fiona. Ella medio se levantó de la cama y lo agarró. Parecía impropio de Grant ayudarla.

—Tranquilo —decía Fiona—. Oh, cariño. Calla. Ya nos veremos. Tendremos que hacerlo. Iré a verte. Tú vendrás a verme.

Aubrey volvió a hacer el mismo sonido con su cara en el pecho de Fiona y no hubo nada que Grant pudiera hacer decentemente más que salir de la habitación.

“Solo deseo que su esposa se apresure y venga pronto”, dijo Kristy cuando Grant se topó con ella. “Deseo que lo saque de aquí y acorte la agonía. Tenemos que empezar a servir la cena dentro de poco y ¿cómo se supone que vamos a lograr que ella coma algo si él todavía está aquí?”

Grant preguntó: “¿Debería quedarme?”

“¿Para qué? Ella no está enferma.”

“Para hacerle compañía”, dijo él.

Kristy negó con la cabeza.

“Tienen que superar estas cosas por sí solos. Normalmente tienen mala memoria. Lo cual no siempre es tan malo”.

Grant se marchó sin volver a la habitación de Fiona. Se dio cuenta de que el viento era cálido y los cuervos estaban haciendo un alboroto. En el estacionamiento, una mujer que vestía un traje de pantalón a cuadros estaba sacando una silla de ruedas plegable del baúl de su coche.

***

Fiona no se sobrepuso a su pena. No comía a la hora de comer, aunque fingía hacerlo, escondiendo comida en su servilleta. Le daban una bebida suplementaria dos veces al día; alguien se quedaba y la vigilaba mientras se la tragaba. Ella se levantaba de la cama y se vestía, pero lo único que quería hacer entonces era sentarse en su habitación. No habría hecho ningún ejercicio si Kristy, o Grant durante las horas de visita, no la hubieran paseado por los pasillos o la hubieran llevado afuera. El llanto le había dejado los ojos enrojecidos y apagados. Su chaqueta —si acaso era suya— con frecuencia estaba mal abotonada. No había llegado al punto de dejarse el pelo sin cepillar o las uñas sin limpiar, pero eso podría llegar pronto. Kristy dijo que sus músculos se estaban deteriorando y que, si no mejoraba, la pondrían en un andador.

“Pero, la verdad es que, una vez que consiguen un andador, empiezan a depender de él y ya no caminan mucho, sólo van a donde tienen que ir”, le dijo ella a Grant. “Usted tendrá que esforzarse más. Intente animarla”.

Pero Grant no tuvo suerte en eso. Fiona parecía haberle cogido antipatía, aunque intentaba disimularlo. Tal vez cada vez que lo veía recordaba sus últimos minutos con Aubrey, cuando le había pedido ayuda y él no la ayudó.

Dadas las circunstancias, él no veía mucho sentido en mencionar su matrimonio.

La supervisora llamó a Grant a su oficina y le dijo que Fiona estaba bajando de peso incluso con el suplemento.

“El problema es que, como usted ya sabrá, no proveemos cuidados prolongados en cama en el primer piso. Lo hacemos temporalmente si alguien no se siente bien, pero si se debilita demasiado para moverse y ser responsable, tenemos que considerar la posibilidad de colocarlo en el piso de arriba”.

Él dijo que no creía que Fiona había estado en cama tan a menudo.

—No, pero si no puede mantener su fortaleza, lo estará. Ahora mismo ella está en el límite.

Grant dijo que él entendía que el segundo piso era para personas cuyas mentes estaban perturbadas.

“Eso también”, dijo ella.

***

La calle por la que Grant se encontró conduciendo se llamaba Blackhawks Lane. Todas las casas parecían haber sido construidas en la misma época, quizá treinta o cuarenta años atrás. La calle era ancha y sinuosa y no tenía aceras. Los amigos de Grant y Fiona se habían mudado a lugares parecidos cuando empezaron a tener hijos, y allí todavía vivían familias jóvenes. Había aros de baloncesto sobre las puertas de los garajes y triciclos en las entradas para coches. Algunas de las casas se habían ido deteriorando. Los patios estaban marcados por huellas de neumáticos, las ventanas estaban cubiertas de papel de aluminio o por banderas descoloridas. Pero algunas parecían haber sido conservadas lo mejor posible por las personas que se habían mudado a ellas cuando eran nuevas, personas que no tenían dinero o tal vez no habían sentido la necesidad de mudarse a un lugar mejor.

