Entrevista
Por Manuel Pereira
© Literal Magazine
Gabo y el autor en 1982
Gabriel García Márquez nunca se pone serio. Posee el humor telúrico de los hombres del Caribe. Dicen en Bogotá que los cubanos somos “mamadores de gallo”, como el Gabo, que es como le llaman en confianza a Gabriel. En el argot de los taxistas de Barranquilla, “mamador de gallo” equivale a lo que en Cuba se denomina “jodedor”. García Márquez recogió esa voz popular y la internacionalizó. Así nació el “mamagallismo”. Así es el Gabo, ni más ni menos. De otra forma no me explico que hubiera podido escribir Cien años de soledad.
El Gabo le tiene un odio particular a los aviones y a los ascensores (es claustrofóbico), pero más odio parece tenerle a las entrevistas grabadas. Por eso, cuando me vio entrar –grabadora en bandolera– en su pieza del hotel comentó: “Me siento nervioso como si me estuviera presentando ante un examen… ”
Luego, el impulso del diálogo, la naturaleza de los temas y alguno que otro trago lo fueron tranquilizando, aunque, al finalizar la entrevista, se incorporó, se detuvo ante un espejo y exclamó: “¡Coño, he envejecido como diez años en esta entrevista!” No es extraño –pienso ahora– que un hombre que tiene detrás de sí diez mil años de la mejor literatura del mundo se permita el lujo de envejecer diez años durante noventa minutos de grabación. Es un mero problema de longevidad. Como la vocación de eternidad de sus personajes, que llegan a tener hasta terceras denticiones y otras atrocidades que atentan todas contra el calendario.
–Hace un año, poco más o menos, te oí decir que cuando un escritor se sentaba a escribir debía ser ambicioso y hacerse el firme propósito de escribir mejor que Cervantes, que Lope de Vega, que Quevedo, etc. ¿Podrías desarrollar más a fondo esa tesis?
–Lo que pienso es que en el oficio de escritor la modestia es una virtud sobrevalorada. Porque si tú te sientas a escribir modestamente, quedas convertido en un escritor de nivel modesto. Entonces, hay que meterle toda la ambición del mundo y hay que ponerse los grandes modelos. Al fin y al cabo, uno aprende a escribir con los grandes modelos, que para mí son Sófocles, Dostoievski… Entonces, ¿por qué tú vas a tratar de escribir más modestamente que esos grandes modelos?: lo que tienes es que tirarles a muerte, y proponerte escribir mejor que ellos.
–Entonces estás de acuerdo con lo que dice Régis Debray en otra entrevista, que con los modelos se pelea hasta destruirlos…
–Eso es lo que yo siempre he pensado. Por eso cada vez que me hablan de Faulkner digo que mi problema no fue imitarlo, sino destruirlo, es decir, quitarme de encima su influencia, que me tenía jodido.
–¿Y Cervantes?
-No, yo no creo que Cervantes tuviera influencia en mí.
–¿Y la Biblia?
–La Biblia, sí. Todo lo que son los relatos bíblicos, eso, sin lugar a dudas. ¿No te das cuenta que la Biblia no le tiene miedo a nada?
–No tiene pudor.
–¡Claro! La Biblia es capaz de todo. En el Antiguo Testamento todo es posible. No temen absolutamente nada. Suponte que la Biblia fuera escrita por un autor: ¡tú te imaginas la “modestia” de ese tipo! Ese tipo lo que estaba era dispuesto a construir un mundo mejor que el que él suponía que Dios había construido. Entonces ahí el pleito fue grande.
–Entonces se propuso como modelo a Dios.
–Se propuso superar el modelo de Dios. Ahora, los escritores corren un gran riesgo al ponerse como metas los concursos literarios que, teóricamente, en principio, son una forma de salida, pues son muy importantes, porque permiten ir detectando valores que probablemente de otro modo no tendrían cómo canalizarse. Sin embargo, tienen un gran peligro, y es que los escritores escriben para ganarse el concurso. Entonces la meta se convierte en eso. Y escriben apresuradamente los días previos al concurso. El que gana es el que es “el mejor de los días”, no el que trató de ser mejor que Cervantes o que Shakespeare.
–¿Nunca enviaste a concurso?
-Sí, pero eran cosas que ya tenía hechas. ¿Quieres que te cuente las dos veces que mandé a concurso?
