1 de Noviembre de 2019
Julio Ortega, nos relata cómo Borges enojó a Gabo; sobre la tristeza de Cortázar en el exilio, y otras grandes historias de los autores latinoamericanos.
El reconocido crítico peruano dialogó sobre su libro “La comedia literaria”, en el que recoge anécdotas personales e historias desconocidas de Mario Vargas Llosa, Juan Rulfo, José María Arguedas, Manuel Puig y Margo Glantz, entre otros autores.
El reconocido crítico peruano Julio Ortega da testimonio de una vida apasionada por las letras en su más reciente obra, La comedia literaria. Memoria global de la literatura latinoamericana. En entrevista con Infobae Cultura, habla sobre el libro que, entre revelaciones, anécdotas e ironías, invita al lector a una placentera tertulia literaria.
Ortega (Casma, Perú, 1942), quien reside hace cuatro décadas en Estados Unidos, cultivó amistades duraderas con figuras literarias de la talla de Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Octavio Paz, Julio Cortázar, Elena Poniatowska y José Emilio Pacheco, entre muchos otros.
El académico y escritor va enhebrando un recuento de confraternidades, que se entretejen en las tramas del exilio. En su testimonio literario se inscriben protagonistas ilustres como Jorge Luis Borges, Mario Vargas Llosa, José Lezama Lima, Juan Rulfo, Nicanor Parra, Juan Goytisolo, José María Arguedas, Manuel Puig, Ricardo Piglia y Margo Glantz.
A lo largo de más de 500 páginas discurren un anciano fantasmagórico que inquieta a Fuentes y una humorada de Borges sobre Cien años de soledad que no le causará gracia a Gabo, así como diversos intercambios epistolares, entre ellos con un Cortázar dolido por sentirse exiliado de la Argentina. Y también emergen datos curiosos, como que el imparable éxito de la saga de los Buendía llevó a talar un bosque en Rusia para su reimpresión.
“Uno nunca sabe si escribe sus memorias o si éstas lo reescriben a uno”, afirma desde Providence el catedrático de la Universidad de Brown y fundador del Proyecto Transatlántico, un método crítico que estudia el ensamblaje transatlántico entre las culturas modernas y los saberes rurales.
“Me temo que la muerte de varios amigos fue una motivación que se hizo demanda. Se me habían muerto varios muy próximos, como Fuentes, quien vino a Providence para dar unas charlas durante la primavera. Haroldo de Campos, Cortázar... Y García Márquez, que se tomó su tiempo haciendo adiós con el sombrero”, apunta el autor de una vasta y celebrada obra crítica, profesor en diversas universidades estadounidenses antes de Brown.
“Y, en este país, Guy Davenport, americano, que tuvo la exquisitez de no hacerse famoso. Y Christopher Middleton, poeta inglés, a quien al menos pude invitar dos o tres veces a venir de Austin, donde nos conocimos. Y se marcharon muy temprano Antonio Cisneros y Rodolfo Hinostroza, en Lima; Marosa di Giorgio y Mario Levrero, en Montevideo; Piglia, Libertella y la Ludmer, quienes retoman la conversación en esta comedia”, agrega Ortega.
Al inicio de La comedia literaria (publicada por el Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú con auspicio de la Cátedra Alfonso Reyes del Tecnológico de Monterrey), Ortega evoca su primera clase de Letras en la Universidad Católica de Lima. El ritual de la lectura por parte del maestro Luis Jaime Cisneros del párrafo de El Aleph en que el narrador descubre “el inconcebible universo” fue su bautizo literario. “Borges nos liberó de la melancolía nacional para proponernos la inteligencia de una conversación más articulada, proyectiva, crítica, y no menos nuestra”, señala a Infobae Cultura.
En Austin, Ortega le preguntó a Borges si había escuchado hablar de Cien años de soledad. “Me dicen que es una novela que dura cien años”, respondió el célebre escritor, despertando risas. “Cuando volví a encontrarme con Gabo en Guadalajara, le conté la broma de Borges. No se rió”.
La obra insignia del Boom no solamente fue la novela latinoamericana más leída en Estados Unidos, escribe el crítico y ensayista, sino que en Rusia “tuvo que talarse un bosque para producir una nueva remesa. Que un bosque ruso haya terminado en un libro latinoamericano demostraba, deduje yo, el horizonte de una literatura que entre el inglés y el ruso se hacía global”.
El autor de obras como La contemplación y la fiesta, Figuración de la persona, Una poética del cambio, El discurso de la abundancia y Transatlantic Translations puntualiza que el único verdadero fenómeno editorial latinoamericano fue Cien años de soledad.
“Carlos Fuentes, que fue bestseller en la lista del New York Times con Death of Artemio Cruz por una semana, apuró la tesis de que él prefería ser longseller. Y aunque de Terra nostra se dijo que para leerla se requiere de una beca, respondió él que era la novela que mejores lectores le había deparado. No hay que olvidar que Cortázar no recibía más de quinientos dólares (dos veces al año, con suerte) por sus derechos de autor”.
Ortega remarca que el boom no fue sino “una breve biblioteca que postuló, con entusiasmo, que somos legibles, que no nos ‘tragó la selva’. Poniatowska decía que los escritores del boom parecían los leones de la Metro. Hemos tenido que aprender a leer de nuevo para hacernos cargo de sus versiones”.
El crítico lleva décadas estudiando a los autores latinoamericanos consagrados, pero también a los más jóvenes, a los que ha reunido en diversas antologías y debates. “Lo real hoy es menos transparente, más complejo, y en buena medida sigue estando por hacerse. Escritores como Diamela Eltit, César Aira, Javier Vásconez, Matilde Sánchez, Yuri Herrera, Agustín Fernández Mallo, Ana María Shua, Carlos Yushimito, Rocío Cerón, exploran las zonas menos obvias de la transparencia didáctica que demandaba el lector truculento y sabatino”.