La casa que figuraba en la guía telefónica como propiedad de Aubrey y su esposa era una de ellas. El camino de entrada estaba pavimentado con losas y bordeado por jacintos que se erguían tan tiesos como flores de porcelana, de color rosa y azul alternados.

Él no recordaba nada de la esposa de Aubrey, salvo el traje a cuadros que la había visto llevar en el estacionamiento. Los faldones de la chaqueta se habían abierto cuando ella se agachó en el baúl del coche para agarrar la silla de ruedas. Tenía la impresión de que tenía una cintura esbelta y unas nalgas anchas.

Hoy no llevaba el traje a cuadros, sino unos pantalones marrones con cinturón y un jersey rosa. Tenía razón en lo que se refería a la cintura: el cinturón ajustado demostraba que se tomaba muy en serio su forma. Tal vez hubiera sido mejor que no lo hiciera, ya que la abultaba considerablemente arriba y abajo.

Ella aparentaba ser diez o doce años más joven que su marido. Llevaba el pelo corto, rizado y enrojecido artificialmente. Tenía los ojos azules, de un azul más claro que los de Fiona, un azul turqués, oblicuos por un ligero abultamiento. Y muchas arrugas, que se hacían más visibles gracias a un maquillaje con efecto nogal. O quizá se debía a su bronceado de La Florida.

Él dijo que no sabía muy bien cómo presentarse.

“Solía ver a su marido en Meadowlake. Yo también visito ese lugar con regularidad”.

—Sí —dijo la esposa de Aubrey, con un movimiento agresivo de la barbilla.

“¿Cómo está su marido?”

"Él está bien", dijo ella.

“Mi esposa y él entablaron una amistad muy estrecha”.

“Oí hablar de eso.”

“Quería hablar con usted sobre algo, si tiene un minuto”.

“Mi marido no intentó iniciar nada con su esposa, si es eso a lo que se refiere”, dijo ella. “No abusó de ella. No es capaz de hacerlo y, de todos modos, no lo haría. Por lo que he oído, fue al revés”.

Grant dijo: “No, no es eso en absoluto. No vine aquí con ninguna queja sobre el particular”.

—Oh —dijo ella—. Bueno, lo siento. Pensé que venía a eso. Será mejor que entre. Está entrando frío por la puerta. Hoy no está tan cálido como parece.

Que lo invitaran a entrar fue para él una especie de victoria.

Ella lo llevó más allá de la sala de estar y le dijo: "Tendremos que sentarnos en la cocina, donde puedo escuchar a Aubrey".

Grant vio dos capas de cortinas en la ventana delantera, ambas azules, una transparente y otra de seda, un sofá azul a juego y una alfombra de un tono pálido que intimidaba, varios espejos y adornos brillantes. Fiona tenía una palabra para ese tipo de cortinas ondulantes; lo decía como si fuera una broma, aunque las mujeres de las que la había aprendido la usaban en serio. Cualquier habitación que Fiona arreglara era sencilla y luminosa. Ella habría deplorado la aglomeración de todas esas cosas elegantes en un espacio tan pequeño. Desde una habitación contigua a la cocina —una especie de solario, aunque las persianas estaban cerradas para protegerse del brillo de la tarde— se podía oír los sonidos de la televisión.

La respuesta a las oraciones de Fiona estaba situada a unos cuantos metros de distancia, viendo lo que parecía un partido de béisbol. Su esposa le echó una mirada.

Ella le preguntó, “¿Estás bien?”, y cerró parcialmente la puerta.

“Lo mejor es que se tome una taza de café”, le dijo ella a Grant. “Mi hijo lo suscribió al canal de deportes hace un año por Navidad. No sé qué haríamos sin ese canal”.

