martes, 2 de octubre de 2018

Y

Randolfo Ariostto Jiménez

Y la arena bajo nuestros teclados y el sabor metálico de la sal tributarán nuestras palabras. La tierra desnuda bajo el sol de ayer besará nuestros miembros; bañando de auríferas efervescencias y fragmentos de luz cada página, rendida a esta obstinación suicida desde hace años cuando dibujábamos mapas bajo el cielo y legiones de eunucos esparcían logaritmos en las mañanas. Y en cada chispa de mundo surgirán los pies del aire, hordas que poblaron los cielos antes de descender en pabellones y copar la tierra bajo el vientre del vencido. Y bajo ella el corazón del planeta mordiendo la añoranza del mar, su lecho algodonoso, alumbrado de hijos, padres, bastardos, desgraciados, responsables por aquellos que nos amaron, que nos mataron, por los que no tocaron una tecla, los que no han sido. Y el odio de nuestros enemigos verá criaturas desangradas en el ciberespacio, y desolación en el alma del silencio, y a los ojos del futuro disfrutará un odio que ni los dioses blasfemarán: oriundo del mismo embrión que el olvido. Y una palabra traerá a nuestras interfaces euforia de adolescente que cede al fuego de sus hormonas para estallar en pueblo, y al igual que ellas no pariremos dígitos iguales al relumbrar las torres verdes. Y moriremos en alto, en el aire más rebelde, y flotaremos sobre el metal pese a la indiferencia del gentío, sonreídos de nada, como siempre debió ser. Y sí, concebiremos nuestra era más deseable que las frías del colmadón, que mujeres listas para la sonrisa del cólico, y razonaremos que esa palabra ineludible nos amparará en los abrojos del trópico, y sentiremos normal la sensación de existir afuera de los techos. Y puede que precisemos morder las fibras que nos manufacturaron antes del motoconcho y el palé, cuando los dioses trabajaban la tierra, para descubrir que continuamos en un escondrijo en el celular, pese al diablo en mi teclado.

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