Los seis cuentos de Los jefes son un puñado de sobrevivientes de los muchos que escribí y rompí cuando era estudiante, en Lima, entre 1953 y 1957. No valen gran cosa, pero les tengo cariño porque me recuerdan esos años difíciles en los que, pese a que la literatura era lo que más me importaba en el mundo, no me pasaba por la cabeza que algún día sería, de veras, escritor. Me había casado muy joven y mi vida estaba asfixiada de trabajos alimenticios, además de las clases universitarias. Pero, más que los cuentos que escribí a salto de mata, lo que guardo en la memoria de esos años son los autores que descubrí, los libros queridos que leí con esa voracidad con que uno se envicia de literatura a los dieciocho años. ¿Cómo me las arreglaba para leer con los trabajos que tenía? Haciéndolos a medias o muy mal. Leía en los ómnibus y en las aulas, en las oficinas y en la calle, en medio del ruido y de la gente, parado o caminando, con tal de que hubiera un mínimo de luz. Mi capacidad de concentración era tal que nada ni nadie podía distraerme de un libro (he perdido esa aptitud). Recuerdo algunas hazañas: Los hermanos Karamazov leído en un domingo; la noche en blanco con la versión francesa de los Trópicos de Henry Miller que un amigo me prestó por unas horas; el deslumbramiento con las primeras novelas de Faulkner que cayeron en mis manos —Las palmeras salvajes. Mientras agonizo. Luz de agosto—, que leí y releí con papel y lápiz, como libros de texto.
Esas lecturas impregnan mi primer libro. Para mí es fácil reconocerlas ahora, pero no lo era cuando escribí los cuentos. El más antiguo. “Los jefes”, en apariencia recrea una huelga que intentamos en el Colegio de San Miguel, de Piura, los alumnos que egresábamos, y en la que fracasamos merecidamente. Pero, en realidad, es un eco desafinado de L’espoir de Malraux que iba leyendo mientras lo escribía.
“El desafío” es un cuento memorable, pero por razones que no pueden comparar los lectores. Una revista parisina de arte y viajes —La Revue Française— dedicó un número al país de los incas y con este motivo organizó un concurso de cuentos peruanos cuyo premio era nada menos que un viaje a París de quince días, con alojamiento en un hotel, el “Napoleón”, desde cuyas ventanas se veía el Arco del Triunfo. Naturalmente, hubo una epidemia de vocaciones literarias en el territorio nacional y acudieron al concurso centenares de cuentos. Se me acelera de nuevo el corazón cuando veo entrar a mi mejor amigo al altillo donde yo escribía noticiarios para una radio, a decirme que “El desafío” había ganado el premio y que París me esperaba con banda de música. El viaje fue verdaderamente inolvidable y estuvo lleno de episodios más divertidos que el cuento que me lo brindó. No pude ver a Sartre, mi ídolo del momento, pero sí a Camus, a quien con tanta audacia como impertinencia abordé a la salida del teatro donde ensayaba una reposición de Les Justes y le infligí una revistilla de ocho páginas que sacábamos en Lima tres amigos (me sorprendió su buen español). En el “Napoleón” descubrí que mi vecina de pasillo era otra laureada, que disfrutaba también de quince días gratis de hotel —Miss France 1957— y pasé mucha vergüenza cuando, en el restaurante del hotel, “Chez Pescadou”, donde entraba de puntillas temeroso de arrugar la alfombra, me alcanzaron una red y me indicaron que debía pescar en el estanque del comedor la trucha que, por pura ignorancia, había señalado en el menú.
Me gustaba Faulkner pero imitaba a Hemingway. Estos cuentos deben mucho también al legendario personaje que, en esos años precisamente, vino al Perú a pescar delfines y cazar ballenas. Su paso nos dejó un relente de historias aventureras, diálogos parcos, descripciones clínicas y datos escondidos al lector. Hemingway era una buena lectura para un peruano que comenzaba a escribir hace un cuarto de siglo: una lección de sobriedad y objetividad estilísticas. Aunque había pasado de moda en otras partes, entre nosotros todavía se practicaba una literatura de campesinas estupradas por ignominiosos terratenientes, escrita con muchas esdrújulas, que los críticos llamaban “telúrica’’. Yo la odiaba por tramposa, pues sus autores parecían creer que denunciar la injusticia los eximía de toda preocupación artística y hasta gramatical, y, sin embargo, compruebo que ello no me impidió quemar incienso en ese altar, porque “El hermano menor” incurre en tópicos indigenistas, condimenta vez, con motivos procedentes de otra de mis pasiones de la época; los westerns cinematográficos.