–Cuéntame…
–Uno era un cuento que se llama “Un día después del sábado”. Hacia 1954 se organizó el Concurso Nacional del Cuento en Colombia, y parece que el nivel de los concursantes era tan pobre que andaban buscando ver quién tenía algo que fuera un poquito mejor para que el concurso no quedara en un nivel muy bajo, y entonces vino un amigo que me dijo: “Aquí hay un negocio que es facilito, tú mandas cualquier cosa y te dan el premio, porque todo es muy bajo en ese concurso, y no queremos tener ese nivel”. Mandé ese cuento que ya tenía escrito, y me lo gané.
–¿Y el otro?
–El otro fue La mala hora. Ese fue un libro que yo empecé a escribir en París. Lo interrumpí, porque no veía muy claro cómo era. Llegué a Caracas en 1958 y seguí trabajando. Mientras tanto, escribí El coronel no tiene quien le escriba, que yo creo que es mi mejor libro, sin lugar a dudas. Además, y esto no es una boutade, tuve que escribir Cien años de soledad para que leyeran El coronel no tiene quien le escriba. Porque el libro no hacía carrera. Entonces La mala hora la fui escribiendo a pedazos. Cuando yo regresé de Europa a Caracas traía La mala hora hecha un rollo y amarrada con una corbata. Creo que fue la última corbata que tuve: nunca he vuelto a usar corbatas. En ese período me caso con Mercedes, y cuando ella empieza a ponerle orden a la casa, de pronto saca aquel rollo de papel amarrado con la corbata, y me dice: “¿Y esto qué es?” Y yo le respondo que es una novela, pero que no me sirve; lo mejor es tirarla para no volver a pensar en eso, porque ahora ya se me están abriendo otras perspectivas. Había regresado a América Latina, ya empezaba a sentir el Caribe en Caracas… Y Cuba estaba a punto de reventar, y entonces ella lo pensó un momento, y dijo no, y dejó el rollo exactamente en el punto donde estaba…
–De manera que le debemos esa novela a Mercedes…
–A Mercedes se le deben prácticamente todas. Cuando te cuente cómo se escribió Cien años de soledad, verás lo que se le debe a Mercedes. Total, que no echó La mala hora a la basura, y medio la terminé y no estaba muy seguro de eso. Y estaba en México en 1961-62 cuando vino un amigo y me dijo exactamente lo mismo que la primera vez: “En Colombia ahora se hace un concurso nacional de literatura, todo lo que hay parece que es una mierda, entonces, si tú mandas cualquier cosa que tengas, ganas”. Le pregunté a Mercedes por aquella cosa de la corbata. Ella la tenía en un closet y me la dio. No tenía título y la inscribí con el nombre de Sin título. La presenté, y se ganó el concurso. Recuerdo perfectamente que eran tres mil dólares, y el día que me llegaron tenía que pagar la clínica del segundo hijo que me nació. Aquello me cayó del cielo. De manera que fíjate que son los dos únicos concursos en que he participado y, además, no es que yo esté contra los concursos, pero lo nefasto es que se convierten en una meta.
–¿Y Cien años de soledad?
–Bueno, lo que pasa es que Cien años de soledad es una novela que me daba muchas vueltas. Yo la había empezado varias veces. Tenía todo el material, veía cuál era la estructura, pero no encontraba el tono. Es decir, yo mismo no creía lo que estaba contando. Yo pienso que un escritor puede decir todo lo que se le ocurra siempre que sea capaz de hacerla creer. Y el indicio para uno saber si lo van a creer o no es, primero que todo, creerlo uno. Cada vez que intentaba Cien años de soledad, yo mismo no me lo creía. Entonces me di cuenta que la falla estaba en el tono y busqué y busqué hasta que pensé que el tono más verosímil era el de mi abuelita que contaba las cosas más extraordinarias, más fantásticas, en un tono absolutamente natural que yo creo es lo fundamental de Cien años de soledad, desde el punto de vista del oficio literario.
–¿Cuando tú escribes sueles darle a leer a alguien lo que vas escribiendo?
