Por José Emilio Pacheco
El once de marzo de 1941, invicta e indomable Virginia Woolf se arrojó contra la muerte. Las aguas del río Ouse, en Sussex, cerca de Lewes, recogieron su cuerpo. Al morir (acosada por las grandes minucias de su vida, por la destrucción ya conjurada sobre la tierra), las bombas que noche a noche arrojaba la aviación alemana sobre Londres velaron la trascendencia del suicidio.
Veinte años después, reconocemos en la más grande escritora inglesa de su tiempo a uno de los maestros —como Joyce, Proust, Faulkner, Kafka y Dos Passos— que modificó para siempre las concepciones tradicionales de la literatura narrativa.