En las encimeras de la cocina había todo tipo de aparatos y electrodomésticos: cafetera, procesador de comida, afilador de cuchillos y algunas cosas de las que Grant no sabía el nombre ni para qué se utilizaban. Todos parecían nuevos y caros, como si acabaran de ser sacados de sus envoltorios o los pulieran a diario.

Él pensó que sería una buena idea admirar las cosas. Admiró la cafetera que ella estaba usando y dijo que él y Fiona siempre habían tenido la intención de comprar una. Esto era absolutamente falso: Fiona era fanática de un artefacto europeo que solo preparaba dos tazas a la vez.

“Nos lo dieron ellos”, dijo ella. “Nuestro hijo y su esposa. Viven en Kamloops, Columbia Británica. Nos envían más cosas que las que podemos manejar. No estaría mal que en su lugar gastaran el dinero para venir a vernos”.

Grant dijo filosóficamente: “Supongo que están ocupados con sus propias vidas”.

“Pero no estaban tan ocupados como para ir a Hawái el invierno pasado. Se podría entender si tuviéramos a alguien más de la familia cerca. Pero él es el único”.

Ella sirvió el café en dos tazas de cerámica de color marrón y verde que tomó de las ramas amputadas de un tronco de árbol de cerámica que estaba sobre la mesa.

“La gente se siente sola”, dijo Grant. Creía ver su oportunidad. “Si no pueden ver a alguien que les importa, se sienten tristes. Fiona, por ejemplo. Mi esposa”.

—Pensé que había dicho que usted la visita.

—Sí, lo hago —dijo él—. Pero no es eso.

Entonces se arriesgó y le hizo la petición que había venido a hacer. ¿Podría ella considerar llevar a Aubrey de regreso a Meadowlake, tal vez solo a visitar, un día a la semana? Solo había que conducir unos pocos kilómetros. O si quería tomarse un tiempo libre —a Grant no se le había ocurrido antes y se sintió bastante consternado al oírse sugerirlo—, él mismo podría llevar a Aubrey allí; no le importaría hacerlo. Él estaba seguro de que no sería molestia. Mientras él hablaba, ella movía sus labios cerrados y la lengua escondida como si estuviera tratando de identificar algún sabor dudoso. Ella le trajo leche para el café y un plato de galletas de jengibre.

—Hechas en casa —dijo mientras ponía el plato en la mesa. En su tono había más desafío que hospitalidad. Ella no dijo nada más hasta que se sentó, vertió leche en el café y lo removió.

Entonces ella dijo que no.

—No, no puedo hacer eso. Y la razón es que no voy a fastidiarlo.

—¿Eso le molestaría? —preguntó Grant con seriedad.

—Sí, lo haría. Lo molestaría. Esa no es forma de actuar. Traerlo a casa y llevarlo de vuelta. Eso lo confundiría.

—Pero ¿no comprendería él que se trata de una simple visita? ¿No se acostumbraría él a ello?

“Él lo entiende todo perfectamente.”

Ella dijo esto como si Grant hubiera insultado a Aubrey. “Pero sigue siendo una interrupción. Y luego tengo que prepararlo todo y meterlo en el auto, y él es un hombre grande, no es tan fácil de manejar como podría pensar. Tengo que maniobrarlo para meterlo en el auto y empacar su silla y todo eso, ¿y para qué? Si me tomo todas esas molestias, preferiría llevarlo a algún lugar que sea más divertido”.

—Pero, ¿qué tal si yo lo hiciera? —dijo Grant, manteniendo un tono esperanzado y razonable—. Es cierto, usted no debería tener esas molestias.

—Usted no podría —dijo ella rotundamente—. No lo conoce. No podría manejarlo. Él no toleraría que usted hiciera algo por él. ¿Qué ganaría él con todas esas molestias?

Grant pensó que no debía volver a mencionar a Fiona.

“Tendría más sentido llevarlo al centro comercial”, dijo ella. “O, ahora que los barcos del lago están empezando a funcionar de nuevo, puede que le guste ir a verlos”.