–Nunca. Ni una letra escrita. Yo lo he resuelto como si fuera por superstición. Porque considero que, si bien la literatura es un producto social, el trabajo literario es absolutamente individual y es, además, el trabajo más solitario del mundo. Nadie te puede ayudar a escribir lo que estás escribiendo. Ahí estás completamente solo, indefenso, como un náufrago en la mitad del mar. Y si tú tratas de que te ayuden leyéndole a alguien para que te den una pista, eso te puede desconcertar, te puede perjudicar muchísimo, porque nadie sabe exactamente qué es lo que tienes tú dentro de la cabeza cuando estás escribiendo. Pero, en cambio, sí tengo un sistema que es agotador con mis amigos: siempre que estoy escribiendo una cosa, hablo mucho de ella y se la cuento a los amigos una y otra vez y la vuelvo a contar. Algunos me dicen que yo les he contado el mismo cuento tres veces sin acordarme y cada vez lo encuentran distinto, más completo. Y en realidad es eso, porque por la reacción que yo voy notando en ellos voy encontrando terrenos firmes y terrenos flojos. En ese trabajo de ir contando, yo voy formándome juicios sobre mí mismo y eso sí me orienta en la oscuridad, como volando por instrumentos.
–Tú ahorita parecía que ibas a hablar de la participación de Mercedes en Cien años de soledad…
–Es cierto. Mira, íbamos para Acapulco, Mercedes y los hijos, y de pronto, en medio de la carretera, iPas!, digo: El asunto tiene que ser así: la imagen del abuelo que lleva al niño a conocer el hielo. Tiene que ser contado así, como un latigazo, y después sigue en ese tono, y di la vuelta. Regresé a México y me senté a escribir el libro.
–¿No llegaste a Acapulco?
-No llegué a Acapulco y Mercedes me dijo: “¡’Tú estás loco!” Pero se lo aguantó, porque tú no tienes idea de la cantidad de cosas que ha aguantado Mercedes en locuras de esas. Ya en México, eso fue saliendo como un chorro. Porque lo más difícil de todo es siempre el principio. La primera frase de una novela o de un cuento, da la longitud, da el tono, da el estilo, da todo. El gran problema es empezar. Por la velocidad a que iba y por todo lo que tenía dentro, yo pensé que trabajando unos seis meses terminaba el libro, pero pasados cuatro meses ya no tenía un centavo y no quería interrumpir nada. Entonces, con lo que había ganado en el concurso de La mala hora pagué la clínica de Gonzalo, mi segundo hijo, y había comprado un carro. Fui y empeñé el carro. Le dije a Mercedes: “Aquí tienes toda la plata y yo sigo escribiendo”. Pero no fueron seis meses sino que fueron 18 meses los que se fueron en Cien años de soledad. Sin embargo, Mercedes nunca más me volvió a decir que la plata del carro se había acabado y que el dueño de la casa la llamó una vez para recordarle que debíamos tres meses de alquiler y ella le dijo: “Eso no es nada, señor, pues le vamos a estar debiendo hasta nueve”. Y fue así. Ella le llevó el cheque con todos los nueve meses que debíamos. Y después, cuando salió Cien años de soledad, este hombre que vio el escándalo, que leyó el libro, me llamó por teléfono y me dijo: “Señor García Márquez, usted me haría un gran honor si me dijera que yo tuve algo que ver con ese libro”. Además, había una cosa, que ella sabía que cada cierto tiempo tenía que llevarme 500 hojas y siempre yo encontraba las 500 hojas de papel. Logré un ritmo: en el mismo tiempo tenía siempre el mismo rendimiento y el mismo gasto de papel, de ese papel malo de periódico, pero cortado en cuartillas. Porque yo gasto muchos papeles. Yo empiezo una hoja en la máquina, siempre directamente a máquina, y donde me equivoco, o no me gusta, o simplemente cometo un error de mecanografía por una especie de vicio me da la impresión de que no es sólo un error de mecanografía sino un error de creación. Entonces vuelvo a empezar toda la página y se van acumulando hojas y hojas, y otra vez la misma frase, y la frase más larga, y la frase más corregida, y cuando tengo la hoja completa, hago unas correcciones a mano y la saco perfectamente limpia. Una vez yo escribí un cuento que tenía doce cuartillas y, al final, había gastado quinientas. iEs un gasto de papel inmenso!, escribiendo en máquina eléctrica.
–¿Siempre en máquina eléctrica?
