Por José Emilio Pacheco
I
“La literatura”, dice Katherine Anne Porter, “es una de las pocas felicidades del mundo”. Reivindicaba así el derecho de leer como un espacio de goce que debe estar al alcance de todo ser humano por voluntad propia, de ningún modo como algo impuesto u obligatorio. Leer con la naturalidad con que respiramos y hablamos. Leer como una parte indispensable de la vida, como un medio para vivirla de la mejor manera posible.
Unos cuantos años han transcurrido entre el derrumbe del muro de Berlín y las inexpresables tragedias de Bosnia y Ruanda. Ya este breve periodo también puede caber entre un título de Dickens y otro de Balzac: Grandes esperanzas y Las ilusiones perdidas. Por vez primera desde que se inventó la idea del progreso y la edad de oro se situó ya en un pasado inmemorable sino en un porvenir al alcance de la razón y el esfuerzo humano, sentimos que nos estamos quedando sin futuro: el mañana, tememos, será necesariamente peor que este presente asediado por nuestras lamentaciones.
Abrir el periódico, encender el televisor, escuchar la radio producen cada día la sensación de que en todas partes se ha roto el pacto social, volvemos al estado de naturaleza, recaemos en la barbarie. Algunos, como Leonardo Sciascia, atribuyen todo esto a la erosión de la palabra escrita.
II
Un mundo sin lectura es un orbe en que el otro sólo puede aparecer como el enemigo. No sé quién es, qué piensa, cuáles son sus razones. Sobre todo, no tengo palabras para dialogar con él. Por lo tanto sólo puedo percibirlo como amenaza.
El futuro dejaría de serlo si pudiéramos predecirlo. La historia reciente ha desmentido a todos los profetas, lo mismo a quienes aseguraron el apocalipsis que a los que vaticinaron un porvenir de fraternidad, libertad y prosperidad para el planeta entero. Aprendamos la lección de la arrogancia vencida y seamos humildes. No puedo hablar de lo que vendrá y lo ignoro, sólo me es posible referirme a este presente que se me escapa y mientras me ocupo de él se vuelve parte del insaciable pasado.
III
Al tratar el tema es imposible rehuir el verse en el papel de alguien que hace un siglo, en noviembre de 1894, se hubiera presentado en público a intentar la defensa de la diligencia y el barco de vela frente a sus aniquiladores: el ferrocarril y el trasatlántico. Y sin embargo está en la naturaleza del progreso el devorar a sus propios hijos. Hoy nadie que pueda pagarse el avión se sube a un tren, los trasatlánticos fueron desplazados por el jet y sólo se emplean para cruceros. De cualquier modo nada se pierde y todo se transforma. Lo que desaparece de la vida cotidiana —tranvías, fuentes de sodas con mostradores de mármol, la mainstreet tradicional, la granja no tecnologizada— reaparece como Disneylandia, como la nostalgia de lo que no vivimos y nunca fue nuestro. La idealización del pasado ocupa el lugar de la memoria. Esperemos que dentro de veinte años no haya un parque temático dedicado a los libros.
IV
No es posible hablar de estos temas sin plantearse la siniestra duda: defender hoy el libro y la lectura, ¿no equivale a negar la realidad abrumadora y hacer el elogio de la diligencia y el barco de vela? ¿No significa ponerse con los brazos abiertos en medio de las vías sólo para ser arrasado por la locomotora del progreso?
La mínima honradez exige poner las cartas sobre la mesa y presentar mis credenciales. Soy un producto de la imprenta y un adicto a la letra. No pretendo hablar a nombre de nadie sino de mí mismo. Cuando empecé a escribir me enseñaron que el yo era odioso; lo elegante y lo educador resultaba emplear siempre el nosotros. En el fondo de esta regla de buena conducta literaria estaba la ilusión de que existía una comunidad de personas ilustradas o que aspiraban a serlo. Compartían un vocabulario y un código y unas cuantas ideas generales en torno a lo que en este terreno era el bien común.
Ahora lo arrogante y muchas veces intolerable es hablar en primera persona del plural. Antes de decir nosotros, me objetarán con qué derecho me concedo la pretensión de opinar a nombre de quienes no son yo. Es decir, el resto de la humanidad que incluye entre muchos otros millones a los angloamericanos, las mujeres, los jóvenes, las multitudes de todas partes que no han tenido acceso a los libros.