“El abuelo” desentona en este conjunto de historias adolescentes y machistas. También él es residuo de lecturas —dos bellos libros perversos de Paul Bowles: A delicate Prey y The Sheltering Sky— y de un verano limeño de gestos decadentes; íbamos al cementerio de medianoche, adorábamos a Poe y, en espera de hacer algún día satanismo, nos consolábamos con el espiritismo. A la médium, pariente mía, las almas le dictaban los mensajes con idénticas faltas de ortografía. Eran noches intensas y desveladas, pues las sesiones nos dejaban escépticos sobre el mas allá, nos encrespaban los nervios. A juzgar por “El abuelo”, fue sabio no insistir en el género malévolo.
El cuento de Los jefes al que le perdonaría la vida es “Día domingo”. La institución del “barrio” —fraternidad de muchachas y muchachos con territorio propio, mágico para el juego humano que describió Huizinga— es ya obsoleta en Miraflores. La razón es simple: los jóvenes de la clase media limeña tienen ahora, desde que dejan de gatear, bicicletas, motocicletas o automóviles que los traen y llevan a gran distancia de sus casas. Así, cada cual arma una geografía de amigos cuyas curvas se ramifican por la ciudad. Pero hace treinta años sólo teníamos patines que apenas nos permitían dar vueltas a la manzana y ni siquiera los que llegaban a la bicicleta iban mucho más lejos pues las familias se lo prohibían (y en esa época se obedecía). Así, los muchachos y muchachas estábamos condenados a nuestro “barrio”, prolongación del hogar, reino de la amistad. No hay que confundir al “barrio” con el gang norteamericano —masculino, matonesco y gansteril. El “barrio” miraflorino era inofensivo, una familia paralela, tribu mixta, donde se aprendía a fumar, a bailar, a hacer deportes y a declararse a las chicas. Las inquietudes no eran demasiado elevadas: se reducían a divertirse al máximo cada día feriado y cada verano. Los grandes placeres se llamaban correr olas y jugar fulbito, bailar con gracia el mambo y cambiar de pareja cada cierto tiempo. Acepto que éramos bastante estúpidos, más incultos que nuestros mayores —que ya es decir— y ciegos para lo que ocurría en el inmenso país de hambrientos que era el nuestro. Eso lo descubriríamos después y también la fortuna que significaba haber vivido en Miraflores y tenido un “barrio”. Y, retroactivamente, llegaríamos en un momento dado a sentir vergüenza. También eso era estúpido: uno no elige su niñez. En la que me tocó, los recuerdos más cálidos están todos ligados a esos ritos de mi “barrio” con los que —sumada la nostalgia— escribí “Día domingo”.
También el “barrio” es el tema de “Los cachorros”. Pero este relato no es pecado de juventud, sino algo que escribí de adulto, en 1965, en París. Digo escribí y mejor sería decir reescribí, porque hice por lo menos una docena de versiones de la historia, que nunca salía. Me rondaba la cabeza desde que leí, en un diario, que un perro había emasculado a un recién nacido, en un pueblecito de los Andes. Desde entonces, soñaba con un relato sobre esa curiosa herida que, a diferencia de las otras, el tiempo iría abriendo en vez de cerrar. A la vez, le daba vueltas a una novela corta sobre un “barrio”: su personalidad, sus mitos, su liturgia. Cuando decidí fundir los dos proyectos, comenzaron los problemas. ¿Quién iba a narrar la historia del niño mutilado? El “barrio”. ¿Cómo conseguir que el narrador colectivo no borrara a las diversas bocas que hablaban por la suya? A fuerza de romper papeles, poco a poco fue perfilándose esa voz plural que se deshace en voces individuales y rehace de nuevo en una que expresa a todo el grupo. Quería que “Los cachorros” fuese una historia más cantada que contada y, por eso, cada sílaba está elegida tanto por razones musicales como narrativas; no sé por qué, sentía que, en este caso, la verosimilitud dependía de que el lector tuviera la impresión de estar oyendo, no leyendo: la historia debía entrar por los oídos. Estos problemas, digamos técnicos, fueron los que me absorbieron.
Mi sorpresa fue la variedad de interpretaciones que merecerían las desventuras de Pichula Cuéllar: parábola sobre la importancia de una clase social, castración del artista en el mundo subdesarrollado, paráfrasis de la afasia provocada en los jóvenes por la cultura de la tira cómica, metáfora de mi propia ineptitud de narrador. ¿Por qué no? Cualquiera puede ser cierta. Una cosa que he aprendido, escribiendo, es que en este quehacer nunca nada está del todo claro: la verdad es mentira y la mentira verdad y nadie sabe para quién trabaja. Lo seguro es que la literatura no resuelve problemas —más bien los crea— y que en vez de felices hace a las gentes más aptas para la infelicidad. Así y todo, ella es mi manera de vivir y no la cambiaría por otra.
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