–Sí, una vez que empiezas, terminas compenetrándote tanto con eso, que tú ya no puedes escribir si no es en máquina eléctrica. La dificultad mecánica es un inconveniente entre lo que se escribe y uno mismo. La máquina eléctrica elimina muchísimo ese obstáculo, hasta el punto que uno no se da cuenta.
–¿Es posible pensar más con las yemas de los dedos en una máquina eléctrica que en una mecánica?
–Desde luego, yo conozco muchos escritores que tienen temor a escribir en máquina eléctrica. Porque, aprovecho para decírtelo, todavía permanece el mito romántico de que el escritor y el artista en general tiene que estar muy jodido y pasar hambre para producir. ¡Todo lo contrario! Yo creo que es en las mejores condiciones donde se puede escribir mejor, y no es cierto que se escriba mejor con hambre que sin hambre. Yo creo que lo que pasa es que los artistas y los escritores han pasado tanta hambre que ya eso les parece una condición esencial, pero escribes mejor habiendo comido y con una máquina eléctrica. Y tú sabes que, bueno, primero es un mito romántico, pero también obedece a una cosa que los nuevos escritores deben tomar en cuenta: lo que pasa es que cuando uno está muy joven se escribe como un chorro y esa es una facilidad que se va agotando. Si a la edad en que se tiene esa fluidez, no se aprenden los trucos del oficio, luego, cuando esa fluidez desaparece, y sin el dominio de esos trucos, no se vuelve a escribir. Cuando ya no existe esta fluidez, los trucos ayudan muchísimo. Yo recuerdo que cuando trabajaba en el periódico hacía reportajes, editoriales y toda clase de cosas, y al terminar el trabajo, a media noche, me quedaba escribiendo, y a veces, de un solo chorro, salía un cuento. Ya con el tiempo, hoy, en un día de trabajo, yo me considero afortunado si escribo un buen párrafo que, generalmente, al día siguiente lo rehago.
–Esto de los trucos del oficio nos va acercando a lo que tú has dicho acerca de la “carpintería literaria” de Hemingway. En este sentido, quisiera provocar el tema de Hemingway como fuente de influencia para los escritores cubanos, considerando que Hemingway no sólo puede, y debe, sino que tiene que ser leído por las multitudes; pero no tanto en el caso de un escritor, cuya lengua materna es la corriente principal –que es la tradición imaginaria y semántica que va del Cantar del Mio Cid hasta El Quijote e inclusive Cien años de soledad. ¿Y qué ocurre?… Que algunos escritores están influidos no por Hemingway sino por sus traductores, lo cual es peor. Escriben como escriben los traductores de Hemingway, porque ni siquiera leen a Hemingway en inglés. Lo leen traducido, y esto enturbia las aguas de la literatura cubana. Eso se advierte en una cierta abundancia de frases cortas, un desdén por las posibilidades explosivas del idioma y una abundancia de diálogos inútiles que, como tú has apuntado, en español suelen salir espantosos por la influencia del teatro español. Esta es mi preocupación con Hemingway. Es de carácter técnico, desde el punto de vista del escritor, no del lector. Un escritor debe ser muy serio y respetar sus tradiciones, respetar sus antepasados y trabajar en esa dirección para superarlos, no para escribir como Quevedo en el siglo XX.
–Yo creo que Hemingway no es muy buen novelista y que es un excelente cuentista. Los cuentos de Hemingway son ejemplo en el género. Estoy de acuerdo contigo en que él no tiene una novela bien estructurada, son novelas cojas. En cambio, cualquier cuento suyo es un ejemplo de lo que debe ser el género en cualquier lugar. Ahora bien, lo que a mí más me gusta en Hemingway no son tanto sus novelas ni sus cuentos, sino los consejos que ha dado, las revelaciones que ha hecho sobre el oficio de escritor.
–¿El método?