Ella se levantó y cogió sus cigarrillos y su encendedor de la ventana que había encima del fregadero.

“¿Usted fuma?”, preguntó ella.

Él dijo que no, gracias, aunque no sabía si le estaban ofreciendo un cigarrillo.

“¿Nunca ha fumado? ¿O lo dejó?”

“Lo dejé”, dijo él.

“¿Hace cuánto tiempo fue eso?”

Él lo pensó.

—Treinta años. No… más.

Había decidido dejarlo cuando empezó a salir con Jacqui, pero no recordaba si lo había dejado primero y pensó que recibiría una gran recompensa por ello o si había pensado que había llegado el momento de dejarlo, ahora que tenía una distracción tan poderosa.

“Yo abandoné la intención de querer dejarlo”, dijo, encendiendo el cigarrillo. “Solo tomé la decisión de querer dejar de fumar, eso es todo”.

Tal vez esa fuera la razón de las arrugas. Alguien —una mujer— le había dicho que las mujeres que fumaban desarrollaban una serie especial de arrugas faciales finas. Pero podría haber sido por el sol, o simplemente por la naturaleza de su piel: su cuello también estaba visiblemente arrugado. Cuello arrugado, pechos juveniles, llenos y levantados. Las mujeres de su edad solían tener esas contradicciones. Los puntos malos y buenos, la suerte genética o la falta de ella, todo mezclado. Muy pocas conservaban su belleza íntegra, aunque sombría, como lo había hecho Fiona. Y tal vez eso ni siquiera fuera cierto. Tal vez él sólo lo pensaba porque había conocido a Fiona cuando era joven. Cuando Aubrey miraba a su esposa, ¿veía él a una chica de secundaria llena de desprecio y descaro, con una inclinación en sus ojos azules, frunciendo sus labios afrutados alrededor de un cigarrillo prohibido?

—Entonces, ¿su esposa está deprimida? —preguntó la esposa de Aubrey—. ¿Cómo se llama su esposa? No recuerdo.

"Se llama Fiona."

—Fiona, ¿y cuál es el suyo? No creo que me lo dijeran.

Grant dijo: "Me llamo Grant".

Ella extendió su mano inesperadamente sobre la mesa.

“Hola, Grant. Me llamo Marian”.

—Ahora que ya sabemos nuestros nombres —dijo ella—, no tiene sentido que no le diga directamente lo que pienso. No sé si sigue tan obsesionado con ver... con ver a Fiona. O no. Yo no le pregunto y él no me lo dice. Quizá sea solo un capricho pasajero. Pero no me apetece llevarlo allí por si resulta que es algo más que eso. No puedo correr el riesgo. No quiero que se inquiete y se entusiasme. Ya tengo las manos llenas con él. No tengo ayuda. Aquí estoy yo sola. Soy todo.

—¿Alguna vez se le ha ocurrido...? Estoy seguro de que es muy difícil para usted... —dijo Grant—. ¿Alguna vez ha pensado en ingresarlo allí permanentemente?

Él había bajado la voz casi hasta un susurro, pero ella no parecía sentir la necesidad de bajar la suya.

—No —dijo ella—. Lo voy a mantener aquí.

Grant dijo: “Bueno, eso es muy bueno y noble de su parte”. Esperaba que la palabra “noble” no hubiera sonado sarcástica. No había sido su intención.

—¿Usted cree? —dijo ella—. Ser noble no es en lo que estoy pensando.

“Aun así, no es fácil”.

—No, no lo es. Pero de la forma que soy, no tengo muchas opciones. No tengo el dinero para dejarlo allí a menos que venda la casa. La casa es nuestra única propiedad. De lo contrario, no tengo recursos. El año que viene tendré su pensión y la mía, pero aun así no podría permitirme mantenerlo allí, sin vender la casa. Y mi casa significa mucho para mí.

“Es muy bonita”, dijo Grant.

—Está bien; me he esforzado mucho en arreglarla y mantenerla en buen estado. No quiero perderla.

—Sí, entiendo lo que quiere decir.