V
Así pues, no miento cuando digo que deseo para todos los habitantes de este siglo y el próximo los beneficios y los placeres que yo mismo he obtenido de los libros y la lectura.
Tampoco falto a la verdad si afirmo que desde la perspectiva más estrecha y egoísta no me pasaría nada en caso de que a partir de hoy no volviera a publicarse jamás una página impresa.
De lo ya acumulado es tan abundante lo que me falta por leer que, aun en el caso más optimista, cuanto me queda de vida no me alcanzará para hacerlo. Como todo escritor, quisiera pensar que mis mejores libros aún están por delante. De todos modos ya he hecho lo que he podido y aun si no hubiera nadie para imprimir mis textos los seguiría escribiendo para mí solo. Siempre he estado de acuerdo con quienes suponen que la actividad literaria lleva su recompensa en su ejercicio.
Al decir lo anterior me siento en ilustre compañía. Hace noventa años Henry Adams también pensó que ante el desarrollo tecnológico, tan adelantado a nuestro desenvolvimiento espiritual e intelectual, no quedaban en el mundo entero más de cien personas capaces de apreciar el arte y el pensamiento, y estos pocos bastaban para constituir un público que justificaba sus esfuerzos.
Racionalmente sabemos que los temores del año 2000 y el peso del nuevo milenio son convenciones que no existen en otras culturas ni en otros calendarios como el hebreo, el chino y el musulmán. Sus días y sus años tienen otras fechas más antiguas o más nuevas, pero siempre menos aterradores.
De nuestros sentimientos nada puede apartar los colores del sol poniente. El sistema de sonido anuncia que es hora de irse. Van a cerrar el edificio que fue nuestro. Al salir a la intemperie seremos extranjeros en el mundo nuevo, sobrevivientes de otro siglo al que se culpará de todo. Con el mismo desdén con que nos referimos a los decimonónicos, la gente nueva que poblará el siglo XXI nos llamará vigesémicos.
VI
Debo equilibrar el tono sombrío de mis palabras anteriores con otra comprobación. Si cuando empecé a escribir, hace más de 35 años, hubiera tenido el honor de dirigirme a ustedes, mis dudas y temores hubiesen resultado muy semejantes o quizás aún más pesimistas. Parecía un suicidio embarcarse en una labor condenada a la extinción bajo lo que Walter Benjamin llamó la tempestad del progreso. Para 1970, me decían, ya no habrá libros, los diarios y las revistas se habrán extinguido, no quedará sobre la tierra un solo lector.
Un mínimo repaso de lo escrito y publicado en las décadas que nos separan de aquellas profecías muestra cómo se equivocaron quienes auguraban la muerte de la lectura y el fin de la letra impresa. Esta aclaración intenta poner las cosas en perspectiva, en modo alguno negar lo que sucede y apartar la vista de los problemas.
Nunca, en ninguna época de la historia, se ha escrito y publicado tanto como ahora. Tampoco nunca hemos sido tantos seres humanos ni se ha abusado a tal extremo de los recursos tan limitados del planeta que nos sustenta. Una consecuencia inevitable de la explosión demográfica es la explosión bibliográfica que paradójicamente se diría la mayor amenaza contra el porvenir de la lectura. Sucede algo parecido a lo que ocurre con la televisión: disponer de 500 canales significa condenarse a no ver realmente ninguno. Entre tantas otras cosas, nuestra era es el tiempo de la desatención. Pasamos por todo sin detenernos en nada. El exceso de información sustituye al saber y lo deteriora. Me alarma y me duele lo que sucede en Sarajevo. Si me piden que explique por qué ocurre encontraría graves dificultades para dilucidarlo. No tengo antecedentes, carezco de perspectiva. Soy como los relojes digitales en que sólo aparece el instante como si no fuera parte de un proceso que viene del pasado y avanza hacia el futuro.
VII
Para la mayor parte de quienes leemos, los libros son la literatura. Basta visitar la librería de un centro comercial o pasearse por una feria del libro para darnos cuenta de que la narrativa, la poesía, el ensayo y el drama constituyen apenas un sector muy reducido del universo bibliográfico, casi una isla en el océano de manuales de autosuperación o de computación, dietas, horóscopos, guías para la sexualidad o para invertir en la bolsa de valores.