–Exacto, y él no da lecciones de estilo ni de filosofía ni de política literaria, pero sí de técnica y de método literarios. Y probablemente hay en eso algo peligroso y negativo, y es que estaba demasiado consciente de la técnica. Pero los consejos que ha dado son los mejores. Uno de ellos es el del “iceberg” que dice que un cuento que parece muy simple no se sustenta por lo que se ve sino por todo lo que hay detrás de él: es decir, la cantidad de estudio, de elementos y de material que se necesita para escribir un cuento corto, que es enorme; es como el “iceberg”, ese témpano tan grande que se ve y que, sin embargo, no es sino un octavo y que los siete octavos que están debajo del agua son los que lo sustentan. Primero, eso es verdad, y luego, es muy importante que lo sepan interpretar los jóvenes escritores porque definitivamente, salvo que sea un genio excepcional que aparezca de pronto, no se puede hacer buena literatura si no se conoce toda la literatura. Hay una tendencia a menospreciar la cultura literaria, a creer en el espontaneismo, en la invención. La verdad es que la literatura es una ciencia que hay que aprender y que existen diez mil años de literatura detrás de cada cuento que se escriba y que para conocer esa literatura sí se necesita modestia y humildad. Toda la modestia que estorba para escribir se necesita para estudiar toda la literatura y ver qué coño fue lo que hicieron durante diez mil años atrás, para saber en qué edad estamos nosotros, en qué punto estamos de la historia de la humanidad, para continuar esa cosa que vienen haciendo desde la Biblia. Al fin y al cabo, la literatura no se aprende en la universidad, sino leyendo y leyendo a los otros escritores. El otro consejo importante de Hemingway es ya en el trabajo cotidiano: “lo más difícil es empezar a escribir”. Es mucho más fácil cuanto más joven se es. Cuando se es más maduro, a medida que se tiene más nombre, que se es más responsable en el trabajo, se hace más difícil el momento de empezar a escribir. La angustia ante la hoja en blanco es probablemente la angustia más horrorosa que yo conozco después de la claustrofobia. En mi caso es claustrofóbica la angustia de la hoja en blanco y esa angustia se me acabó a mí en cuanto leí el consejo de Hemingway. Que nunca se debe dejar el trabajo de hoy cuando ya se ha agotado todo “el jugo” que tenías, sino que hay que llegar hasta un punto en que se ha resuelto el trabajo de hoy y dejar un poco del trabajo de mañana, pero sabiendo ya todas las soluciones. De manera que al día siguiente empiezas por ahí, continúas y dejas la cola para mañana. Eso evita tal cantidad de tensión y angustia que es mucho más fácil el trabajo. Pero entonces, la síntesis de esta polémica es que Hemingway probablemente no es un inmenso escritor, y existe una trampa peligrosísima porque la impresión que él da es la de un escritor fácil y la verdad es que Hemingway no es un escritor fácil. ¡La simplicidad de Hemingway es extraordinariamente elaborada! Pero el método de trabajo de Hemingway, el oficio de Hemingway, es lo que a mí me interesa.
–¿Y el tratamiento del lenguaje ?
–No, pero si, además, a Hemingway yo lo he leído traducido.
–¿Y las atmósferas, los contextos?
–Yo te diría una cosa: hubo un momento en que Hemingway estuvo a punto de ser un escritor del Caribe a fuerza de vivir en Cuba. Pero no llegó a serio porque él es toda una teoría literaria y su obra responde a esa teoría.
–Una teoría… ¿Y es un “espíritu literario” válido para los escritores antillanos?
–Uno tiene que trabajar con sus propias realidades, eso no tiene remedio. El escritor que no trabaje con su propia realidad, con sus propias experiencias, está mal, anda mal.
–Porque tú hablabas ayer de Faulkner, pero Faulkner describe los paisajes del sur, que se parecen a la costa de Colombia, y entonces tú sentiste una…
–Pero Faulkner es un escritor del Caribe.
–Bien, pero no es el caso de Hemingway.
–Claro que no es el caso de Hemingway, por ejemplo, su cuento “Después de la tormenta” es un cuento fantástico. Ese trasatlántico en la vitrina del mar es de una belleza extraordinaria. Sin embargo, cuando lo lees te das cuenta que de todas maneras Hemingway no se suelta, algo lo frena.
–¿No se suelta en qué? ¿En la imaginación?
–En la imaginación, porque Hemingway teoriza y establece la teoría del rigor literario. Él es un pontífice del rigor en literatura. Resumiendo, las lecciones de oficio literario que Hemingway ha dado en su obra son válidas desde el punto de vista de la carpintería literaria. Pero de ahí a pensar que Hemingway es el único modelo, no puede ser.
–¿O renunciar a la literatura española, por ejemplo?