“La empresa nos dejó abandonados a nuestra suerte”, dijo ella. “Yo no sé todos los detalles, pero básicamente lo echaron. Al final, dijeron que él les debía dinero y, cuando traté de averiguar qué era, él me dijo que no era asunto mío. Lo que creo es que él hizo algo bastante estúpido. Pero se supone que no debo preguntar, así que me callé. Usted ha estado casado. Está casado. Ya sabe cómo es esto. Y mientras me enteraba de eso, debíamos hacer este viaje, del que no podíamos zafarnos. Y en el viaje, él contrae un virus del que nunca hemos oído hablar y entra en coma. Así que eso prácticamente lo exonera de todo”.

Grant dijo, “Mala suerte”.

“No quiero decir que él se haya enfermado a propósito. Simplemente sucedió. Él ya no está enojado conmigo y yo no estoy enojada con él. Así es la vida. No se puede vencer a la vida”.

Ella se pasó la lengua con seriedad por el labio superior como un gato, para eliminar las migas de galleta. —Sueno como si fuera una verdadera filósofa, ¿no? Me dijeron en el asilo que usted fue profesor universitario.

“Hace ya bastante tiempo”, dijo Grant.

“Apuesto a que sé lo que está pensando”, dijo ella. “Está pensando ‘he ahí un tipo de persona mercenaria’”.

“No estoy haciendo ese tipo de juicios. Es su vida”.

"Sí que lo es."

Él pensó que deberían terminar con un tono más neutral, así que le preguntó si su marido había trabajado en una ferretería durante los veranos, cuando iba a la escuela.

“Nunca había oído decir eso”, dijo ella. “Aunque, yo no crecí en esta área”.

***

Grant se dio cuenta de que había fracasado con la esposa de Aubrey, Marian. Él había pensado que tendría que enfrentarse a los celos sexuales naturales de una mujer, o a su resentimiento, el remanente obstinado de los celos sexuales. No tenía ni idea de cómo podía ver ella las cosas. Y, sin embargo, de algún modo deprimente, la conversación no le había resultado desconocida. Eso se debía a que le recordaba conversaciones que él había tenido con personas de su propia familia. Sus parientes, probablemente incluso su madre, pensaban como Marian. El dinero primero. Creían que cuando otras personas no pensaban así era porque habían perdido el contacto con la realidad. Así era sin duda cómo Marian lo vería. Una persona tonta, llena de conocimientos aburridos y protegida por casualidad de la realidad de la vida. Una persona que no tenía que preocuparse por conservar su casa y que podía andar por ahí soñando con los buenos y generosos planes que él creía que harían feliz a otra persona. Qué imbécil, estaría pensando ella ahora.

El hecho de encontrarse con una persona así le hacía sentirse angustiado, exasperado, casi desolado. ¿Por qué? ¿Porque no podía estar seguro de mantener control de sí mismo frente a gentes así? ¿Porque tenía miedo de que al final tuvieran razón? Sin embargo, podría haberse casado con ella. O con alguna muchacha como ella. Si él se hubiera quedado donde pertenecía, ella habría sido bastante atractiva. Probablemente coqueta. La manera meticulosa que tenía de cambiar de posición en la silla de la cocina, su boca fruncida, su aire ligeramente artificial de amenaza... eso era lo que quedaba de la vulgaridad más o menos inocente de una coqueta de pueblo.

Ella debió de haber albergado algunas esperanzas cuando eligió a Aubrey: su buena presencia, su trabajo de vendedor, sus expectativas de administrador. Debió haber creído que acabaría en mejor situación de la que tenía ahora. Y eso sucedía a menudo con esa gente práctica. A pesar de sus cálculos, de sus instintos de supervivencia, tal vez no llegaran tan lejos como habían razonablemente esperado. Sin duda, parecía injusto.

***

En la cocina, lo primero que vio fue la luz parpadeante del contestador automático. Pensó ahora lo mismo que siempre pensaba: Fiona. Apretó el botón antes de quitarse el abrigo.