Sin embargo todos —libros, nolibros e ilegibros— tienen algo en común: están escritos, bien o mal pero están escritos. Mi hipótesis de trabajo sería que, contra lo que escuchamos a toda hora, el texto en sí mismo no está amenazado. Al contrario, jamás ha tenido la difusión y la omnipresencia de que goza ahora. Esos 500 canales de televisión difunden textos. También los propagan las estaciones de radio y los billones de discos compactos que se están escuchando en este momento. Quizá la historia de la literatura en todas las lenguas contenga menos palabras que las aparecidas sólo el día de hoy en las pantallas de quienes se hallan suscritos a la internet. Nos envuelve la telaraña de los textos que ya han perdido el sustento tradicional del papel.
El papel como lo conocemos tiene menos de siglo y medio. Hacia 1860 empezó a elaborarse a partir de la pulpa de madera. Pese a todos los esfuerzos de reciclaje, estremece pensar en las hectáreas de bosque consumidas por las ediciones dominicales de los periódicos —que son en cerca de un ochenta por ciento de anuncios— y lo que es aún más horrible, aterra recordar que nuestras tentativas literarias también han exigido la desaparición de muchos árboles indispensables para nuestra supervivencia como especie. Para mitigar cualquier sentimiento de culpa, recordemos que el papel de imprimir es nada si se compara con las cantidades de celulosa invertidas en servilletas, clínex, rollos higiénicos, envolturas.
VIII
En el curso de los ochenta el mundo orgánico se pobló con una nueva flora y fauna inorgánica que hoy es parte de nuestro entorno. Computadoras, impresoras y fotocopiadoras personales, faxes, módems, antenas parabólicas, videocaseteras y videocámaras, discos compactos, aparatos de sonido, audiolibros, teléfonos celulares. Todo tan nuevo e inesperado como debe de haber sido para la generación de Henry Adams el cable submarino, la luz eléctrica, el teléfono, el fonógrafo, el cinematógrafo, el ferrocarril subterráneo o los rayos x.
Contra las profecías lanzadas veinte años atrás por Marshall McLuhan, que después de todo no era un enemigo de los libros sino un profesor de literatura, se creyó que procesadoras e impresoras conciliaban la galaxia de Gutenberg con los medios electrónicos. Por vez primera en la historia, sin mayor entrenamiento técnico y sin movernos del escritorio, ustedes y yo podemos producir en pocas horas un libro, digamos de aforismos o de haikús, desde la redacción hasta la impresión y enviarla gratuitamente a los cien últimos lectores de los que hablaba Henry Adams.
IX
Así pues, no hay nada que temer: la literatura y la poesía pueden sobrevivir a despecho de todas las exigencias comerciales, los tabloides televisivos e impresos, las películas sangrientas sobre asesinatos en serie. Como en las artes marciales, las artes de la palabra han tomado su fuerza precisamente del impulso enemigo. Para el ámbito de los negocios y la política jamás ha sido tan importante escribir bien. La claridad, la economía y la precisión de un párrafo enviado en un fax pueden y deben equivaler a media hora de conversación telefónica.
Si las palabras tienen hoy una dimensión nunca soñada y la importancia de saber escribir la reivindican aun y sobre todo las grandes corporaciones que manejan el mundo, ¿de qué nos lamentamos? Al quejarnos, ¿no defendemos un privilegio inalcanzable para la inmensa mayoría que habita este planeta?
Después de todo, la poesía, la narrativa y el drama son anteriores en muchos siglos a la invención de la imprenta. El libro que durante un breve tiempo fue su vehículo puede desaparecer y la literatura seguirá prosperando porque es parte de la humanidad y la acompañará hasta el final.