–No, si es que no se puede tratar de continuar ese patrimonio de la humanidad que es la literatura sin conocer los diez mil años que hay detrás. Ahora que mencionas la literatura española, de lo cual he hablado poco acá, te diré que yo no soy un gran admirador de la novela española. Ahora, si se cita a Cervantes y a la picaresca, entonces no hay remedio. Eso es la gran novela española. Más que Cervantes, a mí me interesa como escritor el autor de un pequeño libro del cual se habla muy poco, EI Lazarillo de Tormes. El monólogo interior (que se considera la revolución de la novela nueva) se le atribuye a Joyce, y Joyce es un monumento de la literatura universal. Y los extremos de virtuosismo y de eficacia a que llega Joyce en el monólogo interior no se los discute nadie. De todas maneras a mí, personalmente, me gusta más el tratamiento del monólogo interior en Virginia Woolf que en Joyce, que lo estaban trabajando tan al mismo tiempo que es difícil saber quién lo hizo primero. Ahora, el monólogo interior donde primero se encuentra realmente, sin un propósito técnico tan deliberado y definido como el de Joyce o el de Virginia Woolf, es en El Lazarillo de Tormes. El autor de “El Lazarillo”, por exigencias técnicas, puesto que se trataba de un ciego tratando de ser más astuto que un pícaro que veía, tenía necesariamente que revelar al lector la corriente de pensamiento del ciego. Y la única manera que tenía era inventar una cosa que no existía, que es lo que ahora se llama el monólogo interior. Todo esto para decirte que es muy difícil, y que es caso excepcional, que alguien pueda sentarse seriamente a escribir una novela en estos tiempos sin conocer a fondo El Lazarillo de Tormes. Pero tampoco era eso lo que quería decirte cuando te dije que de todas maneras la novela española no es lo que más me interesa a mí. Lo que hay que conocer de la literatura española es la poesía.
Mi formación es esencialmente poética. Yo empecé a interesarme por la literatura a través de la poesía. Pero te digo más: a través de la mala poesía, porque tú no puedes llegar a la buena poesía sino por la mala poesía. No puedes llegar a Rimbaud, a Valéry sino por Núñez de Arce y por toda la poesía lacrimógena que le gusta a uno en el bachillerato cuando está enamorado. Esa es la trampa, la carnada que te agarra para siempre a la literatura. Por eso soy un gran admirador de la mala poesía. Y por eso lo que más admiro de la literatura española no es la novela sino su poesía. Más aún, yo creo que no se ha hecho un homenaje a Rubén Darío como El otoño del patriarca. Ese libro tiene versos enteros de Rubén. Fue escrito en estilo de Rubén Darío. Está lleno de guiños a los conocedores de Rubén Darío, porque yo traté de promediar un poco cuál era en la época de los grandes dictadores el gran poeta y fue Rubén Darío. Un día nos divertimos subrayando dónde estaba. Inclusive Rubén Darío es personaje. Y ahí está citado, como quien no quiere la cosa, un pequeño poema suyo en prosa que dice: “Tenía una cifra tu blanco pañuelo, roja cifra de un nombre que no era el tuyo, mi dueño”. En Cien años de soledad hay un personaje que dice que la literatura es lo mejor que se ha inventado para burlarse de la gente. Un día nos vamos a poner a analizar Cien años de soledad, El coronel no tiene quien le escriba, El otoño del patriarca y vamos a ver la cantidad de burla, de diversión, de alegría, de felicidad de trabajo que hay en esos libros, porque es que no se puede hacer nada grande en literatura ni en nada si no se es feliz haciéndolo o si de todas maneras no es una forma de buscar la felicidad.
–En días pasados tú analizabas el pasaje de la levitación de Remedios la Bella y yo pensaba que estabas a punto de revelar el núcleo del misterio de la literatura, que a fin de cuentas, es la poesía. De todo ello se deduce que eres más un observador que un imaginador.
–Lo que pasa es que no hay que tomar demasiado alegremente lo que se dice de la imaginación de García Márquez y lo he dicho también exagerando un poco. Yo creo que esa famosa imaginación es una capacidad muy especial, o no especial, de reelaborar literariamente la realidad, pero la realidad.
–Tú has dicho que todo lo que has escrito tiene una base real y que lo puedes demostrar línea por línea. ¿Quieres poner ejemplos?