Entre las múltiples historias que el ensayista peruano plasma en este libro, relata que un hombre de edad muy avanzada se acercó a Fuentes antes de una charla en Brown y le preguntó cómo estaba Alejo Carpentier. “¡Murió hace tiempo!”, se sobresaltó el autor de Aura.
“Pero Miguel Ángel Asturias sigue escribiendo, ¿verdad?”, volvió a la carga el anciano. “¡Asturias también ha muerto, hace mucho!”, replicó Fuentes. “Pero con Julio Cortázar sigue usted conversando…”, lo inquirió nuevamente. “Carlos, sumamente inquieto, me dijo ‘¡Este hombre es un fantasma! ¡Sácalo de aquí!’” Finalmente, Ortega concluyó que, en verdad, el anciano que evidentemente no leía obituarios era el lector ideal: “creía que todos los escritores están vivos”.
El crítico también cuenta en La comedia literaria una llamada urgente del Premio Cervantes mexicano para preguntarle si una carta en que presuntamente Gabo se despedía de la vida (“Si por un instante Dios se olvidara de que soy una marioneta de trapo…”) realmente era del colombiano.
Fuentes le explicó: “Tengo a (Jesús de) Polanco esperando en línea y él a su vez tiene al rey Juan Carlos esperando en la suya con la misma pregunta. Les he dicho que tú sabrás si esa carta es realmente de Gabo”. Ortega le aseguró que no y aclaró que se trataba de “un mal poema atribuido a Gabo” que circulaba en la red.
También salen a la luz en el libro apuros económicos que atravesaron escritores renombrados en algún momento de su tránsito de exilio. ”El mismísimo Gabriel García Márquez ayudaba en la cocina de las grandes familias sudamericanas de París y, una noche, saliendo a disponer de los restos, vio un pastel que estaba entero y no dudó en comérselo. Mario Vargas Llosa y otros amigos, en Madrid, vistieron de incas en una danza de vodevil o poco menos. El exquisito Julio Ramón Ribeyro, en París, recogía periódicos para venderlos al peso”.
El autor de novelas como Adiós, Ayacucho y Mediodía cuenta además que Pacheco, al igual que él, nunca aprendió a manejar. “Fuentes tampoco sabía conducir y Cortázar fue de la generación que anduvo siempre en metro”. Y su viuda Aurora Bernárdez a los 90 años seguía haciendo combinaciones en el metro de París.
Y Cortázar le escribió una carta a Ortega en agosto de 1976 desde Saignon, en la que se lee: “La Argentina está cerrada para mí sine die, y por primera vez en mi vida me siento exiliado y me duele. Antes vivía aquí porque me daba la gana, pero ahora, si los franceses se obstinan en negarme la doble nacionalidad y los gorilas de allá no me renuevan el pasaporte, andá a saber en qué circuito me tocará ingresar”.
Tras la muerte del autor de Rayuela en 1984, Ortega manifiesta en el libro que tuvo “la desoladora conciencia de no haberle dado nunca las gracias”. “Creo que a Cortázar le había oído que la palabra gracias es la más hermosa del desagradecido idioma español”. En tanto, de Néstor Sánchez, escritor sometido a lo que define como un “feroz olvido”, sostiene: “actuaba seriamente su destierro del mundo literario como la prueba de su razón vital”.
Asimismo, aparecen en sus memorias Puig (“debe haber sido el escritor más tímido de la nueva narrativa hispanoamericana”) y Piglia (“tenía la virtud seductora de hablar en secreto, como si la comedia literaria fuese el baile de máscaras de la tragedia nacional. Me dijo que estaba feliz en Princeton, aunque dejar la patria grande le había costado la mitad de los amigos”).
¿Ocupa el exilio un rol fundacional en la literatura latinoamericana de las últimas décadas? El académico matiza: “Nuestro primer gran exiliado fue el Inca Garcilaso de la Vega, que escribió la primera comedia peruana para hacer legible el infierno colonial. El infierno no lo es porque hace mucho calor o es una penuria, sino porque no sabemos leerlo. Las memorias son ese proyecto”.
¿Y a qué se debe el título de sus memorias? “La comedia no es solo lo cómico, sino el espectáculo de lo vivo. Ese conocer afectivo es un modo de leer el tiempo que nos ha tocado, que no siempre es transparente”, responde.
El autor de Retrato de Carlos Fuentes, La imaginación crítica y César Vallejo: la escritura del devenir considera que, más que en un país o una lengua, vivimos en una etapa de la lectura. “Sería entretenido postular una comedia de la lectura que empezara con la de Dante, que decide escribir en toscano y contra las murallas de su patria, que le llevan al exilio”.
“Seguiría con el Quijote nuestra propia comedia de la lectura, en la que Don Quijote lo ha leído todo y enloquece, mientras que Sancho, analfabeto, se hace sabio. Por eso, cuando vuelven, tristes, a la condena del origen, Sancho le dice a su amo ‘¿y si nos hiciéramos pastores?’ Esto es, sigamos en un libro pastoril, libres de la Mancha, lugar seco y literal. Borges y María Zambrano son hoy nuestras rutas de leer en contra de la mera realidad literal, esa melancolía que, en estos tiempos y en todas partes, nos deshumaniza”.
¿Y existen episodios que deliberadamente omitió contar en ésta, su obra más personal? “Las memorias se escriben a favor del olvido. Sin esa economía seríamos como Funes. Pero esa es otra comedia”, concluye.
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