—Hola, Grant. Espero haber llamado a la persona correcta. Se me acaba de ocurrir algo. El sábado por la noche se celebra un baile en la Legión, que se supone es para solteros, y yo estoy en el comité de almuerzo, lo que significa que puedo llevar a un invitado gratis. Me preguntaba si a usted le interesaría ir. Llámeme cuando pueda.

Una voz de mujer dio un número local. Luego se escuchó un pitido y la misma voz comenzó a hablar nuevamente.

—Acabo de caer en la cuenta de que me había olvidado de decir quién era. Bueno, probablemente reconoció la voz. Es Marian. Todavía no me he acostumbrado a estas máquinas. Y quería decirle que sé que no es soltero y no lo digo con esa intención. Yo tampoco lo soy, pero no está mal salir de vez en cuando. Si está interesado, puede llamarme y si no, no tiene por qué molestarse. Pensé que le gustaría tener la oportunidad de salir. Habla Marian. Supongo que ya lo dije. Bien, entonces. Adiós.

Su voz en el contestador era distinta a la que él había oído hacía poco en su casa. Solo un poquito distinta en el primer mensaje, más en el segundo. Se notaba un temblor de nervios, una indiferencia fingida, prisa por terminar y renuencia a dejar ir.

Algo le había pasado a ella, pero ¿cuándo? Si había sido de inmediato, ella lo había ocultado con mucho éxito durante todo el tiempo que él estuvo con ella. Lo más probable es que le fuera ocurriendo de forma gradual, quizá después de que él se marchara. No necesariamente como un golpe de atracción, sino simplemente caer en la cuenta de que él era una posibilidad, un hombre solo. Más o menos solo. Una posibilidad que ella bien podría intentar aprovechar.

Pero ella había estado nerviosa cuando dio el primer paso. Se había puesto en riesgo. Cuánto de sí misma, él no podía decirlo todavía. Generalmente la vulnerabilidad de una mujer aumenta con el tiempo, a medida que las cosas avanzan. Todo lo que uno podía decir al principio era que, si había una ventaja en ese entonces, habría más después. A él le dio satisfacción —¿por qué negarlo?— haber sacado eso a relucir en ella. Haber despertado algo así como un brillo, una confusión, en la superficie de su personalidad. Haber escuchado en sus vocales amplias y ásperas esa débil súplica.

Sacó los huevos y los champiñones para prepararse una tortilla. Después pensó que también debía prepararse un trago.

Todo era posible. ¿Era cierto eso? ¿Cualquier cosa era posible? Por ejemplo, si él quisiera, ¿sería capaz de convencerla, de llevarla al punto en que lo escuchara acerca de llevar a Aubrey de regreso a Fiona? Y no solo de visitas, sino para el resto de la vida de Aubrey. ¿Y qué sería de él y de Marian después de que él le entregara Aubrey a Fiona?

Marian a lo mejor estaría ahora sentada en su casa, esperando a que él la llamara. O probablemente no estaría sentada; haciendo cosas para mantenerse ocupada. Es posible que ella hubiera alimentado a Aubrey mientras Grant compraba los hongos y conducía hacia su casa. O podría estar preparándolo para acostarlo. Pero todo el tiempo estaría pendiente del teléfono, del silencio del teléfono. Tal vez había calculado cuánto tardaría Grant en conducir hasta su casa. Su dirección en la guía telefónica le habría dado una idea aproximada de dónde vivía. Calcularía la cantidad de tiempo y luego añadiría a eso cuánto podría tardar en comprar la cena (considerando que un hombre solo haría compra todos los días). Luego, un tiempo determinado para que él se decidiera a escuchar sus mensajes. Y mientras el silencio persistiera, ella pensaría en otras cosas. Otros recados que él podría haber tenido que hacer antes de llegar a casa. O tal vez una comida fuera, una reunión que significara que después de todo no llegaría a casa a la hora de la cena.

Qué presunción por su parte. Ella era, ante todo, una mujer sensata. Se acostaría a la hora habitual pensando que, de todos modos, él no parecía buen bailador. Era demasiado rígido, demasiado profesoral.