–Todo lo que he escrito tiene una base real, porque si no es fantasía, y la fantasía es Walt Disney. Eso no me interesa en absoluto. Si a mí me dicen que tengo un gramo de fantasía, me avergüenzo. Yo no tengo fantasía en ninguno de mis libros. Está el famoso episodio de las mariposas amarillas de Mauricio Babilonia… que dicen “¡qué fantasía!” ¡Coño, qué fantasía ni qué nada! Yo recuerdo perfectamente que a mi casa de Aracataca iba el electricista cuando yo tenía seis años, y todavía me parece estar viendo a mi abuela una tarde espantando una mariposa blanca.. estos son los secretos que a ti no te gusta desarrollar.
–¿No me gusta, qué?
–Que se revelen, porque dices que es la revelación del misterio, pero ¡qué va! el misterio es todavía mucho más profundo cuando el prestidigitador te dice: “El huevo se saca de acá y lo que pasa es que yo lo tengo aquí amarrado con un hilo”, y cuando te explica cómo es, resulta mucho más mágico que si fuera magia. Porque si es magia es más fácil. Pero, si es un truco mecánico y de habilidad manual, es tan fácil que es mucho más difícil que si fuera magia, por eso a mí no me asusta esto. Mi abuela estaba con un trapo espantando una mariposa blanca, blanca, fíjate, no amarilla, y oí que dijo: “¡Carajo!, esta mariposa no la puedo sacar y cada vez que viene aquí el electricista, esta mariposa se mete en la casa”. Eso se me quedó ahí para siempre. Ahora, al reelaborarlo literariamente, mira todo lo que se logra. Pero te quiero decir una cosa. Originalmente las mariposas eran blancas, como lo fue en realidad y yo mismo no lo creía. Al ser amarillas ya lo creí y aparentemente lo creyó todo el mundo. Entonces fíjate tú, el paso que hay de la historia real que te conté (incluso el color de la mariposa) a la elaboración literaria que está en el libro, tú no te lo puedes explicar de ninguna otra manera sino por procedimientos poéticos. Y es lo que sucedió con el episodio de la subida al cielo de Remedios la bella que originalmente ni siquiera iba a subir al cielo, iba a estar bordando en el corredor con Rebeca y Amaranta y de pronto miraban y ya no estaba allí. Era casi un recurso cinematográfico. Pero así se quedaba muy en el suelo. Entonces decidí que subiera al cielo en cuerpo y alma. Porque recordaba además, a una señora cuya nieta se había fugado en la madrugada y que por la vergüenza de esa fuga, empezó a correr la voz de que la nieta había subido al cielo, y lo contaba (a pesar de que se reían de ella) y contaba los rayos que veía y todas esas cosas. Y decía, además, que si la Virgen María subió al cielo por qué no iba a subir su nieta. Y era una cosa que yo también como escritor pensaba en el momento que lo estaba escribiendo. ¿Si la solución literaria del mito de María es que suba al cielo en cuerpo y alma, por qué no puede ser también la solución literaria de mi personaje? Entonces me senté a escribir, porque es muy fácil llegar a esta conclusión, pero siéntate a escribir, y pruébalo literariamente y que el lector te lo crea. Entonces, no había modo de que subiera. Y yo me daba cuenta de que la única manera de hacerla subir era a base de poesía. Y pensando en cómo hacerla subir al cielo, salí al patio, había un gran viento y una mujer que lavaba en la casa tratando de tender las sábanas; las tenía con prendedores y las sábanas se le iban y entonces la ayudé a recogerlas e incorporé el elemento de las sábanas a la subida al cielo de Remedios la bella en cuerpo y alma y subió, y subió, y no hubo ninguna dificultad…
–¡No hubo Dios que la parara!… (risas).
–No hubo Dios que la parara, hasta el punto de que era como una vela de barco y yo creo que físicamente se puede demostrar que sube…
–Y hablando de misterios, ¿cuál es, en tu opinión, el enigma de esta región del mundo que se llama el Caribe, donde suceden las cosas más fenomenales y donde el surrealismo europeo queda un poco en ridículo?
–Conozco el Caribe, isla por isla. Lo mismo sucede en el Brasil. Eso que tú dices está en la propia historia del Caribe, los piratas suecos, holandeses, ingleses… está en el sincretismo, en el ingrediente negro que es lo que nos distingue. La síntesis humana que hay en el Caribe llega a extremos fantásticos. Yo vi en la Martinica una mulata color de miel con unos enormes ojos verdes y una pañoleta dorada a la cabeza y yo no recuerdo nada igual. En Curazao vi los ojos negros mezclados con los ingleses. Bueno, si nos ponemos a hablar del Caribe, entonces si que se jodió. Yo soy de BarranquilIa y de Cartagena y siento que la capital de Colombia no es Bogotá sino Caracas. Para ir a Bogotá necesito cambiarme de ropa y de idioma…
–¿Y el Brasil?