X
La gente no lee, decimos una y otra vez. No lee pero emplea muchas horas de su vida envuelta en un mar de historias que salen de una máquina electrónica de narrar. Contempla imágenes pero al hacerlo también escucha textos sin los cuales el relato en imágenes se vuelve incomprensible. No un sabio chino de la dinastía Tang sino un publicista neoyorquino de los veinte dijo, para aplicarlo a su oficio, “una imagen vale más que mil palabras”. Si alguien lo cree al pie de la letra vamos a rogarle que nos cuente una película vista en un avión sin ponerse los audífonos o hablada en una lengua extranjera exhibida sin subtítulos. Por supuesto, no tengo nada contra las imágenes: soy un ávido consumidor de ellas. Pero creo que sólo dicen más cuando las mil palabras nos han dado un contexto. Una de las fotografías realmente dramáticas de la revolución mexicana es aquella de la soldadera asomada al estribo de un vagón que mira con ojos desesperados un horizonte para nosotros fuera de cuadro. Si las palabras no nos han proporcionado al menos una vaga idea de lo que fue esa revolución y del papel que las mujeres desempeñaron en ella, si no sabemos lo que significa el término “soldadera”, la imagen puede resultar tan muda como una página en alfabeto cirílico o un ideograma oriental para quienes desconocemos el código.
La gente, insistimos, se ha olvidado de la poesía, la poesía en que encarna el idioma y lo mantiene en circulación para que no se estanque y se pudra. Sin embargo esa misma gente vive, e incluso camina, escuchando canciones. Sus letras constituyen poemas buenos o malos, están escritas en versos rimados o ritmados, los primeros recursos mnemotécnicos de cada idioma, sus armas iniciales para volverse memorable. Nunca antes de la electrónica las manifestaciones rítmicas del lenguaje tuvieron una ubicuidad comparable.
En los países más desarrollados del mundo o en el nuestro donde la mayor parte de la población vive bajo el umbral de la miseria, se considera un gran éxito que un libro de sus mayores poetas, los más estudiados, celebrados y difundidos, venda más de mil ejemplares. No obstante, una lectura pública de poemas suele congregar a miles de espectadores. Diez mil personas, casi todas jóvenes, asisten a un teatro para escuchar y aplaudir a los poetas y muchas veces pedirles que repitan un número como si fueran cantantes de ópera o de rock. En el vestíbulo, casas editoras grandes y pequeñas ofrecen en venta los libros y folletos en donde están impresos los mismos poemas que leídos —muchas veces sin arte ni gracia— por sus autores causaron tanto entusiasmo. Se creería, en un cálculo muy pesimista, que al menos el uno por ciento de los asistentes se llevará a casa un libro. Es decir, al terminar la ceremonia, se venderán los consabidos mil ejemplares. No es así: se compran quince o veinte a lo sumo.
XI
Vuelvo a mi principio y al comienzo del siglo. ¿No tendré que aceptar ante el lector de estas reflexiones que soy el sobreviviente de un pasado abolido, el vestigio de otra época, incapaz de admitir, porque no conviene a sus intereses, que la literatura ha vuelto a sus orígenes orales, a la oralidad en que vivió por muchos más siglos de los que dependió de la imprenta? ¿No sonaré como el barbero de 1910 que ante la aparición de la hoja de afeitar y la rasuradora eléctrica insistía en que nada cumplirá sus funciones con la eficacia de la navaja libre? ¿Como el periodista del otro fin de siglo, habituado a mojar la pluma en el tintero y a ver que sus artículos se compusieran letra por letra, que frente al linotipo capaz de producir renglones en lingotes de plomo creyó muerto el arte tipográfico y al ver la máquina Remington la juzgó una mecanización enemiga del pensamiento claro y la buena prosa?
Sin miedo al anacronismo ni a la opción por las causas perdidas, quiero proponer no tanto una defensa sino un elogio del libro y la lectura. Si toda la ética se resume en la frase “No hagas a los demás lo que no quieras para ti mismo”, a nadie le hace daño mi propuesta: Haz cuanto esté a tu alcance para que los demás obtengan el placer que los libros te han dado día tras día durante más de medio siglo.
Ezra Pound habló en un poema de lo que serían los Estados Unidos si los clásicos tuvieran más circulación. Pienso por mi parte en lo que México sería si los mexicanos tuvieran en el campo literario el cinco por ciento de la sabiduría técnica y la información histórica que poseen acerca del futbol.
Sin duda el desnivel se debe a que el futbol es un espectáculo de masas y un gran negocio y la literatura no, excepto para uno entre cada mil escritores. Ni siquiera vale la pena comparar el dinero invertido en una y otra actividad o los espacios que los periódicos, la radio y la televisión dedican a las artes frente a las secciones consagradas a los deportes que han dejado de serlo para transformarse en variantes de la guerra.