Él se quedó cerca del teléfono, mirando revistas, pero no lo levantó cuando volvió a sonar.

“Grant, esta es Marian. Estaba en el sótano poniendo la ropa en la secadora y oí el teléfono y cuando subí, quienquiera que fuera había colgado. Así que pensé que debía decirle que estoy aquí. Si era usted y si está en casa. Porque no tengo contestador, obviamente, así que no podría dejar un mensaje. Sólo quería dejarle saber”. Eran las diez y veinticinco.

"Adiós."

Él le diría que acababa de llegar a casa. No tenía sentido recordarle la imagen de él sentado allí sopesando los pros y los contras.

Cortinaje. Esa sería la palabra que ella usaría para las cortinas azules: cortinaje. ¿Y por qué no? Pensó en las galletas de jengibre tan perfectamente redondas que ella tuvo que decir que eran caseras, las tazas de café de cerámica en su árbol de cerámica, un camino decorativo de plástico, estaba seguro, para proteger la alfombra del pasillo. Una exactitud y practicidad de alto brillo que su madre nunca había logrado pero que habría admirado. ¿Era por eso que podía sentir esa punzada de afecto extraño y poco confiable? ¿O era porque había tomado dos copas más después de la primera?

El bronceado color nuez —ahora creía que era bronceado— de su rostro y cuello seguramente continuaría hasta su escote, que sería profundo, con una piel crespa, olorosa y caliente. Pensó en eso mientras marcaba el número que ya había anotado. Eso y la sensualidad práctica de su lengua de gata. Sus ojos de piedra preciosa.

***

Fiona estaba en su habitación, pero no estaba acostada. Estaba sentada junto a la ventana abierta, con un vestido corto y de un color llamativo, propio de la estación, pero que resultaba extraño. Por la ventana entraba una cálida y embriagadora ráfaga de lilas en flor y del estiércol primaveral esparcido por los campos.

Ella tenía un libro abierto en su regazo.

Ella dijo: “Mira este hermoso libro que encontré. Es sobre Islandia. No pensarías que dejarían libros valiosos tirados por las habitaciones. Pero creo que confundieron la ropa; yo nunca visto de amarillo”.

“Fiona”, dijo él.

—¿Ya estamos listos para irnos? —dijo ella. A él le pareció que el brillo de su voz vacilaba un poco—. Has estado ausente por mucho tiempo.

—Fiona, te he traído una sorpresa. ¿Te acuerdas de Aubrey?

Se quedó mirando a Grant por un momento, como si olas de viento hubieran golpeado su rostro. Su rostro, su cabeza, destrozándolo todo. Todo eran harapos e hilos sueltos.

—Los nombres se me escapan —dijo ella con voz ronca.

Luego la mirada se desvaneció mientras ella recuperaba, con esfuerzo, un poco de gracia bromista. Ella dejó el libro con cuidado, se puso de pie y levantó los brazos para rodearlo con ellos. Su piel o su aliento desprendían un ligero olor nuevo, un olor que a Grant le pareció como el de tallos verdes en agua fétida.

—Me alegro de verte —dijo ella, dulce y formalmente, mientras le pellizcaba los lóbulos de las orejas con fuerza.

“Podrías haberte ido sin más”, dijo ella. “Simplemente haberte ido sin ninguna preocupación en el mundo y haberme abandonado… abandonado a mí... abandonarme”.

Él mantuvo su rostro pegado a su cabellera blanca, a su cuero cabelludo rosado, a su cráneo de dulce forma.

Él dijo: "Eso ni pensarlo".

Aproximación al español por Isaías Medina

Publicado en la edición impresa del 21 de octubre de 2013. The New Yorker.
Esta historia apareció originalmente en la edición del 27 de diciembre de 1999 de la revista.

FILME
Away from Her (Lejos de ella) de 2006, con Julie Christie como Fiona Anderson, Gordon Pinsent como Grant Anderson, Olympia Dukakis como Marian y Michael Murphy como Aubrey, es la adaptación cinematográfica de The Bear Came Over the Mountain.

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