–El área geográfica natural del Brasil es el Caribe.
–¿Entonces habría que cambiarlo de lugar en el mapa?
–No sería mala idea; habría que cambiarlo… mira, ¿tú sabes cuál es el problema del Caribe? Que todo el mundo se vino a hacer aquí lo que no podían hacer en Europa, y esa vaina tenía que traer sus consecuencias históricas. Los piratas, para que tengas un ejemplo, tenían en New Orleans un teatro de ópera y allí llevaban a sus mujeres que se hacían incrustar diamantes en la dentadura. ¡Te imaginas qué locura esa! Otra cosa curiosa que tiene el Caribe, y que yo siempre he observado, pero que voy a confesar ahora por primera vez, es el espacio que separa las cosas. Eso es lo que distingue al Caribe del resto del mundo. En un restaurante, las mesas están más separadas unas de otras que en cualquier otra parte del mundo. Es un frenesí del espacio…
–¿Será por el calor?
–Claro, y para vivir la vida, ¡carajo! Tú entras en una casa y hay en una sala cuatro mecedoras y una cantidad inmensa de espacio.
–Una pregunta a boca de jarro: ¿qué piensas de la literatura policial?
–Me parece extraordinaria hasta la mitad. Tiene ese juego de torcer y destorcer. El de torcer es magnífico, pero el de destorcer es desalentador. El libro policial más genial es el Edipo Rey de Sófocles, porque allí el investigador descubre que él mismo es el asesino: ¡eso no se ha vuelto a ver más! Y después del Edipo, El misterio de Edwyn Drood, de Charles Dickens, porque Dickens se murió antes de terminarla y nunca se supo quién era el asesino. Lo único que jode en la novela policíaca es que no te deja ningún misterio. Es una literatura hecha para revelar y destruir el misterio. Como diversión es extraordinaria, porque, entre otras cosas, estoy siempre más de parte del asesino que del policía, porque sé de antemano que es el que va a perder.
–¿Es cierto que no vas a escribir más novelas?
–No tengo más temas. ¡Qué maravilla el día que los vuelva a tener!
–¿Por qué hacía tanto tiempo que no hablabas de literatura en entrevistas?
– ¡No, es al revés, hacía tiempo que no me preguntaban de literatura!
–¿Y qué hay de Hollywood y su proyecto de llevar al cine Cien años… ?
–Primero me ofrecieron un millón de pesos y ahora casi están llegando a los dos millones en sus ofertas. Ellos quieren saquear la novela para sacar el caso de Aureliano Buendía, el caso de Remedios, etc… Una especie de serial, pero yo no he aceptado porque prefiero que la gente siga imaginando a los personajes tal y como son.
–El dictador Juan Vicente Gómez es el que más se acerca al Patriarca, entonces, ¿en qué sentido hay que interpretar tu afirmación de que El otoño del patriarca es una novela autobiográfica?
–Te lo puedo contestar en una sola frase, con tal de que no sea más que una sola frase: No hay nada que se parezca más a la soledad del poder que la soledad de la fama.
*Nota: posteriormente esta entrevista se publicó en la editorial colombiana La Oveja Negra.
*Imágenes cortesía del autor
Manuel Pereira (La Habana,1948). Es novelista, ensayista, traductor, crítico de arte, guionista cinematográfico y pintor. Salió de Cuba en enero de 1991 rumbo a Berlín. Es autor de El Comandante Veneno (1979) El Ruso (1982) y Toilette (ANAGRAMA, 1993), La quinta nave de los locos (Premio Nacional de la Crítica, La Habana 1988), Mataperros (Premio Internacional Cortes de Cádiz en 2006), El Beso Esquimal, Un viejo viaje, La estrella perro, El ornitorrinco y otros ensayos, Insolación (2006) y Los abuelos malditos (2016). Su obra de ficción ha sido editada en Alemania, Brasil, Italia, Holanda, Checoslovaquia y Norteamérica. Su Twitter es @manuelpereiraq
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