Aprovechemos otra vez la fuerza del contario. Pensemos en la estrategia futbolística aplicada a la lectura. Nunca es tarde para empezar, pero todo se facilita si el hábito comienza en los primeros años. Se dice que quien ha adquirido desde muy temprano la alegría de leer puede tener la certeza de que nunca será completamente desdichado. No es lo mismo aprender naturalmente nuestra lengua materna que asistir a horas fijas a un laboratorio de lenguas y presentar exámenes.
XII
Recurro de nuevo al “yo” antes odioso y ahora indispensable. Leo y escribo porque tuve la fortuna, en un lugar tan dolorosamente injusto como es México, de nacer en una familia que tenía si no grandes recursos al menos los suficientes para comprar libros. Como es natural, no empecé leyéndolos. Primero desarrollé el gusto, innato en todos nosotros, por escuchar historias y luego quise imaginármelas a partir de la letra impresa.
Por obra de ese azar que hace de cada persona un ser único que no existió antes ni se repetirá, me tocó pertenecer a la última generación de la radio y a la primera de la televisión. La radio de entonces era lo que es hoy el televisor: un manantial de relatos. Ni la oralidad ni las imágenes me apartaron de la lectura. He visto miles de películas, escuchado discos también por millares. Son incontables los cómics, las revistas y los periódicos que he tenido bajo mis ojos. A pesar de ello no he pasado un solo día sin un libro en mis manos.
XIII
No creo, pues, que los medios sean necesariamente enemigos. La televisión ha estimulado a algunos a cometer crímenes y a otros a ir a la biblioteca o a la librería para leer acerca de lo que han visto.
Mi buena suerte, la misma que deseo para todos, fue tener abuelos, padres y profesores que nunca me impusieron la lectura como una obligación o como una carga sino justamente como un placer. La palabra “placer” se ha vuelto sospechosa y en este caso tendería a despertar resonancias del consentimiento e indisciplina. Se trató en realidad de lo contrario. Desde que a los cinco años aprendí a leer de corrido, me compraban un libro, cada semana. No podía obtener otro hasta que demostraba haberlo leído y entendido. Por fortuna no hubo nada en mí de niño prodigio. El aprendizaje de la lectura fue lento y gradual. Comencé por lo más sencillo y tardé mucho en llegar a los que llamamos libros “serios”, como si los otros no lo fueran también.
XIV
Quizá la prudente ración del libro por semana contribuyó a que no me canse de admirar la obra maestra de la tecnología que es en sí mismo el libro como objeto: una cajita en que se guardan páginas luminosas e inertes. Puedo llevarlo a todas partes y no necesita baterías. Es frágil y resistente. El fuego, el agua y los insectos pueden destruirlo, pero está a prueba de averías y descomposturas internas.
Si en vez de emplear la electricidad lo activo con la imaginación, las hojas que llamé inertes y en donde líneas negras se acumulan sobre papel blanco se transforman también en un escenario de colores, un gran teatro del mundo, una máquina de contar historias, una nave que me permite salir del acuario donde me confinan todas mis limitaciones personales, sociales y temporales; me lleva a todos los sitios y todas las épocas; toca como en un walkman interior la música encerrada; me permite, como en el soneto de Quevedo, entrar en conversación con los difuntos y escuchar con los ojos a los muertos.
La imagen del acuario no me parece inválida. Nací en una fecha y en un lugar determinados. Moriré no sé cuándo pero también en un sitio preciso. No me pertenece lo que hubo antes ni lo que habrá después ni lo que sucede en los infinitos ámbitos en que no estoy, no he estado ni estaré nunca. No soy sino un grano de arena infinitesimal dentro del otro grano de arena al que llamamos el planeta Tierra. Sin embargo, gracias a la lectura, el universo entero está potencialmente a mi alcance.
Se objetará con razón que lo mismo sucede si enciendo la pantalla de mi computadora o de mi televisor. En la primera el disco óptico y el hipertexto me conceden la maravilla hasta hace poco inaccesible de tener al mismo tiempo el cuarteto de Mozart, la información sobre su vida y su música y las imágenes en color de la Viena del siglo XVIII. En la segunda pantalla el satélite me lleva desde el escenario de los hechos el genocidio de hoy, el asesinato político o el accidente con cien muertos. Mientras voy de mi casa a mi trabajo puedo escuchar cuentos de Borges o poemas de Octavio Paz incomparablemente bien leídos por grandes actrices y actores.
Todo esto es prodigioso y cuando nos quejamos de los tiempos que nos tocaron olvidamos injustamente estos beneficios, desconocidos y aun impensables para quienes nos antecedieron en la tierra. Nuestra justificada crítica del progreso tiene un límite muy sencillo: pensar en lo que era la vida humana cuando no existía la anestesia.
XV
Lo que me extraña es que en la era de la privatización hemos expropiado la intimidad. No hay relación tan íntima como la que dos personas, dos desconocidos casi siempre, pueden establecer por medio de la palabra escrita. Sólo así decidimos lo que nunca diríamos cara a cara y en voz alta y mucho menos ante cámaras y micrófonos. Esta inconcebible cercanía se pierde en cualquier otro medio que no sea la página.
Los prodigios del cine, la televisión y el video me presentan un espectáculo. Ocurren por definición fuera de mí. Parte de su inconsciente encanto es la impunidad que me garantizan: esto, supongo, nunca me pasará. Los otros funcionan como pararrayos en que se descargan los males de la vida. Por tanto me encuentro a salvo de la tempestad. Si algo me desagrada cambio de canal. Me quedan otros 499 para escoger. En cambio la lectura hace que las cosas sucedan dentro de mí. Por un instante yo soy el otro. La distancia queda abolida. Puedo entender la experiencia ajena porque momentáneamente la he vuelto propia. Si esto ocurre con la narrativa, el proceso de la lectura poética es más complejo y por tanto exige más atención y concentración. Hago mías las palabras de otra persona, me las digo con esa voz interior que nadie conoce, pues no se parece a las que escuchan mis semejantes ni a la que recogen las grabaciones.
Si no leo, me faltan las palabras, mi propia lengua se vuelve un idioma extranjero y hallo enormes dificultades para pensar. Nada sabemos del siglo que ya está aquí. Sólo podemos intuir que, si desaparecen los libros y la lectura como hasta hoy los conocimos o si, como podría ser más probable, quedan en manos de una minoría que a partir de ellos ejercerá sin límites su poder, el mundo se volverá un lugar mucho más siniestro de lo que es ahora.
La única predicción segura es la más obvia: el porvenir no será como lo imaginamos. Ni la violencia ni la devastación de los recursos naturales pueden continuar. Para eliminarlas es indispensable reducir la distancia entre quienes disponemos tanto de libros como de procesadoras e hipertextos y quienes no tienen ni siquiera un mendrugo que llevarse a la boca. Ellos poseen tanto derecho como nosotros a alimentar sus cuerpos y sus mentes. Si el sufrimiento lleva a la violencia que se autorreproduce en una espiral sin fin, esperemos en este crepúsculo del siglo que con la generalización del placer de la lectura a la cual tanto pueden contribuir los nuevos medios, este mundo atroz también se convierta para todos en un lugar habitable y hospitalario como ahora son para unos cuantos los libros. ~
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[Nota: El 19 de noviembre de 1994 Pacheco pronunció estas palabras en la Cuarta conferencia anual de libros infantiles y juveniles en español, en San Diego, California, donde expuso su historia como lector y sus argumentos para promover la lectura. Al año siguiente autorizó a la revista ‘Libros de México’ y poco después a la Escuela Alexander Bain que publicaran el mio texto; el colegio lo hizo en una plaquette con la que celebró los cuarenta años de su fundación. En 1997 el director editorial de la revista Algarabía recibió de la mano del poeta un disquete con aquel mismo documento y una consigna: «Prométeme que lo publicarás con amplia difusión». Así lo hizo. Y en 2015, para recordar al polígrafo a un año de su fallecimiento, la revista ‘Proceso’ reprodujo de manera íntegra ese discurso “como herencia y compromiso del poeta por las palabras”. Hoy lanzamos de nuevo al mar su elogio al libro, “nave que me permite salir del acuario donde me confinan todas mis limitaciones personales, sociales y temporales”.]
D. R. © Herederos de José Emilio Pacheco.
Foto: Rogelio Cuéllar.
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